Capítulo I
Hazard llevaba un buen rato sentado delante de un vaso de limonada cuando un personaje, casi tan viejo como él y con la nariz tintada de violáceo, vino a posar la decrepitud de su cuerpo retorcido sobre la silla de al lado y pidió un chartruese tibio.
—¡Pero bien tibio, eh! —insistió dirigiéndose al camarero, y luego, volviéndose hacia Hazard, añadió—: Siempre exijo absolutamente que esté bien tibio.
—Chartreuse tibio. ¡Hay que oír cada cosa!
—¡Vaya, hombre! Al final acabaremos llorando. Yo que trataba de hacerle reír. Figúrese, soy un payaso, pa-i-aso, sí, señor, con el destino siniestro de bromear a todas horas, incluso cuando el corazón está triste.
—¿Es que tiene algún problema?
—Me llamo Calvaire Mitaine.
Se hace el silencio.
El viejo sabio, es decir Hazard, echó un vistazo a sus chanclas y, al reparar en que un insecto se paseaba a lo largo de su tobillo arrugado, lo cogió y lo depositó en una caja de cerillas.
—Es un elephas antiquus —dijo—. Una pieza rara. Un insecto de extrañas costumbres, de instintos sorprendentes, capaz de confundir a sus enemigos arrancándose las patas traseras con el fin de que no se le reconozca. Pero, perdóneme, tal vez esto le aburra. Aunque, ¡qué quiere que le diga!, en cuanto un sabio hace su aparición en la novela, éste tiene que ser botánico o geólogo o zoólogo, en resumidas cuentas, tiene que interesarse especialmente por la historia natural. Es lo más sencillo. Un novelista no concibe nunca a un matemático. Por eso yo, que soy geómetra, por el hecho de aparecer en esta aventura, estoy obligado, y enfatizo obligado, a convertirme, cuando menos en apariencia y, como suele decirse, por razones de necesidad, en entomólogo. ¿Comprende?
—¿De qué aventura me habla? —dijo el payaso, respondiendo a una pregunta con otra pregunta.
—De la aventura de los quince[1] pulpos de Guinea.
—La desconozco.
Una vez más, el viejo sabio se calló. Luego, después de pagar su limonada, saludó a Mitaine y se fue a comer.
Pasaron unos chavales.
—¡Menudo caraculo cursi! —se refirieron al payaso.
Una lágrima perló sus ojos.
—O sea que ese hijoputa de autor ha hecho de mí una especie de Bufón ridículo. Detesta los payasos, el muy imbécil. Pero me las pagará y le haré fracasar en los capítulos más palpitantes. ¡El Eleazard ése, que cree que no lo he reconocido! ¡Y que se cree que ignoro la historia de los pulpos! ¡El muy idiota! ¡Ah! ¡¡Ah!! ¡¡¡Ah!!! ¡¡¡Arreglaremos cuentas, Funeste Agrippa!
Pero mientras tanto, Funeste Agrippa echaba un vistazo distraído a la cotización de la Bolsa. Cuando hubo acabado, telefoneó al hotel Parizo donde se hospedaba Minoff.
—Aló, aló. Quiero informarle de que el viejo Mitaine acaba de llegar. Ándese con ojo.
Después colgó de inmediato.
El banquero, que se disponía a estudiar el Dogma y ritual de la alta magia de Eliphas Lévi, interrumpió su lectura para reflexionar acerca de aquella misteriosa llamada telefónica, sobre todo porque no conocía a nadie que respondiera al nombre de Funeste Agrippa.