Si me apetece...
La exposición me decepcionó nada más entrar. Estaba centrada en los primeros cuadros de Klimt. Debería de habérmelo imaginado por el título: «El joven Gustav y el último Klimt.» El deseo de ver en persona algunas de las obras de uno de los pintores que más me gustaban había generado en mí una expectativa carente de fundamento. En realidad la exposición estaba bien organizada, muy cuidada, rica de material fotográfico e ilustrativo, tótems, pantallas... Pero fue como ir al cine esperando ver una comedia y encontrarme con un melodrama, que quizá valía también la pena, pero que, en cualquier caso, no era lo que deseaba. Lea se dio cuenta enseguida.
—¿Qué pasa?
Se lo expliqué.
—No te enfades... Veamos la exposición, luego decidirás si ha sido o no una pérdida de tiempo.
Me cogió del brazo y se acercó a mí.
—Vamos, háblame del tal Klimt.
La miraba, ella me sonreía, y su sonrisa me consolaba. Era agradable tener de nuevo a mi lado a una mujer que se preocupaba por mí.
—Nació en Viena, a finales del siglo xix, en el seno de una familia pobre. Su padre, que era joyero, le debió de transmitir en los cromosomas su amor por el oro, los materiales preciosos, la fantasía de los colores y la construcción de formas alrededor de la persona. Fue el genio del Art Nouveau, hijo primogénito del Decadentismo. Murió de repente en 1918, cuando sólo tenía cincuenta y ocho años.
—Conozco algunos de sus cuadros —dijo Lea—, son muy sensuales...
—Es cierto, pero se trata de una sensualidad muy refinada y cerebral... Por otra parte, el eros constituía el tema central de las reflexiones de los intelectuales y de los artistas de la Viena de Freud.
—¿Y qué relación tenía él con el erotismo? Me refiero al físico.
Incurable sentido femenino de la concreción.
—¡Buena pregunta! En mi opinión estaba obsesionado. Jamás se casó, pero, por lo visto, se acostó con todas sus modelos... Cuando murió descubrieron que tenía catorce hijos ilegítimos.
Lea se reía.
Atravesamos en silencio la segunda sala, que por suerte estaba medio vacía. Numerosos estudios en carboncillo y un par de pasteles de su primera producción.
—Éste no es el Klimt que quería ver.
—Es cierto, son bonitos, pero no transmiten ninguna emoción.
También Lea parecía desilusionada.
—Al igual que todos los grandes pintores, él también tuvo una evolución. El arte austriaco era demasiado provincial y estaba excesivamente vinculado al pasado. Por ese motivo, cuando ya era famoso y rico, revolucionó en poco tiempo su estilo y, de pilar de la tradición, se transformó en un líder vanguardista. ¡Eso es el genio!
La última sala era la más bonita. En ella se agrupaban los originales de muchos estudios y dos tótems con las reproducciones de Dánae y El beso.
—Son sus cuadros más famosos —dije.
Lea se detuvo a observar a Dánae. Yo permanecí detrás de ella. Silencio.
—¿Por qué Dánae? —preguntó.
—Mitología griega. Era hija de Acrisio, el rey de Argos. Un oráculo le predijo que moriría a manos de su nieto. Debido a ello encerró a Dánae en una habitación de bronce. Pero Zeus, que estaba enamorado de la joven, entró en la habitación como una lluvia de oro y la poseyó. De esa unión nació Perseo.
—¿Y la predicción resultó ser cierta al final?
—Sí. Perseo mató a su abuelo, si bien lo hizo involuntariamente.
De manera espontánea, apoyé un brazo en su hombro.
—La Dánae de Klimt duerme mientras el río de oro la penetra. Es la dimensión onírica del eros, el erotismo inconsciente. Ella y su sexualidad, el hombre no tiene nada que ver...
—Preciosa... dulce... excitante...
Había resumido con tres adjetivos el torrente de palabras inútiles que se había dicho sobre Dánae.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó nada más salir del Claustro. Sonreía, tenía ganas de vivir.
—Ven —le dije cogiéndola del brazo—, es bonito pasear por esta zona.
Como de costumbre, la ciudad estaba invadida de turistas. Evité la plaza Navona, inundada por una fauna variopinta, local e internacional.
