Capítulo III
Alrededor de una hora más tarde de que hubiera salido Pierre Réussi, llamaron a la puerta de la suite que él ocupaba en el hotel Parizo. Adrien fue a abrir. Entró un hombre con una gorra en la cabeza, una pipa en la boca y una enorme lupa, de ésas de aumento considerable, sobresaliendo del bolsillo derecho de su chaqueta. Recorrió el salón, el dormitorio y el cuarto de baño; echaba una rápida ojeada a algunas cosas pero, en cambio, en otras se demoraba haciendo un examen minucioso; se detuvo especialmente en un palillero, en una pastilla de jabón, en un cepillo de dientes y en una caja de cerillas.
Adrien lo miraba impasible:
—Entonces, sir, ¿sirve usted en la policía?
—¡Pues claro que no, hombre! No soy detective. Me llamo Sulpice Fissile y ayer olvidé, en este hotel, un sello de correos. Lo estoy buscando por todas las habitaciones y no consigo encontrarlo. Voy a mirar en otra parte.
Y se fue de allí no sin dejar antes un billete de cincuenta francos sobre la mesa: «por las molestias», le había dicho a Adrien.
Volvieron a llamar. Esta vez era el célebre detective francés Florentin Rentin, con quevedos, mostachos hacia arriba, ligera cargazón de hombros y un poco renqueante.
Obviamente, con uñas sucias, zapatones negros y botón de oficial de Instrucción Pública.
—Vaya, vaya, al parecer los revólveres desaparecen por aquí muy rápidamente, ¿eh? Bueno, pues fíjese bien, joven, porque yo empleo en criminología métodos franceses. Al grano: los revólveres desaparecen, ¡ffuitt!, así de simple. Ése es el problema, ¿no? Pues, ante todo, la razón. La claridad. No voy a entretenerme examinando uno a uno todos los muebles con la lupa. ¡Ah no! ¡Eso sí que no! Fíjese, un revólver desaparece. Bien, razonemos con claridad, a la francesa, sin complicaciones. Problema elemental. ¿Quién está interesado en robar ese revólver? ¿Quién? ¿Quién? ¿Cuestión de faldas? Pues no, esta vez no. ¡Ésta es la chispa, la inspiración, el golpe de genio! ¿QUIÉN ESTÁ INTERESADO EN ROBAR ESE REVÓLVER? ESE REVÓLVER. ¡Ajá, así que eres tú! (grita). Pues te detengo y te chuparás diez años de reclusión y veinte más de suspensión de residencia. ¡Eso, veinte años!
Sacó las esposas pero Adrien se lanzó sobre él y lo tiró al suelo; manteniéndolo bien inmovilizado en esa postura, se propuso meterle por la oreja derecha la pata de un sillón de ruedas. Lógicamente, como no podía ser de otro modo, el otro aullaba.
—¡Auh, auh, auh! —decía.
—¡Ah, ah, ah! —respondió la voz de una mujer jadeante.
Era Jacqueline, quien se desmayaba sobre el diván con su vestido hecho jirones y los brazos y piernas llenos de arañazos. Adrien abandonó momentáneamente a Florentin Rentin y arrojó una jarra de agua a la cara de la desmayada. Eso la despertó.
—¡Es horrible! ¡Horrible!
—¿Qué ha sucedido?
—Pierre…
—… ¿Réussi?
—Sí… Réussi, raptado por un pulpo…
Y se volvió a desmayar.