Lara
La última cosa que vi fueron sus hombros envueltos en el chal de cachemira.
Abrió la puerta, entró sin volverse y la cerró rápidamente. No sé y nunca sabré si dudó por un momento, si cambió de idea por un instante, siempre me he engañado pensando que sí. Engañado.
Me quedé plantado allí, perdido, esperando a que esa puerta se abriese de nuevo, esperando a que el móvil sonase, a que me llegase un mensaje, cualquier señal. No sucedió nada.
Un sabor amargo en la boca. Desilusión. Rabia porque me había pillado por sorpresa y no había sabido reaccionar. Por haber sufrido y aceptado resignado. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Estábamos en dos planos diferentes: ella era racional, yo, emotivo. La lógica contra la pasión, las garantías para el futuro y el amor en el presente. ¿Por qué? ¿Qué había sucedido, qué había cambiado de repente? ¿Adónde habían ido a parar la complicidad, las sonrisas, la ternura, los besos, las caricias? Habíamos estado bien juntos, ¡estábamos bien juntos! ¿Qué había cambiado? No lo entendía.
¿Y por qué ese beso sin motivo, largo, apasionado? No era un beso de despedida. Demostraba deseo, pasión, nostalgia. Nostalgia por un vuelo que apenas acababa de empezar.
Estaba en la calle. Por única compañía el olor de la noche y un cigarrillo. Me había vuelto a quedar solo.
Entré en un bar: Bacardi Reserva. Pagué y salí. Cigarrillo. Me aovillé sobre el capó de un viejo coche esperando todavía que sucediese algo. Pero no fue así. Quizá cambie de idea y me llame. No llamó. Apuré el Bacardi. Alcé la mirada hacia el ventanal de su casa que daba a la plaza Eroi del Mare, vi que la luz se apagaba.
¿Por qué?, me preguntaba. ¿Y por qué me afectaba tanto? No era la primera vez que concluía una historia. ¿Por qué en esa ocasión todo era tan diferente?
¡¡¡Que te den por culo!!! Exploté. Rabia, incapacidad de sufrir, de no esperar nada, de quedarme solo, en silencio.
Cogí el maldito móvil que seguía callado: desbloqueé el teclado, menú, agenda, busca. L, Lea. No, ¡a la mierda! Lara. ¡Llama! Estaba encendido y libre, sonó durante cierto tiempo. Al final respondió.
—¿Has acabado de trabajar? —Sobraban las presentaciones.
—¡Hola, Chopin! ¡Me alegro de oírte!
—Tengo ganas de un poco de compañía. ¿Puedo ir a tu casa o es tarde?
—Claro que puedes, tú siempre eres bienvenido. Aunque trae algo de beber.
Volví a entrar en el bar y compré una botella de Bacardi Reserva. Subí al coche y me dirigí hacia Poggiofranco. Los árboles de la avenida Cavour me miraban silenciosos. Por los ojos se deslizaban únicamente los faroles y los letreros de neón encendidos, en la mente decenas de imágenes confusas de Léontine y una sola pregunta: ¿por qué? Y, sin embargo, ella no había podido ser más clara, demostrando una racionalidad irrebatible, una lógica cínica, de acuerdo, pero, a fin de cuentas, lógica. Me obstinaba en no aceptar, en no querer entender, casi como si el rechazo pudiese exorcizar esa decisión y evitar que se materializase lo inevitable.
¡Que te den por culo! Golpe en el volante inocente del coche.
¡No soportaba la idea de que me hubiese rechazado! Estúpido orgullo. No aceptaba el hecho de perder a Lea, de haberla perdido. Estúpido y basta.
Humillación, rabia, incluso rencor. Era como jugar al póker o al chemin de fer: te gusta, te diviertes, pierdes un montón de dinero y sigues jugando, divirtiéndote, perdiendo. Pero cuando se te acaba el dinero te duele y te sientes como un gilipollas.
Poggiofranco, había llegado. Aparqué bajo la casa de Lara.
Empezó a lloviznar y la noche se tornó fría de repente. Todavía quedaban algunos transeúntes por la calle. La llamé con el móvil.
—Soy yo, ¿me abres?
Medio minuto después saltó la cerradura de la puerta. Era un bonito edificio, señorial y discreto, quizás un poco anónimo, en Poggiofranco hay muchos parecidos. No tenía jardín y la puerta negra daba directamente a la calle. Cogí el ascensor, subí al tercer piso. No hizo falta que llamara, me esperaba detrás de la puerta entornada, me abrió y me hizo entrar.
