Capítulo V

La prisión de Madragues en la que había sido encerrado Adrien era tan sólo un miserable barracón de ladrillo situado astutamente, lo que es muy comprensible, cerca del cementerio y bastante alejado del pueblo. Hacia las dos de la mañana, un hombre que con toda intención había pasado rozando todas las paredes del pueblo y todos los troncos de árbol de la carretera vino a depositar un paquetito a la puerta de la prisión. Luego desapareció rápidamente. Unos minutos después el paquetito explotaba, pulverizando la puerta y de paso al guardia, quien, tomando el fresco por los intersticios de dicha puerta, pasaba así de la vida a la muerte.

Eleazard Hazard —a quien había que achacar la autoría del atentado— volvía tranquilamente a su casa cuando, al llegar a la altura del pequeño, astroso y deteriorado hotel donde se hospedaba Mitaine, se percató de la presencia de alguien que trepaba con cuidado por un tubo (¿canalón?) y que, deteniéndose en el segundo piso, saltó dentro de una habitación cuya ventana estaba abierta. Un poco más tarde, ese mismo personaje volvía a hacer el camino inverso y en cuanto puso los pies en tierra emprendió inmediatamente la huida. Hazard empezó a seguirlo (ya que no le pasó desapercibido el hecho de que la habitación cuya ventana estaba abierta era la de Mitaine), pero tuvo que abandonar la persecución al faltarle el aliento en una carrera en la que el otro parecía volar. Volvió entonces al hotel y miró hacia la ventana rascándose el mentón.

«Mitaine debe estar muerto», pensaba.

En ese momento vio a su lado a un negro —pudo advertir que lo era a pesar de la oscuridad— que miraba alternadamente hacia la ventana y hacia donde estaba él.

—¿Gué pacha? —murmuró Jim (pues de él se trataba)—. ¿Gué mira uchted?

—Creo que se acaba de cometer un crimen —respondió Hazard.

—¿A guién?

—¡Eh! ¡A usted qué le importa! ¿Tengo que darle explicaciones? ¿Acaso es usted de la policía, negro?

—¡Oiga, cuitatito, eh! ¡Atenchión con chus balabras!

Hazard midió de una ojeada la envergadura del boxeador.

—Han matado a Calvaire Mitaine —dijo secamente.

—¡Calvario Mitaine! ¡No ech bochible! ¡Calvario Mitaine, muerto!

—¡No, no! —exclamó una voz aguda desde lo alto—. ¡Calvaire Mitaine no ha muerto! ¡Calvaire Mitaine, pese a sus viejos órganos cascados, ha sabido y sabrá defenderse de sus enemigos y vencerlos! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!

Jim y Hazard alzaron la nariz y vieron a Mitaine con medio cuerpo fuera de la ventana de su cuarto, en camisón y con el triunfo en el rostro iluminado por un claro de luna.

Jim sacó lentamente una browning de su bolsillo y de pronto disparó. Mitaine, alcanzado de lleno en el pecho, cayó hacia la calle y vino a estamparse a los pies de Hazard, quien lo miró, perplejo, rascándose otra vez el mentón. Jim se había largado. Hazard se inclinó sobre el cadáver y cogió entre el pulgar y el índice un pequeño insecto que avanzaba por el cuello del payaso muerto.

«No olvidemos nuestra profesión. Creía que era un piojo, pero sólo es una mariquita».

Y después de espachurrarla entre el dedo corazón y el anular, se fue de allí.