Ne bis in idem...
El viernes transcurrió anónimo, carente de las emociones y de la dulzura del día anterior.
Me desperté tarde y llegué jadeante a la sede del curso, fuera de horario para poder desayunar con Lea, lástima. Pensaba recuperar con la pausa para el café de media mañana, pero incluso eso salió mal: otros profesores me arrastraron a la fuerza al bar. Lea estaba allí, y se mostró más bien fría. Ella también estaba acompañada de unos cuantos colegas; atribuí este hecho a su aparente indiferencia.
—¿Has dormido bien? —le pregunté. Pero ¿a qué se deberá que, justo cuando hacen falta, a uno nunca se le ocurran preguntas menos estúpidas?
—He dormido bien.
—¿Te apetece que luego comamos algo juntos?
—Sí, diría que sí.
La perdí en un abrir y cerrar de ojos entre el gentío. Todo pospuesto. Debía recuperar los hilos que había roto la noche anterior. ¿Lo deseaba de verdad? ¡Sí! Aunque quizá fuese mejor que no. ¿O sí? Lo decidiría a medida que... ¿Y Lea? ¿Qué pensaba Lea? Estaba desorientado.
Más tarde, la comida no mejoró la situación. Al contrario, el enigmático comportamiento de Lea sólo sirvió para multiplicar las dudas.
—La de ayer fue una bonita velada... —solté.
Las neuronas completamente secas, ideas originales ni por ésas...
—Bonita, sí, la verdad es que sí...
¡Otra vez esa expresión! Pero ¿qué demonios pretendía decir?
Lo cierto era que los dos estábamos turbados. La noche anterior habíamos estado bien juntos. Habríamos deseado que se prolongase; a los dos nos habría gustado que concluyese de manera diferente. Las hormonas reclaman siempre su parte, y nosotros no habíamos tenido el valor de dársela.
Las emociones castradas no se tornan impotentes, al contrario, producen monstruos. Mechas encendidas que, tarde o temprano, alcanzan el explosivo. Si esa noche hubiésemos follado como se debe quizá todo se habría terminado ahí. Habría podido finalizar ahí. Pero no fue así y aquí estoy ahora, contándolo...
Como de costumbre, fue Lea la que me sorprendió.
—Venga, cojamos el taxi juntos —me dijo cuando acabó el curso de actualización—. Te acompañaré a la estación y luego yo seguiré hasta el aeropuerto. Así podremos despedirnos con calma.
No me lo esperaba. Pero, en caso de que esa propuesta hubiese hecho nacer una esperanza, ésta enseguida se vino abajo.
Miraba pasar la ciudad de Roma por delante de la ventanilla de un taxi anónimo. Miraba las avenidas y las calles, la gente amontonada detrás de los escaparates, los turistas con la nariz alzada, el tráfico inmóvil, los edificios ennegrecidos por el descuido y por el esmog, el tiempo maleado en la belleza de esas plazas, callejones cuya perpetuidad era tan sólo una opción para los turistas. No podía hacer nada excepto tragar saliva con amargura y esperar a que finalizase esa aventura que no habíamos vivido. Miraba, miraba, miraba, y no tenía el valor suficiente para hablar. Lea estaba allí, a mi lado, fría, silenciosa.
En cierto momento me tomó la mano, apoyada en el asiento posterior de un taxi anónimo que viajaba en dirección a la estación de Termini. Y me sonrió. Era una sonrisa triste, imperfecta, que manifestaba la ineluctabilidad de la palabra «fin» en una quimera, una ilusión. Lo que nos diferencia de los animales no es la razón, sino la capacidad de soñar.
Habíamos llegado. Recuperé mi maleta. Lea bajó conmigo para despedirse.
—Antes de partir me había imaginado que estos días serían distintos... Es una pena que no puedan continuar —dijo, y su voz era distante.
—Yo no me había imaginado nada. En cualquier caso, es una verdadera lástima que se interrumpan de esta manera.
Mejor acabar así.
—Gracias por la compañía —añadí.
—Buen viaje... —dijo ella dándome un beso en la mejilla.
La estación de Termini es el lugar ideal para cualquiera que tenga ganas de estar solo. Yo tenía muchas y todo el tiempo que necesitaba para satisfacerlas. Las personas se mueven mecánicamente bajo las marquesinas, robots cargados con maletas y la adecuada dosis de prisa indispensable para ignorar el mundo circunstante que se arrastra a igual velocidad, con las mismas motivaciones, aunque con metas diferentes. Ignorar a los demás es un arte en el que todos nos hemos especializado. Una estación es el mejor taller para cultivarlo.
Mi tren estaba ya en el andén, pero permanecí un poco más sentado en el banco fumando y reflexionando.
