Adiós, Léontine

Extrañamente, fue Lea la que me llamó.

—¿Te ha gustado de verdad?

—Es una obra de arte indescriptible, no sé cómo agradecértelo...

—Me alegro, pero no tengo ningún mérito, fue un golpe de suerte o, como dices tú...

—¡Simple atracción molecular! —concluí. Nos echamos a reír a la vez. Luego me puse de nuevo serio.

—En mi biblioteca hay un estante especial destinado a los libros de mi vida. Son los que caen en tus manos cada dos o tres años, puede que incluso más, y que, por el motivo que sea, te marcan para siempre. Son los libros de los que nunca me separaré, suceda lo que suceda. Debo tenerlos cerca. Serán una docena, he añadido uno, quizás el más hermoso...

Las poesías son breves y ese momento delicado se terminó ahí. Unos instantes de silencio, útil cuando se trata de hacer acopio de valor.

—Lea, la otra noche se fue a la mierda, pero dado que hemos hecho las paces, ¿me concedes un poco de tiempo suplementario?

—Por supuesto, Pier, me gusta estar contigo.

Había tardado unos segundos más de los debidos en responder, había sido sincera.

¡Yo no! ¡Quizá de forma inconsciente, pero no había sido sincero con ella! Si era cierto que sólo deseaba un regalo, otra —¿la última?— velada con Lea, después de haber recibido con alegría su consentimiento convertí esa cita en una tentativa extrema para hacerla cambiar de idea. La última ocasión para intentarlo, para probarle que estaba enamorado de ella.

Era un comportamiento egoísta, a veces yo también caigo en ellos.

Como de costumbre, Lea hizo que fuese yo el que decidiese dónde transcurrir la velada.

La Trattoria Zeuli es la última taberna auténtica de Bari digna de ese nombre. Auténtica hasta cierto punto. Lo era de verdad hace veinte años cuando nosotros, estudiantes por aquel entonces, íbamos allí por la noche para disfrutar de una cena completa por sólo cinco mil liras; cuando las ancianas del barrio bajaban las cestas con las cuerdas desde los balcones para que se las llenasen con un plato caliente y barato; cuando, a cierta hora, el aire resultaba irrespirable debido al humo y a los olores procedentes de la cocina. En cambio hoy es un local atestado de turistas y de parejas que tratan de evocar viejos tiempos. Pero aun así todavía conserva las mesas de madera y los manteles de papel, te sientas donde te parece, comes todo con los mismos cubiertos, la pequeña cocina que está en la trastienda sigue siendo diminuta, y el dueño, que también sirve las mesas, aún te manda a tomar por culo cuando lo exasperas. Por suerte falta todo lo demás: el cuarto de baño para inválidos, el equipo de reciclaje del aire, la salida de emergencia, los carteles de «prohibido fumar», la indicación de los responsables en caso de emergencia con los números adjuntos de los carabineros, de los bomberos, de la ambulancia... ¡Maldita Unión Europea!

Esa noche, cuando llegamos, aún no había mucha gente; nos sentamos a una mesa libre bajo la mirada protectora de san Nicola. El camarero nos trajo las entradas estándar y recitó la consabida lista de primeros y segundos platos que llevaba escrita detrás del bloc de notas para los pedidos. No había cambiado en veinte años. Es incomprensible que todavía no se la sepa de memoria.

—No tengo mucha hambre —dijo Lea.

—Elija lo que quiera, señora, a fin de cuentas el precio es el mismo.

En pocas palabras: ¡vamos, que tengo prisa! Lea comprendió la antífona y pidió todo.

¿De qué hablamos? Sólo había un tema que me interesaba tratar, pero no sabía cómo abordarlo. Fuese como fuese, no tenía más ideas en reserva.

Lea me sacó del apuro. Se mostró particularmente locuaz, divagó sobre todo. Me dijo que hacía bastante tiempo que no había estado en Zeuli, la última vez lo había hecho en compañía de una amiga inglesa a la que le habían entusiasmado tanto el local, tan sugerente, como los hombres que habían intentado ligar con ellas; y me contó también cosas de esa otra amiga que me había traído «por amistad» debido a sus problemas de infertilidad: al final ella y su marido habían decidido iniciar los trámites de adopción; luego me habló del libro de Melania Mazzucco, Ella, tan amada, que estaba leyendo y que pensaba prestarme si me comportaba bien.

