Las tortiguaguas

La Duquesa, la Sanjuro, el Camelias, la Supersatánica, la Pitonisa Clandestina, la Triplefea, la Reina, la Superchelo, la Perro Huevero y otras locas de atar, luego de haberse achicharrado toda la mañana fleteando en la playa de La Concha, se habían trasladado entre saltos y caminatas, pidiendo a veces botella y sujetas por último al guardafango de una ruta 62, hasta la playa de El Mégano, persiguiendo como siempre el sueño dorado: un hombre.

Luego de tres horas de fuego y flete en aquella playa infernal, el único hombre que se les apareció fue un policía (un policía que en verdad daba la hora) vestido de civil, para pedirles el carné de identidad. Y luego de chequear la obligatoria identificación, les dijo a las pájaras que aquella playa era considerada zona turística para extranjeros, por lo que debían marcharse al momento.

La Duquesa argumentó que sus antepasados eran italianos y que ella provenía de la noble casa de los Piamontes.

—Mira —le dijo terminante el policía, un rotundo dios malvado de unos veinte años de edad—, si eres de los Piamontes vete a piar al monte que ya aquí estamos de maricones hasta la coronilla. Además ustedes desmoralizan la imagen pública de la patria ante el extranjero. Así que recojan los bártulos y lárguense ahora mismo —concluyó el bello ejemplar represivo.

Ay, niña...

—No me digas más niña, que tengo cincuenta años y más pelos que un oso.

Malagradecida, digo niña para elogiarte. Bien, prosigo: Ay, loca vieja y pelleja, como te contaba, las pobres pájaras tuvieron que tomar las de Villadiego y caminar muy tiesas, casi militarmente, escoltadas por el policía-primor hasta la parada de la guagua que las llevaría hasta la terminal de ómnibus de Guanabo, donde luego de hacer una cola kilométrica deberían regresar derrotadas a La Habana. El policía, muslos y bragueta que parecían estallar dentro de su pitusa extranjera, se quedó por allí, cerca de la parada, pero no junto a las locas, esperando que las brujas se fueran. Sabía que si les daba la espalda volverían a la playa.

El sol martirizaba de tal modo a las pobres locas (específicamente a ellas) que saltaban en un solo pie sobre el pavimento que reverberaba.

De pronto, las locas vieron la figura de un pájaro flaco y desgarbado salir del pinar descalzo y con una mochila empapada a cuestas dirigirse resueltamente al magnífico policía disfrazado de pepillo. Se trataba de la Tétrica Mofeta, quien desde hacía mucho tiempo (o tal vez sólo unas horas), luego del robo de sus patas de rana por Tatica en la playa Patricio Lumumba, no podía contener su frenesí y sus deseos de venganza y atravesaba todas las playas y costas de La Habana. Poseída por una doble furia —moral y cular-, la loca se había trasladado a Guanabo y allí había escrutado cada ola, cada mata de pino, cada centímetro cúbico de arena buscando al bello y cruel ladrón que era Tatica. La Tétrica Mofeta se les había insinuado a todos los jóvenes, quienes la miraron torvos y escupieron; por último, nadando por debajo del agua, se había lanzado a las pichas de un centenar de bañistas, quienes con amenazas de muerte la persiguieron por mar a riesgo de ser devorados por los tiburones. Finalmente, la loca había sido condenada por los bañistas a no poder regresar jamás a tierra, pero experta nadadora (aun sin las patas de rana), se sumergió y nadando por el fondo del mar, mientras los erizos huían aterrorizados, salió casi junto al magnífico pepillo policía que vigilaba a las pájaras desterradas, o mejor dicho, desplayadas.

—No le digan que es un policía. Ni siquiera la saluden, para que se la lleve presa —dijo la Supersatánica.

—Ay, sí. Vamos a divertimos viendo cómo se llevan argollada a esa loca de argolla —comentó en voz baja la Duquesa—. Si a mí, que soy de sangre real, me han expulsado, qué no le hará a esta loca campesina y común.

—Miren qué descarada es la suicida, cómo se le acerca al macharrán y sin más comienza a hablarle —dijo la Reina simulando serenidad.

—Y el macharrán, como buen policía, le sigue la corriente para que la loca se destape —comentó la Triplefea.

—Y bien que se destapa —dijo la Sanjuro—. Miren cómo ya le enseña las nalgas.

—Ahora se la llevará presa —vaticinó la Pitonisa Clandestina.

