Capítulo XII

Hazard esperaba en la caverna desde hacía unas horas. Sería alrededor de mediodía cuando apareció Adrien por el recodo del sendero arrastrando consigo a un hombre maniatado que sangraba.

—Ha intentado huir —explicó. Adrien lo había vuelto a atrapar y lo había reducido.

El estado de Militaire parecía grave. Hazard le dio a beber un poco de ron y también un par de buenas bofetadas.

—¿Qué quieren de mí? ¿Qué quieren de mí? Bandidos… hijos de puta…

—Le estaría muy agradecido si usted me dijera todo lo que sabe sobre los diecisiete pulpos del golfo de Guinea.

—¿Por qué cree que yo sé algo sobre eso? No tengo ni idea…

—Venga, abate Militaire, hable.

—¿Cómo podría hablar de lo que ignoro?

—Hablarás —dijo Hazard tranquilamente.

Y asiendo un escalpelo empezó a hacer hábiles incisiones en la planta del pie. Militaire aullaba de dolor y echaba pestes por su boca contra todo lo divino, pero no hablaba. Adrien, desinteresándose de la escena, abrió una lata de carne de vaca. Hazard cogió una cuerda larga y ató juntos los dos pies, luego la pasó por las manos y el cuello del abad para finalmente introducir un palo en el nudo central; empezó a darle vueltas, retorciéndolo. Esta vez Militaire se desmayó. Lo despertaron. La herida abierta que tenía en el cráneo (regalo de Adrien) sangraba abundantemente y Hazard no quiso ocultarle al torturado que su muerte estaba cerca, por eso estaba dispuesto a oír su confesión.

—Me dejará morir en paz cuando yo haya hablado, ¿no es así?

—En efecto, así será. Aquí puede ver unos polvos que le harán dormir definitivamente.

—En ese caso, qué remedio, hablaré… Nací en 1880, de padre desconocido y madre puta; era la única puta del pueblo donde nací, que se llamaba Trestraou. Tenía un hermano, mayor que yo, al que mi madre había puesto el nombre de Mitaine, porque sospechaba que su padre era el fabricante de géneros de punto con el que ella había estado justo nueve meses antes de su nacimiento. En cuanto a mí, me puso Militaire porque mi padre, al parecer, era el sargento de infantería colonial que vino de permiso ocho meses antes de que yo naciera, porque he de decir que yo vine antes de tiempo. Mi hermano y yo nos odiábamos, pero queríamos con locura a nuestra madre. Ella murió cuando cumplí los quince años; por aquella época me metieron en el seminario y perdí de vista a mi hermano primogénito. Más tarde me nombraron vicario de una parroquia de Nantes y allí me entregué al amor. Con niños y niñas. Pero en cuanto se supo, se montó un escándalo y la autoridad eclesiástica optó por enviarme a un convento y con ello tapar el asunto. Sin embargo, preferí abandonarlo todo, porque además había perdido la fe. Lo pasé bastante mal durante un tiempo, incluso entré en contacto con unos satanistas aficionados de Lyon. En mi condición de sacerdote, pude transformar sus inocentes sesiones en auténticas misas negras, lo que atrajo hacia mí mujeres, honores y dinero. No obstante, yo me aburría a morir en Lyon y de allí me vine a París, donde no tardé en formar un pequeño círculo de satanistas gracias a la ayuda de una mujer con dotes de médium, muy joven y de una gran belleza, que se llamaba Falaise. Enseguida se convirtió en mi amante.

»Muy pronto supe que me había surgido un rival, un tipo llamado Funeste Agrippa, mago negro muy conocido entre los iniciados, pero que no pertenecía a ninguna organización oculta. No me costó adivinar, en cuanto lo calé, que ese hombre amaba apasionadamente a Falaise y que quería arrebatármela. Las consecuencias de su odio hacia mí pronto se hicieron evidentes. Mis seguidores empezaron a morir uno detrás de otro; y yo caí víctima de una sífilis contraída con una mujer de los bulevares ante cuya seducción me fue imposible resistirme. Luego, una noche, dejé de ver a Falaise. Desesperado, me refugié en Bretaña. Y entonces tuvo lugar la cosa más inaudita que me ha ocurrido en la vida.