Léontine Gruvelle

Fue Marco Tedeschi el que me avisó al finalizar una de las innumerables e interminables reuniones de trabajo en el instituto. Yo no me había dado cuenta; en esos días pensaba en todo, salvo en leer los periódicos.

—A propósito, Piergiorgio, coge esta invitación —dijo tendiéndome un sobre—. Me la ha mandado el asesor de Cultura: mañana inauguran la sede de la Pinacoteca De Nittis en Barletta. Yo tengo ya un compromiso ineludible y, además, no me interesa. A ti, en cambio, esas cosas te gustan...

Pensar en De Nittis y pensar en Léontine fue simultáneo.

—¡Claro que me interesa! —exclamé arrancándole el sobre de la mano—. Gracias, Marco.

¡Le habría dado un beso en la frente!

La inauguración se celebraba al día siguiente. «La llamo enseguida —pensé—. No, mejor que no, lo haré más tarde. Y, además, las inauguraciones no me gustan, son demasiado oficiales: el alcalde, el asesor, el cura y un sinfín de gente que lo único que pretende es hacerse ver... No, mejor no mezclar las cosas, mejor posponerlo.»

Fue como la última vez en que había decidido dejar de fumar: el tiempo no pasaba nunca. Resistí más o menos medio día, luego volví a empezar. Lo mismo: logré aplazarlo por un par de horas, después la llamé. Lea respondió enseguida.

—¡Hola, Piero! En este preciso momento me preguntaba cuánto tardarías en llamarme...

Las puñaladas en frío siempre han sido su fuerte.

—¿He decepcionado tus expectativas?

¡Disparo al aire!

—No, querido, en absoluto... —dijo en tono dulce—. ¿Estás bien?

—Sí... ¿Y tú?

—Como siempre... Tengo el ambulatorio abarrotado de gente debido a la gripe, pero pasará.

—¿Piensas que podrías liberarte una de estas tardes? —le pregunté.

—Depende...

—¿De qué?

—¡De lo que quieras hacer!

—Te tengo que presentar a una amiga...

¡Sorpresa! No se lo esperaba.

—Demasiado vago, pero me intriga. Dime algo más.

—¿Crees que eres la única Léontine en circulación?

—¡Por supuesto!

—¡Pues te equivocas! Existe otra y quiero que la conozcas.

—¡Adjudicado! El jueves por la tarde no tengo consulta. ¿Te va bien a las cuatro?

—Perfecto.

Jueves por la tarde, inicio de la primavera, sol tibio, aire terso. Lucía el habitual chaquetón negro, unos pantalones ajustados y un pañuelo de color amaranto. Nos besamos en la mejilla y subió al coche.

—¿Entonces? ¿Quién es la otra Léontine? —preguntó sin preámbulo devorada por la curiosidad.

—Una vieja conocida de mi familia.

—¿Una pariente?

—Digamos que es más bien una amiga, me la presentó mi padre hace ya varios años...

—¿Anciana?

—La verdad es que sí, pero se conserva bien.

—¡Me estás volviendo loca!

—Ya veo... ¡Por una vez soy yo el que se divierte!

Encajó el golpe.

—¿Puedo saber, al menos, adónde vamos?

—A Barletta.

—¿A Barletta?

Asentí con la cabeza. Estaba sorprendida y desconcertada, pero al final comprendió.

—¿De Nittis?

—¡De Nittis!

Lea se acercó y me dio otro beso en la mejilla.

Aparqué. Una vez en la calle me cogió del brazo.

—¿Hoy también piensas hacer de guía?

Se pitorreaba de mí, como de costumbre.

—No, hoy no. Puede que luego...

—¿Por qué?

—Uno: el papel no me gusta. Dos: se trata de una cosa seria. Tres: debe ser una sorpresa para ti y no quiero arruinarla con palabras inútiles. Debes mirar con tus ojos y no con los míos; la belleza, la que se escribe con mayúsculas, no se puede explicar, hay que gozarla, siempre y cuando consigas apreciarla. Cuatro: antes quiero ver qué efecto te produce. Si te emocionas, si sientes un estremecimiento... en ese caso sí, quizá te diga algo. De no ser así, pequeña, me ahorraré el esfuerzo, no serviría para nada.

Palacio de la Marra, pleno siglo xvi adornado con el único caso de exportación del barroco de Lecce. Admiramos durante varios minutos la fachada y, sobre todo, el vestíbulo.

