Oblivion
Un amor nuevo ,
pétalos de una flor que ha brotado en invierno ,
y que se ha marchitado con el último sol de abril .
Soledad y noches atormentadas de un tango
llorando lágrimas que no puedo derramar .
Domingo dedicado a escuchar el repiqueteo monótono de la lluvia. Inútil leer, inútil tocar, inútil pensar.
Pasará... había dicho Lea. Lo único que debía hacer era esperar.
Mientras tanto, días interminables de apatía total.
Roberto me llamó para recordarme que al día siguiente teníamos el concierto de beneficiencia del Rotary. Me preguntó cuántas invitaciones había distribuido. Ni siquiera una.
—¡Vamos! Muévete, es por una buena causa... ¡Nos vemos mañana por la noche!
¡Siempre en forma esplendorosa, él! Lo envidiaba. Cogí los tarjetones que había olvidado en el cajón. Homenaje a Astor Piazzolla. A continuación el nombre del grupo musical, al que no conocía, el nombre de los patrocinadores, el ente que subvencionaba, las finalidades benéficas de la iniciativa. En la parte posterior las piezas programadas.
¡Menudo coñazo! ¡Sólo me faltaba eso! ¡Un concierto de tangos argentinos! La ley de Murphy me golpeaba de nuevo.
Como no podía ser menos, también Alessandra añadió su granito de arena.
—Ya no salimos... Yo también necesito distraerme... En este periodo, además...
No tenía escapatoria.
A la mañana siguiente rogué a varios colegas, Tedeschi incluido, que me compraran las entradas. Lo hicieron por amistad. Por la tarde estaba listo para el sacrificio.
El tango nunca me ha apasionado. A Piazzolla lo conocía vagamente y, además, siempre lo había asociado a Milva, a la que considero bastante insoportable. Llegamos tarde, para no perder la costumbre. La sala estaba abarrotada y los organizadores habían iniciado ya los interminables discursos de agradecimiento. Alessandra se hizo con un asiento próximo a nuestros amigos. Yo encontré uno detrás de una columna. Mejor así, en caso de que me quedase dormido nadie se daría cuenta.
Pero no me quedé dormido. Mi alma vibró de inmediato, fue una revelación impagable, como todos los regalos inesperados. Escuché una melodía tras otra, acompañadas de esas notas atormentadas y de una interpretación magistral, refinadísima, y me fui hundiendo en el olvido. Mi mente vagaba lejos, un viaje exclusivamente interrumpido por el final de cada pieza, pero que después iniciaba de nuevo, una pieza tras otra, hasta la última, hasta Oblivion.
—Lo hemos dejado para el final —dijo el pianista, el portavoz del grupo, cuando llegó el momento de la despedida final—, porque es una de las melodías más hermosas de la inmensa producción de Astor Piazzolla. Ésta es nuestra versión personal, los arreglos son nuestros. Creo que al Maestro le habría gustado. Espero que a ustedes también. Gracias.
No vi nada en esas notas que no fuese yo mismo. Un hombre que deambulaba solitario entre las diferentes estancias de una vida en la que se ha perdido. Tristeza, melancolía, repetición obsesiva de la soledad. Luego, de improviso, se incorporó a ella una melodía leve, fresca. Había llegado Lea. La soledad y la ligereza se persiguieron durante mucho tiempo, se buscaron, se encontraron, y se perdieron.
Me cubrí la cara con las manos.
Al finalizar el concierto descubrí que muchos de mis amigos se habían marchado ya, decepcionados. Los pocos que quedaban lo habían hecho por corrección. El único entusiasta era yo.
—Piergiorgio, excéntrico como siempre... —comentó alguien.
Al día siguiente fui a la librería Feltrinelli para buscar algún CD del grupo. Nada. Tuve que contentarme con unas viejas grabaciones en directo de Piazzolla. No estaban mal, pero no eran suficientes. En la sección de partituras encontré alguna versión simplificada de varios tangos. También de Oblivion, pero al hojearla me percaté de inmediato que no era lo que quería.
Llamé a Elio, quizás él podía ayudarme, dado que era su ambiente. Le conté la historia.
—Sí, conozco al pianista, es un tipo estupendo. ¿Necesitas algo?
—Necesito verlo.
—Yo me encargo. Te llamo en cuanto pueda.
Elio no deja nunca las cosas para el día siguiente. Me llamó por la noche: cita para la tarde del día siguiente.
