La abadía de San Vito

¡No pienses en Lea! Imperativo categórico, Immanuel Kant.

Según Platón, el alma se divide en tres partes: la racional, la emotiva y la concupiscente. De Lea sólo había tenido dos, la racional y la concupiscente. Corría el riesgo de cargar con la emotiva, la más peligrosa. Debía tener cuidado, mucho. Ahora era yo el que tenía que usar la razón como había hecho ella hacía tres años.

Únicamente filosofía, nada de pasión ni de hormonas. ¡Menuda tontería! ¿Cómo se puede razonar sobre el amor? Yo no era un filósofo, no era un estoico ni tampoco un cínico. ¡Jamás había entendido La crítica de la razón pura y aún menos la de la práctica! Siempre he sido un hombre común y trivial, uno del montón.

Un día me había dicho que debía aprender a aceptar el destino. En ese caso debía permitirle actuar, dejar que los acontecimientos siguiesen su curso.

Eso fue lo que hice, esperar.

Llegó el día del referéndum y fue la débâcle. La escasa afluencia a las urnas era ya evidente el domingo por la tarde y al final sólo nos restó constatar una derrota anunciada.

Pensé que para poder trabajar en algo serio iba a tener que mudarme a Grenoble. La cosa se acabó ahí, no le atribuí demasiada importancia y, como me ocurría ya desde hacía cierto tiempo, dejé deslizarse las gotas de lluvia por mi piel, insensible ya. Panta rei.

Había terminado en el instituto y estaba a punto de largarme cuando sonó el teléfono.

—¿Te has enterado de los resultados? —me preguntó su voz con esa erre imperceptiblemente imperfecta.

—Ha ocurrido lo inevitable, era de esperar.

—Necesito un hombro sobre el que llorar...

—El mío está siempre disponible.

Silencio al otro lado de la línea.

—Estoy saliendo para casa, si te apetece puedes venir conmigo... —dije.

Pero ¿no habíamos quedado en seguir el curso del destino?

—Un beso...

Siempre la misma canción: ni sí ni no, sólo un beso...

Mientras caminaba por las avenidas del Policlínico recordé que no había hablado con Sveva. La llamé.

—Hola, papi.

—¡Hola, cariño! ¿Cómo estás?

—¡Todo ok! Estoy saliendo, voy a ensayar las últimas piezas que merecen un retoque.

—La perfeccionista de siempre, capricornio.

—De eso nada, lo que ocurre es que estamos todos un poco excitados. Hasta ahora sólo hemos tocado en fiestas privadas y encuentros juveniles. ¡Este contrato es la primera cosa seria que nos llega y no queremos fallar!

—¿Cuándo empezáis?

—La semana que viene. ¿Quieres venir a oírnos?

—¿Acaso lo dudas?

—Un beso...

—Un beso... ¡Pero iré de incógnito!

—¡Qué idiota eres!

Llamé también a Alessandra. Desde que estábamos separados nuestras relaciones habían mejorado, por fin lográbamos hablarnos y, por encima de todo, escucharnos. Había sufrido el síndrome del abandono. También para ella había sido duro y a mí me había dolido mucho verla así.

Veinte años juntos no se echan a la basura tan fácilmente. Eso me había ayudado a darme cuenta de que, a mi manera, la quería. La emergencia y la soledad le habían hecho descubrir unas energías insospechadas y, poco a poco, habíamos vuelto a ser amigos.

Sveva era nuestra principal preocupación. Se había hecho mayor, en parte debía de haber abandonado el nido gracias al incauto empujón que le habíamos dado. Ahora volaba por su cuenta, pero se mantenía siempre cerca; le tranquilizaba saber que no la perdíamos de vista, aunque siempre con discreción.

En el fondo, habíamos hecho un buen trabajo.

Iba a menudo a su casa, a veces a comer los domingos, o por la noche durante la semana, y cada vez me maravillaba de que hubiésemos sido incapaces de ocuparnos de nosotros, cuando habría bastado tan poco.

