23
«Bastó un pequeño tirón para que quedara desnuda delante de él, aún con la espalda contra su pecho. Temblando de pasión, Dmitri le acarició los muslos, la suave curva del abdomen y de nuevo los pechos. Su piel parecía muy suave bajo sus manos encallecidas.
Grandes, turgentes y coronados por pezones oscuros (que ya había saboreado un caluroso día de verano en el que la convenció para que le dejara bajarle la parte superior del vestido), aquellos pechos le llenaron la mente de ideas que, a buen seguro, los más ancianos del pueblo encontrarían del todo inaceptables. Le daba igual. Cualquier cosa con la que disfrutaran Ingrede y él estaba bien.
—Sueño —le susurró al oído— con deslizarme entre tus pechos. —Tras alzarlos un poco con el antebrazo, se chupó el dedo para humedecerlo y luego lo introdujo en el cálido valle de sus senos para ilustrar lo que quería decir.
Su esposa se estremeció de arriba abajo y le aferró el brazo con la mano.
—Mi madre me advirtió que no serías un marido manejable. —Se dio la vuelta y se puso de puntillas para besarlo de esa forma que sabía que lo volvía loco.
Succionó su lengua y dio un respingo cuando Dmitri bajó la mano hasta los delicados rizos de su entrepierna, pero se negó a separar los muslos. Puesto que ya habían jugado a ese juego íntimo antes, Dmitri insistió y frotó con el índice la protuberancia carnosa endurecida que deseaba lamer. Ella le había apartado la cabeza la última vez que lo intentó, incapaz de soportar el placer… pero no podría volver a hacerlo si tenía las manos atadas.
—Separa las piernas —le ordenó Dmitri cuando ella interrumpió el beso para tomar aliento.
Ingrede, con las mejillas ruborizadas, negó con la cabeza y apretó los muslos con más fuerza.
El pulso de Dmitri era como un rugido en sus venas. Agachó la cabeza para meterse uno de sus pezones en la boca y luego lo succionó con fuerza. Su esposa soltó un grito, enterró las manos en su cabello y separó las piernas de manera instintiva para mantener el equilibrio.
—La victoria es mía —dijo él después de soltar el pezón.
La respuesta de Ingrede tenía un tono perverso que nadie más que él había escuchado jamás.
—¿Me harás sufrir?
—Oh, sí, desde luego que sí.
Estaba húmeda y caliente… Hundirse en ella sería el paraíso. Pero era posible que le hiciera daño. Había introducido los dedos en su interior mientras yacían a solas un soleado día de fiesta, y también en un rincón oscuro del granero de su padre, así que sabía lo estrecha que era.
Su pene se sacudió ante la mera idea del placer que lo esperaba, pero no quería que a Ingrede le doliera.
—Túmbate en la cama.
La cogió en brazos antes de que pudiera protestar y la dejó en el sencillo lecho que compartían. Luego, tras quitarse la ropa, metió la cabeza entre sus muslos y se colocó las piernas de su esposa sobre los hombros.
Ingrede aferró las sábanas con las manos, pero no lo apartó cuando él separó los delicados pliegues carnosos para besarla con una ferocidad que no se había atrevido a mostrar antes del matrimonio. Ella gritó, se retorció, sollozó… pero era el placer lo que teñía sus respuestas, lo que hacía que le tirase del pelo con manos frenéticas.
En lugar de detenerse, Dmitri buscó el pequeño nudo de carne que había descubierto la primera vez que le metió las manos entre las faldas y lo chupó. Ingrede le tiró del pelo con más fuerza, pero él continuó atormentándola hasta que el dedo que había introducido en su interior estuvo empapado con el calor líquido de su pasión.
—Ahora —murmuró mientras se alzaba sobre ella con el pene completamente erecto— te haré mía. —Se colocó en la entrada del orificio situado entre los pliegues carnosos y le sujetó la cadera con la mano.
Hundirse en ella fue el placer más increíble que había sentido jamás. Intentó detenerse cuando Ingrede gimió de dolor, pero era demasiado joven. Su autocontrol se había hecho trizas y por un instante lo aterrorizó la posibilidad de tomarla si ella no lo deseaba. Se le congeló la sangre en las venas. Contrajo todos los músculos de su cuerpo e intentó recuperar el dominio de sí mismo.
Ingrede deslizó los dedos por su pecho hasta que consiguió aferrarse a su hombro y luego tiró de él para poder besarlo.
—No te pares, Dmitri. ¡No te pares!
