Una carta

Miami, 9 de mayo de 1998

Mi querido Reinaldo:

Seguramente no has recibido mis cartas anteriores enviadas desde París, desde Nueva York y desde la misma Cochinchina. A reserva de una carta más larga, te hago ésta para decirte que nunca he sentido una soledad tan cósmica, deshumanizada, inminente e implacable como la que siento en estas playas miamenses. Todo me es ajeno, plástico, monumental y desalmado. El misterio de un pequeño pinar, de un recodo en la arena, de una loma o lomita desde la cual se podía dominar un palmar, de una brisa, de una vereda polvorienta, de un aire natural, de un jazmín salvaje, de un fondo marino transparente, de un encuentro venturoso, de un alto cielo estrellado, de una calle con aceras y portales: todo, todo perdido. Yo este año armé un árbol de Navidad, lo engalané, pinté el apartamento, leí en voz alta algunos de mis textos para recordarte. Pero nada, toco y no me toco. No existo y sin embargo padezco mi existencia.

No pertenezco a este mundo y sé desde luego que aquel que añoro no existe. No vayas a pensar que este clima se parece ni por asomo al de La Habana. La ciudad es una olla candente. Digo ciudad, pero tampoco es una ciudad, sino una serie de caseríos chatos y dispersos; pueblo de vaqueros donde el automóvil sustituyó al caballo. Sí, muero de soledad, de amor me muero. Muero por todo lo que no tengo, por todo lo que quise y nunca alcancé. Por todo lo que alcancé y no sabía que tenía y perdí. Por todo lo que no supe disfrutar mientras lo tuve. Por todo lo que disfruté y ya no me pertenece, por todo lo que nunca haré. Dónde hallar sitio para poder extender mi espanto. Y como si eso fuera poco, también tengo que trabajar para poder seguir espantado. He lavado automóviles, he lavado pisos, he lavado platos en los hoteles. A veces por fortuna me robo una vajilla completa y la vendo en la Sagüesera con la ayuda de Pedro Ramona Lépera, un delincuente notorio por estos lares donde llegar a esa notoriedad es difícil por la competencia. Pero a otros les ha ido tal vez peor. A la Superchelo, por ejemplo, le dieron una puñalada y falleció al instante, bañada en aceite*, si la ves por allá es su espíritu lo que ves. Aquí se habló de drogas, pero dicen las malas lenguas, que por desgracia casi siempre tienen razón, que fue un asesinato complotado por la Chelo. En cuanto a Miguel Correderas, debido a su cuerpo gigantesco y peludo, lo han confundido, dicen, con una osa y hasta han tratado de meterlo en un zoológico. Por suerte lo salvó el hecho de ser ya ciudadano norteamericano, nacionalidad que se ganó por haber estado preso más de un año acusado de homicidio perfecto. Ayer la vi, parecía un gallo desplumado, como dice o decía la canción. Me contó que pasa grandes vicisitudes económicas pues además de que sus padres llegaron de Cuba tiene un amante. Fue a una agencia de trabajo con el fin de que la colocaran como mamadora experta para cumplimentar solicitudes a domicilio hechas por los señores más respetables de la ciudad. Pues bien, a la Correderas, luego de llenar miles de planillas, la sometieron a una prueba testifical. Esto es, la pusieron a mamársela a un viejo ante un tribunal competente. Aunque te parezca increíble, la loca fue descalificada.

Fíjate si aquí son rigurosos en esa materia. Tú te imaginas, esa pobre loca que se ha pasado la vida entera mamando en los matorrales y que ahora la descalifiquen como mamadora profesional... Qué humillación. En fin, que nuestro calvario parece infinito... De todos modos, aquí se dice que la caída de Fifo es inminente —aunque nadie hace nada para que suceda—; ojalá sea así. Pero yo no quisiera llegar al año 2000, y si hasta ahora he aguantado (ya debes de saber que también tengo el sida) es por la esperanza remota de que tal vez algún día volvamos a encontramos y podamos ser una sola persona. Tal vez eso sólo ocurra después de la muerte. Pero no estoy seguro de la existencia del más allá. Es más, creo francamente que no hay nada. Ni más allá ni más acá. Me recuerdo allá (no en el más allá, sino en la isla) y también me dan deseos de dar gritos. Me veo aquí y ya estoy gritando. ¿Cómo poder seguir viviendo así, en ningún sitio, con un pedazo de mi alma allá y otro aquí, con la vida partida en dos o en mil pedazos? Cáscara de mí sólo soy. Ésa es mi tragedia. Te puede sonar cursi o increíble, pero es todavía algo peor: es sencillamente mi vida. Nunca esa cáscara podrá suplir el vacío de su condición de cáscara. Nunca podré juntarme conmigo mismo. Nunca más yo volveré a ser yo, o tú, que es lo mismo. Ni este mar, ni esta playa, ni este sol tienen nada que ver con aquel que fui: ninguna complicidad nos identifica, ninguno de estos lugares me reconoce, ni me reconocerá. Aunque pasen cien años seré siempre un forastero.

Ahora me voy a caminar mi espanto por la orilla del mar, al menos aquí no tan custodiado como allá. Después del regreso tal vez escriba algunas páginas, las últimas. Gloria y martirio. Es tarde. Todos duermen a mi alrededor. Velo.

Piensa en mí como una ausencia infinita pero siempre presente y recibe el más tierno e imborrable cariño de tu

Reinaldo

El color del verano
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