La historia de Margot
La velada fue como debía. Estábamos desperdigados en varios hoteles; un giro de sms nos reunió en el centro. Encontramos sitio en un pequeño restaurante próximo al Panteón. La cortesía de rigor, las frases sobre el tiempo templado y sobre los miles de turistas que deambulaban por Roma: «Antes no era así...» Luego las peticiones al camarero: alcachofas a la judía, cacio con pimienta para todos y vino tinto. Llegó el turno de los problemas de trabajo en los hospitales, interrumpido por el inevitable comentario sobre el culo de una rubia que salía en ese momento del restaurante; luego pasamos a la última moto de Emilio, entre otras cosas. Cuántas gilipolleces.
Lea no me había llamado.
«Si me apetece...», había dicho. Era evidente que no había sido así.
¡No le des más vueltas!
Intenté distraerme con los problemas del Servicio Sanitario nacional; cuando casi lo había logrado noté que el móvil empezaba a vibrar.
LEA, decía la pantalla. Respondí al vuelo.
—¡Perdóname, Pier!
No me dio tiempo a decirle nada.
—Me quedé dormida, después de la ducha me quedé dormida...
¿Era una excusa? No, parecía sincera.
—No te preocupes, es evidente que estabas cansada y, de todas formas, no te has perdido nada —dije sin convicción.
—Lo siento...
—¡De acuerdo, pero tendrás que pagar por ello! —Por una vez, un sentido de la oportunidad perfecto—. ¿Podemos vernos dentro de media hora en Giolitti? Así nos tomamos algo juntos...
Silencio al otro lado de la línea. Duda hamletiana, se imponía una verificación.
—¿Tienes ganas? —añadí con cierta ansia.
—Sí, claro que sí... —respondió. Fin de la conversación. Alivio.
¿Qué quería de mí esa mujer? ¿Y qué quería yo de ella?
Llegamos a la vez, pero en Giolitti ni siquiera se podía entrar. En la caja había una cola que llegaba hasta la calle, en el mostrador una auténtica multitud, y todas las mesitas estaban ocupadas. Roma se había convertido en una ciudad imposible. Como una puta muy solicitada: tenías que resignarte a compartirla con demasiada gente y sólo para encuentros apresurados, insípidos, que te dejaban con la sensación de estar más solo que antes. Renunciamos de inmediato.
—¿Las aglomeraciones te molestan, verdad? —me preguntó Lea.
—Pues sí, en el fondo soy un solitario. Y, además, así Roma ya no me parece mía. Es como si me estuvieran robando algo...
—¿Cuánto tiempo viviste aquí?
—Algo más de dos años, lo que duró la especialización. Me sentí muy a gusto en esta ciudad...
—¿Dónde vivías?
¿Por qué las mujeres deben pensar enseguida en la casa?
—En un apartamento precioso, en Prati. Todos mis colegas me envidiaban. Era de mi tía. Sólo lo utilizaba las pocas veces que venía a Roma. Una decoración propia de D’Annunzio: cuadros, valiosas alfombras, muebles de época, incluso una espineta del siglo xviii. En un abrir y cerrar de ojos lo convertimos en un burdel... Todas las noches organizábamos una juerga, la sucursal de la Casa del Buen Jesús.
Recuerdos de otra vida, cuando era el único poseedor de todas las esperanzas y los temores propios de los veinte años. Sueños, ilusiones, ambiciones e ingenuidad. Y tiempo, mucho tiempo por delante. Hoy he perdido todo eso.
—La única tragedia era que en el piso de abajo vivía el profesor Papi... El historiador, vaya... Lo estudiamos en el instituto... ¿te acuerdas?
—¡Claro! Era el autor de mi libro de Historia.
—Eso es. Por aquel entonces tenía ya noventa años y pretendía vivir o morir, lo que fuese con tal de hacerlo en paz. Ahora lo lamento, pero entonces no se lo permitimos, pobre hombre. Todas las mañanas se quejaba a la portera del follón que organizábamos por la noche. Una vez me dejó una carta en el buzón, muy cumplida y formal. Todavía la conservo.
Caminábamos uno al lado del otro, Lea miraba mi perfil, de cuando en cuando sonreía, pero su sonrisa era triste.
—Hay mucha añoranza en tus palabras... —dijo.
—Era muy feliz. Y, además, es normal añorar los veinte años, ¿no crees?
—¿Tenías novia?
—Sí, tenía una novia. Margherita. Pero para mí era y será siempre Margot...
Empecé a vagabundear por los recuerdos de un pasado ya demasiado remoto.
—Era más joven que yo. La había conocido hacía ya varios años en la playa, en Palese. Un amor veraniego que, sin embargo, no había olvidado. Cuando me mudé aquí la llamé, volvimos a vernos, y a partir de ese momento nos hicimos inseparables... En pocas palabras, se convirtió en la sacerdotisa de nuestro grupo, en la reina Margot. Manifestaba una alegría de vivir que no he vuelto a conocer en otra mujer... Y sabía amar, tanto física como emocionalmente.