Llevaba puesto un salto de cama, y estaba guapa, como siempre. Una sonrisa, un fuerte abrazo, afectuoso, y un interminable beso en la mejilla (la boca y los labios estaban absolutamente off limits).
—Esperaba volver a verte, pero desapareciste. ¿Dónde te habías metido? ¡Hace varios meses que no vienes! —Hablaba un italiano perfecto, mas con un ligerísimo acento eslavo, velado, que apenas se notaba.
—He estado muy ocupado... pero no te he olvidado. —Le devolví el beso en la mejilla.
—¿Quieres follar?
—Ahora no, quiero un poco de compañía, alguien con quien beber un trago...
—¿Te ha dejado?
—Pues sí...
—¡Qué estúpida!
Me tomó la mano.
—Ven...
Lara era deliciosa. Veinticinco años, húngara. Uno setenta. Pelo castaño, casi rubio. Poco pecho y las caderas apenas pronunciadas. Una nariz perfecta y unos ojos claros, profundos. Una sonrisa en la cual era fácil perderse.
La había conocido hacía tres años en una fiesta de despedida de soltero, una de ésas fuertes. La organización era perfecta: casa aislada en la Selva di Fasano, música, una buena cena adecuadamente regada con vino tinto, alegría entre hombres solos y alcohol a gogó. Luego, poco antes de la medianoche, el número fuerte: Lara. Nos habíamos quedado todos con la boca abierta al verla llegar con un vestidito que apenas si dejaba espacio a la fantasía. Lo que vino a continuación fue inolvidable, ¡sobre todo para el novio! Mientras se volvía a vestir en el cuarto de baño, le pedí si nos podíamos ver de nuevo.
—Claro... —me contestó, y me dio de inmediato su número de teléfono.
La llamé al día siguiente, el deseo insatisfecho que sentía desde la noche anterior era arrebatador. Estaba cometiendo una locura, lo sabía, pero fui de todas formas a su casa, no lograba contenerme. Tenía las hormonas enloquecidas. Sentía un gran embarazo, jamás lo había hecho. Ella lo comprendió al vuelo.
—Relájate... yo haré todo —me dijo con voz tranquilizadora.
Gracias a ella descubrí los placeres del sexo, me refiero al verdadero y no al que se consuma con desgana entre las sábanas de casa. Así que seguí yendo a verla.
Con el tiempo descubrí que era una joven simpática, alegre y sin pretensiones. Con ella, además del sexo, el tiempo transcurría agradablemente. Desde que le había confesado mi amor por el piano me llamaba Chopin. Sentía debilidad por mí.
—Tú no eres como los demás... —decía—. Eres tierno y cuando follamos piensas también en mí...
En ocasiones me abría su corazón.
—Si mi madre supiese a qué me dedico... me mataría. Ella cree que trabajo en un despacho de exportación. —Se reía como una niña que acaba de cometer una travesura. Era una chica de buena familia, había estudiado hasta el bachiller, hablaba tres idiomas correctamente. Tenía los sueños de todas las jóvenes de su edad: un novio, un marido, hijos. Quería poner en marcha una pequeña actividad comercial en su ciudad, cuyo nombre era impronunciable. Sólo que para poder hacerlo había tomado un atajo y había invertido en el único capital del que disponía: su espléndido cuerpo.
Sólo reñimos en una ocasión. Cuando me mostró orgullosa el tatuaje que se había hecho en la espalda. Me marché dando un portazo, no soporto la degradación de la hermosura. Pero ella no me entendió y le sentó mal.
Charlábamos por los codos. Le gustaba Lionel Richie y yo la inicié en el culto a los Queen. Me contaba cosas de su familia, de cómo se celebraba la Navidad en su país, de los inviernos fríos e interminables, de los veranos tórridos que pasaba a orillas del Danubio, que ella llamaba «el río», del nuevo centro de estética que había abierto sus puertas en Bari y adonde iba a broncearse con las lámparas, y un sinfín de cosas más. Pero nunca me dijo cómo había embocado aquel camino: demasiado dolor, demasiado pudor.
Se desató el salto de cama, pezones tensos y sólo un tanga microscópico. Me llenó un vaso.
—¿Nos emborrachamos? —dijo acurrucándose a mi lado.
Su móvil sonó.
