La dualidad de Fifo

Y no obstante, la infancia del monstruo fue triste...

—Oiga, pero eso ya lo escribió José Manuel Poveda hace más de ochenta años.

¡Atrevido! ¿Acaso la cultura cubana no es patrimonio del pueblo, de la masa y, por lo tanto, cualquiera la puede amasar? A callar o a bailar, o a mamar, que yo prosigo. Sí, tristísima fue la infancia del ángel; digo, del diablo; digo, del loco; digo, del niño; digo, del monstruo, que es lo mismo. Por un lado, la influencia de su madre campesina, ex criada y ex puta, católica y sufrida, ejerció en Fifo un deseo entrañable de ser femenino. ¡Oh!, cómo le atraían las braguetas contundentes de aquellos obreros y campesinos que a golpes de látigo y bayonetazos trabajaban en la gran finca de su padre. Sí, la influencia de su madre fue decisiva en su formación mariconil. ¡Ah!, pero ¿qué me dice usted del padre, español de pura cepa, gallego para mayor calamidad? De un tiro descolgaba a un campesino de la mata de coco donde el pobre se había trepado para saciar su sed. Ni agua le daba el señor feudal al miserable. El ejemplo machista de su padre, que violaba a las yeguas, a las gallinas, a las tortugas y a su propia madre, que primero había sido la cocinera de aquella mansión, despertó en Fifo un incontenible deseo heterosexual, aunque el autor de esta novela (una loca de atar) lo niegue. Muchas mujeres tuvo, al igual que muchos maridos... ¡Ay!, pero el ejemplo de su tatarabuelo, cuyo placer fundamental era templarse un caballo y darle por el culo a todo ser masculino, desde un majá de Santa María hasta un gallo fino, despertó desde muy niño en el corazón de Fifo ansias bugarroniles. Pero si a eso añadimos que, en la escuela de jesuítas donde se educó, los padres de la santa misión siempre estaban enculando a los alumnos y él, Fifo, con su culo holgado y a la vez plano, fue un foco o bahía donde carenaban los venerables padres de la Compañía luego de haber cumplido sus labores docentes y pías, pues loca, loquísima, sí señor, también nos salió el crío, que ya tenía bastante con los ejemplos de su madre... En su corazoncito latían tres inquietudes, las llamadas del culo o mariconas, las llamadas del falo o bugarronas y las llamadas de los cojones (o mujeriegas), que le despertaban el deseo de querer preñar a todas las hembras y dejar así constancia humana de su tránsito por este valle de lágrimas. Así, nuestro hombre no halló paz en la Tierra. Cuando veía a una hermosa mujer se apasionaba, cuando veía a un hombre se desmayaba de deseo y cuando veía a una loca se inflamaba de rubor bugarronil. Y lo peor era que cuando poseía a un hombre quería poseer a la madre de aquel efebo y cuando poseía a una mujer quería ser poseído por el hermano de la misma, y cuando finalmente llegaba a ser poseído por el hermano deseaba poseer al padre de la criatura que lo poseía. Nada lo satisfacía, nada lo colmaba. A veces, por consejo de la Paula Amanda, organizaba múltiples orgías. De esta manera, él, en el centro (como le recomendaba la Paula), podía disfrutar de templar y ser templado a la vez. Pero ni modo: hallándose en el centro de la cadena sexual quería ser el último o el primero. Y la cadena se rompía violentamente, y el pobre hombre no hallaba paz alguna.

Y ahora, en su globo transparente, que él mismo ilumina por dentro, ve aquel culipandeo incesante, aquellos meneos desaforados ejecutados por hombres, mujeres y pájaros, y ya mirando aquel culo, ya mirando aquel falo, ya mirando aquellas tetas, Fifo, a pesar de sus años, unos noventa (aunque el autor de esta novela lo pinte más joven), siente una erección incontenible y presionando el botón automático apaga el globo y se masturba. ¡Ay!, pero al final, en el momento de la eyaculación, no hay lugar exacto (bollo, culo o falo) en el cual posar su imaginación y tener así una buena venida. ¡No, decididamente no hay paz en la Tierra!, clamó Fifo envuelto en su inmensa hopalanda verde. Y de nuevo encendió la luz interior de su globo flotante, y así, brillante, marcial, mecánica y ecuménica (ya el autor de la novela lo dijo en otra novela) levantó sonriente un brazo y saludó a la muchedumbre que lo aplaudía mientras él presidía el gran desfile. Carroza mayor delante de todas las demás carrozas. Pero lo cierto es que mientras levantaba el brazo y saludaba con aparente entusiasmo y alegría, por dentro lloraba. ¡Ah!, si pudiera ser aquel negro que moviéndose sin cesar hace alarde de sus dotes delanteras, o aquella puta que vestida de miliciana danza sobre el muro, o aquella loca que con disimulo y pasión soba a un soldado patrio, o aquel viejo que le toca las nalgas a un niño entusiasmado. Pero no, era todo eso a la vez y por lo tanto no era nada. Era todos ellos y no era ninguno de ellos. Y por lo tanto, al no ser ningún ser humano definido sólo podía encontrar sosiego en la destrucción de todo instinto vital y por lo mismo auténtico. Así, mientras seguía el culipandeo, Fifo casi bramaba de pena y soledad. Lo único que poseía era el poder. Pero el poder no lo podía poseer a él. El poder era la soledad y la muerte.

Fue entonces cuando la voz de Raúl, que vestido de rojo desfilaba en un tanque de guerra, le llegó a través del intercomunicador.

—Fifo, no olvides que ya he ajusticiado a todos tus amigos más nobles, tal como me lo pediste, incluyendo al mismo Arnaldo. Espero que en medio de tu discurso me proclames tu heredero.

¡Ella! ¡Ella!, pensó Fifo viendo a Raúl Kastro con sus atuendos rojos sobre la máquina de guerra. Ella al menos sabe lo que quiere y lo consigue. Se ha pasado a todo mi ejército por el culo.

—¡No! —gritó Fifo a través de su intercomunicador—. No dejaré heredero alguno. Mi sustituto será aquel que más méritos haya acumulado. Además, no pienso morirme nunca.

Y sin aguardar respuesta alguna, Fifo cerró el intercomunicador y siguió con mirada trágica el ritmo gigantesco del culipandeo.

El color del verano
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