Rapsodia
Es dulce soñar un día de verano ,
cuando el cálido aliento del viento
me lleva hasta ti y el corazón vacilante
se remonta a los días ya lejanos ,
a una sonrisa inocente ,
a unos ojos brillantes
que no volverán a ser míos .
Rapsodia del pasado ,
dejándose mecer por el viento estival .
Te añoraba. Te deseaba. Me sentía sola. Te añoraba. Te deseaba. Me sentía sola. Te añoraba. Te deseaba. Me sentía sola...
Y así hasta el infinito, durante días y días, esas palabras retumbaban como una obsesión en mi mente. El candor, la sinceridad desarmante, la síntesis absoluta de las emociones, el desazonador reconocimiento de los errores cometidos, irremediables. El drama era la perfecta coincidencia entre Lea y lo que yo sabía plasmar en forma de poesía: bastaba una simple línea recta, dos únicas palabras.
Yo también te añoraba, siempre te he añorado.
Yo también te deseaba, siempre te he deseado.
Me sentía solo, siempre me he sentido solo.
Léontine era la única que hacía sonreír a mi corazón.
Y ahora este último engaño. La ilusión de poder tenerla cuando era ya imposible, de poder recuperar lo irrecuperable, de remediar lo irremediable, de tener todavía una posibilidad cuando en realidad ya era demasiado tarde.
¿Por qué has vuelto, Lea?
Te añoraba. Te deseaba. Me sentía sola. Te añoraba. Te deseaba. Me sentía sola...
—El sábado por la mañana me va bien —dijo apenas contesté al móvil—. Camillo se va a un congreso a Palma de Mallorca, la canguro está libre. La salida en el Rapsodia va bien...
¿Va bien para qué? ¿Para volver a decirme adiós? Sí, Rapsodia iba bien.
—Te espero.
Y esperé a que llegase el sábado por la mañana.
Era un día de verano precioso, no demasiado caluroso, soplaba un gregal ligero desde por la mañana. En el mar estaríamos bien. Habríamos estado bien en cualquier parte, de haberlo querido. Pero sólo nos restaba ese día de navegación.
Llegó mientras cargaba el coche con un poco de provisiones, agua, vino y focaccia. Me besó en la mejilla y yo le devolví el beso en los labios. Aceptó.
Llegamos al muelle de Polignano a Mare. El Rapsodia nos aguardaba paciente. Mohilof fue el primero que saltó a bordo. A esas alturas estaba ya acostumbrado y le gustaba. La primera vez había sido toda una tragedia, había permanecido todo el tiempo acurrucado en la cabina, aterrorizado. La segunda, en cambio, el problema había sido obligarlo a embarcar. Pero después había comprendido que, quitando el balanceo y la extraña inclinación de la superficie de apoyo cuando navegaba contra el viento, no corría ningún peligro. Y había acabado por cogerle gusto.
—¿Puedo echarte una mano? —me preguntó.
—¡Por supuesto!
Le expliqué lo que debía hacer. Soltamos las velas de los arneses dejándolas sueltas. Encendí el motor para efectuar la maniobra, le di instrucciones sobre el momento en que debía soltar el cabo de proa y retirar las defensas. Obediente y eficaz. Vi que se sentía a sus anchas a bordo del Rapsodia y pensé en la ocasión en la que ni siquiera había querido subir a bordo. Malos recuerdos, mar gruesa... Era evidente que se le había pasado. Mejor así, nos acechaban ya demasiadas sombras. Gracias al motor dejé fácilmente a mis espaldas el pequeño puerto y salimos a alta mar.
—¿Sabes navegar a vela? —le pregunté.
—No, he salido mucho, pero siempre como pasajero... Una vez cociné un plato de espaguetis, eso es todo.
Sonreía.
—Si te digo lo que tienes que hacer, ¿me echas una mano?
—¡Claro!
—Lo más importante es que cuando me oigas decir «se vira» o «se traslucha» debes agachar la cabeza de inmediato, la botavara pesa lo suyo. ¡Por hoy te nombro oficial segundo del Rapsodia!
A continuación le expliqué todo lo demás: en qué amura podía sentarse y cuándo debía moverse, cuándo tenía que soltar el cabo del foque apenas le daba la señal, y cómo tensar el del borde opuesto. Atenta, obediente, eficaz.
Icé las velas mientras Lea mantenía la proa al viento, apagué el motor, tensé el extremo de la botavara y efectuamos de inmediato el primer viraje de bolina para alejarnos de la costa. Yo iba al timón y gobernaba la vela mayor. El Rapsodia se inclinó levemente. Mohilof protestó como de costumbre. Lea apoyó con fuerza los pies. Pero mi preciosidad avanzaba. Sólo esperaba que el gregal no arreciase demasiado, como solía hacer a mediodía.
—¡Es fácil! —exclamó, alegre como una niña.
—Más que fácil es maravilloso...
La miraba. Las sombras que habían ofuscado mis pensamientos, y puede que también los suyos, se iban desvaneciendo. Quedaba el sol para calentar nuestros cuerpos, y la mirada para prender el alma. Lea se desvistió y se quedó en bañador.
—¿Bajamos luego con la chalupa?
—Por supuesto, pero antes quiero enseñarte una cosa que no has visto en tu vida...
—¿De qué se trata?
—La escollera de Polignano desde el mar... Desde el mar cambia todo, la perspectiva, la visual, el significado de las cosas, la percepción de las emociones, del tiempo.