Sobre las inesperadas emociones que había experimentado, sobre la ilusión que nos había engañado, sobre la ventana que se había abierto de repente en mi vida y que sabía que debía cerrar cuanto antes: demasiada corriente, me arriesgaba a pillar una bronquitis.
Pensaba en esa extraña mujer que se había entrometido en mis pacíficos días regalándome unas emociones inesperadas y nuevas. En el efecto que me había producido tenerla cerca, y haberla perdido. ¿O se trataba tan sólo de un deseo insatisfecho?
Tengo siempre algún trozo de papel en los bolsillos, son mi salvación. Escribí al vuelo, luego borré todo y volvía a escribir. Al final doblé con cuidado el folio y me lo volví a meter en el bolsillo. Poesías... Mala señal.
El enésimo graznido del altavoz anunciando algo. Llamaba a los viajeros de mi tren y a los padres de una niña que se había perdido. Subí al vagón que, poco después, empezó a moverse. Esa sensación de alejamiento aplacó mi ansiedad. A fin de cuentas, Roma era un bonito lugar para ilusionarse. Era la segunda vez que me ocurría. Grave error, ne bis in idem...
Durante el trayecto no falté a la cita con el habitual golpe de sueño o, mejor dicho, de duermevela, al que me rindo siempre cuando viajo en tren. Estaba físicamente agotado. Emocionalmente perdido. Lo mejor que podía hacer era esconderme.
Me desperté poco antes de llegar a Nápoles, justo a tiempo de ver la letanía nocturna de los interminables y miserables barrios periféricos.
La estación de la plaza Garibaldi, otro lugar ideal para estar solo. Pero ya no tenía ganas. No veía la hora de llegar a Amalfi, de reunirme con mi familia, y de sentir una vez más esas certezas que temía haber perdido por el camino. La idea de ir a la parada, de esperar el autobús, de subir a él, de soportar sus dos mil paradas facultativas, me sacaba de quicio. Quería que todo acabase lo antes posible, estaba exhausto, no lo soportaba más.
—¿Cuánto cuesta llegar a Amalfi? —pregunté al primer taxista libre.
—Con este tráfico al menos una hora, señor.
—Me refería al dinero.
—Eso no será un problema, señor, nos ponemos de acuerdo.
Y, de hecho, nos pusimos de acuerdo sin mayor dificultad.
Le dije que fuese deprisa, lo más deprisa posible.
Tuve suerte, me había topado con una buena persona. Era un auténtico napolitano y, por tanto, no podía por menos de ser locuaz; se ocupó de distraerme durante el viaje.
Empezó con los problemas del Nápoles, «Ay, cuando teníamos a Maradona...»; a continuación me dijo que hacía mucho tiempo que no iba a Amalfi, al menos seis o siete años, la última vez había sido para un bautizo, «creo, no me acuerdo...». Hablaba y se volvía continuamente, como si jamás se hubiese acostumbrado a tener a su interlocutor a sus espaldas. «Debe creerme, señor, el de taxista es un trabajo de mierda. Una vez me dieron incluso un navajazo en la mano...» Me contó que habían sido dos marineros americanos de color, borrachos, «¡me robaron la caja del día!». Él presentó una denuncia; unos días más tarde lo llamaron y le preguntaron si era capaz de reconocer a sus asaltantes en la fila de personas que le iban a mostrar detrás de un cristal. «Como en las películas, señor, sólo que esos tipos eran negros como el carbón, todos me parecían iguales...»
Sí, soy un hombre afortunado, incluso en las pequeñas circunstancias. El taxista me hizo reír y me calmó. Se equivocó de camino en un par de ocasiones, pero al final llegamos a nuestro destino. Obsequioso a más no poder, descargó mi equipaje y me dio una tarjeta: «Si viene otra vez a Nápoles me tiene a su disposición...»
Metí la mano en el bolsillo, saqué el dinero que habíamos pactado y le pagué. En mi palma quedó un trozo de papel doblado. Inspiré hondo deleitándome con el aire salobre, con el olor que ascendía por la escollera. Ese folio me quemaba. Lo abrí bajo la luz de los faroles, era mi poema. Lo volví a leer. Y pensé de nuevo en Lea, a la que ya echaba de menos.
A lo lejos oí la voz inconfundible de Alessandra, que me llamaba. El pelo negro, corto, un pañuelo sobre los hombros, una falda excesivamente larga, como siempre, tacones bajos, un físico al que el tiempo no había ofendido, alguna arruga de más, aunque discreta, el inevitable collar de perlas. A su lado estaba Sveva, quince años, ya no era una niña, pero tampoco una mujer. En cualquier caso, mi vida.
Las vi llegar alegres y saludarme desde lejos, como solía suceder en el pasado, cuando todavía éramos ingenuos o, simplemente, ilusos. Me detuve a contemplar esa imagen inesperada.
Encendí un cigarrillo, arrugué el folio con el poema y lo arrojé a las aguas calmas del Tirreno.