—¡Menudo coñazo! Pero ¿es que los hombres tienen ganas de follar a todas horas?
Lo apagó y lo lanzó con rabia al sofá. Era su instrumento de trabajo, su tortura, su perdición, y lo odiaba.
Sólo entonces vi la maleta.
—¿Te marchas?
—Mañana por la mañana.
—¿Cuándo vuelves? —Lara no respondió enseguida. Bajó los ojos extraviada.
—No vuelvo más...
Pausa.
—No vuelvo más...
Debería de haberse sentido feliz y, sin embargo, parecía disgustada. Yo estaba sorprendido, pero feliz.
—Ya he ahorrado bastante... Abrí mi tienda el mes pasado. Por el momento se ocupa de ella mi hermana, pero ahora no me queda más remedio que ir. Es mía. —Una larga, larguísima pausa—. Se acabó esta vida.
Cuánto recato en esas palabras, cuánta vergüenza.
—Eres una buena chica, te deseo que seas feliz... te lo mereces.
Me acariciaba la mano con las suyas, dulcemente.
—Tú también... —Bebió un largo sorbo, como si pretendiese hacer acopio de valor—. Si no fuera lo que soy daría lo que fuese para tenerte.
Sonreí, pero era una sonrisa amarga. Las putas tienen siempre muy claro cuáles son los papeles y sus correspondientes límites. No los mezclan jamás. La estaba perdiendo también a ella. Dos en una misma noche, ¡vaya una media! ¡Felicidades!
—Dime quién es la estúpida que no te ha querido. —Rellenó mi vaso.
—No, no quiero hablar de eso, no quiero pensar. —Un largo sorbo, el Barcardi, al menos eso, nunca traiciona.
—¡Siendo así sólo podemos hacer una cosa! —exclamó.
Se alejó del sofá y se puso a trajinar con el miniestéreo que estaba sobre la cómoda de los años ochenta. En unos instantes la habitación quedó envuelta en las notas de Bohemian Rhapsody. Lara volvió a llenar los vasos ya vacíos y empezamos a volar al ritmo de la música.
—¡A Freddy Mercury!
—A Freddy Mercury...
Se aovilló sobre mí y empezó a quitarme la camisa.
— You are my best friend... —le dije recordando una canción que me gustaba.
— No, only somebody to love... —Sonreía y seguía el juego.
— Save me.
— Don’t stop me now!
— Play the game.
¡Al genio de Freddy Mercury!
El ardor inicial se transformó de improviso en ternura.
—Deja que lo haga yo todo, no pienses en nada, esta noche es especial...
Inclinó la cabeza y empezó a besarme el pecho. Le acaricié el seno, suave. Le pellizqué los pezones, minúsculos y turgentes, la masajeé sin cesar, durante mucho tiempo, con afecto, le gustaba. Estábamos de rodillas, uno frente al otro, y nos acariciábamos. Le pasé la mano por el pubis completamente depilado, ella se estremecía, abrió las piernas. Estaba lista y me deseaba. Se tumbó y alargó los dedos hacia la hendidura para pedirme que le acariciase el clítoris. Su sexo era un melocotón maduro digno de saborear y yo hundí la boca en esos labios abiertos.
Me desperté al cabo de poco tiempo, aturdido pero relajado. No estaba en la cama y la busqué con la mirada. La vi salir de la ducha; mientras se arrebujaba en el albornoz y se quitaba la toalla del pelo me miró y esbozó una sonrisa.
—¿Estás mejor? —preguntó.
Le respondí sonriendo a mi vez.
Me vestí. Lara me escrutaba, nos quedamos en silencio. Ahora que el hechizo se había terminado debíamos volver al puesto que nos correspondía. Ella contemplaba inmóvil al enésimo cliente satisfecho que se arreglaba para marcharse. ¿Cuántas veces habría vivido esa misma escena? ¿Demasiadas? Quién sabe, pero ésa era la última.
Me acompañó a la puerta.
Acerqué la mano al bolsillo donde llevaba la cartera. Ella me detuvo con una mirada, triste y mortificada por el gesto inapropiado. Sacudió apenas la cabeza, habló con los ojos: no quería sentirse como una puta, ya no, no en ese momento.
—No, esta noche no. Ya te he dicho que es especial.
Me abrazó, me besó en la mejilla y me acarició el pelo.
—Cuídate mucho —le dije.
—Tú también, Chopin.
Beso en los labios.
Salí, no la he vuelto a ver.