9

Mientras regresaban, Reece destapó su botella de agua, bebió y se la pasó a Brody cuando este alargó una mano.

—Dicen que no existe el crimen perfecto.

Él tomó un buen trago y le devolvió la botella.

—Dicen muchas cosas y casi siempre se equivocan.

—Es verdad. De todos modos, fuera quien fuese, aquel hombre era de algún sitio. Seguramente tenía un trabajo, un hogar. Tal vez tuviese una familia.

—Eso solo son conjeturas.

Molesta, Reece se metió las manos en los bolsillos.

—Bueno, al menos tenía relación con una persona. Y la mató. Había algo entre ellos.

—Más conjeturas. Tal vez se conocieron el día que acabaron aquí, o quizá llevaban diez años juntos. Pudieron venir de cualquier sitio. De California, de Texas, del Este. Demonios, a lo mejor eran franceses.

—¿Franceses?

—La gente mata en todos los idiomas. La cuestión es que hay tantas posibilidades de que estuviesen de paso como de que fuesen de la zona. Seguramente más. En Wyoming vive menos gente que en Alaska.

—¿Por eso te trasladaste aquí?

—En parte. Probablemente. Si trabajas para un periódico, un periódico de una gran ciudad, acabas hasta el gorro de la gente. La cuestión es que hay más posibilidades de que, fueran quienes fuesen esas personas, vinieran de otro sitio.

—¿Y empezaron a pelearse hasta matarse porque se perdieron y él no quiso pararse a preguntar? Es un defecto masculino que merecería una buena patada en el culo, te lo aseguro. Pero no lo creo. Se reunieron o fueron allí porque tenían que hablar o discutir sobre algo.

Brody decidió que le gustaba su forma de hablar. Pocas veces lo hacía en línea recta. Como cuando cocinaba y hacía juegos malabares con varios platos al mismo tiempo.

—Eso es una suposición, no un hecho.

—De acuerdo, estoy haciendo suposiciones. Y supongo que no eran franceses.

—Podían ser italianos. Aunque no hay que descartar que fuesen lituanos.

—Muy bien, una pareja de lituanos se pierde porque, como los hombres de todo el globo, el hombre valora su pene, entre otras cosas, como brújula. Es incapaz de preguntar porque eso desacreditaría el poder de su pene.

Él la miró frunciendo el ceño.

—Ese es un secreto masculino muy bien guardado. ¿Cómo lo has averiguado?

—Lo conocen muchas más mujeres de las que te imaginas. En cualquier caso, bajan del coche, se dirigen hacia el río por entre los árboles, porque sin duda esa es la forma de averiguar dónde están. Discuten, se pelean y él la mata. Luego, como él es un montañés de Lituania, cubre con habilidad todas las huellas y se lleva el cadáver al Taurus alquilado para poder enterrarla en su tierra natal.

—Deberías escribir eso.

—Si esa es la clase de ridiculeces que tú escribes, me sorprende que te las hayan publicado.

—Yo tal vez, me habría quedado con los franceses, para seguir en el ámbito internacional. Pero, flaca, el caso es que podían ser de cualquier sitio.

Ayudaba pensar en ello como si fuese un rompecabezas. De algún modo, se veía con más distancia.

—Si borró sus huellas como lo hizo, debe de entender de excursionismo y búsqueda de rastros.

—Hay mucha gente que entiende de eso. Para seguir con las imposiciones, puede que ya hubiesen estado aquí antes.

Brody miró a su alrededor. Conocía ese tipo de terreno porque había hecho excursiones por zonas parecidas y había utilizado lugares similares en su trabajo. Pronto brotarían flores de milenrama y lunaria. Madreselva en flor que se enredaría hasta donde pudiese alcanzar. Lugares sombríos, lugares bonitos.

Tendría mejor aspecto alrededor del mes de junio.

—Es un poco pronto para los turistas —calculó Brody—, pero hay gente que prefiere venir en esta época del año para evitar las multitudes del verano y el invierno. O están de paso hacia otro sitio y paran a hacer una pequeña excursión. También cabe la posibilidad de que la pareja que viste viviera en el pueblo y haya probado tus guisos.