—A lo mejor hasta le da un tiro en la cabeza —sentenció la Supersatánica.

—¡Jesús! —exclamó la Reina—. Que mis nobles ojos tengan que ver un asesinato perpetrado casi junto a mis regias pestañas...

—Mira, mariquita —le contestó la Superchelo—, no te hagas la santa que tú lo que estás es loca por ver cómo le abren la cabeza al pájaro.

—¡Impía! Mis sentimientos son tan puros como los de la mismísima Oliente Churre —le replicó la Reina.

—¡Pero qué atrevida es la Tétrica! —exclamó la Perro Huevero—. Miren cómo se lleva al policía para debajo de la mata de guayaba y allí le sigue hablando.

—¡Y el otro, qué espera para arrestarla! —se quejó la Supersatánica.

—No miren, no sea cosa que también nos arreste a nosotros por complicidad —recomendó la Pitonisa Clandestina.

—Ay, qué tontos fuimos, debimos habernos metido debajo de esa mata de guayaba para no derretimos —se lamentó la Sanjuro.

—¡Miren! ¡Miren! La Tétrica Mofeta descaradamente le está pasando la mano por la portañuela al policía —exclamó en voz baja la Duquesa.

—¡Miren, miren! La portañuela del policía parece que va a estallar.

—¡Jesús! ¡Qué cosas tienen que ver mis regios ojos!

—¡Serenidad! ¡Serenidad! Ahora le dará el tiro en la cabeza. Seguro que el revólver lo lleva escondido entre los mismos huevos...

—¡Miren! ¡Miren! ¡La Tétrica Mofeta se ha arrodillado y ha comenzado a mamársela al policía!...

—¡Ay, me muero! ¡Llamen a la policía!

—¡Idiota! ¡Si es a la policía a quien se la están mamando!

—¡Miren, miren! ¡La Tétrica Mofeta se ha bajado los pantalones y los calzoncillos y sigue mamando! Miren cómo se la mete toda en la boca, la gandía...

—Cálmense, ahora seguro que la mata con la boca en la masa.

—¡Y qué masa! Seguro que la mata, pero de un pingazo...

—¡Dios mío, en plena vía pública! Yo, una reina, mirando ese espectáculo. A lo mejor puede pasar un niño. Insisto en que se llame a la policía.

—Querida, la policía está ahora muy ocupada, como podrás ver.

—¡Miren! ¡Miren! ¡La Tétrica Mofeta le ha bajado los pantalones al policía y el policía se la está metiendo!

—¡Ay, tierra, ábrete y trágame!

Las locas seguían comentando, cada vez más desesperadas y envidiosas ante aquel espectáculo. En verdad el combate sexual entre la Tétrica y el joven policía no tenía paralelo en la historia sexual de la vía pública de Guanabo. La Tétrica, con los pantalones en los tobillos, se había aferrado al tronco del guayabo, mientras era poseída furiosamente por el policía, y sacudía con tal violencia la mata de guayabas que los cuerpos desnudos se cubrían de frutas. El joven policía bufaba de placer, la Tétrica lanzaba unos aullidos que retumbaban en todo el pinar y la mata de guayaba se estremecía y seguía lanzando sus frutas. Por último ambos cuerpos se despojaron completamente de su indumentaria y cayeron al suelo. La Tétrica, a cuatro patas, recibía toda la obra policial, que era, en verdad, monumental. Bajo el sol tropical se veía aquel falo que entraba, salía y volvía a entrar en el cuerpo encorvado de la Tétrica. La Tétrica arrancaba la yerba con los dientes, tiraba guayabas al aire. El policía se despojó en un santiamén del calzoncillo verde y de la pistola y siguió poseyendo a la Tétrica, quien poseída también por el delirio lanzó lejos de sí la pistola y su propia mochila, de la cual salió el manuscrito empapado de su novela El color del verano, en el cual trabajaba la loca... Botas, medias verdes, calzoncillos verdes, yerbas, hojas, semillas, una cartuchera llena de balas, guayabas maduras, todo salía como disparado de aquellos cuerpos desnudos trabados en un combate sexual más poderoso que la razón política y que la razón geográfica. Por último, la Tétrica se extendió sobre la yerba y boca abajo era taladrada por el joven policía, quien ahora no parecía que poseyese a un cuerpo humano sino a la tierra entera.