Nos recibieron en una bonita casa, ambiente refinado y cálido. Libros, alfombras, cuadros de época, dos pianos, uno de cola y otro vertical, un equipo estéreo enorme. Música por todas partes. Elio hizo las presentaciones. Era un hombre anciano, corpulento, pero de aspecto equilibrado. Me pregunté cómo podía tocar con las manos tan grandes que tenía. Se mostró muy amable.
—¿En qué puedo ayudarle? Elio me ha dicho ya algo, pero no he entendido bien...
Le conté lo del concierto, el descubrimiento inesperado, las emociones experimentadas, el deseo de revivirlas, la búsqueda infructuosa en las tiendas.
—A ser posible, me gustaría pedirle dos cosas. Si existe un CD con las interpretaciones de su grupo, y una copia de la partitura del arreglo de Oblivion.
—¿Sólo Oblivion?
—¡Sólo Oblivion!
—¿Por qué? —preguntó.
No sabía qué responderle. Le dije, simplemente, la verdad.
—Porque la otra noche me sentí reflejado en él. Lo escuché y vi mi alma... en ese momento.
Él me miró en silencio.
—Era la única respuesta que estaba dispuesto a aceptar; le ayudaré. Vuelva mañana a esta misma hora.
Al día siguiente fui puntualísimo y él mantuvo su palabra.
—Todavía no hemos grabado nada, estamos trabajando en ello. Faltan todavía algunos meses, pero saldrá. Mientras tanto lo único que puedo ofrecerle es un anticipo...
Me tendió un CD.
—Es la grabación en directo de la otra noche, sólo de Oblivion. La he hecho revisar esta mañana. Para el resto tendrá que esperar.
¡Uno! Era feliz. Acepté ese trozo de plástico como si fuese el más precioso de los dones.
A continuación me dio unas hojas de papel protegidas por una cubierta de cartulina. La partitura.
¡Dos! No sabía cómo agradecérselo. La abrí y empecé a leerla. Era mía, por fin esa música era mía. ¿Cómo es posible que a nosotros, los hombres, nos baste tan poco para volver a ser niños? No veía la hora de desenvolver ese nuevo juguete y de apoderarme de él, para siempre. No veía la hora de volver a casa y tocar, recorrer de nuevo el sendero inesperado, doloroso y dulcísimo que había descubierto por casualidad hacía tan sólo varias noches. Él comprendió mi alegría y mi deseo.
—¿Quiere probar? —dijo señalándome el piano vertical—. Quizá pueda darle alguna indicación...
No me lo hice repetir dos veces. Me senté y abrí el piano. ¡Un Krauss espléndido! Era la primera vez que probaba uno.
—Creo que oblivion significa «olvido». Ese estado del alma que te lleva a borrar de manera lenta e imperceptible los recuerdos, a algo, a alguien...
Destino.
Arreglé la partitura y me concentré. Comencé impulsivamente.
Era difícil, muy difícil. Había que estudiarlo con atención. Volví a probar, pero tuve que contentarme con la melodía y con un amago de acompañamiento. Luego todo salió de forma espontánea. Esa música siempre había estado dentro de mí.
Quinto compás sol, sexto compás fa bemol re do, séptimo mi bemol, octavo re do si bemol la bemol, noveno do, décimo si bemol la bemol. Todo sostenido por el apremio de la soledad, una armonía repetitiva, obsesiva.
Sí, era yo. Era yo el que vagabundeaba en la vida, seguro de ser y de ir hacia algún sitio, aunque sin saber adónde. Soledad y extravío.
Compás veintinueve mi bemol una octava por encima, do re, treinta mi bemol re fa si bemol la bemol, treinta y uno sol re, treinta y dos do mi bemol la bemol sol...
Sí, era Lea. A mi vida, de improviso, inesperada, había llegado Lea... Notas cristalinas y leves que se subseguían e iluminaban un día opaco, oscuro. Levedad, luz.
Olvidar... ¿Cómo podía olvidar ya? Esas notas eran mi condena a recordar.
Volví de nuevo a la tierra y sonreí al hombretón de rostro bonachón que me escrutaba pensativo.
—No sé cómo darle las gracias...
—No es necesario dármelas, lo he hecho con sumo placer. Somos pocos los que todavía amamos estas cosas y las entendemos —dijo al estrecharme la mano en la puerta. Un instante de silencio, luego añadió—: Un único consejo, Alfonsi... No se destruya el alma...
Había entendido.