Viaje en tren

—¡Pájara!, ¿qué haces en estos lares?

Frente al varonil Gabriel estaba parada la Reina de las Arañas. Llevaba una camisa teñida con violeta genciana en la cual además se veían paisajes exóticos pintados por la misma Clara Mortera, un pantalón hecho con saco de harina robado a una vecina y pintado de rojo y unos enormes zuecos fabricados por Mahoma la astuta; sobre aquella indumentaria la loca se había enganchado numerosas chapas metálicas hechas con tapas de cerveza y pedazos de latas recogidas en los basureros. Los cuatro pelos que le quedaban en la cabeza exhibían un color amarillo violento que a veces transformaban a la loca en el pájaro de fuego.

El pájaro de fuego, digo, la Reina de las Arañas, tiró al suelo dos maletas de cartón, un baúl, unos bultos que pretendían ser maletines, varias jabas y una mochila, y con grandes aspavientos se abalanzó sobre Gabriel, quien ante la presencia casi lumínica de aquel pájaro se convirtió al instante en la Tétrica Mofeta. Ambas locas se abrazaron y luego de grandes escarceos recíprocos se sentaron.

—¿Qué es de tu vida, mujer? —le preguntó la Tétrica a la Reina de las Arañas.

—Aquí me ves, en los ajetreos de un viaje. Me marcho definitivamente. Yo, al igual que Madame Bovary y Coco Salas, no soporto la campiña. No soy una loca rural. Mira mis regios atuendos.

El pájaro se puso de pie y encaramándose sobre su equipaje dio varios giros que él consideraba «únicos».

—Estás divina —mintió la Tétrica Mofeta.

—Y tú no te quedas atrás, aunque no tienes puestos los grandes trapos que usas en La Habana.

—Vengo de casa de mi madre...

Mientras los pájaros continúan con sus falsos arrumacos, déjenme decirles a ustedes, millares o millones de pajaritas que me leéis (y si no me leen apúrense a hacerlo, que el tiempo apremia), que la Reina de las Arañas, al igual que la Tétrica Mofeta, era oriunda de Holguín, o mejor dicho de los arrabales de Holguín, y que también, como la Tétrica, tenía tres nombres, o mejor dicho, casi cuatro. Su nombre verdadero era Hiram Prats, su nombre literario y social era Delfín Proust (a este nombre, en caso de emergencia, le agregaba un segundo apellido que era Stalisnasky) y su nombre de guerra era desde luego el de la Reina de las Arañas. De esa manera el pájaro protegía sus diversas identidades de acuerdo con el círculo en que se desenvolviera. De manera que ni el mismo Coco Salas, que como todas las locas más fuertes de la Tierra era también de Holguín, había logrado meter a aquella loca en la cárcel, pues legalmente la misma no existía. Con el segundo apellido se hacía pasar por extranjera y también le servia para espantar a los policías prosoviéticos. Además era cierto que Hiram, o Delfín, o la Reina de las Arañas o como diablos quieran llamarla, había estado en la ex madre patria, incluso se comentaba que chapurreaba el ruso y que en esa lengua muerta rendía largos informes a la KGB.