—¿Cómo se acabó?
—Con un largo beso y un melancólico adiós. Yo debía quedarme en Bari, ella se negaba a dejar Roma. Fue maravilloso, Lea. Un amor perfecto al que no le dimos tiempo a consumirse.
A continuación se produjo un largo silencio.
—Cuéntame... —dijo Lea.
—Es una historia demasiado larga, no me apetece... Agua pasada.
—Me gusta escuchar tu voz...
Lea adoraba las novelas de amor.
—Había acabado la especialización en Roma y debía regresar a Bari. Margot y yo habíamos hablado ya, me refiero al mañana. ¿Sabes esas cosas que dices y no dices...? Pasados dos años en los que nunca habíamos pensado en nuestro futuro cayó sobre nosotros la incertidumbre que éste comporta. Estábamos a finales de agosto, fuimos a Rosa Marina. Pasamos el día allí, luego, por la noche, encendimos una hoguera en la playa... Hicimos el amor, envueltos en la noche, con ímpetu, como si fuese la primera vez. Pero, en cambio, fue la última. Luego quiso marcharse enseguida. Me dijo que estaba cansada. Se durmió durante el trayecto. Era dulce verla acurrucada en el asiento de al lado. Sonreía satisfecha por la alegría del amor, por la generosidad con la que se había entregado. Se despertó a las puertas de Bari. «Quiero ver la aurora», dijo en voz baja. Se lo concedí, pese a que estaba agotado. Fuimos a la muralla. Todavía estaba oscuro y, mientras esperábamos, me quedé dormido. Margot me despertó con un beso, abrí los ojos, el sol estaba saliendo en el mar. «Esta noche regresaré a Roma —dijo—, no volveremos a vernos...» No sé por qué, pero me lo esperaba. Recitó el rosario de los motivos más trillados: «tendría que mudarme aquí», «tú tienes un camino que seguir», «los amores a distancia no funcionan», ese tipo de gilipolleces. De nada sirvieron mis objeciones. Al final, Margot dijo la verdad. «Hemos pasado dos años maravillosos juntos, pero no me siento con fuerzas para compartir toda la vida contigo. El amor, la pasión y el deseo son cosas que no concuerdan con la soledad, y yo he visto esa soledad en tus ojos desde el primer día: tú no perteneces a nadie...» Eso me dijo. Cuando nos despedimos en la estación añadió una frase: «El tiempo que he transcurrido a tu lado no ha sido en vano.» Un largo beso, y jamás la volví a ver. No debía terminar así. Nunca me lo he perdonado.
Lea me había escuchado en silencio; miraba el suelo, medía sus pasos, uno tras otro. Había que quitarle hierro al asunto.
—Una pésima tarjeta de visita... tratándose de una mujer a la que estás cortejando...
Lea esbozó una sonrisa.
—Ahora te toca a ti —la animé. Y ella abrió el telón de su vida que, hasta ese momento, había mantenido celosamente cerrado.
—Viví ocho años con una persona. Era un hombre dulce, con el que fui muy feliz. Quizá con él habría sido una buena esposa y una magnífica madre.
Palabras melancólicas, nostalgia.
—¿Qué ocurrió?
—Más o menos lo mismo que a ti. Milán, traslado por motivos de trabajo. No tuve valor para seguirlo, debía ayudar a mi padre, acababa de montar el estudio... Era una de esas situaciones en las que, hagas lo que hagas, te equivocas en cualquier caso.
Pausa, tristeza.
—¿Te arrepientes?
—Es imposible no hacerlo cuando descubres que tuviste la felicidad al alcance de tu mano y que la dejaste escapar, sabiendo que no habrá un bis.
—¿Cuánto tiempo hace de todo eso?
—Se terminó hace seis años.
—¿No has vuelto a encontrar a nadie?
—Sólo cabrones —lo dijo con la hiel en los labios—. De forma que, al final, decidí vivir así, soltera, libre, a mi manera. Sin obligaciones, compromisos, remordimientos o arrepentimientos. Los hijos de puta te los tragas igual, pero forman parte del juego. La verdad es que, como tarjeta de visita, la mía tampoco es...
Silencio.
—¿Nunca te sientes sola?
—Claro que sí, pero basta aturdirse un poco y pasa. Es el precio que hay que pagar. —Dolor en los labios—. Y, además, tú también te sientes solo... ¿O me equivoco?
Puñetazo en el estómago. No, amor mío, no te equivocabas. Por eso me estaba enamorando de ti, sólo que todavía no me había dado cuenta. No tuve fuerzas para contestarle.
—¿Nos hemos perdido? —preguntó preocupada.
Habíamos paseado sin rumbo fijo y sin preocuparnos del recorrido, pero al final seguíamos allí. Tras dar unos cuantos pasos llegamos a la parte posterior de la Galleria Colonna. Arquitectura umbertina, violada y convertida en estructura comercial. Un lugar estupendo para los japoneses, pero al menos estaba cubierto y el bar todavía no había cerrado.