En ese momento, para júbilo de las pájaras desesperadas que contemplaban aquel atrevido acoplamiento, una ruta 162 surgió en el horizonte.

—Háganle una señal —ordenó la Reina—. Que pare aquí mismo y que se lleve presos a esos depravados.

—¡Sí! —gritó la Supersatánica—. ¡Que se pudran en la cárcel por desacato, por escándalo público, por sodomía en plena vía!...

—Y por alta traición —interrumpió la Superchelo—. No olviden que hay implicado un militar.

—Y por daño a la propiedad estatal —agregó la Pitonisa Clandestina—. Miren cómo han dejado la mata de guayaba, sin una fruta y completamente destrozada.

—¡Qué vergüenza! -exclamó la Reina-, Para el fusilamiento, pues seguramente los van a fusilar, me pondré la corona.

—Pues yo iré con un taparrabos hecho con hojas de guayaba —dijo la Triplefea.

—Yo, regia. De negro hasta el cuello. Es un acto solemne...

—Yo...

—Cállense y compórtense como murallas, que ahí está la guagua.

Una ruta 162 repleta había frenado junto a las locas y éstas entre saltos y chillidos señalaban para donde tenía lugar la apasionada templeta. Un enorme alboroto se produjo dentro de la guagua. Cientos de cabezas salieron como pudieron por las estrechas ventanillas. Una mujer murió de un infarto. Tan grande era la algarabía, que el chofer tuvo que dar unos bocinazos antes de comenzar a hablar.

—¡Caballeros! —dijo—. Saqúense las manos de los bolsillos o de donde las tengan y óiganme bien: si ustedes están de acuerdo, en vez de seguir rumbo al paradero de Guanabo, vamos directos a la estación de policía que está a sólo cinco minutos de aquí. Que venga una patrulla y los arreste.

—¿Por qué no los arresta usted mismo? —preguntó imperiosa la Reina.

—¿Me has visto cara de policía? —replicó el chofer, que ya estaba además erotizado. Y no teniendo nada que pisar, pisó el acelerador y partió a toda velocidad rumbo a la estación de policía.

—¡Maricones! —les gritaron todos los pasajeros a los cuerpos desnudos que seguían ajenos a todo lo que no fuese la posesión.

Ya iban las pajaritas de lo más contentas rumbo a la policía, todas colgadas de la puerta de la guagua, pues dentro no cabía ni una pluma más. Ellas serían las principales testigas de cargo, por encima de toda la otra gente de la guagua, gente que aunque tenía tan tremenda calentura que casi no podía aguantar, se cubrió de una tremenda moral. Qué moralina, niña...

—Ya te dije que de niña nada...

De una moralina, loca vieja, que hasta las locas viejas como tú y las viejas enloquecidas que desesperadas y ruinas (como tú) hasta hacía unos minutos no le quitaban la vista y hasta la mano a la bragueta del joven que estaba de pie frente a ellas, se volvieron monjas. La Erick, una monja carmelita; la Osuna, una monja dominica; hasta la Horrible Marmota, que viajaba disfrazada de miliciana y que en plena guagua se la había mamado a un miliciano, se transformó, rápida, en una monja de clausura. Monjas eran también las locas que viajaban prendidas a la puerta de la guagua y que a veces, a riesgo de sus vidas, quedaban prendidas de una sola mano al vehículo mientras, beatíficas, se persignaban... Ay, loca, pero una cosa piensa el viajero y otra el vehículo, es decir, el ómnibus en el que todas aquellas monjas ansiosas de justicia viajaban. Déjame decirte, burra...

—¡Burra será tu madre!

Déjame decirte, burrita, que la susodicha guagua era prima hermana de la guagua «Leyland la Celestina» que tantos entollamientos había propiciado en sus viajes municipales e interprovinciales. Esa señora, Leyland, aunque ahora maltrecha y convertida por truculenciales del azar en ruta 10, fue amiga íntima y secreta de Margot Thayert. La amistad se produjo a primera vista el día en que la primera ministra fue a visitar la fábrica de las guaguas Leyland. La dama quedó encantada con aquel ejemplar reluciente y potente de ómnibus y mientras le pasaba la mano le masculló una cita amorosa que esa misma noche cumplió disfrazada de obrero del transporte. Aquella noche de amor, las palabras lujuriosas de la primera ministra, su potencial sexual (en realidad la dama de acero descubrió esa noche que su calibre sexual sólo podía acoplarse con una guagua inglesa), despertaron en todos los miembros de la noble familia Leyland una militancia lesbiana indestructible y poderosísima.

