La confesión de H. Puntilla

En el inmenso Salón de las Retractaciones todo estaba listo. Los invitados habían ocupado de nuevo sus puestos frente al escenario. Fifo lucía su imponente uniforme de gala tachonado de estrellas, un gorro y un supergorro en el cual se balanceaba una rama de olivo que llegaba hasta el piso; también portaba una larga capa roja y unas botas que le llegaban hasta las rodillas. H. Puntilla estaba ya en el escenario. Nicolás Guillotina volvió a sacar sus cuartillas y comenzó a leer lo que podría considerarse la presentación del supuesto traidor.

—Queridos amigos —comenzó el famoso poeta rumbero—, hoy nos reúne...

Pero no dijo más, pues en ese momento los diligentes enanos, por orden del maestro de ceremonias, tocaron unas enormes trompetas y Paula Amanda anunció que el presidente del Senado de España quería imponerle a Fifo la máxima distinción que otorgaba el actual Gobierno español. El presidente del Senado español avanzó por el escenario con paso y cara de un hombre que por muchos años padece de hemorroides supurantes. Así arribó hasta la imponente figura de Fifo y le impuso la medalla. Tan nervioso estaba el pobre diablo que al prender el galardón pinchó a Fifo. «Mequetrefe fascistoide» fueron las palabras de agradecimiento que Fifo le dedicó al paciente hemorroidal.

Los diligentes enanos volvieron a tocar las trompetas y Paula Amanda anunció que la Avellaneda subiría al escenario a leerle un soneto a Fifo.

La inmensa figura de la Avellaneda, toda de negro, comenzó a subir lentamente las escaleras del proscenio seguida por su agente literario, la señora Karment Valcete. Tan lentamente subían estas señoras el escenario que tenemos tiempo de comentar el estado de euforia en que se encontraba Fifo. Y no era para menos: en aquella fiesta descomunal todas las actividades marchaban a las mil maravillas, tanto las artísticas como las económicas y políticas. El primer ministro del Canadá le había firmado un préstamo a Fifo por más de cien millones de dólares, un préstamo aún mayor le hizo el virrey de Santo Domingo, y el presidente de Venezuela había pronunciado un discurso en el que sostenía la tesis de que todos los países del mundo debían anexionarse a la república de Fifo. De todos modos, concluyó este pequeño Maquiavelo tropical, pronto en el mundo no habrá más que un Estado monolítico, Fifolandia. Creo que es mejor firmar la paz con tinta que con nuestra sangre... Al terminar el discurso, Fifo le entregó un sobre conteniendo un millón de dólares en billetes de cien. También en el sobre iba una casi invisible pero superpotente bomba de tiempo que explotaría cuando el señor presidente sobrevolase las nubes del Golfo de México, pues los informantes secretos de Fifo (entre ellos la inefable E. Manetta) le habían comunicado que dicho presidente cobraba también un cheque del Gobierno norteamericano... Pero dejemos ya este recuento que ahí llega la Avellaneda junto con su agente literario.

Cuando aquellas dos mujeres gigantescas se treparon al escenario donde las aguardaba Fifo, muchos temieron que se desatase un terremoto. Entre ellas dos y Fifo pesaban más de cuatro mil libras; si a eso añadimos los considerables volúmenes de Nicolás Guillotina y H. Puntilla, también en el escenario, se podrá apreciar que los temores no eran infundados. De todos modos la Avellaneda avanzó hasta el centro del escenario y dijo que leería un soneto dedicado a un hombre de una magnífica envergadura. Fifo, desde luego, pensó que el soneto estaba dedicado a él y bajó la cabeza en actitud agradecida. Pero la Avellaneda, que llevaba puesta su corona de laurel, que por unos momentos le había prestado Raúl Kastro, comenzó a leer su soneto a Washington. Terminada la lectura de aquel soneto, que era precisamente la antítesis de Fifo, pues se trataba de un homenaje a un héroe, Fifo, impertérrito, le regaló a la Avellaneda una rosa roja y le dio un beso a ella y otro a su agente literario. Los enanos tocaron otra vez las cornetas o clarines o clarinetes o lo que rayos fuera, y la Paula Amanda, con un nuevo y largo traje de faldas acampanadas, anunció que iba a comenzar la segunda retractación de H. Puntilla. La Avellaneda y la Valcete se sentaron en dos lunetas al lado de la esposa de H. Puntilla, la señora Baka Kosa Mala, que portaba una ametralladora. Fifo se retiró a su palco. Y comenzó el espectáculo.