Volví a San Vito. Sustituto de casa. Ducha. Bicicleta. Compra para una cena apañada. Paseo por la playa con Mohilof.

Casi era ya de noche, únicamente las luces de los faroles y los pocos letreros luminosos de la zona aclaraban la oscuridad.

Pedaleaba con calma saboreando el aroma salobre del aire, observando el viejo edificio de la abadía, medio oculto en la penumbra. Ni un alma por la calle, a mi derecha el mar, a mi izquierda Mohilof me seguía trotando. Era la hora en que me dedicaba a él; él lo sabía y se sentía feliz.

A lo lejos vi que se detenía el Ka amarillo, al menos eso no había cambiado. Lea se apeó de él, me sonrió y esperó a que me acercase a ella.

—Hola, Lea...

—Hola, Pier...

—Estaba seguro de que no vendrías —dije bajándome de la bicicleta.

—Sé que te encantan las sorpresas...

Mohilof se acercó para olfatearla.

—¿Y él quién es?

—Te presento a Mohilof, mi compañero.

—Menudo nombre.

—El mismo que tenía el perro del duque de Enghien; se trata de una vieja historia de los tiempos de Napoleón, una de esas cosas románticas que tanto me gustan... Demasiado complicada para contártela.

Se reía. Fue bonito volver a ver esa expresión en sus ojos.

—No has cambiado nada, Pier, eras raro y lo sigues siendo...

Me llegó el turno de sonreír.

—¡Saluda, Mohilof ! —El perro ladró—. Este animal tiene una inteligencia superior, es increíblemente afectuoso.

—¿Vives aquí?

—Pues sí. Ven, sígueme.

Abrí la cerradura del portón y entramos en el amplio patio interior.

—En el pasado era un convento, los monjes lo abandonaron hace ya mucho tiempo, la zona más antigua se remonta al siglo x, creo. Han rehabilitado las celdas para convertirlas en miniapartamentos.

—¡No te imagino en el papel de asceta!

Me tomaba el pelo como antes.

—En cierta manera lo soy...

La guie por las viejas escaleras, alisadas por siglos de pasos silenciosos. Cruzamos un largo pasillo sin techo y con las paredes enlucidas de blanco al que daban las celdas de los frailes, y llegamos a la tercera azotea, a la que se abría la puerta de mi apartamento.

—¿Hay fantasmas? —preguntó.

—Sí, los de la virginidad que Elio hizo perder a las mujeres que traía aquí...

Abrí, Mohilof entró el primero.

—¿Y a qué se debe que ahora vivas tú en él?

—Es una historia muy triste. Después de la separación todos intentaron echarme una mano. Elio me prestó el apartamento, ya no le servía, dado que mientras tanto se había casado, y yo necesitaba un refugio barato. Roberto ha trasladado el Rapsodia del Club Náutico al puerto de Polignano, le mantengo el barco en buen estado y a la vez sé cómo matar el tiempo durante el fin de semana. Linda me prestó su asistenta. Pero los mejores fueron Giorgio y Giulia, los hijos de Roberto y Linda: me regalaron a Mohilof.

—Qué tiernos...

—Muy tiernos... Una noche vinieron a verme y me trajeron una bolita de pelos. «Te hará compañía, tío Piero», me dijo Giulia. Y Giorgio, que es muy meticuloso, añadió al vuelo que era un perro de raza. ¡Un Golden Retriever!

—¡Te has instalado de maravilla!

—Estaba ya equipado. Sólo me traje el piano y «mis libros para vivir».

Era una historia triste, lo comentamos callados.

Lea me cogió una mano.

—¿Y eres feliz?

Jamás olvidaré esa mirada.

—¡No! ¿Y tú?

—No, yo tampoco...

Jamás olvidaré esa mirada.