Llevábamos ya bastante tiempo fuera. A lo lejos tres o cuatro velas blancas. Lea se tumbó para gozar plenamente del sol. Apoyó la cabeza sobre mis piernas. Le acaricié el pecho. Me cogió una mano y la apretó con fuerza. Durante mucho tiempo. ¿Por qué debía terminar?
Encendí la radio. Edith Piaf. Mi alma se había consumido escuchando esa canción, murmurando esa súplica que después, extrañamente, me había sido concedida.
Mon Dieu, mon Dieu ...
Laissezlemoi encore un peu ...
Le temps de s’adorer, de se le dire .
Le temps de se fabriquer des souvenirs ...
Laissezlemoi remplir un peu ma vie .
Laissezlemoi, encore un peu, à moi ...
Viré y enfilé el camino de vuelta. Sorprendentemente el gregal, en lugar de arreciar, se estaba debilitando y el avance de popa fue, como siempre, dulce y relajante. La tierra salía poco a poco a nuestro encuentro, y la escollera híspida se tornaba cada vez más alta y amenazadora. Lea observaba todo como hipnotizada.
—Tienes razón, en el mar cambia todo... —reconoció. Su mano seguía apretando la mía.
Aflojé las velas y encendí el motor. Rozábamos la costa, los escollos estaban demasiado cerca y no podía gobernar solo la vela. Las cuevas verdes se entrelazaban una con otra. Hipnosis, eso era todo. La sacudí y le indiqué un punto en lo alto, una terraza que daba al mar, un pequeño muro blanco interrumpido por una barandilla verde corroída por la sal y que seguía en su sitio gracias a cientos de capas de antióxido.
—¿Te acuerdas? Ahí fue donde me negaste el primer beso...
No dijo nada. Se acercó a mí y me dio un largo beso cargado de deseo. Se lo devolví complacido.
Arribamos a una pequeña cala tranquila que conocía, un poco más al sur de Polignano, y eché el ancla.
Nos tiramos en menos de un segundo. El sol estaba alto en el cielo, hacía calor, el agua fría fue también un tónico para el pataleo de nuestras hormonas. Veía a Lea feliz, se reía y bromeaba con el agua, se sumergía y volvía a emerger a toda prisa. Me dio alcance en dos brazadas y me hizo una ahogadilla. Tiré hacia abajo de sus piernas y volvimos a salir a la superficie. Nos besamos sin ni siquiera darnos tiempo a recuperar el aliento. Mohilof ladraba desorientado, luego saltó también al mar. Cuando me di cuenta era demasiado tarde.
—¡Muy bien, cabezota! A ver quién es el guapo que ahora te sube a bordo.
Disfrutamos un poco más de ese paraíso, después volvimos a subir al barco y logramos izar a Mohilof.
Tostarse al sol de junio, sentir los rayos que todavía no queman acariciarte la piel, secar el estremecimiento del agua demasiado fría. Hacer el amor de forma casi inconsciente, transportados por el deseo, ajenos al mundo que nos rodeaba. Deleitarse con el último fruto de un amor inútil, imposible, inesperado.
En el mar cambia la perspectiva, incluso el paso del tiempo muda; nosotros lo ignoramos sin más. Vivimos ese día al margen del tiempo y fuimos inmortales por un día.
Después del amor nos entró hambre; abrí la botella de blanco helado y devoramos un buen trozo de focaccia. Pero la alegría de Lea se había evaporado, y también la mía. La sonrisa se había teñido de tristeza.
Lea se apoyó en mí sin pronunciar palabra.
—¿Te lo he dicho alguna vez? —le pregunté.
—¿El qué?
—Entraste en mi corazón, Lea... Y pese a todos los esfuerzos que he hecho jamás has vuelto a salir...
No respondió, no había nada más que decir.
Regresamos poco a poco, a motor, al puerto de Polignano.
Atraqué y Lea me ayudó todavía. Envolví el foque. Bajé la vela mayor y la até. Aseguré la botavara a sus extremos. Mimé y acto seguido cerré el Rapsodia. Coloqué la pasarela. Mohilof fue el primero en atravesarla, a continuación Lea, por último yo. Cinco minutos después estábamos bajo la abadía. Acompañé a Léontine a su Ka amarillo.
—Es tarde, Pier...
—No estás hablando del horario, ¿verdad?
—No, no me refiero al horario...
—No me había hecho ninguna ilusión, Lea, ninguna.
—Lo siento, por lo visto sólo consigo hacerte daño...
—No te preocupes, lo peor había pasado ya. He aceptado estos días como un regalo inesperado de la vida, carpe diem...
—Lo siento...
—Estaba claro desde el principio, y si siguiésemos adelante doblaríamos los errores que hemos cometido ya. Hace tres años perdimos el presente huidizo y eso ya no vuelve. Tú no creíste en mí, yo me rendí demasiado pronto. No estábamos preparados, eso es todo.
Ojos claros, resplandecientes, en los que reflejarme por última vez. Necesitaba consuelo. Le acaricié la mejilla. Sonrió como una niña a la que le acaban de perdonar una travesura.
—Sí... es demasiado tarde —proseguí—. Los papeles se han invertido: yo no tengo ni idea de lo que será de mi vida, tú has emprendido un camino sin desviaciones posibles. Tienes un marido que, a su manera, te quiere. Pero, sobre todo, tienes a Eleonora. Es pequeña, te necesita, necesita un padre. Ésa es tu vida.
—Es que echaba de menos algo...
—La poesía, Lea, pero yo ya no escribo desde hace mucho tiempo.
La abracé con todas mis fuerzas. Ella se acurrucó en mi hombro, quizá vertió una lágrima, pero no me di cuenta. Le besé el pelo.
—No pienses más en mí, Lea... No me busques más, amor mío.