La Gran Parca, la Parca, la Parquita y la Parquilla

La Parca, la Parquita y la Parquilla se disponían a dar su paseo vespertino. En la tarde tenían como tarea tejer el destino de la Tétrica Mofeta, por lo que llevaban una enorme cantidad de hilo de diferentes colores e iban provistas de unas gigantescas agujetas. Hiram, la Reina de las Arañas, las conducía por entre la muchedumbre para evitar que las Parcas, ensimismadas en su tejido, chocaran con algún transeúnte o se rompieran sus venerables cabezas contra algún muro. Por otra parte, alguien tenía siempre que escoltar a las Parcas en esos paseos vespertinos, pues, de lo contrario, turbas de amas de casa, deseosas de apoderarse de aquellas madejas de hilo para tejerles pulóveres a sus diferentes maridos, atacaban a las Parcas y las desvalijaban. Ya sabes, querida, que en nuestra prodigiosa isla hasta el hilo está racionado y que solamente las Parcas, por ser quienes eran, podían hacer uso de aquellas flamantes madejas, previo carné especial que el mismo Fifo les había otorgado y con el cual se presentaban mensualmente en el departamento central del MINCIN o Ministerio de Comercio Interior.

Las Parcas, siempre conducidas por Delfín Proust o Hiram o la Reina de las Arañas, pues además de todas las calamidades exteriores estaban medio ciegas, tejían y destejían incesantemente, sin ponerse de acuerdo sobre el destino de la Tétrica Mofeta. Cloto quería para la Tétrica todas las calamidades, Láquesis decía que la Tétrica Mofeta debía sufrir mucho pero que por lo menos debían darle la oportunidad de que, antes de fulminarla, terminase la novela, y Atropo, aún más piadosa, quería extender el plazo de vida de la Tétrica hasta la publicación de su obra con un largo prólogo explicativo escrito por la Vieja Duquesa de Valero. Y aquí las cosas se complicaban aún más porque entonces no solamente había que alargar la vida de la Tétrica Mofeta, sino también la de la Vieja Duquesa de Valero ya centenaria... Las Parcas, siempre tejiendo y destejiendo, se enredaban en una discusión que parecía infinita. También el nombre que se le adjudicaría definitivamente a la Tétrica era problemático. Cloto era partidaria de que la bautizaran para siempre como la Tétrica Mofeta, «y basta», añadía haciendo unos nerviosos pespuntes; Láquesis decía que el nombre que había que ponerle a la Tétrica era el de Reinaldo, con el cual firmaba sus escritos. Pero Atropo, esgrimiendo una agujeta, argüía que el verdadero nombre de la Tétrica Mofeta era el que le puso su madre: Gabriel, y con ese nombre debía morirse.

Mientras la discusión se hacía cada vez más acalorada, la Reina de las Arañas explayaba sus brazos en todas las direcciones, daba pequeños saltos, hacía giros de ciento ochenta grados, reculaba y observaba sonriente a las tres viejas Parcas y volvía a tomarles la delantera, siempre explayando los brazos, manía de la cual no podía liberarse ni un instante y que a las Parcas les servía para que les abriese el camino. Así, con la vía libre, las tenebrosas Moiras seguían tejiendo y destejiendo el destino de la Tétrica Mofeta.

—Todas las calamidades —gritaba Cloto—, eso es lo que se merece.

—Yo creo que con un setenta por ciento está bien —interrumpía Láquesis y mostraba lo que acababa de tejer.

—No hay que ser tan extremista con la pobre loca —opinaba Atropo mostrando su tejido y destejiendo la obra de Cloto, que a su vez tiraba de la madeja de Atropo y destruía todo su trabajo.

Y cuando Láquesis quería intervenir en la trifulca, las otras dos Parcas tiraban de su bolsa de hilo y también deshacían toda su labor.

Así iban discutiendo mientras tejían y destejían incesantemente sin ponerse de acuerdo. Al llegar a la esquina de Prado y San Rafael, Hiram abrió sus puertas con tal fuerza que una de sus manos golpeó la portañuela de un negro gigantesco que estaba parado en la esquina, esperando el cambio de luz. El descomunal negro, nada menos que el director provincial del Partido de Matanzas, miró enfurecido a aquellas cuatro locas y, aún más enfurecido por el atrevimiento cometido con su sacra persona en la parte precisamente más sacra de su cuerpo, les fue arriba hecho una furia negra. Delfín Proust, al ver avanzar aquella mole gigantesca, atinó a apartarse, pero las Tres Parcas, que seguían tejiendo ajenas a todo lo que no fuese el destino de la Tétrica Mofeta, recibieron una paliza tan descomunal que cayeron sobre el asfalto completamente averiadas y envueltas en sus madejas empapadas de sangre. El negro, satisfecho con aquella lección moral que todos los transeúntes, incluso el mismo Delfín, aplaudieron, siguió su camino. Entonces Hiram, la Reina de las Arañas, se acercó a las Parcas y con mil trabajos logró incorporarlas y ponerlas en marcha. Las Tres Parcas, enfurecidas por aquellos golpes, se habían puesto de acuerdo sobre el destino de la Tétrica Mofeta: sería, definitivamente, el más horrendo. De inmediato comenzaron a tejerlo. Delfín, o la Reina de las Arañas, satisfecho con aquella decisión que se había tomado gracias a él, siguió explayando sus brazos durante todo el paseo mientras se repetía jubiloso: Ellas serán las Parcas, pero yo soy la Gran Parca.

El color del verano
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