Su boca en la mía, la mía en la suya, las manos recorrían el cuerpo, el deseo se transformó de inmediato en pasión. Le acaricié el pecho que tanto había anhelado, sentía que la excitación iba en aumento, en ella, en mí. Nos acogió el sofá, el dormitorio quedaba demasiado lejos. Desnudos, uno frente a otro, empezamos a explorarnos, a descubrirnos. Cada hallazgo era premiado con un nuevo beso. Lea tenía el pecho extremadamente sensible. Sólo pedía que se lo acariciase, que se lo besase, con delicadeza, con brusquedad. Y yo sólo quería verla gemir. Le acaricié el pubis, ella me acogió con dulzura. Dejó que la masturbase y, cuando llegó el momento, la penetré. Duró poco ese primer coito, demasiado poco, estábamos demasiado excitados. El amor es una cuestión de cabeza, y la habíamos perdido, los dos.

No, el tiempo no había pasado.

Lea estaba aovillada en el sofá, con una camisa rosa de algodón como único vestido. Me miraba.

—¿Crees que nos aceptarán en el Guiness de los récords? —le pregunté mientras me encendía un cigarrillo.

—¿Y cuál sería el nuestro?

—¡Coleccionistas de gilipolleces!

—Creo que sí...

Dado que habíamos hecho treinta, hicimos treinta y uno. Le propuse unos espaguetis con ajo y tomate, acompañados, claro está, de una botella de primitivo de Manduria. Grizabella, la gatita pecaminosa, aceptó socarrona.

Pero fue una velada triste que el vino tinto de Salento no logró anestesiar. Entre nosotros flotaba el fantasma de la esterilidad de lo que estábamos haciendo, de la inutilidad de un pecado del que no tardaríamos en pagar la cuenta.

Estaba arrepentido, Lea también. Estaba enfadado, Lea no.

Pero ¿cómo se te ha ocurrido? ¡Tardaste tanto en dejarlo y ahora empiezas de nuevo a fumar! Y, por si fuera poco, en un local público con un cartel que rezaba: «Los transgresores serán castigados con el arresto inmediato...»

¡Está casada, Piero! ¡Tiene una hija! ¡No fue tuya entonces ni podrá serlo ahora! ¿Cuánto te ha costado olvidarla? ¿Cuánto esfuerzo te costará hoy achicar esta barca que hace agua por todas partes?

No lograba perdonarme el hecho de haber sucumbido, de no haber tenido la fuerza de resistir, pero, por encima de todo, de haberlo deseado. Por desgracia la verdad pura y simple era ésa: lo había deseado. Todas las tonterías sobre el destino, sobre la necesidad de dejar que las cosas acaezcan por sí solas. ¡Quería a Lea, por última vez, todavía quería a Lea! No teníamos ninguna esperanza de futuro, sólo la certeza de tener que volver a empezar desde el principio.

Pero qué más daba, con tal de tenerla todavía un poco...

Lo que no entendía eran sus motivos. Yo soy un estúpido, lo sé. ¡Pero Lea es capricornio! ¿Qué quería de mí ahora que ya no podía apoderarse de nada? No entendía una palabra. Pero era fantástico... Era fantástico tenerla de nuevo a mi lado.

¡La perderás dentro de unas semanas, quizá dentro de unos días, puede que esta misma noche!

No, la veré otra vez; por poco tiempo, pero la veré otra vez... ¡Una última calada y luego basta!

Soy un hombre razonable y también un médico apreciado, pese a ello fumo cuarenta cigarrillos al día.

Bajamos las escaleras en silencio. Mohilof me siguió con docilidad. El aire era templado, denso debido al hedor acre del verano. Al otro lado de la calle el mar. La acompañé al Ka amarillo.

—Buenas noches... —me dijo dándome un beso en la mejilla como en los viejos tiempos.

La miré prolongadamente.

—¿Por qué has venido, Lea?

Esperó unos segundos. Se encogió de hombros.

—Te deseaba...