Capítulo XV

Sulpice Fissile[6] y Eleazard Hazard, después de haberse aventurado por la gruta de los siete túneles, se encontraban definitivamente extraviados y caminaban sin rumbo por lo que se llama comúnmente un laberinto. Entran de pronto en una nueva caverna. Entonces se apodera de ellos un miedo cerval al sentir que, a bocanadas irregulares, una respiración vacilante caldea ese lugar. Pero tan sólo alcanzan a percibir la forma de una vieja caja de cartón, colocada a propósito sobre una roca, y, en un rincón, el esqueleto de un perro. Sulpice coge la caja de cartón con sus manos y ve que es un juego del Enano Amarillo. Ese extraño hallazgo le provoca una sonrisa, borrada enseguida al comprender su carácter aterrador. Hazard, que se ha inclinado para ver más de cerca la caja, se queda paralizado. La respiración se ralentiza y los dos hombres presienten que unas orugas invisibles y babosas los van a arrastrar lejos de allí, hacia el centro de la Tierra, para que la palmen en medio de la imprevisibilidad de una muerte silenciosa.

Entonces Hazard quitó de las manos de su compañero el juego del Enano Amarillo y lo hizo trizas. Se produjo un extraño silencio, el aire se heló y en el rincón donde habían visto el esqueleto de perro ya no quedaba más que un único, solitario, gordo, roído y desmedulado hueso.

En ese momento, liberados del miedo que los atenazaba, les dio por comer. No comieron mucho, la verdad, ya que apenas les quedaban unas pocas galletas, una lata de conserva, de atún para ser exactos, y tenían el agua racionada.

—¡Como en las duras épocas de tirado por París! —exclamó Fissile—. ¡Bocadillos malcomidos en una callejuela, un recurrente café con leche, días enteros con no más de veinte céntimos en el bolsillo o a veces con nada…! Pero esto no tiene ni punto de comparación. Y esta sensación de terror…

—Me importa un pito tener hambre o no —dijo Hazard—, pero quiero largarme de aquí, hay ciertos negocios que arreglar allá arriba.

—¡Qué gracioso! ¿Y cómo salimos de aquí? Estamos destinados a volvernos lívidos como esos insectos esclavos de las hormigas que se descubren a veces, cuando destruyen su complejas galerías subterráneas. Que sepa, vejestorio, que empiezo a tener mucho miedo de los insectos. Por ejemplo, de esos que se encuentran cuando se levanta una piedra, los ciempiés o las escolopendras. Su contacto sobre la piel… ¡huuuah! Y los gusanos, los gusanos del queso, las lombrices, los gusanos de los muertos. ¡A comer, a comer, ja, ja, ja, ja! Se le meterían a usted por dentro de la nariz… Le bajarían por el interior de la laringe, bien elásticos y hediondos…

Acabó vomitando. Una de las linternas se apagó. Hazard se volvió un poco más pálido y Fissile tuvo un escalofrío.

—Qué miedo me ha dado esa espantosa caja…

—¿Será capaz de dormir ahora? Voy a apagar la otra linterna.

Fissile no respondió y el viejo sabio apagó la linterna. Al hacerlo, el otro lanzó un grito de terror.

—Y luego están los escorpiones…, no sé exactamente el nombre…, los renacuajos… ¡humm! ¡Degustar unas buenas larvas…! ¿Qué piensas de eso, botánico indecente?

Fissile no tenía pinta de querer dormir lo más mínimo. Hazard, en cambio, se sentía bastante fatigado y ansiaba descansar, o al menos eso parecía. Conciliando ambos términos, cogió su bastón y lo descargó sobre Fissile; luego, él mismo, ya a oscuras, se echó en el suelo y se quedó dormido.