El culipandeo
Ay, qué meneíto tan sabroso, susurraba y hasta gritaba la muchedumbre mientras se contoneaba con los vasos de cartón llenos de cerveza. A veces, los bailadores depositaban los vasos con el divino líquido en el malecón y en grupos de tres, de veinte y hasta de cien se zambullían, roían la plataforma insular y volvían a la fiesta, donde proseguían meneándose y bebiendo. Algunos policías dejaban su casco en el malecón y también se zambullían royendo la plataforma insular. Negras rumberas desaparecían por unos instantes de sus carrozas, se zambullían, roían y volvían a incorporarse al baile; reclutas, marineros de la Flota del Golfo (y por lo tanto expertos en avatares acuáticos), jefes de brigada, oficiales del ejército y miembros del partido también se daban su zambullidita, roían y luego aún con más entusiasmo aplaudían el maravilloso desfile. Por el centro del paseo del Malecón cruzaban trapecistas que daban unos insólitos saltos, caían al mar, roían la plataforma insular y volvían de un salto al centro del desfile haciendo grandes genuflexiones ante el globo donde viajaba Fifo. Detrás de los trapecistas venía Halisia Jalonzo bailando el cisne negro mientras Coco Salas multiplicaba sus mosquitos; algunos de sus bailarines secundarios, de un solo jeté, se zambullían en el mar, roían y se incorporaban al coro. No se puede decir que Halisia hiciera la vista gorda, pues vista no tenía, ni gorda ni fina, y además estaba fatigadísima luego de haber participado en el acto de repudio no lejos de donde ahora, otra vez, bailaba.
Después de Halisia venían Pablito Malaés y Salvia Rodríguez, quienes dando unos enormes aullidos cantaban «Por amor se está hasta matando» (por entre aquellos cantantes cruzaron aterrorizadas las gatas de Karilda Olivar Lúbrico, quien había desaparecido entre la multitud). Desfilaban ahora miles de pintores, quienes encaramados sobre una tela gigantesca colocada en un caballete rodante, del cual colgaban amarrados por la cintura, pintaban, mientras desfilaban, el retrato colosal de Fifo. Seguían centenares de conjuntos musicales, orquestas, congas y luego todos los carruajes oficiales con los personajes invitados por Fifo, quien en su globo rojo marchaba a la cabeza del desfile. Entre los invitados se destacaba en su regia volanta la condesa de Merlín, con una inmensa cabellera postiza y su abanico sin igual y con un enano pintado de negro sobre sus faldas y a veces bajo ellas. La condesa le lanzaba serpentinas de colores a todo el público. Tan entusiasmada estaba la condesa con el espectáculo y sobre todo con el lanzamiento de las serpentinas, en cuyo reverso estaba escrita una larga diatriba contra Fifo, que no se percató cuando la Supersatánica, sentándose en la volanta, le clavó su jeringuilla mortal cumpliendo órdenes de la Chelo. La condesa, pensando que se trataba de un pellizco cariñoso, le dio las gracias a la Supersatánica y la despidió de su carruaje con un suave puntapié... Mientras continuaba el desfile, la Tétrica Mofeta perseguía ahora aún más encarnizadamente a Tatica, el ladrón de sus primeras patas de rana. Aunque Tatica se perdió entre los delincuentes de Arroyo Arenas, la Tétrica persistía en su empeño, pues había hecho de aquella persecución una cuestión de honor. Clara Mortera exhibió su colección de disfraces prohibidos, obra en verdad única que imponía un nuevo grito tanto en la moda carnavalesca como mundial, pero no obstante fue opacada por Evattt, la Viuda Negra (como se le conocía desde hacía muchos años), quien ganó la Palma Pública al exhibir su monumental ropón de luto tejido a punto crochet y acribillado de cruces hechas con alambre de púas. Pasaron cientos de poetas recitando un himno compuesto en honor a Fifo. Pasaron ahora los periodistas que formaban un ejército, tirando fotos a diestro y siniestro y sobre todo tratando de fotografiar el globo de Fifo. De pronto, rompiendo aquel desfile, aquel jolgorio de tambores, meneo y sandunga, surgió entre la muchedumbre Raúl Kastro envuelto en un inmenso mosquitero con una cola de caballo y una corona de laurel. Exhalando lastimeros y altisonantes gemidos atravesó la multitud y desde el malecón lanzóse al océano en un acto final de protesta contra Fifo, quien se había negado a transferirle el poder absoluto. Cuando el militar, envuelto en el mosquitero, cayó al mar como un extraño paracaidista interplanetario, Fifo desde su globo emitió una carcajada que fue coreada por la multitud, que seguía contoneándose frenéticamente. En medio del barullo, Delfín Proust anunció que había llegado el momento de la elevación del Santo Clavo.