—Es una reflexión muy agradable. Gracias.

—Viste cómo iba vestido. ¿Lo reconocerías otra vez?

—Gorra de cazador anaranjada, anorak negro. Largo. No, corto, me parece. Veo esa clase de prenda cada día. Pero no pude verle lo bastante bien. Podría darle de comer la sopa del día y no darme cuenta. No veo cómo voy a… ¡Oh, Dios mío!

Él también lo vio. En realidad, había visto al oso al menos diez segundos antes que ella.

—No está interesado en ti.

—¿Puedes leer los pensamientos de los osos? —Parecía tan irreal que no se sentía realmente asustada. Al menos no de forma manifiesta—. Madre mía, es muy grande.

—Los he visto mayores.

—Mejor para ti. Mmm… se supone que no debemos correr.

—No. Eso solo le serviría de entretenimiento hasta que nos alcanzase. Sigue hablando, sigue moviéndote, daremos un pequeño rodeo. Vale, nos ha visto.

«Muy bien —pensó Reece, que empezaba a asustarse de verdad—. Hola, oso».

—¿Y eso es bueno?

Recordó la ilustración que aparecía en su guía de la posición aconsejada para hacerse el muerto durante el ataque de un oso. Se parecía a la postura del feto en el yoga. No tendría problemas para hacer aquello. Le sería fácil caer al suelo porque, si el animal atacaba, las rodillas se le doblarían de todos modos.

Antes de que pudiese poner a prueba la veracidad de la guía, el oso les dedicó una larga mirada, dio la vuelta y se alejó.

—Suelen ser tímidos —comentó Brody.

—Suelen. Excelente. Creo que necesito sentarme.

—No dejes de moverte. ¿Es la primera vez que ves un oso?

—De tan cerca, sí. Me había olvidado de ellos. —Se frotó entre los pechos con una mano para asegurarse de que su corazón, que latía desbocado, seguía en su sitio—. Se me ha olvidado estar alerta por si aparecían osos, como dice mi guía. Me he quedado sin resuello —añadió mientras se llevaba de nuevo la mano al pecho—. Supongo que era bonito, a su aterrador estilo.

—Si el oso hubiese olido un cadáver en las proximidades, se habría mostrado más agresivo. Así pues, eso significa que, o no está por aquí, o está enterrado bastante hondo.

Reece tragó saliva con esfuerzo.

—Más imágenes agradables. Desde luego, voy a tomarme ese vino. Un enorme vaso de vino.

Se sintió más segura cuando volvió al coche. Más segura y ridículamente cansada. Le apetecía una siesta tanto como el vino. Una habitación oscura y en silencio, una manta suave, las puertas cerradas. Y el olvido.

Cuando Brody arrancó el coche, ella cerró los enrojecidos ojos solo por un instante. Y sin darse cuenta pasó de la fatiga al sueño.

«Duerme tranquila —pensó Brody—, ni un sonido, ni un movimiento». Su cabeza descansaba en el rincón entre el asiento y la ventanilla, y sus manos yacían flácidas en su regazo.

¿Qué demonios se suponía que iba a hacer con ella?

Como no estaba muy seguro, condujo ociosamente, dando impulsivos rodeos para alargar el viaje de vuelta al pueblo.

La muchacha se dominaba mejor de lo que ella creía. Al menos eso opinaba él. Pocos habrían hecho lo que ella. Suponía que la mayoría consideraría que había cumplido con su deber después de denunciar el crimen.

Pero ella no.

Tal vez por lo que había vivido antes. O tal vez porque esa era su forma de ser.

Brody reflexionó acerca del hecho de que había ingresado por propia voluntad en un hospital psiquiátrico. Y por el tono de su voz había comprendido que a ella le parecía una especie de rendición.

A él le parecía valor.

También se imaginaba que debía considerar sus viajes desde Boston una especie de huida. Él pensaba que eran más bien un periplo. Así consideraba él su tiempo desde que salió de Chicago. Una huida era solo miedo y fuga. Un viaje era un desplazamiento, ¿no? Él había necesitado aquel desplazamiento para investigar y hacer lo que quería, para vivir según sus propias reglas, su propio reloj y su calendario.

