Botellas al agua
Ajeno a todo lo que no fuera su propia tragedia (la muerte de Virgilio, la traición pública de la Llave del Golfo, la imposibilidad de castigar a Tatica), la Tétrica Mofeta entró en su cuarto del hotel Monserrate. Para aumentar aún más su sentimiento trágico de la vida, cual nueva Unamula...
—Niña, Unamula no, Unamuno.
¿¡Será posible que hasta última hora me estés persiguiendo con tu imbecilidad profesoral, Sakuntala!? ¡Unamula! ¿Oíste? ¡Unamula porque me da la gana! ¡Y se acabó! ¡Aquí mismo te borro del mapa para siempre!
Para aumentar aún más su sentimiento trágico de la vida, cual nueva Unamula, se miró en el espejo. Qué espanto. Se trataba definitivamente de una loca vieja. Una loca vieja a quien la mala noche le había puesto al descubierto sus arrugas y sus ojeras más espeluznantes. Te ha llegado el momento de la partida, querida, se dijo Gabriel mirándose en el espejo. Además, agregó Reinaldo, ayer le escribiste una carta a tus dobles diciéndoles que hoy abandonarías el país. Y sin más preámbulos, la loca se subió a la barbacoa, tomó las botellas que guardaba debajo de la cama y fue metiendo en ellas toda su novela El color del verano, que en ese mismo instante casi terminaba (pues la loca a medida que embotellaba la novela le daba los toques finales). Cuando hubo empacado su novela, tapó las botellas, las metió en un saco, metió las patas de rana que le había conseguido su tía Orfelina y con su preciosa carga salió rumbo a la costa. La Tétrica Mofeta se calzó las patas de rana y con el inmenso saco lleno de botellas se tiró al mar.
En el mismo instante en que caía al agua, Reinaldo vio cómo la isla se alejaba velozmente con todo el pueblo dando brincos sobre ella. De manera que mientras la isla partía, Gabriel se quedaba en el mismo sitio donde estuviera la isla hacía sólo unos segundos. No era pues él quien partía, era la isla. Él se quedaba en medio de un remolino de aguas que no le permitían avanzar y que amenazaban con llevárselo hasta el fondo, junto con todas las botellas.
La Tétrica Mofeta miró a su alrededor y pudo ver a Raúl Kastro con un mosquitero, cola de caballo y corona de laurel flotando en el remolino mientras varios tiburones se lo disputaban; más allá divisó a Tedevoro cubierto de excrementos, y flotando junto a ella, la Tétrica, vio a cientos de enanos que se debatían en el torbellino tratando de mantenerse a flote y a la Llave huir de los voraces tiburones. La Tétrica Mofeta, sabiendo que de un momento a otro sería pasto de los peces o se ahogaría en aquel remolino, comenzó a lanzar las botellas fuera del torbellino. Aunque pereciera (y ya eso era inminente) su obra se salvaría, pensaba abriendo el saco y lanzando botellas. Pero a medida que las botellas caían al agua eran devoradas por los tiburones. La última botella ni siquiera llegó al agua. Un tiburón experto y erotizado, el mismo Tiburón Sangriento, de un salto que lo sacó del agua cogió la botella y se la tragó en el aire. Inmediatamente el animal, mirando con ojos tenebrosos a Gabriel, se zambulló y enfiló todos sus dientes hacia Reinaldo. En el mismo instante en que el tiburón lo devoraba, la Tétrica Mofeta comprendió no sólo que perdía la vida, sino que antes de perderla tenía que recomenzar la historia de su novela.