He vuelto a fumar

Primavera de 2005.

Habían transcurrido tres años y no había vuelto a saber nada de Lea, ni por casualidad ni por error. Una auténtica conjura de silencio.

No había dejado de pensar en ella. Naturalmente, no con la misma emoción o intensidad. Por suerte, porque de no haber sido así me habría encontrado a Libeccio detrás de la puerta acompañado de sus sicarios.

Me preguntaba: ¿cómo es posible que no coincidamos nunca en la calle, en un bar o en un local? ¿Cómo es posible que nadie, absolutamente nadie, me hable de ella? ¿Qué hace, cómo está? ¿Vive todavía en la casa de la plaza Eroi del Mare con el gran ventanal y el piano que, si bien ya no está desafinado, sigue melancólicamente abandonado? En ocasiones sucedía que alguien la conocía o la había frecuentado, pero jamás tuve valor suficiente para preguntar explícitamente por ella. Esperaba a que, tarde o temprano, saliera en la conversación. Pero nunca sucedió. Una auténtica conjura de silencio.

El recuerdo de Lea se fue difuminando con el pasar del tiempo (aunque jamás desapareció del todo). Fue como la única vez en toda mi vida en que conseguí dejar de fumar. ¡Igual, idéntico! El tabaco es algo irracional para un hombre de razón como yo, ¡y además médico! Pues bien, a esas alturas Lea se había convertido también en algo irracional. En el caso del tabaco, después de mucho sufrimiento había llegado a la conclusión de que me hacía un daño terrible. La misma conclusión que había madurado respecto a mi relación con Lea.

Sabía que debía dejar de fumar. Sabía que debía dejar de pensar en Lea.

¡En cuanto al tabaco, sólo me faltaba la fuerza de voluntad para hacerlo! Lo mismo ocurría con Lea.

Cuando quise dejar de fumar recurrí a la acupuntura; me ayudó. En el caso de Lea, el apoyo me lo procuró Libeccio.

Recuerdo que los primeros días sin fumar habían sido los más difíciles, el tiempo se me hacía eterno, ¡era terrible! El cigarrillo era una obsesión. Pero después me acostumbré, me resigné, y al final sentí también la satisfacción del éxito: lo había logrado, había conseguido dejar de fumar para siempre. Pero el deseo no había desaparecido, era imposible. Cada vez que alguien se encendía un pitillo a mi lado sentía una envidia...

De igual forma, cuando hacía o veía algo que me recordaba a Lea, los recuerdos y el deseo insatisfecho volvían a torturarme. El deseo de ella sigue estando ahí.

Resistí tres años sin fumar. Luego volví a caer en el vicio. Desde entonces no lo he vuelto a dejar.

Cuando pensaba que, por fin, me había resignado y que había recuperado un equilibrio, cuando las heridas parecían casi completamente cicatrizadas, cuando, en pocas palabras, me había convencido de que todo se había acabado... todo volvió a empezar.

Raffaello me había llamado hacía casi un mes. Era el presidente de mi sección del Rotary. Un amigo al que había que cuidar. Coetáneo mío, estatura mediana, delgado, jamás impecable, ni siquiera cuando acudía a las reuniones del Rotary. Tenía dos cualidades que consideraba envidiables: una excelente capacidad de organización y la cabellera todavía negra, ni siquiera un pelo blanco. Un don de familia, decía. Espíritu libertario, idealista incurable, creo que es el único rotariano radical y visceralmente anarquista por encima del ecuador, y quizá también por debajo.

«Quiero organizar una mesa redonda sobre el referéndum relativo a la ley 40, procreación asistida y células estaminales. Dentro de un mes estaremos en plena campaña —me había dicho por teléfono—. Ya he contactado a un jurista y a un teólogo, tengo que asegurar la par condicio. Me sirve la voz de la ciencia y sólo puede ser la tuya. Pero no te pido un discurso técnico... Ya sabes lo que pienso...¡Quiero pasión contra esa cochinada de ley!»

Jamás he experimentado el gusto por la batalla que tenía Raffaello (¡ésa era, ni más ni menos, la tercera cosa que le envidiaba!), pero no podía negarme. Tenía razón, era una cochinada.

Villa Romanazzi, Sala Europa, un montón de gente bien, elegante, un poco esnob. Pero sólo en apariencia, los rotarianos son así: individualmente son unas personas espléndidas, sólo que en grupo se transforman y da la impresión de que se divierten mostrando una antipatía que no es propia de ellos.

Raffaello había logrado organizar la velada involucrando a otros clubs, y, haciendo a un lado el himno nacional, los saludos a las autoridades presentes y los formalismos de rigor, me divertí mucho. Estaba en vena, además de enfadado. Rotary o no, dije lo que pensaba y no dejé títere con cabeza.

