Capítulo XXI

Es inútil ocultarlo por más tiempo: el guarda de la casa de fieras Papriga no era otro que Adrien. Ese oficio no le desagradaba en absoluto, aunque le confería un aire misterioso. No era para menos, ya que había misterios para parar un tren. Para empezar, estaba el portero de la barraca que ni hablaba ni había oído hablar jamás; luego estaba la mujer sobre la que preguntarse si era Jacqueline y si amaba al portero de la barraca, y si, en caso de que se tratara de Jacqueline, lo amaba siempre, y si, en caso de que no lo fuera, lo amaría igualmente, etcétera. Por otra parte, había visto a Hazard pero no se le había identificado. Antes quería ver qué pensaba hacer el viejo sabio. ¿Volvería por allí esa noche, después de los acontecimientos de tan extraña jornada? El orangután había regresado a su jaula, los pulpos dormían en su pecera; los cochinillos también dormían. Sin embargo, aquella noche nadie se presentó. A las doce en punto cerraron. El portero y la mujer subieron a sus respectivas rulotes y Adrien se dirigió a su hotel. Al pasar por la rue Fromentin, oyó que lo llamaba una voz temblorosa: «¡Eh! ¡Señor! ¡Señor!». Le costó un poco darse cuenta de que esa voz provenía de un hombre diminuto cuya altura no sobrepasaba la veintena de centímetros y era enteramente de vidrio.

—Tómeme con su mano, señor, o póngame en su bolsillo, como quiera, pero lléveme hasta mi casa. Me he hecho una fisura en el cristal de mi pierna izquierda.

Adrien observó con gran estupor la fila de automóviles estacionados delante del Grand Ecart e incluso echó un vistazo hacia el bar mismo. ¿Venía de allí? Luego miró al hombrecito de cristal que se sonaba los mocos con vivacidad para devolverle la mirada con aire bastante imploratorio.

—¿Y usted dónde vive?

—En su misma casa.

Adrien experimentó de nuevo la necesidad muy imperiosa de mirar los coches, luego examinó el pavimento para ver si crecía la hierba por algún sitio. Pero la hierba no crecía en el asfalto. Esperaba también que uno de esos coches echara a volar, o que el botones del Grand Écart se convirtiera en una carraca o en un perchero o que fuese Semana Santa y empezara la función. Pero no pasó nada de nada de nada, ningún milagro, todo fue de lo más normal. ¡Qué aburrimiento, por Dios! Y Adrien metió en su bolsillo al hombre diminuto de vidrio.

Un vez en su casa, lo colocó sobre un cojín donde el pequeño individuo se quedó dormido.

En ese momento llamaron a la puerta. Rápidamente cubrió con un tapete a su extraño invitado y fue a abrir.

Hazard estaba delante de él, despavorido, con las manos ensangrentadas.

—¡Qué bien que lo encuentro! —rió con amargura—. Ahora irá todo mejor.

Y se precipitó hacia el lavabo.