Hablaba por los codos. Quizá temiese el silencio.

—Esta noche estás muy taciturno... —dijo llegado un momento.

—He tenido un día duro.

—¿Cómo va el trabajo?

—Diría que muy bien. Hemos iniciado un proyecto de investigación con la Universidad de Grenoble.

—¿Sobre qué?

—Sobre las células estaminales embrionarias. Son el futuro, Lea. Nosotros llevamos mucho retraso y debemos recuperarlo, las estaminales son la auténtica esperanza.

Me cogió una mano.

—Háblame de ellas...

Y yo me dejé llevar por la pasión, por los sueños, por las esperanzas. Lea me miraba atenta y paciente.

¿Cómo puedes perder a esta mujer que te sabe escuchar, que sabe lo que te apasiona, que te coge la mano cuando estás cansado? ¿Cómo puedes perderla?

Como sucede siempre en Zeuli, la intimidad duró bien poco. Una pareja se sentó en las dos sillas libres que quedaban en nuestra mesa... extraña. Bueno, digamos que interesante.

Él cincuenta años mal llevados, un físico robusto y pesado, un intento fallido de resultar elegante, varios complementos de oro de más. Ella no debía tener más de veinte años, rubia, un suéter ajustadísimo de color rojo fuego, vaqueros rasgados, un cuerpo escultural y, sobre todo, un pecho vertiginoso. Los dos con un acento capaz de castrar cualquier posibilidad de producción hormonal. Podrían ser padre e hija, pero saltaba a la vista que no lo eran. Parecían, sin embargo, muy cohibidos.

—¿Crees que es la primera vez que salen juntos? —le susurré al oído.

Lea asintió con la cabeza.

—¿Piensas que repetirán?

—Depende del número de Rolex que tenga él en el cajón, y de la provisión de Viagra que lleve en el bolsillo.

—¿Te imaginas el lío que debe haber supuesto organizar la primera cita?

—Cita a saber dónde, fuga lo más lejos posible de Bitonto, búsqueda de un lugar seguro donde refugiarse...

—Ya verás cómo los pilla alguien que los conoce y les jode la salida.

—Matemático, ¡es la ley de Murphy!

Fuimos particularmente crueles, pero nos divertimos. Por encima de todo la mordacidad creó mucha complicidad entre nosotros. Era justo lo que hacía falta.

Nos marchamos satisfechos, no sin antes haber saludado educadamente a nuestros comensales. No logré contenerme y le guiñé un ojo al cincuentón. ¡Toda mi solidaridad!

Enfilamos la cuesta del Fortino hasta que llegamos al café Sotto il Mare.

—¿Margarita? —le pregunté.

—¡Ya veo que aprendes enseguida! ¡Margarita!

Bebimos apoyados en el muro que daba al mar, en silencio, pensando en lo bien que transcurría el tiempo que pasábamos juntos. Vio mi mirada perdida en la noche que vagaba por el paseo marítimo, las luces, el Borgo Murattiano adormecido, el puerto de San Giorgio a lo lejos. Comprendió que no pensaba sólo en ella.

—Adoras esta ciudad...

—Sí, no sabes cuánto... La descubrí tarde y es un amor secreto que jamás he confesado a nadie.

¿Cómo se puede explicar a la mujer que quieres que también estás enamorado de otra? Y, sin embargo, sentía que debía confirmarle esa emoción oculta que había intuido.

—En esto soy muy burgués. Estrecho relaciones íntimas con las cosas, los lugares, además de con las personas. Bari se merece este amor. Hasta hace unos años me agobiaba. Me parecía demasiado pequeña, provincial, árida. Pensaba en Roma, en Nápoles, en las grandes universidades americanas. Luego algo cambió. Quizás una mañana de verano cuando, vencido por el insomnio, decidí dar un paseo al amanecer. A esa hora sólo te encuentras a los pescadores y a los barrenderos. Esa mañana comprendí que esta pequeña ciudad de provincia, cuyo pasado ninguno recuerda y que no le importa a nadie, para mí tenía, sin embargo, un gran valor. Sentía por ella un gran amor discreto que había ido creciendo en silencio, poco a poco, a lo largo de mucho tiempo. Descubrí sus calles, aprendí a pasear con la nariz alzada para admirar sus edificios del siglo xix y los de estilo liberty, maravillosos y abandonados, los pocos que se libraron del saqueo, al menos. Las caras de la gente que te parece conocer desde siempre, Bari antigua, el paseo marítimo Piacentini, las tiendas del centro, el rincón de Rossetti donde pasé miles de horas cuando era niño, los bares donde todavía voy a emborracharme, el Petruzzelli que ya no existe, el Club Naútico, la Feria del Levante en septiembre, el siroco en verano, el mistral... Podría seguir hasta el infinito, Lea. Esta ciudad me ha enseñado a amar las cosas pequeñas, las que cuentan de verdad...

