Prólogo

¡Niña! Saca tus manitas contaminadas y olorosas a pinga de este libro sacro, que la autora, la loca regia, va ahora mismo a escribir su prólogo. Sí, querida, ahora, a estas alturas, a más de la mitad de la novela, al pájaro se le ha ocurrido que el libro necesita un prólogo, y sin más, como loca de atar, aquí mismo lo escribe y lo estampa. Así que huye, pájara, hasta que el prólogo esté terminado y puedas leerlo.

Me cago en la madre del maricón que dijo que yo había empleado cuarenta años en escribir este libro. No soy Cirilo Villaverde ni cosa por el estilo. Aunque es cierto que desde hace muchos años, estando en Cuba, concebí parte de la novela. Allá incluso escribí algunos capítulos. Pero habiendo sufrido persecución y prisión y encontrándome bajo estricta vigilancia y miseria, me fue imposible proseguir. Por otra parte, casi todos mis amigos y algunos de mis familiares más íntimos, además de muchos de mis incesantes amantes (como Norberto Fuentes, por ejemplo), eran policías. Yo escribía una página y al otro día la página desaparecía.

Algunos capítulos me los aprendí de memoria, como el titulado «El hueco de Clara»; también de memoria me aprendí los «Treinta truculentos trabalenguas» (que entonces no eran treinta) y allí en mi memoria se quedaron. Mientras tanto me dediqué a sobrevivir, como hace todo ex presidiario, habitando además en una isla que era una prisión. Pero nunca olvidé que, para que mi vida cobrase sentido —pues mi vida se desarrolla sobre todo en un plano literario—, yo tenía que escribir El color del verano, que es la cuarta novela de una pentagonía cubana, pues la última, El asalto, ya había sido escrita en la isla en un rapto de furia y la había expedido, con todos los riesgos que esto implica, al exterior, donde más tarde la descifraría pues el manuscrito era prácticamente ininteligible.

Una vez que llegué a Nueva York, me he visto involucrado en numerosas actividades políticas, pues nunca podré olvidar el infierno que dejé atrás (y que de alguna manera me acompaña); luego he tenido que participar en los miles de trajines que el vivir cotidiano impone en este país donde lo único que cuenta es el dinero. Si a eso añado la cantidad de manuscritos que había sacado de Cuba, los cuales tenía que poner en claro para su publicación, más las incesantes guerras que durante diez años he sostenido con los agentes solapados o evidentes del estalinismo cubano que residen holgadamente en los Estados Unidos, ya se podrá apreciar que mi tiempo no ha sido muy abundante.

En este país, como en todos los que he visitado o he residido, he conocido la humillación, la miseria y la hipocresía, pero también he tenido el privilegio de poder gritar. Tal vez ese grito no caiga en el vacío. La esperanza de la humanidad está precisamente en aquellos que más han sufrido. De ahí que la esperanza del próximo siglo obviamente descanse en todas las víctimas del comunismo; esas víctimas serán (o deberían ser) las encargadas de construir, gracias al aprendizaje del dolor, un mundo habitable.

Ahora en los Estados Unidos no hay intelectuales, sino chupatintas de tercera categoría que sólo piensan en el nivel de su cuenta bancaria. No se puede decir que sean progresistas o reaccionarios, son sencillamente idiotas y por lo mismo instrumentos de las fuerzas más siniestras. En cuanto a la literatura cubana, prácticamente no existe en forma ostensible ni dentro de Cuba ni en el exilio. Dentro de Cuba ha sido exterminada o acallada por la propaganda, el miedo, la necesidad de sobrevivir, el deseo de poder y las vanidades sociales. Fuera de Cuba por la incomunicación, el desarraigo, la soledad, el implacable materialismo y sobre todo por la envidia, ese microbio que siempre culmina en peste descomunal.

Cuando llegué a Miami en 1980, luego de constatar que allí había más de tres mil personas que se autotitulaban «poetisas», abandoné aterrorizado la ciudad. Los grandes escritores del exilio cubano (Lino Novás Calvo, Carlos Montenegro, Lydia Cabrera, Enrique Labrador Ruiz, Gastón Baquero, Levi Marrero, entre otros) ya se han muerto o se están muriendo en el ostracismo, el olvido y la miseria. Otros escritores de cierta relevancia, además de que casi no escriben, se consideran vacas sagradas.

Eliminemos el adjetivo y que todo quede en paz. Mi generación (la de los que ahora tienen, o deberían tener, entre cuarenta y cincuenta y cinco años), con excepción de mí mismo, no ha podido producir un autor notable. Y no es que no los hubiera, es que de una u otra forma han sido aniquilados. Yo estoy completamente solo, he vivido solo, he sufrido no solamente mi espanto, sino el espanto de todos los que ni siquiera han podido publicar su espanto. Y además, pronto pereceré.

Pero tampoco se puede pensar que antes del castrismo en Cuba la vida era una panacea; nada de eso, a la mayoría de los cubanos sólo les ha interesado la belleza para destruirla. Un hombre como José Lezama fue, tanto por su generación anterior como por la que después le siguió, atacado violentamente. En la época de Batista, Virgilio Piñera fue insultado por Raúl Roa, quien con desprecio lo llamó un «escritor del género epiceno»; después, durante el castrismo, Roa llegó a ministro y Piñera a la cárcel, muriendo además en condiciones muy turbias. La gran literatura cubana se ha concebido bajo el signo del desprecio, de la delación, del suicidio y del asesinato. A José Martí los exiliados cubanos le hicieron la vida tan imposible en Nueva York que éste tuvo que irse a pelear a Cuba para que lo mataran de una vez. Antes y ahora, la esencia de nuestro país ha sido sórdida. José Lezama Lima decía que nuestro país es un país «frustrado en lo esencial político»... El colorido local, la brisita del atardecer, el ritmo de las mulatas son envolturas epidérmicas tras las cuales se esconde y permanece lo siniestro, nuestra implacable tradición.

