Disonancias
Durante los tres años sucesivos no sucedió nada que concerniese a Lea.
Casi de inmediato había relegado en un rincón de la memoria a esa extraña mujer y a esos extraños encuentros. Al principio sólo algún pensamiento fugaz sobre sus piernas largas y sus pechos pequeños y bien torneados. Había sentido la tentación de llamarla, pero jamás me había decidido a hacerlo. ¡Cuántas ocasiones perdemos a causa de la pereza, de la costumbre y del miedo a lo desconocido, y hasta qué punto nos tranquilizan, en cambio, nuestra casa y una vida bien construida! O quizá se tratase tan sólo de un trivial orgullo masculino, nada molesta más que el rechazo de una mujer...
En realidad la volví a ver en más de una ocasión. Bari es una ciudad pequeña dividida en estratos homogéneos aún más pequeños y los puntos de reunión son siempre los mismos: la calle Sparano el sábado por la mañana, por la noche el Club Náutico o el Tenis, los pocos cines que han sobrevivido los domingos, el Rotary, los consabidos restaurantes abarrotados. Es fácil encontrarse.
—Hola, ¿qué tal? ¿Todo bien?
Una sonrisa fugaz, sin más. Poco interés por mi parte, ninguno por la suya.
Y el resto, ¿cómo iba? Algo iba bien, algo iba mal. Pero me sentía confuso, aunque por aquel entonces no lo sabía; tan confuso que no me daba cuenta de que lo que iba bien en realidad iba mal y lo que iba mal iba mal, y basta. Lo que ahora cuento con tanta claridad y lucidez entonces no me resultaba ni claro ni lúcido: necesité varios años de psicoanalista para empezar a comprenderlo.
Mi vida estaba tomando direcciones divergentes sin que yo me percatase. Como sucede cuando esquías: si abres demasiado las piernas te caes al suelo y te haces daño. Pues bien, eso era, ni más ni menos, lo que me estaba ocurriendo. La vida familiar iba por un lado, la profesional por otro. El problema era que utilizaba una para escapar de la otra y, en cualquier caso, ninguna constituía un refugio válido, una compensación. Al contrario, cuanto más diferentes son las dos vidas más se condicionan la una a la otra. Más tarde comprendí el sinfín de errores que había cometido por simple reacción a algo o a alguien en ambos ámbitos.
Mi familia se encontraba ya en la apoteosis de la apariencia y en la negación del ser. Una bonita casa en el centro a la que nos acabábamos de mudar, decorada con gusto, que Alessandra mantenía en orden de manera casi maníaca. Todo estaba en su sitio, limpio y perfecto. Una familia ejemplar.
A veces me preguntaba por nuestra relación, tan compuesta y completa, y que, al mismo tiempo, estaba perdiendo su razón de ser. No obstante, en ese momento nunca llegaba a esa amarga conclusión. Mi pensamiento se desviaba de ella de forma espontánea. Se concentraba en el pasado, que había sido hermoso, en lo felices que habíamos sido. En nuestra hija Sveva, un bien de inapreciable valor, irrenunciable, en cuyo altar me sacrificaba a mí mismo. Así pues era prisionero de un hechizo, estaba embrujado por el pasado y el presente.
¿Y el futuro? No atinaba a imaginar uno distinto a lo que había sido y era en ese momento. ¿Miedo, pereza, ceguera? Pura costumbre. De manera que todo parecía ir bien. Éramos una pareja modelo: siempre juntos, jamás una pelea, ninguna duda o desavenencia. Todo estaba experimentado, patentado, rodado.
La costumbre es el narcótico más poderoso del alma. Por costumbre volvíamos a casa, celebrábamos los ritos sociales el sábado y las fiestas de rigor, hacíamos el amor de manera cada vez más desganada y ocasional, ad onera matrimonii ferenda... Y, sin embargo, habíamos sido felices, jóvenes, despreocupados, apasionados. ¿Por qué no habíamos conseguido mantener la intensidad de esos sentimientos?
La costumbre se había inmiscuido. La trivial, común, maldita y jodidísima costumbre.
No se habían producido traumas, ni portazos, ni platos rotos, ni peleas furibundas ni reconciliaciones. Si hubiese ocurrido todo eso las cosas habrían ido mejor: habríamos comprendido que el otro existía, que representábamos algo el uno para el otro y, llegados a ese punto, tal vez nos habríamos esforzado por mantener viva nuestra convivencia, o la habríamos dado por terminada. En cambio la tranquilidad, la seguridad y la costumbre habían consumido todo. Lenta, silenciosa e inexorablemente. Autoconsunción era la palabra exacta. La vela estaba a punto de apagarse. La costumbre nos cegaba. Un día nos despertaríamos envueltos en la oscuridad.