La verdad es que, siendo muy niño, aquella ninfa campesina había sido becada por Fifo en la entonces URSS para que aprendiese el ruso en la Universidad de Lomonosov, con el académico Popov. Sí, mi amiga, a Lomonosov fue a parar la loca holguinera cuando era todavía una benjamina inconstante, pero muy pronto, en la entonces supersagrada madre patria, la loca dio señales de su superpajarería. Un día casi todo Moscú se estremeció ante el espectáculo sin par otorgado por esta loca rural. Como becado cubano, Hiram había tenido el honor de ser invitado al teatro Bolshoi para que viera El lago de los cisnes. Aún no se sabe de qué artimañas se valió la loca para calentar a un militar ruso de alta graduación que estaba sentado a su lado; quizás el pobre ruso pensó que se trataba de una mujer. El caso es que, en un entreacto, Hiram cargó con el rotundo militar, que era un campesino de Georgia con un bulto gigantesco, para los cortinajes del teatro. Y tras aquellos gruesos cortinajes, la loca empezó a mamar. Retumbó la orquesta, en la escena apareció Maya Plisezcaya bailando el cisne blanco; las cortinas siguieron corriéndose. Al final se descorrieron completamente y todo el público pudo ver a un costado del gran escenario a Hiram Prats mamando enardecidamente el falo del militar georgiano mientras la Plisezcaya batía sus brazos descoyuntados y todo el cuerpo de baile irrumpía en el escenario. Tan imbuidos estaban el militar y la loca en su éxtasis que no se habían percatado de que la cortina se había descorrido y de que estaban ahora en un escenario y ante más de diez mil personas, entre ellas Nikika Kruchov y su esposa, Anastasia Mikoyana. Unas manos de hierro sacaron a toda velocidad a los insolentes. El militar fue fusilado al instante. El pájaro cubano fue deportado para que fuese ejecutado por Fifo. En el barco ruso, que se demoró más de seis meses para llegar a Cuba, la loca cambió de nombre, de voz, de manera de caminar, falsificó setenta documentos oficiales, se arrancó las pestañas, que nunca más le volvieron a salir, y con su nueva cara de majá asustado llegó a Cuba convertida en Delfín Proust Stalisnasky. La versión que ella misma dio al mundo y que la KGB y Fifo acogieron con beneplácito era que Hiram Prats, lleno de arrepentimiento y vergüenza revolucionarios, se había tirado al Mar Negro. La misma Reina de las Arañas contaba, con lágrimas en sus ojos de serpiente, cómo había visto a la loca tirarse al agua mientras entonaba «La internacional»... Con el nombre de Delfín Proust, la loca asistía a las tertulias de Olga Andreu, donde reinaba Virgilio Piñera. Como Reina de las Arañas era conocida por casi todo el mundo en Coppelia, desde Mayra la Caballa hasta la Triplefea. Traquimañera, astuta, horrorosa, siempre dando saltos y moviendo pies y manos al mismo tiempo, no sólo recordaba a una araña sino que cuando era ensartada giraba de tal modo y hacía tales contorsiones que se convertía en una auténtica tarántula. Como si eso fuera poco, el hecho de haber sido descubierta mamándosela tras una tela a un alto militar soviético era prueba de que el pájaro, la terrible araña, tejía unas redes capaces de enredar en ellas hasta un mismo héroe de la gran ex madre patria, Dios mío, y nada menos que de la provincia de Stalin. Stalinista era el pájaro, ya lo veremos más adelante... Por otra parte, y eso es entre tú y yo, mi amiga, la loca era también chivata, además de chismosa, enredadora, bretera, maligna y tejedora de chanchullos. Sus hilos no se sabía a dónde podían llegar. Cuídese de ese pájaro, comadre. Si lo ves, haz la señal de la cruz y huye.

Pero, qué va, la Tétrica Mofeta, boba ella, no huyó de la Reina de las Arañas. Al contrario, juntas subieron al tren y la Tétrica la ayudó con el equipaje. Dentro del tren, las pájaras, con empujones y batir de alas, se abrieron paso entre la multitud agobiante. Encontraron finalmente un asiento vacío y allí, entre un gran reguero de plumas, se instalaron. Miraron entonces a su alrededor luego de intentar abrir la ventanilla, que desde luego no se abrió.

—¡Qué espectáculo tan deprimente! —comentó la Reina de las Arañas.

Y en verdad, la terrible pájara tenía razón. Aquellos vagones del siglo XIX iban atestados de un público completamente deforme. Familias numerosas en las que todos sus miembros poseían unos vientres aparentemente gigantescos pues llevaban escondidas una vaca descuartizada que así metían de contrabando en La Habana, mujeres con tetas descomunales porque en el pecho se habían atado varias bolsas llenas de arroz; un hombre llevaba un enorme sombrero pues dentro del mismo transportaba una gallina viva para su bisabuela que agonizaba y necesitaba del caldo de aquel ave ya extinta en la isla. Pero otros hombres, más que sombreros, parecían llevar sobre la cabeza cúpulas bizantinas. Dentro de esas cúpulas viajaban cerdos, guanajos, cabras, ovejas y otros animales robados en las granjas del pueblo, animales que, como llevaban las bocas atadas, sólo podían dejar escapar lastimeros gemidos que el contrabandista, abriendo la boca, hacía creer que eran emitidos por él mismo. Pero eran los niños, tal vez porque sus padres confiaban en la inmunidad de sus años, los que cargaban los pesos más ingratos. Y ya no eran niños, sino bolas gigantescas en las cuales sólo se destacaban sus ojos, forrados como iban de litros de leche, sacos de frijoles, cartuchos de pan viejo, latas de galleta, bolsas de azúcar, rollos de hilo... Ay, aquellas criaturas eran tiendas mixtas ambulantes a quienes sus madres hacían rodar por el tren hasta instalarlos en algún rincón. Y por encima de todo flotaba una peste ineludible a peo, a bollo sucio, a sudor colectivo, a orines de gata, a perro muerto, a chivo en celo, a culo gigantesco, a cojón de verraco, a tumor recién reventado, a patas que nunca habían visto el agua y a otras emanaciones inclasificables.

