Una carta

París, mayo de 1993

Mi querido Reinaldo:

Tampoco sé si esta carta llegará a tus manos, pero de todos modos te escribo. Desde luego que lo primero que hice al llegar, sin sacudirme las ladillas del camino, fue entrar en una librería y preguntar por el libro El espejo mágico. Ni en español, ni en francés, ni en chino he encontrado ese libro que tú tanto me encargaste y que perdiste en una playa mientras huías de algún bugarrón asesino. Así que tendrás que continuar tu novela sin citar ese libro, como has hecho en las otras, o pon las mismas citas ya citadas. De todos modos, a estas alturas, mi amor, nadie lee nada. Y si alguien lee algo lo lee mal. Yo aquí he visitado a algunos escritores y les he hablado de ti, de tu cautiverio nada suave. Todos son muy cautelosos; a pesar de lo que ha pasado en el mundo, no quieren pelearse con el gobierno de Fifo, pues sus playas (a las que tú no puedes entrar) son muy bellas, sus agentes son muy complacientes con los artistas extranjeros en la extensión más larga de la palabra «complaciente». Además, Fifo otorga premios literarios y otras recompensas. Todavía para muchos atacar a Fifo es de mal gusto, y además están los intereses creados durante cuarenta años. Cuando finalmente critican a Fifo lo hacen en tono bajo —en el doble sentido de la palabra—. En cuanto a las vacas sagradas del exilio, son eso, vacas. Todas se creen geniales y son muy hipersensibles en lo relacionado con su ego. Ninguna de ellas piensa ni siquiera por un instante ser de menos valía que el mismo Cervantes.

Mucho peo perfumado, eso es lo que abunda por aquí.

Pero, bueno, como sé que a ti no te interesa que te hablen de los escritores, te voy a hablar de un puente.

En cuanto llegué a París vi de lejos un puente. Era un puente muy lindo. De hierro viejo, negro, estrecho, lleno de balaustres muy finos y retorcidos como gajos de una enredadera. Y por ese puente no pasaba ningún automóvil. Sólo la gente. En cuanto pude intenté llegar a aquel puente, pero ya cuando lo podía divisar, súbitamente empezó a llover. Era una lluvia helada y torrencial que me traspasaba los huesos y el alma y que no me dejaba avanzar. Regresé en el metro por miedo a coger una pulmonía. Pero a la semana siguiente me armé de un paraguas y me dirigí otra vez al puente. Pero nada, querida: antes de llegar al puente se presentó otra vez el aguacero. Era una verdadera tormenta que me despalilló la sombrilla, me la viró al revés y por poco me lanza al Sena. Solté lo que me quedaba de la sombrilla o paraguas o como te dé la gana llamarlo y eché a correr rumbo al metro por miedo a la dichosa pulmonía, pues los que tenemos el virus del sida (yo lo tengo, desde luego) somos muy sensibles a esa enfermedad. Me imagino que mi sombrilla habrá llegado al puente... Después he hecho otros intentos por llegar al puente (siempre bajo la lluvia, una lluvia en forma de diarrea, que es la que aquí predomina y cae sin cesar además de las otras), pero siempre que salgo todo me parece tan gris, tan húmedo, que ya no sé, realmente, si vale la pena que yo llegue a ese puente, aunque, desde luego, seguro que lo veré de cerca y te mandaré una foto, antes de que me pudra o me congele o me muera de pena. Pues aquí la primavera se demora —tal como dice El espejo mágico— pero la hierba del pesar reverdece en todas las estaciones... No, no vengas, derrítete al sol allá, muérete de furia dentro de tu propia soledad. No vengas a padecer un frío que no es tuyo y unas calamidades que te son ajenas pero que tendrás que asumir. Mis santos se han secado, mis orishas han perdido las plumas y hasta el pellejo. Y como si eso fuera poco, también la plaga. Ya no podemos ni siquiera singar, mi amiga. Vírgenes nos hemos vuelto y en espera de una muerte atroz, no de una canonización o de una destrucción inmediata. ¿Quién nos iba a decir que nuestros sufrimientos no tendrían fin y que serían además impredecibles? ¿Qué te parece la mueca que nos ha hecho la Diablesa? Pues si existe el infierno, y es lo único que existe, ni siquiera está regido por el Diablo, sino por una Diabla. Es cruel decirte todo esto; sobre todo a ti que aún sueñas con una esperanza más allá del muro. Pero tal vez más cruel sería callarme la boca.

De los franceses te diré que la mayoría carecen de mentón y tienen una nariz respingada, como si estuvieran oliendo a un ratón que cuelga a unos metros de altura. Por la expresión de su rostro es evidente que ese ratón está podrido. Por otra parte, la ciudad huele a bollo.

Me voy para Nueva York. Desde allá te escribiré como lo hago siempre donde quiera que estoy. Pero ¿por qué no me escribes? Te he enviado cientos de cartas y no he obtenido respuesta, te las he enviado bajo todos los seudónimos y por todos los medios posibles, hasta por correo. He visitado a turistas maoístas que me han prometido echarme la carta en algún buzón cubano pues les he mentido deciéndoles que soy íntima de la Chelo.

Algunos de esos turistas me han dicho que incluso han tirado la carta por debajo de tu puerta en el hotel Monserrate. Así que tienes que haber recibido noticias mías. No me digas que ingresaste en el Partido y que mis cartas las utilizas como pruebas de fidelidad entregándolas al teniente que te atiende. O dímelo, para escribirte más a menudo y seguirte ayudando. Pero, por Dios, hazme una letra. Mira que vivo en un desierto empapado. Para colmo hasta los árabes han dejado de ser bugarrones y las maricas se han casado y paren.

Te besa acongojada,

la Tétrica Mofeta

El color del verano
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