En el castillo de El Morro
Cuando la Tétrica Mofeta atravesó el túnel medieval que comunica el castillo de El Morro con el exterior, comprendió que una vez más estaba descendiendo a los infiernos, y como siempre, gracias a su sexto sentido para el espanto, no se equivocó. Aquel infierno no era una metáfora sino una réplica exacta del original, tal vez era incluso el original. El calor en aquella prisión amurallada era insoportable, pero el ruido que hacían los presos era aún más intolerable. Día y noche atronaba en la inmensa galera donde Gabriel había ido a parar un repiqueteo de latas, de palos, de voces, de aplausos, de golpes y berrinches. Reinaldo se instaló en una litera que estaba deshabitada porque era muy alta y caía debajo de la claraboya enrejada del edificio, donde daba el sereno y la luz del faro del castillo. Allí pensó que por lo menos podría pasar inadvertido. Pero los presidiarios son esos seres que lo saben todo sobre los otros presos. Pronto supieron tal vez por los guardias, quizá por el mismo jefe de la prisión, un matón de apellido Torres, que la Tétrica Mofeta era escritor. «El escritor» fue el apodo que le dieron inmediatamente todos los presos y acudieron con hojas en blanco y lápices hacia donde estaba Reinaldo para que les redactara una carta de reconciliación a una novia desengañada, a una esposa que quería el divorcio o para que estimulara a un amigo fiel y cómplice o a una madre entristecida. De modo que Gabriel se convirtió en el escritor oficial de toda la galera y de la cárcel completa. Nunca antes Reinaldo había escrito tanto. A veces tenía que resolver de manera epistolar problemas difíciles. Un presidiario había tenido la terrible sorpresa de que el día de la visita se le aparecieron su novia, su amante y su esposa. Reinaldo redactó tres cartas-súplica en tres estilos diferentes. En la visita siguiente veía cómo el recluso era abrazado por las tres mujeres, quienes además le traían una jaba llena de comida. A esas comidas de reconciliación, la Tétrica Mofeta era generalmente invitada por el preso agraciado. Muchas veces, cuando Reinaldo veía a un condenado besar a su novia o a su esposa, pensaba con alegría que gracias a sus hábiles cartas se había producido aquel acto. Otras veces, a través de sus cartas amorosas, redactadas por orden de un criminal, Gabriel lograba que el delincuente conquistase a una mujer que había ido a visitar a un hermano o a su marido.
Ante tales triunfos, la fama como escritora de la Tétrica Mofeta cundió por toda la prisión. De las diecisiete galeras de El Morro llegaban incesantes peticiones de trabajo para el escritor. Estas peticiones iban envueltas en bolas de jabón, amarradas a un largo cordel, que los presos, desde sus respectivas galeras, sabían introducir en la galera del escritor con verdadera habilidad. A esas bolas de jabón atadas, por medio de las cuales se comunicaban los presos, se les llamaba el correo. La correspondencia que Reinaldo tenía que despachar (cientos de bolas de jabón cruzando día y noche por los aires) era casi infinita. Desde luego que la Tétrica Mofeta no hacía aquellas labores gratuitamente. Por cada carta cobraba dos y hasta cinco cigarros, que debían viajar dentro de la famosa bola de jabón aérea. De esta manera, Gabriel reunía casi una pequeña fortuna, pues los cigarros, racionados en toda la isla, dentro de la prisión eran considerados (y con razón) oro del bueno. Como escritor, Reinaldo era en El Morro una especie de personaje sagrado; era un mago que podía emitir mensajes e imágenes y sentimientos al exterior, subsanar intrigas, promover reconciliaciones, reparar traiciones. Esto le aseguró también cierta impunidad y, desde luego, la admiración incondicional de todos los hombres, aun de los mismos donjuanes presos por problemas de faldas, naturalmente, y de los bugarrones más célebres y rotundos, quienes no vacilaron en hacerle proposiciones obvias o de mostrarle con cierta cortesanía sus sexos erectos y sus bellísimos cojones. El cocinero y el ayudante del cocinero no dejaban de traerle a la loca todos los días un plato de comida que a riesgo de sus vidas sustraían de la cocina. Sí, ofertas tuve, y muchas, pero todas las rechacé, querida. Un tapón en el culo me puse. Ya yo había visto que, en un combate entre dos bugarrones por causa de un maricón, era siempre el maricón el que salía tasajeado y los bugarrones terminaban reconciliándose y hasta templándose entre ellos. Además, estaban también los pájaros acomplejados y celosos, que mataban a sus supuestos rivales mientras dormían, traspasándoles desde debajo de la litera la espalda con un largo y fino fleje de hierro o los desollaban vivos con unos entizados, que eran unas cuchillas de afeitar pegadas a un palo. Y todo eso por celos platónicos o algo por el estilo. No, la Tétrica Mofeta no quiso saber nada de sexo entre los hombres mientras estuvo en la prisión; no sólo por el riesgo que esa actividad conllevaba, sino porque allí casi todos los hombres lo practicaban y por lo tanto era algo casi obligatorio o por lo menos una actividad convencional.