Al observar las artimañas de que se valían los viajeros para trasladar la comida con el fin de que la policía fifal no los descubriese, en un viaje que podía ser además infinito, Reinaldo recordó con terror que él llevaba en su mochila unas libras de malanga y una botella de manteca. Dios mío, toda su vida tratando de no ser arrestado por su novela y quizás iba a dar a la cárcel por una botella de manteca.

—Y tú, ¿qué llevas ahí?, ¿la Loma de la Cruz de Holguín? —le preguntó la Tétrica a la Araña.

—No, querida, aquí sólo viajan mis divinos atuendos. Los trajes que siglos atrás compré en la Unión Soviética. No transporto nada ilegal, y mucho menos comida. Apenas si como. ¿No ves mi espléndida figura?

La Tétrica miró a Hiram Prats y sólo vio a una loca horrorosa de cabeza calva y brazos nudosos y en constante movimiento.

—Estás maravillosa —dijo.

—Niña, en los carnavales voy a acabar.

—Dicen que son los últimos, que Fifo no quiere más carnavales.

—Pues con más razón hay que acabar. Óyeme, y esto te lo digo a ti sólo: estoy invitado a la fiesta que dará Fifo en su palacio subterráneo, antes de que empiece el carnaval.

—¡Jesús!, pero ahí sólo van oficiales del Ministerio del Interior...

—Sí, y por eso tú también estás invitada. Además ahí va todo cuanto vale y brilla en el globo. ¿No sabías que Fifo también es loca?

—¡Niña, qué palabras se te han escapado del cerco de tus dientes postizos! ¿Y cómo lo sabes?

—Igual que lo sabes tú. Además, Coco Salas me dijo que él mismo le había hecho la paja y me comisionó para que le buscase hombres a Fifo...

—¡Ave María Purísima! Yo no he dicho ni pío. Además se comenta que Coco Salas no es un pájaro, sino una mujer, y que por lo mismo los bugarrones la quieren matar. Ha engañado a medio mundo. Yo de eso no estoy seguro. Pero sí puedo decirte que es tremendo hijo de puta. ¿Tú no sabías que fui a la cárcel por culpa de esa loca de argolla?

—... Y este tren parece que no va a salir nunca —comentó a manera de respuesta la Reina de las Arañas, a quien el sudor comenzaba a chorrearle por toda la cara. Era un sudor amarillo, verde, rojo, que al mezclarse con el sudor que salía de su camisa violeta adquirió un tono indescriptible—. Se me caen los colores —comentó trágicamente la Araña.

—Resignémonos —dijo la Tétrica Mofeta.

—Resignémonos —dijo la Reina de las Arañas.

Y ambas locas, anonadadas por tanto calor, tanta fealdad y tanta peste, se arrellanaron en sus molestísimos asientos e intentaron dormir a pesar de la algarabía humana y bestial. Ay, querida, pero en ese momento, y ya el tren bramaba en son de fuga, una especie de luz irrumpió en el vagón. Era como un pez dorado en un mar poblado sólo por tiburones deformes, era un cometa radiante en un cielo pleno de estrellas culipandas. Era, en fin, carajo, el espléndido recluta a quien la Tétrica le había preguntado la hora y que le dio una patada moral. Ay, era un dios inaccesible. Hasta los cerdos y demás animales, mientras se asfixiaban dentro de sus sombreros, atisbaron por entre las rendijas de los yareyes. Dios mío, y el macharrán, sin mirar a sitio alguno, como si caminara por el mismísimo pasillo que da al trono, siguió avanzando, localizó finalmente un asiento libre, tiró a un lado su jolongo verde oliva y se despatarró, extendiéndose en el asiento cuan largo e imponente era. Demás está decirte, vieja loca, que también la Tétrica y la Reina de las Arañas observaron al joven sin par, pero la Tétrica, que sabía que el recluta era inaccesible, se hizo la indiferente.

—¿Viste al dios que nos ha hecho la gracia de viajar con nosotros? —comentó la Araña.

—Claro que lo vi —respondió la Tétrica—. ¿Acaso soy ciega? Pero no es mi tipo —y dándose un aire de importancia miró indiferente hacia la ventanilla, tras la cual desfilaba un montón de casas chatas y apuntaladas.

—No me vengas con eso a mí —le dijo la Araña—. Si estas que no puedes ni hablar. Desde aquí siento tu corazoncito latir a trompicones. Creo que hasta te va a dar un infarto.

—Pájaro, lo que tú sientes es el traqueteo del tren. Yo me he pasado los mejores hombres de La Habana y de Oriente, sin contar el resto de las provincias.