Era lo único que necesitaba oír. Se hundió en ella hasta el fondo y la besó mientras Ingrede le clavaba las uñas en los brazos. Y no dejó de besarla mientras se movía dentro de la vaina húmeda y caliente que lo aprisionaba con fuerza. Su esposa no alcanzó de nuevo el máximo placer antes de que él, arqueando la espalda, se derramara en su interior. Sin embargo, no se culpó por eso. No cuando su sangre ardía con el fuego líquido del éxtasis. No cuando encontró bajo su cuerpo a una mujer sonriente que le cubría la cara con manos amorosas.
—Ahora sí que me has pervertido por completo, esposo —susurró.»
Dmitri abrió los ojos y vio las paredes de su despacho en la Torre. Rara vez dormía; le parecía una pérdida de tiempo, ya que necesitaba descansar muy poco para sobrevivir. Pero cuando regresó del apartamento de Honor, se había sentado en el escritorio sin poder alejar su mente de la cazadora que amenazaba con hacerle sentir cosas de las que hacía siglos que ni se acordaba. Unos minutos después estaba dormido y soñando con la única mujer que se había adueñado de su corazón.
Aunque había esperado para hacerla suya en la noche de bodas, Ingrede siempre le había pertenecido, ya que las granjas de sus familias estaban la una al lado de la otra. Habían jugado juntos en el barro cuando eran niños, se habían hinchado de tanto comer fruta madura en los cálidos días veraniegos y se habían enseñado cosas mutuamente.
Cuando Ingrede le había sonreído aquel día de las flores silvestres, había estallado en él una emoción incandescente. Una emoción que se había mantenido inalterable con el paso de los años, mientras crecían. Al volver la vista atrás, le parecía imposible haber sido aquel chico inocente que se había levantado al alba para escalar la ladera de una montaña, pero lo cierto era que el amor que sentía por Ingrede seguía siendo igual de profundo, igual de verdadero.
Oyó a una mujer con la risa ronca.
Y no era la de Ingrede.
Se apartó del escritorio y se acercó al ventanal desde el que se podía apreciar el silencio típico de Manhattan a aquella hora entre la noche y el día, cuando los edificios de acero parecían sombras grises y no baluartes resplandecientes.
Había vivido allí cientos de años, había visto la ciudad alzarse de la nada hasta convertirse en un núcleo urbano con millones de habitantes. Había pensado en marcharse algunas veces, y lo había hecho durante su estancia temporal en la corte de Neha, cuando aún era joven y estaba lleno de una furia que no encontraba salida. Y allí, por supuesto, había encontrado a Favashi. La dulce y encantadora Favashi, una reina en ciernes con un hogar lleno de música y calidez… La trampa perfecta para un hombre que había buscado solaz durante siglos sin encontrarlo.
¿Por qué nunca me preguntaste acerca de Favashi?, le preguntó al ángel que se acercaba a la Torre. Sus inconfundibles alas de filamentos dorados resplandecían a pesar de la escasez de luz.
La respuesta de Rafael fue brutalmente honesta.
Me dio la impresión de que preferías no hablar de ese tema.
Al menos podrías haberme dicho que era un estúpido, dijo mientras Rafael aterrizaba en la terraza exterior, o haberme inculcado algo de sentido común.
—No había necesidad —dijo el arcángel, que plegó las alas a la espalda al entrar en la habitación—. Favashi era una buena pareja para alguien con tu fuerza.
Favashi jamás había deseado una pareja.
—Siempre que quisiera convertirme en su matón personal.
—Ahora eres el mío, después de todo. —Había una pequeña sonrisa en sus labios.
—Eso es un placer.
Mientras hablaban, Dmitri se dio cuenta de que Rafael había cambiado en algo más que sus alas. El arcángel era su amigo desde hacía siglos, pero en los últimos doscientos años se había vuelto más distante, más frío.
Dmitri no le había prestado mucha atención a esa transformación porque él mismo seguía aquel sendero. Pero ahora el azul de los ojos de Rafael tenía un toque de humor, y hablaba con él como lo había hecho una vez en un campo lejos de la civilización, cuando eran dos hombres muy diferentes que habían encontrado un interés común.
—Favashi vino mientras estabas fuera —dijo, preguntándose qué significado tenía que no se hubiera percatado del cambio de Rafael, aunque sí hubiese respondido a él.
—Como no está ni herida ni muerta, doy por sentado que te controlaste.
—Sin muchas dificultades.
Lo cierto era que, si bien su orgullo se había resentido al descubrir que Favashi había jugado con él, la ira que sentía hacia ella era algo frío. Si Honor le hiciera algo similar, si le contara perversas mentiras de amor con aquella carita tan dulce, no habría nada frío en su reacción, tan solo una furia incandescente y letal.
Se oyó un susurro de alas.
—Si vamos a hacer preguntas —dijo Rafael—, yo tengo una. ¿Por qué nunca me culpaste del interés de Isis por ti?