El sexo había sido para la Tétrica un acto de desenfado, rebeldía y libertad. Levantar un hombre era para Gabriel un acto heroico que lo enorgullecía. Conquistar un negro en una parada de ómnibus, meterse con él en el monte Barreto, enfrentando todos los peligros, incluyendo el de que el mismo negro, mientras la Tétrica se la mamaba, le diese una patada y lo desvalijara y hasta le cortara la cara: eso era un acto de libertad porque era un riesgo voluntario. La gloria radicaba para Reinaldo en el flete libre, espontáneo, inesperado a veces, en la conquista sin chantajes ni condiciones previsibles. Si antes había perseguido a los hombres era porque ellos eran difíciles, misteriosos y libres, al menos libres para poder elegir templárselo o no. Ahora, en la cárcel, donde todos estaban desesperados por un culo, templar con un hombre no era un acto heroico ni le proporcionaba prácticamente ningún placer. Era una ofensa para Reinaldo tener que fornicar con un esclavo prisionero que además lo hacía con un pájaro a falta de mujer. «A falta de pan, casabe», era la consigna de los presidiarios... Así pues, la Tétrica Mofeta, que se había pasado toda su vida detrás de los hombres y por culpa de los hombres había ido a parar a la cárcel, ahora que los podía tener a montones los rechazaba. Jamás templaré con un presidiario, se juró a sí misma. Una pinga envuelta en un uniforme de preso es un fraude metafísico y físico. La loca, luego de presenciar varios autodegollamientos de pájaros desesperados por el sexo de los presos, que nunca los llegaba a saciar, se dedicó solamente a redactar sus cartas de oficio (llamémosle así) y a escribir la quinta versión de su novela El color del verano. Luego de redactar las cartas de amor o de súplica a mujeres desconocidas, la loca se subía a su litera y trabajaba en su libro. De esa manera, entre el estruendo de las latas y las canciones de los presos sentimentales, entre los gritos de los apuñalados y los suspiros de placer de los que templaban o eran templados, Reinaldo llegó otra vez al final de su gruesa novela. Opus que él consideraba fundamental. Él sabía que tenía que reescribir aquel texto, pues en cierta ocasión envió a su madre a que consultara a las Divinas Parcas sobre el destino del manuscrito de su novela que había escondido bajo el tejado de la casa de Miramar. Y las Parcas le contestaron rotundas a través de la sufrida madre que los manuscritos de la novela de Gabriel habían sido entregados a la policía por su tía Orfelina y su hijo maricón, llamado Tony. Ahora, con la novela terminada, a la Tétrica Mofeta sólo le restaba una empresa dificilísima, la «semiculminación» de su obra: sacar el manuscrito de la prisión. Y decimos semiculminación pues la culminación era sacarlo de la isla; y la culminación total, publicarla... Pero por el momento lo más importante para Gabriel era la semiculminación. Tenía que poner el manuscrito más allá de los muros del castillo de El Morro. La cosa no era fácil. Cierto que si dentro de la galera se gozaba de alguna libertad (se singaba, se mamaba casi impunemente), una vez que los presos eran sacados fuera de la prisión para la hora de la visita (que tenía lugar cada quince días), eran sometidos a una requisa implacable. Cada presidiario tenía que desfilar desnudo ante una larga mesa donde decenas de oficiales lo observaban. Todas sus ropas eran minuciosamente inspeccionadas. Luego el preso tenía que pararse ante los oficiales (o «combatientes») observadores y abrir las piernas, levantarse los testículos y el pene, abrir la boca y abrir también el culo para mostrar que nada prohibido llevaba al exterior. La Tétrica Mofeta pudo observar que durante esas requisas muchos soldados y oficiales llevaban espejuelos oscuros y se erotizaban ostensiblemente. Los espejuelos oscuros les permitían contemplar a los presos desnudos a sus anchas sin que fueran tachados de rascabuchadores o algo por el estilo.
