Capítulo IX

Adrien comenzó sus pesquisas hojeando primero la guía telefónica de los distintos departamentos. Luego se propuso inspeccionar los cementerios, no fuera que el abad hubiese muerto, y como el cementerio de Murabelle era el más próximo, decidió examinar una por una todas las tumbas de aquel lugar. Y como, por otra parte, no le gustaba salir de día, se fue allá al caer la noche.

A medianoche, por tanto, escaló la tapia de aquel sitio con una linterna en la mano. Empezó así su visita. De pronto, oyó un ruido y rápidamente se escondió detrás de un árbol. Vio entonces a un negro y a un Blanco que se detenían delante de una tumba.

—¿Y ahora qué? —preguntó el Blanco ligeramente nervioso.

—¡Puech echto!, exclamó el negro.

—¡¡¡Césaire[4] Mitaine!!! ¡Césaire Mitaine ha muerto!

—Chí. Mitaine ha muerto. Che lo han cebillado hace una chemana. Te he traído hachta él, ¡ahora tráeme tú a tu cura o lo que chea!

Y lanzó una sonora carcajada diabólica hacia el cielo cubierto de nubes siniestras, unas con forma de casco de barco y otras de la carcoma que lo deshace.

Excelsior Mü se quedó allí, aterrado y solitario. Le entró el canguelo y sus piernas se pusieron a temblar como las de un general que se hubiera aventurado por la primera línea de trincheras y sus cabellos se erizaron como las púas de un erizo de mar y sus dientes castañetearon como crujen a la deriva los icebergs y el sudor corrió por su frente como la miel fluye por las montañas de los Alpes-Marítimos y los huesos de sus tibias rechinaron como si unos tornos de tortura invisibles los hubieran atenazado con el fin de hacer con ellos tabas para los niños tímidos a los que el fútbol espanta.

En ese momento, un personaje impasible se puso a su lado. En una mano llevaba un pico, en la otra una pala. Pero ¿dónde las había encontrado? Poco importaba, ciertamente.

—¿Qué estás esperando? —le dijo con una voz cavernosa, cavernosa, cavernosa—. ¿No tienes que llevar este cadáver a quien lo ha comprado? Mantén tu palabra, joven francés. Aquí tienes un pico y aquí una pala. Desentierra a Césaire Mitaine.

Ebrio de mieditis, Mü comenzó a cavar. Cuando el ataúd fue sacado del hoyo, Adrien —pues de él se trataba— le dio unas tenazas para que arrancara con ellas los clavos. Una vez abierto el ataúd, Mitaine apareció, a decir verdad no demasiado descompuesto. Mü lo cogió y se lo echó a la espalda, seguido de Adrien, quien lo ayudó a pasar el cadáver al otro lado de la tapia.

El cielo, violeta como una manzana, seguía picoteándose de nubes, unas con forma de casco de barco y otras de la carcoma que lo deshace.