Pero todavía nos restaba algo de tiempo, de nada servía preocuparse.
A diferencia del trabajo, que cada vez resultaba más fatigoso. Los días habían adquirido un ritmo marcado y frenético. El despertador a las cinco y media, dos horas tranquilas para escribir con la mente despejada y, a continuación, la clínica, las lecciones en el aula, de cuando en cuando los exámenes, la tarde en el laboratorio para los proyectos de investigación. En ocasiones trabajaba incluso por la noche con algún colega.
Me apreciaban y me solicitaban cada vez más, un crescendo vertiginoso que me inducía a aceptarlo todo. Cada grano de trabajo que se añadía atestiguaba que yo valía algo, que era alguien. Una espiral perversa que se autoalimentaba: alcanzaba un resultado, un éxito, y a ello seguía invariablemente la autogratificación; después, siempre demasiado deprisa, me habituaba a ese nuevo nivel de satisfacción y de inmediato surgía la necesidad de correr en pos de un nuevo objetivo. Como los que nunca se cansan de ganar cada vez más, y más, incluso cuando tienen ya una renta y un capital que jamás podrán gastar y disfrutar. La necesidad de seguir enriqueciéndose sin detenerse un solo instante: legítima, no lo pongo en duda, pero estúpida.
En mi caso no se trataba de una cuestión de dinero. La auténtica remuneración era la estima de mis superiores, de los directores de los proyectos de investigación, de mis colegas, de los pacientes, de los estudiantes, o de los comités de redacción. El orgullo, la autoestima, la ambición en dosis excesivas ofuscan el cerebro.
La embriaguez que causa el éxito es tan peligrosa como la alta velocidad en un coche nuevo y flamante. Aceleras, aceleras, aceleras y quizá nunca sucede nada, pero siempre cabe la posibilidad de estrellarse.
¿Por qué había llegado a ese punto? No lo sabía. Y lo más grave era que ni siquiera me lo preguntaba. No me daba cuenta de que había superado en exceso los límites de velocidad. Esa carrera me gustaba.
Por si fuera poco, me propusieron una colaboración con la Universidad de Nápoles. Como no podía ser menos acepté y empecé a viajar constantemente a esa ciudad. Dos o tres días en Nápoles, el resto en Bari. Los consabidos gruñidos de mi esposa, la tristeza de mi hija.
Mi esposa y mi hija: tardé mucho tiempo en comprender que a la primera apenas le importaba ya mi vida laboral, y que a la segunda le importaba demasiado. ¿Cuántos años habían pasado desde la última vez que Alessandra me había preguntado cómo me había ido el día? Ya no me acordaba. Ella tampoco me confesaba su malestar. Sveva también se callaba, se limitaba a mirarme tristemente cuando, al llegar a casa, me tiraba extenuado en el sofá de la cocina, que hacía las veces de comedor. Había perdido el contacto con la realidad, con las cosas y las personas que contaban durante el día, un día que ya no me pertenecía.
La primera señal de alarma sonó un poco antes de que me ofrecieran el puesto en Nápoles. Empecé a toser de repente, prolongadamente. Mejor dicho, se trataba de una mezcla de ataques de tos y de arcadas de vómito. No procedían de los bronquios, sino de la garganta y del estómago.
«¡Maldito tabaco! —pensé—. Uno de estos días tengo que dejar esa mierda.»
Pero seguí fumando y drogándome con los compromisos.
Al cabo de unos meses, durante los cuales seguí viajando a Nápoles con regularidad, los episodios ocasionales pasaron a ser sistemáticos y regulares. Se manifestaban con una puntualidad suiza por la mañana, un poco antes o un poco después de salir de casa. Empecé a preocuparme y a observar el fenómeno. No era difícil comprender que se trataba de estrés.
«Unas gotas de calmante bastarán», pensé. Pero no fue así.
Una mañana de julio, mientras circulaba por la autopista, sentí la ansiedad en la garganta. Me impedía respirar, hinchar el pecho. El corazón comenzó a latir a toda velocidad. Me detuve en una gasolinera y cogí el frasco del calmante, que ahora siempre llevaba en la bolsa. Me pregunté qué clase de médico era si no había sido capaz de darme cuenta de que me estaba ocurriendo algo muy serio. Pero, una vez pasado el ataque de pánico, relegué la alarma a un rincón del cerebro, que cada vez estaba más ofuscado.
Estando así las cosas una tarde me crucé por casualidad con Libeccio en el hospital.
