Monerías
En el inmenso Salón de las Retractaciones todo estaba listo. Los invitados habían ocupado sus puestos frente al escenario. Fifo lucía un imponente uniforme de gala tachonado de estrellas, un gorro y un supergorro en el cual se balanceaba una rama de olivo que llegaba casi al piso; también portaba una larga capa roja y unas botas que le llegaban hasta las rodillas. Al escenario subió H. Puntilla con el rostro maquillado de blanco, en el cual se le habían pintado las huellas de unas bofetadas recientes. Después subió Nicolás Guillotina con cara lóbrega batiendo sus enormes orejas. Nicolás extrajo de su saco unas cuartillas y comenzó a leer lo que podría considerarse la presentación del supuesto traidor.
—Queridos amigos —comentó el famoso poeta rumbero—, hoy nos reúne aquí un motivo que nos llenará de regocijo...
Pero no dijo más. En ese instante un estruendo como el de un submarino que hiciese explosión se escuchó en todo el Salón de las Retractaciones. Guillotina, aterrado, tiró sus cuartillas al suelo y dejó de batir sus inmensas orejas. H. Puntilla, a pesar del maquillaje blanco, se puso aún más blanco.
—¿Qué coño es eso? —preguntó Fifo.
Varios enanos diligentes treparon al palco del dictador y le explicaron lo que sucedía. Se trataba de Tiburón Sangriento, que hacía sus ejecuciones marinas frente al cristal del inmenso acuario. Sin duda el magnífico pez se había equivocado de horario, pues su función estaba programada para más adelante o para más atrás (que yo en esto de tiburones no ando muy claro). De todos modos, Fifo, concediéndole la primacía a su preferido, les ordenó a los enanos que trasladaran todo el personal invitado hacia el gran Teatro-Acuarium. Al instante Nicolás Guillotina, H. Puntilla, las grandes damas con su regios trajes, los reyes, los ministros, los presidentes, los esbirros y todo el mundo que allí se encontraba se encaminaron, guiados por los diligentes enanos, hacia la gigantesca gruta submarina al final de la cual, frente al inmenso cristal, evolucionaba Tiburón Sangriento. Rápidamente los enanos distribuyeron entre los invitados botellas de champán y todo tipo de bebidas, confituras y platos afrodisíacos. La cocaína, niña, siguiendo los consejos de Dulce María Leynaz, se servía también allí en bandejas de plata.
El acto que ante los invitados se desarrollaba no tenía paralelo en la historia de las maniobras acuáticas. Tiburón Sangriento bailaba detrás del inmenso cristal que comunicaba con el mar Caribe. Era una danza insólita de una belleza singular que hizo rabiar de envidia hasta a la misma Halisia. El magnífico pez se alzaba como un pájaro de fuego, se detenía en seco en medio del salto, batía entonces sus aletas llenando el mar de burbujas de todos los colores y avanzaba hacia el cristal con su inmenso sexo erecto. Cada vez que Tiburón Sangriento ejecutaba una de esas magníficas demostraciones, un suspiro arrobado se escapaba de las bocas de los generales, jefes de gobierno, reinas, grandes damas y agentes secretos y, en fin, de todos los que contemplaban el espléndido evento.
Fifo le ordenó a sus enanos que dejaran caer sobre la gruta marina el cuerpo de un prisionero político maniatado y desnudo. Lo primero que hizo Tiburón Sangriento fue romper con sus dientes las amarras de la víctima, que desesperadamente trataba de escapar a nado. Pero Tiburón Sangriento fácilmente le daba alcance, la envolvía en sus burbujas y la conducía al fondo marino; luego, sujetando al prisionero entre sus aletas, salía a la superficie, bailando con él, ante el público fascinado, una danza vertiginosa y circular en tanto que su sexo levantaba una estela de espuma. Finalmente, comprimiendo al prisionero contra el vidrio tras el cual todo el mundo observaba, comenzó a devorarlo en tanto que su sexo oscilante seguía creciendo y levantando bellísimas burbujas sangrientas. Aquella escena —y había que ver la elegancia con que el pez engullía al prisionero— erotizó a toda la concurrencia, que comenzó a masturbarse de una manera desenfrenada.
—¡Suelten los monos! —gritó entonces Fifo desde su regio palco, empujando a la Marquesa de Macondo, que de rodillas y desenfrenada quería mamarle el miembro.
Al instante, los diligentes enanos abrieron las jaulas que estaban a ambos lados del acuario y miles de gorilas lujuriosos comenzaron a violar a las damas y a los caballeros. Era realmente imponente ver a aquellos animales peludos con sus inmensos sexos clavando lo mismo a una primera dama que a un general, lo mismo a una Miss Universo que a un magnate petrolero o a un esbirro del Oriente. En tanto, Tiburón Sangriento, que había ya engullido a su prisionero, seguía contorsionándose lúbricamente delante de Fifo (que era poseído por un mono gigantesco) y delante, desde luego, de casi todos los invitados, que seguían siendo penetrados por los magníficos simios. En medio de aquella estruendosa bacanal retumbaban sin embargo los alaridos de gozo de la condesa de Merlín, ya rescatada por las tropas de Fifo del gigantesco urinario. Ante aquellos gritos, Tiburón Sangriento, en el colmo del desenfreno y la satisfacción, se volvió hacia el público mostrándoles detrás del cristal no solamente su sexo reluciente y ahora aún más descomunal, sino también sus descollantes testículos, tan grandes como los frutos de un centauro.
Al ver aquellas divinas proporciones balanceándose casi junto a sus ojos pero separadas por un cristal, la Mayoya, que no podía contener más la pasión que sentía por el pez, rechazó violentamente las apremiantes ofertas de un magnífico orangután y echó a correr por entre toda la audiencia, que era poseída en sus propias lunetas. La Mayoya abandonó el gran Teatro-Acuarium y voló rumbo al mar.
Nadie vio escaparse al mariconcito bailarín, pues todos, hasta los soldados de guardia y los diligentes enanos, se hallaban ensartados por los magníficos y lujuriosos monos que se habían desparramado por el palacio.