Por el momento, la culminación de lo siniestro es Fidel Castro (ese nuevo Calígula con fervor de monja asesina). Pero ¿quién es Fidel Castro? ¿Acaso un ser caído de otro planeta en nuestra desdichada isla? ¿Acaso un producto extranjero? Fidel Castro es la suma típica de nuestra peor tradición. Y, en nuestro caso, lo peor, es, al parecer, lo que se impone. Fidel Castro es, en cierta medida, nosotros mismos. Pronto tal vez en Cuba no haya un Fidel Castro, pero el germen del mal, la ramplonería, la envidia, la ambición, el abuso, las tropelías, la traición y la intriga seguirán latentes. En Miami no hay una dictadura porque la península no se ha podido separar del resto de los Estados Unidos.

Los cubanos no han logrado nunca independizarse, sino «pendizarse».

De ahí tal vez el hecho de que la palabra pendejo (cobarde) sea un epíteto que se use incesantemente entre nosotros. Como colonia española, nunca nos liberamos de los españoles: tuvieron que intervenir los norteamericanos y pasamos desde luego a ser colonia norteamericana; después, intentando liberamos de una dictadura convencional y de corte colonial, pasamos a ser colonia soviética. Ahora que la Unión Soviética está al parecer en vías de extinción, no se sabe qué nuevo espanto nos aguarda, pero indudablemente lo que colectivamente nos merecemos es lo peor. Los mismos que se oponen a esta tesis son por lo general fieles exponentes de una vileza infinita... Siento una desolación sin término, una pena inalcanzable por todo ese mal y hasta una furiosa ternura ante mi pasado y mi presente.

Esa desolación y ese amor de alguna forma me han conminado a escribir esta pentagonía que además de ser la historia de mi furia y de mi amor es una metáfora de mi país. La pentagonía comienza con Celestino antes del alba, novela que cuenta las peripecias que padece un niño sensible en un medio brutal y primitivo, y la obra se desarrolla en lo que podríamos llamar la prehistoria política de nuestra isla; luego continúa con El palacio de las blanquísimas mofetas, novela que, centrada en la vida de un escritor adolescente, nos da la visión de una familia y de todo un pueblo durante la tiranía batistiana. Prosigue la pentagonía con Otra vez el mar, que cuenta la frustración de un hombre que luchó en favor de la revolución y luego, dentro de la misma revolución, comprende que ésta ha degenerado en una tiranía más implacable y perfecta que la que antes combatiera; la novela abarca el proceso revolucionario cubano desde 1958 hasta 1969, la estalinización del mismo y el fin de una esperanza creadora.

Luego sigue El color del verano, retrato grotesco y satírico (y por lo mismo real) de una tiranía envejecida y del tirano, cúspide de todo el horror; las luchas e intrigas que se desarrollan alrededor del tirano (amparado por la hipocresía, la cobardía, la frivolidad y el oportunismo de los poderosos), la manera de no tomar nada en serio para poder seguir sobreviviendo y el sexo como una tabla de salvación y escape inmediatos. De alguna forma esta obra pretende reflejar, sin zalamerías ni altisonantes principios, la vida entre picaresca y desgarrada de gran parte de la juventud cubana, sus deseos de ser jóvenes, de existir como tales. Predomina aquí la visión subterránea de un mundo homosexual que seguramente nunca aparecerá en ningún periódico del mundo y mucho menos en Cuba. Esta novela está intrínsecamente arraigada a una de las épocas más vitales de mi vida y de la mayoría de los que fuimos jóvenes durante las décadas del sesenta y del setenta. El color del verano es un mundo que, si no lo escribo, se perderá fragmentado en la memoria de los que lo conocieron. Dejo a la sagacidad de los críticos las posibilidades de descifrar la estructura de esta novela. Solamente quisiera apuntar que no se trata de una obra lineal, sino circular y por lo mismo ciclónica, con un vértice o centro que es el carnaval, hacia donde parten todas las flechas. De modo que, dado su carácter de circunferencia, la obra en realidad no empieza ni termina en un punto específico, y puede comenzar a leerse por cualquier parte hasta terminar la ronda. Sí, está usted, tal vez, ante la primera novela redonda hasta ahora conocida. Pero, por favor, no considere esto ni un mérito ni un defecto, es una necesidad intrínseca a la armazón de la obra.

La pentagonía culmina con El asalto, suerte de árida fábula sobre la casi absoluta deshumanización del hombre bajo un sistema implacable.

En todas estas novelas, el personaje central es un autor testigo que perece (en las primeras cuatro obras) y vuelve a renacer en las siguientes con diferente nombre pero con la misma airada rebeldía: cantar o contar el horror y la vida de la gente, incluyendo la suya. Permanece así, en medio de una época conmocionada y terrible (que en estas novelas abarca más de cien años), como tabla de salvación o de esperanza, la intransigencia del hombre creador, poeta, rebelde —ante todos los postulados represivos que intentan fulminarlo, incluyendo el espanto que él mismo pueda exhalar—. Aunque el poeta perezca, el testimonio de la escritura que deja es testimonio de su triunfo ante la represión, la violencia y el crimen. Triunfo que ennoblece y a la vez es patrimonio del género humano, que además, de una u otra forma (ahora lo vemos otra vez), proseguirá su guerra contra la barbarie muchas veces disfrazada de humanismo.

Escribir esta pentagonía, que aún no sé si terminaré, me ha tomado realmente muchos años, pero también le ha dado un sentido fundamental a mi vida que ya termina.

El color del verano
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