—Lo dudo, pero de todos modos eso es pasado. A mí lo que me interesa es el presente. Y el presente es ese recluta gigantesco con las patas abiertas a sólo unos metros de mi alcance.

—Te lo regalo.

—Gracias, pero como no es tuyo tengo que conseguirlo. En cuanto apaguen las luces me lanzo. Tú cuídame los bultos.

—Ya en los trenes no se apagan las luces. Desde que se dio aquel escándalo terrible cuando descubrieron en un viaje Matanzas-La Habana a Miguel Barniz entollada por tres negros mientras Karilda Olivar Lúbrico se masturbaba con una sombrilla abierta, por orden de Fifo todos los trenes se quedan por la noche iluminados o al menos semiiluminados.

—Que se queden como se queden, pero a ese recluta me lo paso yo. Creo que ya hasta me miró.

—Sí, es verdad —dijo entonces la Tétrica Mofeta con el fin de embarcar a la loca. Pues ella bien sabía que el recluta no quería saber nada de maricones.

El tren trotaba ya desde hacía varias horas y la Reina de las Arañas no le quitaba los ojos de encima al recluta, quien, por otra paite, en cuanto echó a andar aquel terrible armatoste, se quedó dormido y empezó a roncar.

—Finge, finge que ronca —le dijo la Reina de las Arañas a la Tétrica Mofeta—, Lo hace para que lo trasteen y a la vez no tener ningún cargo de conciencia ni responsabilidad moral: todo pasó mientras dormía. A miles de hombres se las he mamado así, en pleno tren, guagua, avión o barco. Ellos simulan que roncan y mientras roncan se vienen.

A media noche la iluminación se hizo más débil, quedando encendido un bombillo central —con el fin de ahorrar combustible—. La orden de Fifo no se cumplía cabalmente. A la luz de aquel bombillo las dimensiones del recluta se hicieron más imponentes. En la penumbra su cuerpo se relajó aún más, sus piernas se abrieron: la gloria culminaba en aquellos muslos en forma de promontorio verde.

—No puedo más. Voy al ataque —dijo la Reina de las Arañas.

—Ataca, ataca. Yo cuido tus pertenencias —estimuló por lo bajo la Tétrica y malvada Mofeta.

De un salto Hiram cayó junto al gigantesco recluta, que seguía roncando.

Un muslo de la loca se acercó a un muslo del joven militar. La Reina de las Arañas dejó su pequeño muslo junto al muslo imponente. Después comenzó a rozar el muslón con su muslito. El dueño de aquellos imponentes muslos seguía roncando con las piernas abiertas. Hiram, conminado por aquellas piernas abiertas, mientras sus ojos parpadeaban velozmente dejó caer una mano sobre el muslo imponente. La Tétrica, rodeada de bultos y de pestes, observaba en la semipenumbra. La mano de Hiram atrevidamente se había colocado ya sobre la portañuela del recluta, que seguía roncando. ¡Oh, Dios!, ¿y si fuera cierto que ella, la Tétrica, era ya una loca de desecho, una vieja carenga, un maricón de asilo, y aquel reclutón imponente la había despreciado no porque no le gustaran los pájaros, sino porque no le gustaba un pájaro viejo y decrépito...? Ay, había que morir: la Reina de las Arañas le abría la portañuela al gran reclutón e introducía la mano donde se encontraba el inestimable tesoro. Dios mío, Dios mío, la Tétrica Mofeta veía ahora cómo Hiram, maniobrando habilidosísima, le desabotonaba completamente el pantalón al militar; le descorría el cinto, le bajaba ya los calzones y, sin más, comenzaba a mamar. Y a todas éstas el militar seguía roncando. Y a todas éstas, la Tétrica tenía que cuidarle los bultos a la Araña. Pero qué loca más atrevida, la Hiram; arrodillada ante el recluta le engullía el gigantesco miembro y hasta los dos testículos al mismo tiempo. La Reina de las Arañas, con la boca plena, dirigió una mirada triunfal hacia la Tétrica, que agonizaba de envidia. Enardecido ante aquel triunfo, Hiram depositó sus dos manos sobre los muslos del recluta y comenzó a apretarlos mientras su boca seguía devorando las divinas proporciones, lanzando mordiscos, salivazos y maullidos lúbricos. Ante aquel trajín, el recluta dejó de roncar, abrió los ojos; ay, despertó (pues en verdad dormía) y se vio con los pantalones en los tobillos mientras un pájaro de mil colores le mamaba sudoroso la morronga.