Por aquel túnel, con aquella cantidad de supervisores, era muy difícil sacar, no una novela, ni siquiera una página de su inmenso volumen. Y sin embargo, Gabriel se enteró de que, ante aquellos guardias que minuciosamente lo observaban todo, se realizaba uno de los tráficos más intensos realizados en prisión alguna. Los presos sacaban grandes cantidades de cartas que no podían ser sometidas a la censura de la prisión, navajas comprometedoras, joyas robadas a los otros presos y todo tipo de objetos que querían expedir con sus familiares visitantes. Por otra parte introducían en la prisión prácticamente todo lo que querían, hasta pistolas de seis balas con sus cartucheras de repuesto. ¿Cómo se las arreglaban para realizar este tráfico ante las mismas narices de los oficiales?, me preguntaréis, pajaritas de atar... Sencillamente, contrataban a las locas maleteros.
Las locas maleteros eran unos maricones que de tanto singar tenían unos culos de capacidades casi ilimitadas. En las profundidades de aquellos culos aparentemente muy bien cerrados y apretados (aun cuando abriesen las nalgas) transportaban cualquier cosa. Famoso era el pájaro maletero que había introducido en El Morro dos bolsas de gofio, diez cajas de cigarros, una barra de dulce de guayaba marca La Caridad, seis libras de azúcar y un tubo de desodorante. Todo eso, naturalmente, lo había transportado en las profundidades de su culo. También era famosa aquella loca que murió de una peritonitis aguda al intentar sacar un inmenso pincho de hierro con el cual le había dado muerte a su amante. Cientos eran las locas maleteros. Todas corrían desesperadas al baño cuando salían a la explanada de la visita o cuando entraban en la galera. Allí desovaban la mercancía que venía envuelta en nailons negros de polietileno.
Pero no era fácil contratar a una maletero. A todas las que se les acercó la Tétrica Mofeta, insinuando sus propósitos con cautela, se negaron con violencia diciendo que ellas jamás hacían de maleteros; luego de mucho palique le confesaban a la Tétrica que ya estaban alquiladas por meses y otras hasta por años. Pero como la mejor moneda que pedían aquellas locas para cobrar sus derechos de peaje eran los cigarros (pues todos allí fumaban como chimeneas), Reinaldo pudo al fin contratar a una maletero famosísima, quien en tres viajes y a cambio de más de mil cigarros le sacó fuera de la prisión su novela, que fue entregada, en las consabidas bolsas negras, a la madre de la Tétrica Mofeta, quien, entre protestas, quejas y llantos, cargaba con aquellos papeles semicagados. La Tétrica Mofeta, cuando comprobó que toda su obra había salido de la prisión, respiró casi en paz.