—Porque la locura de Isis no era culpa de nadie. Y si tenías algo que pagar, lo pagaste con creces en aquella estancia bajo su torreón.
Encadenado a la pared que había frente a Dmitri, Rafael se había visto obligado a presenciar su violenta Conversión y las demás atrocidades de Isis, a escuchar los alaridos desgarradores de Dmitri cuando el ángel le contó en susurros lo que les había hecho a Ingrede y a Caterina.
Y había estado a su lado al final, como un guardián silencioso, cuando Dmitri había cogido el diminuto cadáver de su hijo en brazos y había llorado hasta que se le agotaron las lágrimas, hasta que se convirtió en un hombre vacío.
—Pensé que había muerto en aquel lugar —dijo apretando los puños al recordar lo frágiles que habían sido los huesos de Misha, lo fácil que había sido quebrarlos.
El arcángel guardó silencio durante un buen rato. Y cuando habló, dijo algo totalmente inesperado.
—También yo lo creí.
Dmitri se enfrentó a aquellos ojos de un azul despiadado.
—En ese caso, ¿por qué aceptaste a un muerto viviente?
—Quizá porque sabía en qué te convertirías algún día. —La respuesta fría de un arcángel.
O quizá porque no fuiste el único que hizo un juramento en aquel lugar lleno de horror.
Dmitri se pasó una mano por el pelo.
—Deberías reírte de mí, Rafael. Te advertí sobre los peligros de relacionarte con una cazadora y ahora me encuentro en esa misma situación.
Honor se estaba volviendo demasiado importante para él, una adicción que no era solo física o sexual.
—Contar con una cazadora a tu lado —dijo Rafael— no es ningún calvario.
Sin embargo, Honor no era una simple cazadora. Era la mujer que había despertado recuerdos de una vida ocurrida hacía una eternidad. La risa de Ingrede… había pasado mucho, muchísimo tiempo desde la última vez que la había oído, pero al oír la risa de Honor tuvo la impresión de que si estiraba el brazo podría acariciar a su esposa. Y no tenía forma de luchar contra aquella extraña locura. Su corazón sufría una penosa necesidad que había sobrevivido a la inmortalidad, a todas y cada una de sus perversiones. Una necesidad que había sobrevivido a su voluntad.
—¿Has hecho que examinen su sangre? —La pregunta de Rafael era de lo más pragmática—. Sería sencillo obtener una muestra, ya que el Gremio almacena un suministro de sangre para todos sus cazadores.
Dmitri pasó por alto el dolor que sentía en el pecho y miró al arcángel.
—¿Tan seguro estás?
Rafael no respondió, porque no hacía falta una respuesta. No estarían manteniendo esa conversación si Honor no fuera importante.
—No permitiré que pierdas a otra mortal —aseguró el arcángel.
—A veces no hay elección.
Pensó en Illium, quien todavía se sentía atraído por las mortales, a pesar de que había perdido a la humana que amaba y la había visto casarse con otro hombre. El ángel de alas azules había vigilado a su familia hasta que ella había muerto, y después había cuidado de sus hijos, y de los hijos de sus hijos… hasta que estuvieron dispersos por el mundo y la pequeña aldea de montaña donde había nacido su amor dejó de existir.
Siempre hay elección.
—No, Rafael —señaló Dmitri en respuesta al tono gélido que había oído en su mente—. He permanecido a tu lado durante siglos, pero si la tocas, perderás mi lealtad.
Y haré todo cuanto esté en mi mano para matarte.
Un atisbo de una emoción innombrable apareció en las profundidades de aquellos ojos inhumanos que habían contemplado el paso de más de un milenio.
—De modo que ella no es solo importante. Es tuya.
Dmitri se acercó más a los cristales y observó la ciudad que comenzaba a adquirir un brillo plateado bajo la luz del sol.
—No sé lo que es.
Pero es compatible, añadió utilizando la conexión mental.
Había obtenido una muestra de su sangre y había hecho la prueba unos días antes, guiado por una necesidad desconocida. La toxina que convertía a los mortales en inmortales no la volvería loca; no convertiría a aquella mujer irresistible y fascinante en un cascarón vacío.
Sabes que solo tienes que pedirlo. No habrá Contrato para tu elegida.
Lo sé.
Rafael y él habían luchado juntos durante siglos y habían forjado vínculos muy profundos que se habían vuelto más fuertes a medida que envejecían, a medida que se volvían más inhumanos.
—El problema es que creo que lo último que querría Honor sería convertirse en vampira —dijo de viva voz.
Otro silencio entre dos nombres que se conocían lo suficiente para no temerlo. Fue Dmitri quien lo rompió.