Por eso, al ver aquellos cuerpos desnudos revolcándose en la yerba, la sufrida guagua marca Leyland, convertida trágicamente en ruta 162, sintió que toda su carrocería, sus poleas, sus ruedas y sobre todo su motor, se calentaban. La carga erótica que aquellos cuerpos le insuflaron fue tal que salió disparada, no en busca de la estación de policía de Guanabo, donde intentaba conducirla el chofer, sino de otra guagua Leyland con la cual acoplarse al instante.

La velocidad a la que ahora marchaba aquella viejísima guagua era realmente insólita (más de doscientas millas por hora), por lo que todos los pasajeros comenzaron a protestar a gritos; pero el chofer, que también gritaba, nada podía hacer. La guagua, borbotando aceite y gasolina rusa, rugía, gemía, bramaba y zumbaba en busca de otra guagua con la cual ensartarse al instante, ajena a las desesperadas maniobras del chofer y a los alaridos de los pasajeros, entre los que se destacaba el socorro en do mayor sostenido emitido por la Superchelo y coreado por las demás pájaras, convertidas súbitamente en meteoros.

Al arribar al puente de madera de Bocaciega, Leyland, la desesperada, se tropezó con una vieja ruta 162 que se encaminaba hacia La Habana pujando trabajosamente. Sin mayores preámbulos la Leyland erotizada se lanzó sobre la otra y ambas guaguas comenzaron a frotarse tan violentamente que los muelles, las gomas, los asientos, los bombillos, todo, se desprendía. El público, aterrorizado, ignorando lo que realmente estaba sucediendo, clamaba porque abriesen las puertas para alejarse de aquella colisión. El chofer hizo numerosos intentos y apretó todas las palancas para que las puertas se abrieran. Pero las dos guaguas ya eran ajenas a todo lo que no fuese su recíproco frotamiento. Vueltas de lado en pleno puente de madera, que crujía, restregaban sus complicadas panzas metálicas con tal furia que pronto las dos tortilleras de hierro se pusieron al rojo vivo. Entonces, en el colmo del paroxismo, un chispazo encendió ambos motores y los depósitos de gasolina. Se oyó un enorme estampido y las dos guaguas abrasadas y abrazadas, formando un solo amasijo candente, se elevaron a gran altura, culminando su rito amoroso en una explosión final. Explosión que fue acogida por todo el público habanero como seña oficial de que Fifo había disparado ya los primeros fuegos artificiales, inaugurando el gran carnaval. Pero, a los pocos minutos, Radio Rebelde desmintió el rumor. Detrás de un estruendo de tambores prematuros, un locutor anunciaba que «un chofer borracho, depravado y contrarrevolucionario había lanzado un ómnibus, que el Partido le había confiado para que lo manejase, contra otro ómnibus también en servicio público, provocando la muerte de trescientos veinticinco compañeros».

Los únicos sobrevivientes a esta catástrofe fueron la Duquesa, la Sanjuro, la Supersatánica, la Pitonisa Clandestina, la Triplefea, la Reina, la Superchelo y la Perro Huevero y otras tres locas de atar, quienes como viajaban en el exterior de la guagua fueron expelidas por la explosión sin ser antes aniquiladas. Así, ya en el aire, como verdaderos pájaros, alzaron el vuelo, y cayeron, verdad que algo chamuscadas, sobre el Paseo del Malecón, donde carrozas y comparsas comenzaban sus ensayos finales.

Cuando la Tétrica Mofeta oyó la explosión pensó que era el joven que finalmente había eyaculado dentro de ella, merecedora (así lo creía el pájaro) de tan estruendoso homenaje. Entonces se escurrió del cuerpo aún tenso, se vistió a toda velocidad, recogió sus pertenencias además de tres guayabas maduras y echó a caminar.

—¡Párate ahí, maricón y date preso! —gritó el bello policía que ya se había venido dentro del fugitivo unas doce veces y por lo tanto había recuperado su moral revolucionaria y su pistola—. ¡Párate ahí o disparo! ¡Roedor!

Pero la Tétrica Mofeta, que ya estaba preparada para esas eventualidades y otras aún peores, desapareció como por arte de magia entre los manglares mientras a sus espaldas retumbaba un disparo.

El color del verano
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