—¡Por fin una sede adecuada! —exclamé.

—¿Por qué? ¿Dónde estaba antes la exposición?

—Mejor olvidarlo... Un día, cuando era poco más que un niño, mi padre me llevó a ver los cuadros de De Nittis. Vinimos con el tren, el ferrocarril Bari Norte, en unos vagones viejos y desvencijados. A mí me pareció una aventura. No sé dónde se exponían en esa época. Recuerdo un ambiente poco iluminado, tan descuidado como los vagones del tren de los que acabábamos de bajar. Pocos cuadros, marcos desconchados, era desolador. Pero me acuerdo también de la luz, de los colores, de los vestidos, de esos rostros de mujer... Una emoción que jamás olvidaré. Mi padre habló con alguien, esa persona nos acompañó a una habitación oscura y cerrada con llave donde estaban amontonados otros cuadros. «No hay esperanza para este país», dijo mi padre cuando salimos. Lloraba, Lea, lloraba como un niño...

Empezamos a subir las escaleras que conducían al primer piso, y entonces lo vi. A mi profesor de Historia del Arte. Era ya viejo, bajaba lentamente los peldaños aferrándose a la barandilla y midiendo cada paso con extrema atención. ¿Cuántos años hacía que no lo veía? Había perdido la cuenta. Me acerqué a él.

—Profesor... Profesor Ferrari... ¿Se acuerda de mí?

Alzó los ojos como si se hubiese despertado de un sueño, me miró y se extravió. Unos instantes de embarazo, los viejos tienen miedo de demostrar que lo son, acto seguido esbozó una sonrisa.

—¡Alfonsi! Piergiorgio Alfonsi... Claro que me acuerdo... ¡Después de todo lo que me hiciste pasar!

Sólo los verdaderos maestros recuerdan los nombres de sus alumnos después de treinta años.

—¿Cómo estás? ¡Te dejé siendo un muchacho y ahora eres todo un hombre!

No, profesor, lo cierto es que sigo siendo un estudiante de bachillerato... Pero ¿cómo podía explicárselo?

—¿Qué haces? —me preguntó. Le conté algunas cosas sobre mí, me escuchó con atención. Luego le pregunté por él y me respondió distraídamente.

—Me alegro de volver a verte... De encontrarte aquí, quiero decir. Eso significa que mis lecciones sirvieron para algo, que no fue tiempo perdido...

—No, profesor, no fue tiempo perdido...

Lo abracé, me abrazó. Acto seguido reinició su paciente batalla contra los escalones. Sólo entonces me di cuenta de que Lea se había mantenido apartada, varios escalones más arriba. Me aproximé a ella.

—Era mi profesor de Historia del Arte del instituto, el Scacchi. No lo había vuelto a ver. Se desesperaba conmigo en dibujo, pero lo compensaba en Historia del Arte.

—¿Era bueno?

—Enseñaba con pasión... Una vez fui a su casa. Un lugar maravilloso, Lea, lleno de libros y de objetos antiguos... Amaba y coleccionaba todo lo que tuviese más de cincuenta años. Hoy me doy cuenta de que le debo mucho.

Para Lea fue un flechazo. Se quedó extasiada desde los primeros cuadros, las obras de su juventud, que transmitían ya todo el genio de De Nittis. El Ofantino, Caserío en los alrededores de Nápoles, Cita en el bosque de Portici.

—¿No me habías hablado de París? —me preguntó.

—¿Tanta prisa tienes? Disfruta de éstos mientras tanto...

Un corto pasillo con numerosos esbozos, luego la siguiente sala. París. Tanto para Lea como para mí fue una explosión de alegría. En el bois de Boulogne, La señora con el perro, Las carreras en Longchamps, Autorretrato, Plaza de las Pirámides, La perfumería Violet. Lea me interrogaba con los ojos. Quería saber. No, le dije con un gesto de la mano, antes mira. Estaba desconcertada y fascinada. Se quedó un buen rato en silencio delante del Salón de la princesa Matilde, encantada.

—Maravilloso... —susurró al final, conquistada.

—En efecto... Era amigo de Degas, fue el único italiano que expuso con los impresionistas en el salón Nadar, en 1874. Pintó nuestra tierra, y más tarde París, las mujeres, la mujer que amaba. Lo han definido de mil maneras, todas inútiles. Lo único que cabe hacer es admirar lo que nos legó, demasiado poco, por desgracia.