—¡Qué estás haciendo, maricón! —retumbó tan alta la voz del recluta que todos, incluyendo los animales que gemían, hicieron silencio.

Al instante el recluta, subiéndose los pantalones, tomó a Hiram por el cuello y comenzó a estrangularlo. Pero la loca en trance de muerte recuperó su condición de araña e impulsada por las manos y los pies comenzó a girar y así, como sale un tomillo de una tuerca, sacó su cuello de entre las gigantescas manos del enfurecido militar. Ante todos los pasajeros, que contemplaban paralizados la escena, la Reina de las Arañas llegó de un salto hasta donde estaba la Tétrica Mofeta, que sonreía; tomó todo su equipaje y echó a correr por el vagón, desparramando frijoles y todo tipo de granos y liberando con su estampida y sus impedimentos a numerosos animales domésticos, que ahora corrían también detrás de la loca buscando sin duda la salida. Más atrás venía el gigantesco y enfurecido reclutón y la Tétrica Mofeta, que no quería perderse el fin de aquella odisea... Nunca, querida, en la historia nacional e internacional de los escándalos ferroviarios se volverá a escribir una página semejante: portando sus maletas de cartón, un baúl, cinco maletines, varias jabas y una mochila, la loca corría por todo el tren destrozando piernas y provocando aullidos y gritos de «mátenla». Así, sin soltar ninguna de sus pertenencias, como un cometa Halley pero con un rabo mucho más largo, el pájaro fue cruzando vagones, llevándole siempre un vagón de ventaja a sus perseguidores. Pero el tren no era por desgracia infinito y finalmente la loca tuvo que detenerse en el último vagón. En pocos segundos, el airado reclutón, la Tétrica, numerosas personas que se sentían agraviadas y un sinnúmero de animales le dieron alcance.

—¡Maricón, hijo de puta! —comenzó a gritar el reclutón mientras golpeaba a la pobre loca—. ¡Esto no se puede quedar así! ¡Me has mamado la pinga a mí, a mí, que estoy en proceso! ¡Oíste bien, en proceso!

—¿En proceso de qué? —indagó Hiram mientras intentaba protegerse con su copioso equipaje.

—En proceso de ser analizado para entrar en la Juventud Comunista. Eso que has hecho puede ir contra mi expediente. Puedes desgraciarme mi carrera. ¿Sabes lo que debería hacer yo ahora mismo? Debería matarte. Lo que has hecho no tiene nombre, no tiene perdón de Dios. Sí, matarte es lo que debo hacer... —gritó enfurecido el delicioso reclutón bajo la mirada aprobatoria y moral de la Tétrica Mofeta—. Pero no —reflexionó rápidamente el joven militar y miró con desprecio a la loca, que se había tirado al piso—. No voy a mancharme las manos con un maricón. Eso también podría ir para mi expediente y perjudicar el proceso. No te voy a matar, pero tampoco voy a seguir viajando en un tren donde hay un maricón depravado. Eso también podría perjudicar mi proceso. Asi que, oye, maricón, si no quieres que te retuerza el cuello, tírate ahora mismo del tren.

Hiram comprendió que se trataba de una orden ineludible, de no tirarse de aquel tren en marcha moriría a manos del gigante enfurecido. Con ojos desesperados miró hacia la Tétrica Mofeta, que la contemplaba, y le dijo:

—Tengo que tirarme. Por favor, lánzame todo el equipaje. —Y sin mayores trámites, la loca abrió la última puerta del tren y lanzóse al vacío. Tras ella se fugaron casi todos los animales que iban en el largo vehículo—. Tírame todas las cosas, todos los bultos, todos los paquetes, que no se quede nada —le gritaba la Araña a la Tétrica mientras rodaba por el suelo.

La Tétrica comenzó a tirarle las maletas, los maletines, las jabas...

—Todo, todo —gritaba Hiram—, tira todo lo que tengas ahí.

Y la Tétrica lanzó todos los bultos que tenía a su alrededor.

Hiram era ya un punto remoto que quedaba abandonado entre los railes. Sin poder contener la risa, la Tétrica Mofeta volvió a su asiento. El recluta roncaba otra vez a pierna suelta y con las piernas abiertas. Esta historia tengo que escribirla, se dijo Reinaldo, y fue a buscar el grueso manuscrito de su novela siempre en proceso. Pero su mochila no aparecía. Fue entonces cuando comprendió que junto con las pertenencias de Hiram había lanzado también su mochila con las malangas, la botella de manteca y el manuscrito de la novela.

—¡Ay de mí! —gritó sin poderse contener—, ¡ahora tendré que escribir por séptima vez la historia de mi novela!

El color del verano
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