En el gigantesco urinario
Dios mío. Qué hora era. Las dos de la tarde, las tres de la tarde, las tres y quince, las tres y media. De seguir mirando el reloj serían pronto las doce de la noche. Y todo eso en menos de cinco minutos. Pues, evidentemente, la Tétrica Mofeta, su enemigo número uno, había enloquecido aquel reloj para que marchase de esa forma y la pobre Tedevoro jamás pudiera llegar a tiempo a ningún sitio y sobre todo a la cita anhelada. Pues cita, y no otra cosa, era lo que ella tenía. Una cita con un ejército, con una multitud de macharranes, con miles, casi un millón, de hombres enardecidos. Sin duda alguna, toda esa multitud masculina le estaba esperando a ella en medio del meneo y del repiqueteo de los tambores para, finalmente, taladrarla. Corre, corre, y ya veía en la distancia a la muchedumbre erotizada en medio del tum tum... Desatrácate, vuela; bien sabes que ésta es tu última oportunidad, que esta noche comienzan y culminan los carnavales y no volverán nunca más. Así lo anunció Fifo en un discurso de doce horas. Después de este carnaval, sentenció, se acabó el relajo. ¡Habrá que trabajar por lo menos durante cien años para cumplir nuestras metas gloriosas!... Ay, pero mi meta es que me la metan, pensó Tedevoro. Mi esperanza está en llegar a esa multitud y ser ensartada. Corre, corre, corre para que llegues a tiempo, antes de que los otros pájaros se te adelanten y se posesionen de las portañuelas. Y Tedevoro apretó contra su pecho el tomo 27.° de las Obras completas de Lenin prologadas por Juan Marinello (libro que usaba a manera de escudo político) y con el grueso volumen a manera de blasón echó a correr para llegar a tiempo. Ay, pero su reloj, dislocado por la Tétrica Mofeta, seguía avanzando vertiginosamente. Las cuatro de la tarde, las cinco en punto de la tarde, las seis de la tarde y todavía apenas si había avanzado un corto tramo.
Y allá, en la distancia, aquellos colorines, aquel desparpajo, aquella cantidad de negros y mulatos contoneándose, aquellos anchos pantalones ostentando el divino tesoro de sus divinidades. ¿Y si llegaba tarde al convite ostentoso? ¿Y si no encontraba más que un montón de vasos de cartón vacíos, pancartas meadas y serpentinas destrozadas? Ya veía un gran catafalco brillante sobre el que mil putas danzaban semidesnudas. Ay, espérenme, por Dios, recuerden que yo soy la devoratriz, la superdiabólica, la que nunca se da por vencida. Y al pronunciar estas palabras su reloj avanzó dos horas en un minuto. Si las cosas seguían así, la fiesta terminaría antes de que él llegase al centro de la vorágine, donde de seguro la esperaban. Rápidamente Tedevoro sacó una pistola, aquella que clandestinamente guardaba (junto con la botellita de gasolina blanca) con el fin de volarse la tapa de los sesos si definitivamente estaba condenada a la virginidad, y lanzó un disparo al aire como señal de que se iba acercando, de que la esperaran. Los tambores siguieron retumbando con un terrible y erotizador estruendo, indiferentes a las angustias del pájaro, mientras regios hombres, apretados unos con otros en el tumulto de una conga, entraban ya en la Avenida del Puerto. Tedevoro, desesperado, corriendo con su gran libro de tapas rojas, pero casi sin avanzar apenas y a veces hasta, sin quererlo, reculando, miró al cielo, al inminente cielo de verano, y vio que las nubes también volaban hacia el gran carnaval configurando abultados testículos y falos descomunales y erectos. Y abajo, abriendo el gran desfile veía, o creía ver, por truculencias de la Tétrica, la gran bola roja en la que viajaba Fifo por encima de todos los danzantes.
Y una comezón inaplazable poseyó al pájaro. Imagínate, loca, tú danzando en medio de miles de hombres embriagados y erotizados. ¡No, de ninguna manera podía quedarse ella fuera de aquel barullo, tenían que esperarla! Y Tedevoro, a pesar del riesgo que corría por «uso ilegal de armas de fuego», volvió a lanzar otros disparos al aire y luego, casi derrotada, lanzó la pistola al viento. Ah, pero cerca de ella, y al parecer también apresurado, marchaba un hombre. ¡Y qué hombre! Un ser de pelo ensortijado y dorado, de piernas ágiles, de dimensiones armoniosas y rotundas. Aquel dios poseía las manos más hermosas que ojos humanos hayan visto y una de aquellas manos se dirigió a la bragueta y se apretó las entrepiernas, evidenciando la gran puerta del paraíso.