—De nuevo esa extraña luz que te ilumina los ojos, la pasión... Ahora nos vendría bien una poesía.

Si no me tomaba el pelo no estaba contenta.

—No soy un jukebox y, además, John Lennon dijo en su momento todo lo que cabe decir sobre este tema.

—¿Qué dijo?

— «In my life!» ¿Te acuerdas? «There are places I’ll remember in my life. All these places had their moments, with lovers and friends...»

Lea me tomó la mano y prosiguió susurrando: «... but all of these friends and lovers, there is no one compares with you...».

Tristeza en sus labios, en los ojos.

Le aparté el pelo de la cara y concluí: «... in my life I’ll love you more».

Me sonrió confusa.

«In my life I’ll love you more...»

Plaza Eroi del Mare. Estábamos de nuevo bajo su casa. Había llegado el consabido momento de cualquier encuentro, cuando ya no sabes qué decir y sólo queda la despedida y el beso de buenas noches. ¡Ahora o nunca más!

—¿Se acaba aquí la velada? —pregunté.

—¿Por qué? ¿De qué otra forma podría terminar?

—¿No me dejas subir?

—¡No, Piergiorgio, no!

—Sigo sin entender una palabra...

—Y a no resignarte.

—Justo...

—En ese caso te lo contaré todo, pese a que no quería hacerlo...

Se detuvo un instante, dos, tres. Recuperó el aliento, un nuevo instante, dos, tres. El clima había cambiado de golpe. Toda la velada había acabado en el basurero. ¿Qué demonios debía decirme?

—Piero, yo te quiero mucho, eres una persona muy importante para mí y no quiero perderte... Sólo que ya he vivido esta situación... ¡Y acabó mal, Pier, muy mal! ¡No quiero que se repita, no quiero arriesgarme! Al final siempre lo pago yo.

—Pero si yo no quiero hacerte daño...

Empezó a lloviznar, nos refugiamos bajo un balcón.

—No lo entiendes... No lo entiendes porque no sabes...

—¿Qué es lo que no sé?

Todavía unos segundos interminables, después soltó todo, cargada de dolor.

—Durante dos años he sido la amante de Roberto, tu mejor amigo...

Se calló, casi asustada de lo que me estaba revelando.

—Lo conocí la misma noche en que charlé contigo por primera vez, en esa fiesta que se celebró en Mola. A veces el destino sabe ser cruel. Esa noche mi vida podía tomar dos direcciones diferentes. Me empujó hacia la equivocada... Nos volvimos a ver, nos frecuentábamos a escondidas, luego acabó como acabó. Me engañó, me hizo daño, demasiado... Yo creía en él, me entregué con pasión. Estaba enamorada y a cambio sólo obtuve promesas, palabras. Lo único que quería era follar conmigo... ¡Es un canalla, Piero! No puedo y no quiero añadir nada más, ¡pero si un día me lo encuentro mientras voy en coche lo aplastaré!

El mundo se me vino encima. ¡Era Lea! Elio y yo siempre habíamos sospechado que Roberto tenía una relación con una mujer, pero él jamás había abierto la boca, incluso cuando nos cabreábamos con él. Así pues esa mujer existía de verdad, era Lea. Nos habíamos imaginado de todo: una mujer de veinticinco años, una señora bien de Bari, una joven cuidadora de ancianos polaca... Cualquiera menos Lea. ¡No mi Lea!

Sólo escombros a mi alrededor.

—No sabía nada...

—Bueno, al menos en eso supo mantener su palabra. No quiero volver a verlo, no quiero pensar en eso, me hace sentir mal...

—De acuerdo, pero ¿por qué debo pagar yo por los demás? ¿Por qué piensas que conmigo ocurrirá lo mismo? ¿Por qué no permites que sea yo el que decida quién es más importante, si tú o Roberto?

—¡Estoy segura de que contigo sería distinto! Pero aun así no puede funcionar.

—¿Por qué?

