Antes de Isis

«—¡Papá! ¡Papá!

—Ufff, Misha. —Atrapó a su alborozado hijo, que había bajado a la carrera el tosco camino rural, y se lo colocó sobre el brazo; un brazo bronceado que el trabajo en los campos había llenado de músculos y cicatrices—: ¿Qué te da tu madre de comer?

El niño soltó una risita alegre, seguro de que su padre no lo dejaría caer.

—¿Me has traído algún dulce?

—Me ha entrado hambre de camino a casa —bromeó—. Me temo que me lo he comido.

La frente de Misha se llenó de arrugas, sus ojos se entrecerraron… y luego volvió a reírse. Una risa profunda y estruendosa para un niño tan pequeño.

—¡Papá!

Empezó a mirar en el bolsillo de la camisa de su padre y dio un grito triunfal cuando encontró el pequeño paquete envuelto.

El hombre, que no pudo reprimir una sonrisa ante la alegría de su hijo, levantó la mirada y la vio en el umbral. A su esposa. Con su nueva hija en brazos. Su corazón le dio un vuelco casi doloroso. En ocasiones tenía la impresión de que debería avergonzarse por amar tanto a su esposa y a sus hijos, porque los días que debía marcharse a los mercados sentía una particular angustia… pero, a decir verdad, no le parecía vergonzoso.

Cuando otros hombres se quejaban de sus esposas, él se limitaba a sonreír y pensaba en la mujer de ojos rasgados y boca grande que lo aguardaba. Ingrede detestaba su propia boca; habría preferido tener los pequeños labios de la esposa del vecino que vivía al otro lado del llano, pero a él le encantaba su sonrisa. Le encantaba el diente delantero torcido y la forma en que empezaba a cecear cuando él la instaba a beber más de la cuenta del brebaje que preparaba el hijo de ese mismo vecino.

En esos momentos, después de dejar el morral junto a la puerta, le cubrió la mejilla con la mano.

—Hola, esposa.

—Te he echado de menos, Dmitri.»