—Murió joven, ¿verdad?

—El epitafio que figura sobre su tumba lo escribió Alejandro Dumas: «Giuseppe De Nittis, fallecido a los 38 años en la cima de su juventud, del amor y de la gloria, como los héroes y los semidioses...»

—Me produce escalofríos...

La vi con el rabillo del ojo, estaba esperándonos allí, sentada en el sofá con su vestido de puntillas, con el brazo elegantemente apoyado en el regazo y un abanico en las manos; a sus espaldas una gran ventana con vistas al frío invierno de París. La sala dedicada a las figuras femeninas estaba desierta. Cuando estábamos a punto de entrar me puse detrás de Lea y le tapé los ojos con las manos. Instintivamente, ella me las cogió con las suyas.

—Tranquila, yo te guío... —murmuré.

Lea no opuso resistencia. Era el coito entre dos cuerpos que aún no se conocían. Ella seguía allí, nos miraba desde lo alto mientras nos acercábamos poco a poco. Cuando llegamos frente a ella devolví la vista a Lea y le acaricié los hombros. Nuestros cuerpos estaban muy juntos, se apoyó en mí.

—Te presento a Léontine... Léontine Lucille Gruvelle.

No se movió, no dijo nada, contuvo la respiración. Estaba experimentando el estremecimiento.

—No sé qué decir...

—En ese caso eres afortunada...

Le acariciaba los hombros, la abracé.

—No te limites a mirar la belleza del conjunto. Piensa en cuánto amor, cuánta pasión, dulzura y dolor hay en este cuadro. Volverá a vivir...

Lea permanecía en silencio.

—Fue su secretaria, luego su modelo, su amante y, por último, su esposa. La retrató decenas de veces. La quiso siempre... Léontine.

Nos quedamos callados, no sé por cuánto tiempo.

Acto seguido Lea se sobrepuso, se volvió lentamente hacia mí: sus ojos reflejaban la luz de esa imagen y la petición de un beso. Nuestras bocas se unieron por primera vez, al principio con dulzura, después con pasión, prolongadamente. Nuestras manos, nuestros cuerpos se buscaron, nos perdimos en las caricias. Ese beso fue todo para nosotros, Lea.

No tuvimos necesidad de confesarnos nada más. Fue nuestra alegría, nuestro compromiso, la esperanza, el deseo, el futuro, el pasado, la condena. Todo.

En la vida nada sucede por casualidad; al final los hilos sueltos se vuelven a anudar, de repente, como por arte de magia. En ese momento comprendiste la razón de un nombre que te atormentaba tanto: ese nombre te había llevado hasta allí, hasta ese beso. En ese instante yo entendí la emoción profunda que había sentido un niño ante el cuadro de una mujer: esa mujer me había dado una cita. Contigo, Lea, con ese beso, con ese minuto de eternidad.

Nos interrumpió la presencia del guarda, la discreción con la que nos llamó al orden. Sólo en ese momento nos dimos cuenta de lo que había sucedido. Él nos miró avergonzado.

«Pero ¿es que no tienen otro sitio donde besarse?», nos preguntó con la mirada.

Los dos nos encogimos de hombros al mismo tiempo: «Cuando sucede, sucede...», gritaba nuestra sonrisa.

Me cogió de la mano y escapamos de allí. Adiós, amigo del pasado inesperado, adiós Léontine, París de otros tiempos, desayunos en el jardín, paseos en invierno, tendremos tiempo de volver a vernos, ahora tenemos otra cosa, tenemos la felicidad, el encanto, el deseo, una nueva sonrisa.

Apenas salimos a la calle como una anónima pareja entre tantas otras, nos besamos de nuevo. No era deseo, queríamos una confirmación. ¿Había sido meramente fruto de una sugestión, de un rapto de locura, de agotamiento del corazón? ¡No, éramos conscientes, lo habíamos querido! Así que dame otra vez tu boca, amor mío. Dame tu sonrisa y esa luz de tus ojos claros que dice: «¡Te quiero!»

Atardecía, la última luz del sol se mezclaba con la artificial de los faroles de neón. Me sentía vacío, exhausto. No sabía qué decir, qué hacer.

—¿Volvemos a Bari? —le pregunté cogiéndole la mano.

—No, quiero quedarme aquí, contigo...

—¿Puerto de Trani?

—¡Puerto de Trani!