—¿No entiendes que te verías obligado a renunciar por mí a las cosas y a las personas que más estimas?

Jamás la había visto tan acalorada. Y no era sólo cuestión de rabia.

—¡Tendrías que renunciar a tu pasado por mí! ¡Tendrías que renunciar a tu hija! ¡Tendrías que renunciar a tu mejor amigo! Nunca serías mío, Pier, y yo acabaría convirtiéndome en una carga para ti. No saldría bien, al final no seríamos felices y todo ese sufrimiento, desoladoramente inútil...

Me cogió una mano y la apoyó sobre su mejilla.

—Es mejor que rompamos ahora, antes de que todo se complique y sea demasiado doloroso. No puedo...

—No importa, Lea. ¡Pero todo es demasiado racional y no me basta! ¡Me lo debes decir claramente!

—¿El qué?

—¡Que no me quieres! Que no soy el hombre que deseas...

Era el último, desesperado, cruel, ruin y canalla intento. Me arrepentí enseguida: no sirvió para nada y lo único que conseguí fue hacerla sufrir.

Sufrir, sufrir, sufrir...

Me miró durante mucho tiempo a los ojos y, por un instante, temí que no iba a poder soportarlo, que no iba a tener la fuerza suficiente para decirlo. Pero luego cerró los párpados y lo soltó.

—No te quiero, Piergiorgio.

Agachó la cabeza.

Sufrir, sufrir, sufrir...

Eso era todo. No podía haber nada más, exceptuando el silencio.

—En ese caso ésta es una despedida, Lea.

Me miró asustada.

—Lo siento —proseguí—, pero si de verdad es así es mejor que no volvamos a vernos... Esa historia de seguir siendo amigos es una tontería que puede funcionar a los dieciocho años, en nuestro caso no. O todo o nada, Lea.

—Como quieras... —dijo ella en voz baja con resignación.

—Me conozco, me aferraría a una esperanza que nunca se realizará... ¡Si lo doy por zanjado ahora me costará menos!

¡Pura sabiduría, Piergiorgio! Pura sabiduría. Lástima que fuese ya demasiado tarde.

—Si cambias de opinión ya sabes mi número. Supongo que durante cierto tiempo seguiré esperándote. Si tienes ganas de que nos veamos, digamos casualmente, sabes dónde encontrarme: el sábado a mediodía, en Stoppani.

Lea sonrió con tristeza. Nos miramos a los ojos. En los suyos vi sufrimiento, pero también determinación.

Sólo entonces recordé Oblivion. Abrí el bolsillo interno del Woolrich y cogí el CD que me había dado el músico de manos excesivamente grandes y ojos demasiado penetrantes.

—Temía que acabaría así, de forma que pensé en traerte algo para que te acuerdes de mí. Es un tema que he descubierto por casualidad. Escúchala alguna vez, quizá te ayudará a entender...

Le tendí el disco, lo aceptó en silencio.

—Escúchalo esta noche, Lea, aquí dentro está mi alma.

—Lo haré... A mí también me va a costar olvidarte...

Le di un beso en los labios.

Adiós, Léontine, en cualquier caso ha sido bonito soñar a tu lado.

Me marché, solo y extraviado. No cometí el error de Orfeo, no me volví a mirarla, sabía que Eurídice no me seguía.

El esqueleto inanimado del Petruzzelli, avenida Cavour, el Club Náutico, mis barcos, el paseo marítimo. Al cabo de un rato me encontraba en la ciudad vieja. Los callejones estaban desiertos o, al menos, así me pareció. No sé por cuánto tiempo vagabundeé en compañía del viento frío de la noche y de alguna que otra gota de lluvia. Me perdí y encontré de nuevo el camino. Charcos de agua en las losas blancas, ropa tendida en los balcones y un exceso de suciedad a la vista. De repente desemboqué en la plaza Mercantile, inundada de jóvenes felices, música, luces, cócteles de perfumes femeninos y olores de cocina. Compré algo de beber. Un cigarrillo.

La Colonna Infame: subí los escalones y me tumbé en el suelo, sobre la piedra fría, apoyado en el león de mármol que, inmóvil, ha acogido a los fracasados durante siglos.

Cerré los ojos.

Viento gélido de abril

que corta el alma .

Lluvia triste de primavera

que surca mi cara .

Y el vagabundear cansado

del corazón

a la búsqueda de un sueño

que no volverá a encontrar .