—¿Te apetece beber algo? —me preguntó.
—Pregunta retórica a la que jamás responderé que no. ¡Sobre todo a esta hora de la noche!
Nos sentamos a una mesita. El ambiente era agradable: no hacía frío, mucha luz, un camarero amable, un pianista que entretenía a los clientes distraídos. Bacardi Reserva para mí, una Margarita para Lea. Nos quedamos allí mucho tiempo, pedimos varias veces, mientras Lea me hablaba de sí misma, de sus años universitarios. Hablaba y, entretanto, se torturaba los mechones de pelo.
Vivía en un apartamento próximo a la facultad con tres compañeras. Eran los años de la primera y auténtica libertad, de la despreocupación sin inocencia.
—Estudiábamos mucho y todas éramos muy buenas, pero nos divertimos también. Fiestas y salidas por la noche, alguna pensaba en el príncipe azul, otra prefería ligar...
—¿Y tú?
—Ligar...
—¿Funcionaba?
—¿Bromeas? ¡Cuatro mujeres jóvenes y solas! ¡Mordían siempre el anzuelo!
—¿Hicisteis cosas sucias?
—Que si hicimos cosas sucias... —repitió con una sonrisa intrigante.
De repente nos quedamos callados. ¿Habíamos agotado los temas de conversación? No, sólo necesitábamos algo de tiempo para alejar los recuerdos.
—La música es agradable... Es un buen pianista —dijo Lea.
—Melodías de piano bar...
En realidad no lo pensaba, pero era la primera cosa que se me había ocurrido. La boca y el cerebro no estaban bien conectados.
—¡Cuando te comportas de esa manera resultas odioso! —Estaba enfadada, de verdad—. ¡No creo que tú seas capaz de hacerlo mejor!
Es cierto, ¡a veces soy realmente insoportable! Pero me había desafiado. Me levanté y me dirigí hacia el pianista.
—¿Te puedo hacer un momento la competencia? —le pregunté señalando el instrumento.
El tipo comprendió al vuelo.
—¿Se trata de una mujer?
—Se trata de una mujer —corroboré.
Me dejó el taburete. Lea, sorprendida e intrigada, se acercó. En una mano llevaba su vaso, en la otra el mío. Dulce.
—No me digas que también sabes tocar...
Empecé a rozar las teclas. Kaiwai de media cola. Un sonido demasiado cristalino para mi gusto.
—Dos años de lecciones en casa y ocho de conservatorio. Al inicio fue una tortura, pero si no fuese por el piano hoy sería un hombre muerto.
Me puse a tocar y Lea comprendió que se trataba de otra historia.
¡Muy bien, Piergiorgio, así se hace! ¡Así se fascina a las mujeres!
Fuerza magnética de las notas, melancolía devastadora, emociones vibrantes. Toqué durante unos minutos, acto seguido aparté las manos del teclado.
—Me has dejado boquiabierta... ¿Qué era?
— J’entends siffler le train, una vieja canción francesa. Se trata de la adaptación para piano que hicieron para Battiato, una joya.
—Es cierto...
—¿Quieres oír algo más alegre?
Asintió risueña.
—Veamos si recuerdas este swing.
Empecé a tocar El portava i scarp del tennis, de Enzo Jannacci. Por suerte no había ningún romano en los alrededores. El ambiente se animó de inmediato. El aire se inundó de un ritmo veloz que evocaba tiempos pasados y despreocupados. Lea parecía una niña, balanceaba la cabeza, intentaba seguir la melodía con el pie. Cuando acabé se echó a reír encantada y aplaudió. Devolví el media cola a su legítimo propietario, que me guiñó un ojo. Le devolví el gesto.
—Pero qué bueno eres... —dijo Lea tomándome el pelo—, ¡pero cuántas cosas sabes hacer! Veamos: medicina, pintura, música... ¿Me dejo algo?
—Hay algo más... —respondí.
—¡Capullo!
Me lo soltó dándome un beso en la mejilla, lentamente.
Salimos a la calle del Corso. La brisa nocturna era fresca. Unos cuantos sobrevivientes por la calle, por fin Roma volvía a ser mía. Pero era ya medianoche y el cuento había durado demasiado, la carroza estaba a punto de transformarse en calabaza, y no se podía hacer nada para evitarlo.
—Vamos a dormir, mañana tenemos que trabajar... —dijo.
Era una sentencia de condena inapelable. Cogimos un taxi.
—¿A qué hora tienes el vuelo mañana? —me preguntó Lea.
—No vuelvo a Bari... Mi esposa y Sveva me están esperando en Amalfi. Pasaremos el fin de semana allí. Iré en tren hasta Nápoles y luego encontraré la manera de llegar a Costiera.
Vaya, una esposa y una hija. Un buen jarro de agua helada.
—Ideal... —comentó Lea.
Luego proseguimos en silencio hasta llegar a su hotel.
—Dulces sueños, Pier —dijo a modo de saludo.
Fin de la competición.