Además de un amigo, Michele Libeccio era un colega, psiquiatra. Por una extraña broma del destino en el instituto siempre lo habíamos llamado por su apellido, de forma que desde entonces siempre había sido Libeccio. Cuando frecuentábamos la universidad habíamos preparado algunos exámenes juntos, y además habíamos compartido varias noches salvajes a la caza de estudiantes con las que ligar. Después nuestros caminos se habían separado: psiquiatría él, ginecología yo. Era un hombre corpulento, que se parecía vagamente a Bettino Craxi, y que, a pesar de sus dimensiones, transmitía serenidad. No nos veíamos a menudo, pero cuando lo hacíamos el afecto que sentíamos el uno por el otro seguía siendo palpable. También esa tarde, en el hospital, nos paramos a charlar de nuestras cosas. Al principio me dio miedo contarle mi problema, pero al final logré hablarle sin tapujos tanto de los conatos, que iban aumentando, como de la crisis de ansiedad que había sufrido en la autopista.
—¿Por qué no salimos esta noche? Podemos comer algo juntos y hablar de ello. Tengo que comprender mejor lo que te ocurre.
Esa noche, en la pizzeria, le conté todo. O, mejor dicho, pensé que se lo había contado todo. Habituado a la secuencia síntoma/análisis/diagnosis/terapia, creía que podría salir del paso fácilmente con algún mejunje.
Pero con los psiquiatras la historia es completamente distinta, y él se apresuró a decírmelo.
—Me has hablado de los efectos, pero eso no me basta para identificar las causas, en caso de que se trate de más de una, y ayudarte a eliminarlas. Te espero en mi consulta mañana por la mañana, a las ocho. Con un poco de paciencia y de tiempo resolveremos el problema... siempre y cuando tú estés dispuesto a colaborar.
Así fue como empezaron las sesiones con Libeccio.
El asunto suscitaba mi curiosidad. Jamás había hecho psicoanálisis ni me había imaginado que, un día, lo podría necesitar; los únicos divanes de psiquiatra que conocía era los que se veían en las películas. Tenía ganas de descubrir lo que podía suceder, y se podría decir que la idea incluso me divertía.
En realidad, la consulta de Libeccio me decepcionó. No había ningún diván, sólo dos sillones delante de un escritorio abarrotado de papeles, cajas de medicamentos, libros, cómics de Charlie Brown, el ordenador portátil, una lámpara halógena... El resto de la habitación era aún peor: una librería, también en desorden, unos cuantos cuadros, tres sillas para las sesiones de terapia de grupo, una lámpara de pie y un perchero. Del techo colgaban los hilos de una lámpara inexistente, dado que todavía no había sido montada.
—Lo cierto es que no debería aceptarte como paciente. Nos conocemos demasiado, somos amigos, y eso no es conveniente en terapia. Pero sé cómo eres y estoy seguro de que si no me ocupo de ti no irás a ver a nadie antes de que sea demasiado tarde.
Al principio no entendía una palabra. Me sentía desorientado. Hablábamos de lo que sucedía. Él me escuchaba e iba seleccionando ciertas cosas, sobre todo la manera en que las decía. Nos sentábamos en dos sillones, uno frente a otro. No tomaba apuntes, memorizaba sin más. No sé cómo lo hacía, pero han pasado ya varios años y sigue acordándose de todo lo que le conté en ese momento, incluso de los detalles.
Me sentía desorientado y también un poco escéptico. Después el cóctel de fármacos empezó a funcionar. Aunque lo que de verdad me procuraba un gran bienestar eran nuestros encuentros. Al cabo de un tiempo los resultados empezaron a manifestarse de forma espontánea; ir a verlo se convirtió en algo agradable, una sana costumbre después del trabajo. Casi mejor que tomar un aperitivo en el bar.
Si bien de manera lenta e imperceptible, daba la impresión de que las cosas volvían a estar en su sitio. Había terminado mis lecciones en Nápoles, e incluso había tenido el valor de rechazar un traslado. En cualquier caso, mi relación con Alessandra no mejoraba: apenas colaboraba y se negaba a venir conmigo para hablar con Libeccio.
—Mis cosas no se las cuento a nadie —decía. Una elección coherente, cuando lo que uno pretende es seguir escondiendo la cabeza en la arena. Pero bueno, al menos la situación no había empeorado y eso era ya algo.
En cuanto a mi hija, decidí dedicarle más tiempo aprovechando la complicidad que nos procuraba el piano; le había enseñado a tocar cuando era una niña y ahora nos divertíamos a cuatro manos.
A primera vista, daba la impresión de que todo volvía a ser como antes, poco a poco.
Lea llegó a continuación.