—¿Qué ha dicho Naasir?
El vampiro, uno de los Siete, se encontraba en la recién descubierta ciudad de Amanat, que fue en su día la joya de la corona de Caliane, y ahora se había convertido en su hogar.
—Que mi madre lo trata como a una adorable mascota. —El tono de Rafael estaba teñido de humor negro mezclado con algo más peligroso—. Según parece, ella ya se ha dado cuenta de lo que es Naasir.
—No es ningún secreto. —Con todo, los orígenes y las habilidades de Naasir no eran muy conocidos fuera de un pequeño y selecto círculo—. Al menos lo ha aceptado. —Lo que les proporcionaba un flujo constante de información procedente de Amanat sin necesidad de que Rafael estuviera allí—. ¿Y el ángel a quien Jason dejó en su lugar?
—Caliane ignora a Isabel, lo que es de agradecer. —Las alas del arcángel emitieron destellos bajo los primeros rayos de sol—. Siempre has sido mi espada, Dmitri. Dime… ¿debería haberla matado?
Dmitri se enfrentó a aquellos ojos azules e inhumanos con los que compartía siglos de amistad y dolor.
—Tal vez —dijo, pensando en una mujer con la risa ronca y una sonrisa que atormentaba su memoria—, sí que haya segundas oportunidades.
Honor permaneció sentada junto a la pequeña mesa del comedor después de cerrar el cuaderno que le había dado la doctora Reuben. El alba se alzaba en el horizonte. Había unos cuantos edificios que todavía tenían las luces de las oficinas encendidas, pero el día ya despuntaba y el sol dejaba un resplandor cálido en el este. La silueta de la Torre se recortaba sobre él, y bajo la luz extraña y frágil del crepúsculo, parecía algo menos imponente, un poco más suave.
Dmitri pensó, jamás parecería suave.
Aún ardía a causa de sus besos, de sus caricias. Ni siquiera el hecho de que hubieran llegado un poco más allá después de su flashback podía aplacar el impacto que aquello le había supuesto. La sensualidad del vampiro era una droga potente, tosca y sofisticada al mismo tiempo, tan siniestra como paciente.
Algo que la atraía. Que la seducía.
Honor sabía muy bien que era él quien llevaba la voz cantante en sus encuentros. Intentaba acostumbrarla a sus caricias, a sus besos, a su fuerza. No tenía nada en contra de explorar su sensualidad con un hombre que sabía más del placer de lo que ella podría llegar a imaginar; y confiaba en él en la cama. No obstante, pensó con una sonrisa mientras se levantaba para prepararse el desayuno, no tenía intención de dejar que Dmitri continuara dirigiendo aquella danza una vez que se convirtieran en amantes de verdad.
Acababa de terminarse el tazón de cereales y estaba a punto de volverse a servir té cuando alguien llamó a la pared de cristal de su apartamento. Se dio la vuelta mientras cogía la pistola que guardaba en la parte trasera de los vaqueros… y vio unas alas azules recortadas contra el sol del amanecer. Illium movió el pulgar por encima del hombro, en dirección a la Torre.
Honor asintió con la cabeza y lo vio caer antes de volver a alzarse sobre la ciudad en un asombroso espectáculo de color que resultó aún más extraordinario sobre el cielo del alba. Cuando sus alas se unieron con otras que tenían los colores de la medianoche y del amanecer, Honor contuvo el aliento, aún fascinada por la transformación de Elena. En lugar de flotar hasta donde se encontraba la cazadora, Illium realizó una caída en picado (que a Honor casi le causa un infarto) antes de volver a elevarse, y luego voló hacia atrás a la misma velocidad para trazar un círculo alrededor de Elena. Sus movimientos eran tan juguetones que estaba claro que ambos eran amigos.
Ese era un dato que tendría que compartir con Ashwini, pensó con una sonrisa mientras se dirigía a cambiarse la camiseta por otra algo menos andrajosa que la que se había puesto después de ducharse. Sin embargo, cuando entró en el dormitorio descartó las camisetas y se decidió por un top rojo muy ceñido con manga corta y cuello de pico. Le permitía moverse con libertad y no tenía mucho escote, pero era lo más sexy que se había puesto desde el secuestro. Y se sentía bien. Se puso un poco de maquillaje, se aplicó una ligera capa de carmín en los labios, se recogió el pelo en una coleta y se enfundó las armas.
La temperatura había subido durante la noche y hacía demasiado calor para ocultar la cartuchera del hombro con una chaqueta, así que no se la puso.
Había un Ferrari descapotable rojo aparcado junto a la acera cuando salió de su edificio.
—No sabía que hubiese contratado un servicio de recogida —le dijo al vampiro que estaba sentado al volante.