—¿Conoces bien Roma? —me preguntó.
—Bastante. Viví dos años aquí... Me gustó.
Enfilamos la calle del Governo Vecchio, un poco más adelante cruzamos Pasquino, luego la calle Leutari y, de inmediato, nos adentramos en el caos de la avenida Vittorio.
—Ven —le dije al atravesarla—, tengo que saludar a un amigo...
Lea frunció el entrecejo, como si le molestara esa inesperada intromisión. Tras dar apenas dos pasos desembocamos en el Campo de’ Fiori. La plaza todavía estaba ocupada por las máquinas de la limpieza urbana que retiraban los restos del mercado matutino. El sol había desaparecido ya. Algún turista distraído o perdido en el laberinto de un mapa. Un abigarrado puesto de flores, un bar, una tienda de embutidos.
Tenebroso bajo la capucha que cubría su rostro severo, Giordano Bruno me miraba desde lo alto.
Me acerqué al puesto y compré un ramo de flores. Lea me observaba sin entender una palabra.
—Perdóname —le dije risueño—, no son para ti...
Me acerqué a los pies de la estatua. Dos turistas alemanes charlaban tumbados en compañía de un par de cervezas; se apartaron para dejarme pasar, intrigados. Trepé y dejé el ramo de flores silvestres. Lea me miraba sin entender nada.
—Nosotros somos hombres de ciencia, Lea —le dije señalando la estatua—, y le debemos mucho, quizá todo.
—¿Por qué?
—En su época estaba considerado un mago, una especie de brujo. En realidad fue el primer hombre que imaginó el universo como algo infinito, poblado por millones de mundos posibles. Piensa qué intuición en una época en la que el cielo estaba delimitado por esferas y habitado por serafines y querubines. Implica la capacidad del científico de imaginar lo inimaginable, de intuir lo que hay más allá... Eso fue lo que nos enseñó.
—¿Y por ese motivo lo mataron?
—Por ese y por muchos otros. Su pensamiento era revolucionario para la época en que vivió, y él demasiado orgulloso para renegar de él. Murió en la hoguera, en esta misma plaza. La masonería lo convirtió en su mártir, la Iglesia beatificó a su verdugo. A Giordano Bruno no le restó más que el exilio de la cultura italiana.
Unos instantes de silencio.
—Qué extraño eres... —dijo, por fin, sin que yo pudiese comprender si su mirada era de admiración o de aburrimiento.
Se había hecho tarde y estábamos cansados. Decidimos volver a nuestros respectivos hoteles.
—Esta noche salgo a cenar con Emilio Genchi y otros profesores del curso. ¿Te apetece venir conmigo?
—No tengo muchas ganas de cenar —dijo—. Ya veremos, te llamo más tarde, si me apetece...
Se apeó del taxi y desapareció en el interior del hotel. Desilusión.
Bajo la ducha repasé esa tarde. ¿Qué quería decir «si me apetece»...? ¿Acaso no habíamos pasado dos horas muy agradables juntos? Si me apetece... ¡Tal vez había exagerado con la cultura! La autocomplacencia gasta malas pasadas. ¡Pero yo sólo quería ver una exposición! ¡Mentiroso, lo que querías era estar con ella! Estúpido, no se hechiza a una mujer con Giordano Bruno... Piergiorgio, pero ¿qué estás haciendo? ¡No seas idiota! No, ya es demasiado tarde. Y además me gusta, me excita, pese a que no es guapa. Me acaricié el pene. ¡Qué capullo eres! Pues sí, a fin de cuentas siempre serás un hombre sin más, camino de convertirte en un viejo verde... ¡Esta película te la estás montando tú solo! Ya verás cómo te manda a freír espárragos... Pero tú no sólo quieres follar con ella, además quieres estar a su lado, te transmite bienestar, alegría de vivir, incluso con una simple sonrisa.
La verdad es que ese «si me apetece...», me escocía. Ojos claros, pelo largo, pecas. Como Dánae: dulce, sensual, excitante...
El agua tibia se deslizaba por mi piel, me restituía el vigor y el bienestar. Me relajé.
Si llama, bien... Si no llama, peor para ella.