Nicolás Guillotina le lanzó una mirada de asco a H. Puntilla, quien le dijo: Gracias, doctor, y leyó sus cuartillas. Era un aburrido discurso lleno de loas a Fifo, pero en el último párrafo decía que Fifo estaba enterado de todo lo que allí iba a suceder. Si se considera que aquella confesión era «espontánea», había que tomar aquellas palabras como una burla. Así las tomó Fifo y le ordenó a sus más fieles enanos que durante el carnaval le cortaran las dos piernas a Nicolás Guillotina (¡Guillotínenmelo! ¡Guillotínenmelo!) y que lo dejaran morir de una gangrena doble. El gran perro buldog terminó su exposición sin mirar a H. Puntilla que otra vez dijo: Gracias, doctor, y abandonó el escenario, sentándose junto a la Avellaneda. Entonces Baka Kosa Mala, enarbolando su ametralladora, le dijo a su esposo: Habla. Y otra vez H. Puntilla comenzó su «espontánea» retractación. La retractación se ajustaba al modelo titulado «Retractación de primer grado», redactado hacía más de treinta años por E. Manetta y Edith García Buchaca. Era un mamotreto oficinesco en el que se confesaba de haber cometido todos los delitos de lesa patria y de alta traición a Fifo y se pedía, como acto purificador, la pena de muerte por fusilamiento y terminaba con un exaltado «Patria o muerte. ¡Venceremos!».

Pero a aquel texto manettiano y maniqueísta, H. Puntilla le interpoló cosas de su propia cosecha. Así, mientras se delataba a sí mismo como traidor y contrarrevolucionario, delató también por el mismo delito a sus amigos, entre ellos la Paula Amanda y la César Lapa (la mulata de fuego), y también delató a su propia esposa, quien enarbolando su ametralladora le lanzó un tiro que fue a dar en una gigantesca estatua de Carlos Marx, haciéndola añicos. Entonces H. Puntilla, creyendo que ya lo estaban fusilando, que esta vez no lo salvaba ni la retractación, comenzó a soltar unos gritos desesperados, y como muestras de fidelidad al régimen recitó de un tirón sus tres poemas a la primavera compuestos, dijo, cuando estaba en las celdas de la Seguridad del Estado. Baka Kosa Mala soltó otro disparo que derribó la estatua monumental de Lenin. H. Puntilla lanzó un aullido hórrido y dijo que no lo mataran, que se arrepentía de todos sus delitos, que amaba a Fifo desesperadamente y que quería pedirle perdón de rodillas, por lo cual le rogaba al Comandante de la Aurora (así lo llamó) que subiera al escenario. En realidad, lo que perseguía H. Puntilla era que Baka Kosa Mala, con sus locos disparos, matara al comandante en jefe, liberándose así de dos enemigos terribles, el comandante y la esposa. Pero varios enanos, antes de que Fifo subiera al escenario, desarmaron a la desenfrenada poetisa.