Y aquella maravilla se volvió hacia Tedevoro y le preguntó la hora. ¡La hora! ¡La hora! Pero el reloj de la loca comenzó a girar aún más enloquecido que la loca misma. La loca se hizo un ovillo tratando de perseguir el tiempo. Se agachó, mirando las manecillas del reloj que giraban vertiginosamente, y hecha un aro comenzó a dar vueltas en el asfalto. ¡Sí, sí, la hora, la hora! Giraba el aro sin poder dejar de girar tratando de descifrar qué hora era. Pero el joven, que al parecer no tenía tiempo que perder ni siquiera para saber qué tiempo era, echó a andar con pasos cada vez más rápidos, en realidad casi corría, por lo que Tedevoro, dejando de girar, se lanzó tras la maravilla. Además, ¿adónde podía ir aquella luz sino hacia el sitio donde relampagueaban todos los cuerpos? Hacia allá, hacia allá, hacia donde el mar se encrespaba erotizado y los hombres danzaban por última vez alrededor de un tambor. Y ahora el joven corría cada vez más apresurado, palpándose su abultada portañuela; y la loca, detrás, volaba sin soltar el gran tomo de las Obras completas de Lenin. El pájaro se veía en una silla de ruedas sobre un mar de vidrios, sobre la punta de su propia lengua, avanzando sin cesar hasta el fin. De repente, el joven se paró ante una gran puerta de madera que daba a una regia mansión colonial, única en toda aquella calle y tal vez en toda la ciudad. El joven abrió aquella puerta, la tiró en la aleteante nariz de Tedevoro. Como por arte de magia el fornido y al parecer erotizado dios se había esfumado. Tedevoro, sin poder dar un paso, se quedó petrificado, mas no clavado, ante la gran puerta de la mansión colonial. Así estaba cuando otro hombre rotundo, se trataba de un mulato en pulóver blanco y pantalones de pana azul, palpándose también sus divinos dones, traspuso la gran puerta y la volvió a tirar ante Tedevoro. Al instante un adolescente único traspuso la gran puerta, y más atrás un joven marino con todos sus arreos. Dios mío, y ahora entraba un negro envuelto en un mono de mecánico y apretándose sus divinas proporciones. Detrás del negro entraron varios reclutas y un respetable señor de punta en blanco y con bigotes a lo Máximo Gómez. ¿Qué era aquello? ¿Cuántos hombres imponentes habían sido invitados a aquella casa? ¿Quién sería su dueño? ¿Acaso el mismo Fifo estaba celebrando allí alguna de sus orgías secretas? Por delante de la loca interrogante cruzaron tres obreros flamantes, varios becados con sus uniformes planchados, varios militares de rango, y todos al llegar a la puerta se palpaban los testículos como si ese gesto fuese la contraseña que allí los admitiera. ¡Jesús, y ahora un jabao casi imberbe de ojos de ámbar entraba apretándose su bragueta, bragueta única, al parecer pintada por El Bosco, que de un momento a otro amenazaba con estallar! ¡Jesús!, y ahora otro mulato de fuego, de dulce empuñadura entre sus piernas, traspasaba el recinto mientras se abría la portañuela, portañuela que exhalaba una orden que ni Tedevoro ni nadie podía eludir. Y Tedevoro, desengurruñándose, saltando sobre el chapoteo de su propio sudor nervioso, avanzó hasta la puerta. Estaba casi seguro de que al entrar allí podía ser arrestada, torturada, condenada a muerte por intenciones terroristas, o tal vez por sospecha de ser un espía, pues era muy probable que aquella casa fuese el sitio de recepción u orientación de toda la policía secreta que vigilaría el rumbo ideológico del carnaval. Pero la orden de «sígueme» dada por aquel cuerpo, por todos los cuerpos que allí habían entrado, se imponía por encima de todos los terrores y riesgos. Con el libro de tapas rojas, tal vez para no dejar huellas digitales, Tedevoro empujó la gran puerta colonial, que aún ostentaba un aldabón de bronce con cara de dragón y varios clavos de cobre, y entró en la mansión. Al instante descubrió que aquel noble palacete bicentenario, cuna de la mismísima condesa de Merlín, se componía ahora de largos vertederos adosados a las paredes de todos sus salones; y sobre esos largos vertederos cientos de hombres, miembro viril en mano, orinaban, convirtiendo la mansión en una insólita fuente que los más bellos surtidores humanos jamás antes vistos nutrían. Nunca, se dijo Tedevoro respirando un perfume que lo embriagaba, la condesa de Merlín pudo imaginar que su residencia iba a ser destinada a una empresa tan noble. En efecto, aquella residencia, aquel monumento histórico, por orden de la Reforma Urbana y por lo tanto de Fifo, que detestaba la arquitectura colonial (y todo lo que no fuese obra suya), se había convertido en un gigantesco urinario.