Muy poco, sin embargo, le duró este respiro a Reinaldo. Al cabo de catorce días (un día antes de la visita) un soldado lo fue a buscar a la galera y lo condujo a las oficinas de la dirección de El Morro. Gabriel fue introducido en un cubículo de techo abovedado, como eran los techos de todos los lugares de El Morro, incluyendo las galeras, el hospital y el salón donde se practicaban las requisas. En el cubículo había un militar joven, el teniente que atendía el caso de la Tétrica Mofeta y que lo había interrogado en la Seguridad del Estado. Se trataba, hay que reconocerlo, de un hombre apuestísimo. El joven teniente, luego de dar varios pasos al parecer enfurecidos mientras se apretaba sus ostensibles cojones como si no cupieran en el uniforme militar, se dirigió al pequeño buró que había en el cubículo y sacó el último manuscrito de la novela El color del verano, dejándolo caer varias veces con furia sobre el pequeño buró, que se estremeció ante aquella avalancha de papeles que lo golpeaba. Luego el militar se volvió a apretar sus magníficos testículos y mirando a la Tétrica Mofeta le dijo:
—A la verdad que con ustedes, los maricones, no hay posibilidades de rehabilitación. ¡Cuántas veces te hemos confiscado esta obra contrarrevolucionaria y tú persistes en escribirla! ¿No sabes que esto te puede costar más años de cárcel y hasta la propia vida? Bastaría con que yo le enviase este manuscrito a Fifo y al momento te mandaría estrangular por un preso común, y todo quedaría como una reyerta entre delincuentes. No lo olvides, Reinaldo, estás en nuestras manos.
Te podemos desaparecer ahora mismo o ponerte mañana en libertad. Todo depende de tu conducta. Pero si persistes en tu manía de escribir estas cosas no llegarás muy lejos. Te doy cinco minutos para que recapacites.
Pero la loca no pudo recapacitar durante ese corto tiempo. ¿Cómo lo iba a hacer, si el magnífico teniente se paseaba ante ella siempre apretándose sus abultados genitales y el sexo, que parecían querer estallar? Evidentemente aquel uniforme militar le quedaba estrecho y le molestaba al teniente de la Seguridad del Estado, acostumbrado a vestirse casi siempre de civil.
—¿Qué tienes que decirme? —le espetó súbitamente el teniente a la Tétrica Mofeta, siempre apretándose su morrocoyón.
—Que es algo fabuloso —dijo la loca mirando el promontorio militar.
—¿Qué dices? —preguntó el teniente, sorprendido, pero sin soltarse su divina macana.
—Que es realmente maravilloso que el Gobierno revolucionario haya enviado a una persona tan noble como usted para que converse conmigo y que usted hasta me haya dado tiempo para pensar y hasta una oportunidad (así lo espero) para rectificar y retractarme de todos los delitos. Por favor, déme unas hojas de papel y un lápiz.
El teniente, soltando su arma carnívora, le extendió a la Tétrica Mofeta un pliego de papel y una pluma.
Al instante, la Tétrica redactó con velocidad admirable una larguísima retractación donde se acusaba de vil, traidor, contrarrevolucionario, depravado y exaltaba la gentileza, nobleza y grandeza del teniente que lo atendía (en eso de la grandeza del teniente Reinaldo no mintió, al menos en el aspecto físico); luego se explayaba en una minuciosa exposición sobre las bondades y el genio de Fifo. «Todo lo que he escrito hasta ahora», terminaba diciendo la retractación, «ha sido basura y al basurero debe ir a parar. Desde hoy en adelante me haré un hombre y me convertiré en un hijo digno de esta revolución maravillosa.»
—Bien, bien —dijo el teniente luego de haber leído satisfecho aquella confesión—. Aquí tienes tu manuscrito. —Y poniéndose de pie, le extendió la novela a la loca.
—¿Podría darme un fósforo? —preguntó en voz baja Reinaldo.
—Aquí no está permitido fumar —replicó el delicioso teniente apretándose otra vez su vara mágica y sus regios aros.
—Yo no fumo —respondió el pájaro.
El teniente le extendió a Gabriel una caja de fósforos marca Chispa.
Reinaldo prendió un fósforo y quemó toda su novela.
—¡Así es como se portan los hombres! —le dijo el teniente y abrazó a la loca, quien al sentir el falo erecto del joven contra su vientre por poco se desmaya—. Ahora —continuó el teniente apartándose regocijado del pájaro— puedes irte tranquilito para tu galera, que nada te pasará. Te lo prometo.
El teniente le dio la mano a la loca, quien se la apretó y se la besó (aquí el teniente hizo un gesto de repugnancia) y corrió hasta su galera. Inmediatamente, cambió todos los cigarros que le quedaban por hojas en blanco y comenzó a reescribir la historia de su novela.