Fifo, siempre envuelto en su gran capa roja, se trepó al escenario con sus tres famosos pasos. H. Puntilla se acercó a él de rodillas y volteándose le pidió al Máximo Líder que lo escupiera y lo pateara. Cosas que inmediatamente hizo el Máximo sin desprenderse de su gran capa roja ni de su monumental supergorro o caperuza. Se oyó en todo el salón el estruendo de un cerrado aplauso. Entonces H. Puntilla le pidió al Líder que lo orinase. Al momento, un potente chorro de orine que parecía salir de una manguera bañó el cuerpo del genuflexo. Retumbó otra vez en toda la audiencia un aplauso aún más cerrado. H. Puntilla se bajó los pantalones y le rogó a Fifo que le propinara un puntapié en sus nalgas desnudas. Fifo pateó violentamente las nalgas del poeta provocando un torrente de aplausos aún más avasallador. Pero H. Puntilla siguió llorando y ahora le pedía a Fifo que, por favor, le metiera todo su pie, con bota incluida, en el culo. Y poniéndose a cuatro patas mostró un culo negro e infinitesimal. El Máximo Líder caminó hasta un extremo del escenario y ayudado por los diligentes enanos se desprendió de toda su ropa, quedándose sólo con las botas, la gran capa roja y la magnífica caperuza con su rama de olivo. Tomando impulso, saltó desde el extremo del escenario y hundió una de sus piernas embotadas en el culo de H. Puntilla. Éste profirió un gigantesco alarido de gozo, más alto aún que el estruendo de los aplausos que retumbaban en toda aquella «maravillosa velada», como la había calificado el señor Torquesada. El problema surgió cuando Fifo intentó sacar su pierna del culo poético. No podía zafarse de aquel culo que apretaba la pierna como una ventosa o la muela de un gigantesco cangrejo. Más de sesenta y nueve enanos se treparon a la plataforma y comenzaron a tirar de H. Puntilla, pero no pudieron desprenderlo de la pierna máxima. Por último, un enano, que fungía como mayordomo de los enanos, le desató el lazo con que culminaba la bota empantanada y Fifo pudo liberar su pierna, pero la bota se quedó dentro del vientre de H. Puntilla. Envuelto en su gran capa, Fifo descendió del escenario entre un torrente de aplausos. La peste a mierda que exhalaba su pierna era horrorosa, pero los diligentes enanos comenzaron a limpiar la pierna con la lengua, ayudados fervientemente por Mario Bendetta, Eduardo Alano, Juana Bosch y la Marquesa de Macondo.

H. Puntilla, en pleno escenario, se despojó de toda su ropa y con gran gozo mostró al público su vientre prominente, donde se destacaba la inmensa bota del comandante en jefe. Jamás en el rostro de un hombre se vio una expresión tal de felicidad. Al fin había quedado preñado por la bota odiada y sobre todo amada del Máximo Líder. Pero H. Puntilla, siempre superambicioso, le pidió al Máximo Líder que subiera otra vez al escenario y le clavara su segunda bota. Así llevaría en sus entrañas las huellas del hombre más grande de este siglo, ésas fueron sus palabras, que al instante fueron copiadas por la Bosch mientras seguía lamiendo la pierna enmierdada. El comandante, rojo de furia por la peste a mierda, se puso de pie y llegó al escenario sólo en dos zancadas, y eso que una de sus piernas iba descalza. Ahora sí que voy a joder a este maricón, se dijo mientras, luego de tomar impulso, volaba por los aires —la capa al viento, el cuerpo desnudo, la pierna embotada en ristre— y caía, encajándose no solamente hasta la rodilla sino hasta el muslo. H. Puntilla lanzó un alarido indescriptible. En el teatro retumbó una ovación de pie. Esta vez sí que le era difícil al comandante salir de aquel atolladero cular. H. Puntilla, aunque se asfixiaba, apretaba cada vez más. Los diligentes enanos tiraban desesperados del poeta, pero todos sus esfuerzos eran inútiles. Entonces se le pidió a la Avellaneda y a Karment Valcete el concurso de sus fuerzas. Ambas mujeres subieron al escenario. La Avellaneda tomó a H. Puntilla; la Valcete a Fifo. Cada una comenzó a tirar por su lado. H. Puntilla seguía aullando de gozo, Fifo maldecía, la ovación seguía escuchándose. Las dos mujeres sudorosas y gigantescas pujaban y tiraban, pero no podían separar los cuerpos. Ya estaban casi dispuestas a darse por vencidas cuando un mido sin parangón en la historia de los ruidos terráqueos (que es un libro infinito) desgarró las cortinas traseras del teatro, rompiendo vidrios y lámparas. Aquel ruido era superior al de varios submarinos torpedeados, a la detonación de una mina gigantesca en la Fosa de Bartlett, al autoestallamiento por suicidio de una ballena en el océano Antártico o a una explosión atómica en el mar del Japón. El insólito ruido provenía evidentemente del gran Teatro-Acuarium.

De un solo respingo, Fifo sacó su medio cuerpo del culo del poeta (que cayó desmayado en los brazos de la Avellaneda) y, seguido por numerosos invitados y por los diligentes enanos, corrió hasta el acuario. Atónito, contempló un espectáculo sin igual. Tras los cristales del acuario y ante un público arrellanado en sus asientos, Tiburón Sangriento y la Mayoya se contorsionaban enlazados en un acoplamiento descomunal.

El color del verano
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