—¡Es una ley inútil, injusta, intolerante! Inútil porque es imposible detener a la ciencia. Quizá se proseguirá en Kuwait o en Puerto Rico, en lugar de en Italia, pero no se detendrá. Injusta porque penaliza a los individuos más débiles. Nosotros, los ricos, siempre tendremos la posibilidad de ir a Grecia, a Francia, o al otro extremo del mundo para poder tener un hijo. Los demás quedarán condenados a la infelicidad. Intolerante porque impone una visión del mundo, de la vida y de la fe que no todos comparten. Padre —dije dirigiéndome directamente al ilustre teólogo que me había precedido—, nunca dejaré de defender su derecho a organizar esos viajes de la esperanza a Lourdes. ¡Pero no puede obligarme a participar en ellos! ¡Yo no tengo esa esperanza y no puede obligarme a tenerla! Yo creo en la ciencia, ¡no puede negarme ese derecho!

No sé cuánto consenso obtuve, pero creo que mucho más del que pensaba y esperaba. En cualquier caso, los aplausos que se produjeron al final de mi intervención parecían sinceros.

Todos los salmos acaban en gloria, y también ese match acabó con un bufé. Alguna que otra palmadita en el hombro; alguien me dijo que había sido demasiado duro; otros que no estaban de acuerdo con mi intervención pero que, de todas formas, era justo llamar al pan, pan, y al vino, vino; varios, en cambio, me felicitaron abiertamente: «¡Muy bien! ¡Tienes el mismo talante de tu Presidente!» Mientras tanto yo, al igual que los demás, intentaba hacerme con algo suficientemente alcohólico para beber. Estaba satisfecho.

—Has estado muy bien esta noche...

Oí esa voz inesperada que, como de costumbre, me llegaba desde detrás, esa erre imperceptiblemente imperfecta, y creí que me iba a dar algo.

Me di media vuelta y la vi. Al volver a ver esa sonrisa me perdí.

—Hola, Lea...

—Hola, Pier...

Había cambiado. Estaba un poco más gorda, varias arrugas nuevas surcaban el contorno de sus ojos, su rostro daba muestras de un mayor cansancio. No sólo habían pasado tres años. Me pregunté si yo también le estaría causando la misma impresión. Pero fue sólo un instante. Luego me reflejé de nuevo en sus ojos claros, en la sonrisa que me había consolado por un tiempo demasiado breve, en su pelo de color indefinido que, a buen seguro, seguía siendo víctima de sus torturas.

—¡Qué sorpresa! No esperaba verte...

—Yo tampoco... No has cambiado nada...

—Tengo un retrato en el desván que envejece debido a mis pecados...

El consabido intelectual engreído. ¡Trata de remediarlo!

—¿Qué haces aquí? —le pregunté.

—Me han traído a rastras unos colegas. Estoy dando una mano al comité que promueve el referéndum. Nos enteramos de esta iniciativa del Rotary y hemos venido a ver qué piensan por aquí, no sabía que tú también intervenías...

—¿Por qué? ¿De haberlo sabido no habrías venido?

¡Para, Piero, para!

Cuando debía clavar un puñal, Lea no se lo pensaba dos veces. Cuando tenía que dar una respuesta difícil se tomaba su tiempo. Pasaron unos segundos antes de que contestase.

—No, habría tenido aún más ganas de venir...

¡Buuummmmm!

—Me alegro mucho de verte, he pensado mucho en ti estos años... —le dije. «Pero ¿cómo coño se me ocurre?», pensé de inmediato.

¡No podía ser más claro!

No sabía lo que estaba ocurriendo alrededor, las doscientas personas que ocupaban la sala habían desaparecido. No sabía si alguien estaba escuchando nuestra conversación, era probable, mejor dicho, más que probable, pero me importaba un comino. ¡Lo único que sabía era que había vuelto a ver a Lea y que me estaba lanzando el mayday!

«O se lo pides ahora o te despides y te marchas... Y tendrás que borrar además su número de la agenda del teléfono», pensé.

—¿Por qué no nos vemos una de estas noches y nos contamos los últimos tres años?

—Llámame cuando quieras... —respondió sin dudar.

Me cogió una mano, se acercó y me dio un beso en la mejilla para despedirse. Mientras disfrutaba de ese instante le acaricié los dedos; sólo entonces me di cuenta de que tenía un anillo de más.

—¡Te has casado!

No sé qué reflejaba en ese momento mi semblante; si lo hubiese sabido me habría avergonzado con toda probabilidad.

—Luego te lo cuento, quizá tú también tienes algo que decirme... —añadió indicando mi dedo anular sin la alianza.

Pausa.

—Llámame cuando quieras... —dijo por fin.

Unos segundos después desapareció entre la gente. Una figura etérea, leve.