Desde su punto de vista, Reece Gilmore estaba haciendo algo muy parecido. Sencillamente llevaba mucho más equipaje en el trayecto.

Él nunca había temido por su vida, pero podía imaginar lo que era. Imaginar era su profesión. Igual que podía imaginar el pánico de yacer dolorido y confuso en una cama de hospital. La desesperación de dudar de tu propia cordura. Si se sumaba todo, era mucho para una sola persona.

Y ella había conseguido implicarle, algo que no era fácil. No era de los que tratan de curar el ala rota de un polluelo. La naturaleza seguía su curso y, cuanta menos gente interfiriese en él, mejor.

Pero ahora estaba metido en aquello, y no solo porque le había ido de pelos haber presenciado un asesinato. Aunque eso habría sido suficiente.

Ella tiraba de él. No con sus debilidades, sino con la fuerza que trataba de encontrar y que utilizaba para combatirlas. Él debía respetar eso. Igual que debía reconocer el suave burbujeo de la atracción.

Nunca habría dicho que fuese su tipo. Un temple de acero en reparación bajo un frágil caparazón. Aquello la hacía dependiente, y él no tenía paciencia para las mujeres dependientes. Por lo general.

Le gustaban listas y equilibradas, y con una vida propia. Así no le quitaban demasiado tiempo.

Seguramente ella había sido todo eso antes de que la hirieran. Podía volver a ser así, pero nunca exactamente igual. Pensó que sería interesante observar cómo se recuperaba y contemplar los resultados.

Así pues, siguió conduciendo mientras ella dormía, a través de los campos amarillos y el verde claro de la omnipresente salvia. Y contempló cómo los Tetons surgían de la llanura. No había suaves elevaciones, no había estribaciones que menguasen aquella potencia repentina e impresionante.

La nieve aún formaba remolinos sobre los picos, y las cuchilladas del blanco contra el azul, el gris, añadían otra capa de fuerza al chocar contra el cielo.

Aún recordaba la primera vez que los vio, y su impresión ante su tosca y terrible magia, aunque nunca se había considerado un hombre espiritual. Suponía que las Rocosas debían de ser más majestuosas, y las montañas del Este, más elegantes. Pero aquellas, las montañas que rodeaban lo que de momento era su hogar, eran primitivas.

Tal vez se hubiese instalado ahí porque no tenía que abrirse paso a codazos entre la gente para hacerse un poco de espacio. Pero aquellas montañas eran una fantástica atracción adicional.

Condujo deprisa por la carretera vacía a través de los campos de salvia donde pacía un pequeño rebaño de bisontes. Observó que se movían pesadamente con su pelaje abundante y la cabeza gacha. Un par de crías se mantenían junto a sus madres.

Supuso que a Reece le habría gustado verlos, pero la dejó dormir.

Sabía que los campos florecerían bajo el sol del verano, que resplandecerían con un color increíble entre la salvia. Y supuso que, con toda aquella extensión de campo, una tumba pasaría inadvertida para personas y animales. Si el hombre tenía la paciencia de cavar lo bastante hondo.

Se desvió hacia Angel’s Fist y las alamedas y pinares que bordeaban la población. Reece gimió suavemente. Cuando Brody le echó un vistazo, vio que temblaba.

Detuvo el coche en mitad de la carretera y se volvió para sacudirle el brazo.

—Despierta.

—¡No!

Salió del sueño como un corredor de los tacos de salida. Cuando dio un puñetazo al aire, él lo bloqueó con la palma de la mano.

—Dame un golpe —dijo en tono suave— y te lo devuelvo.

—¿Qué? ¿Qué? —Se quedó mirando con ojos nublados su puño sujeto con firmeza por la mano de él—. Me he dormido, ¿no? —añadió.

—Si no lo has hecho, has fingido muy bien durante una hora.

—¿Te he pegado?

—Lo has intentado. No vuelvas a hacerlo.

Reece le ordenó a su corazón que se calmase.

—¿Me devuelves la mano?

Brody abrió los dedos; la muchacha retiró el puño y lo dejó caer en su regazo.

—¿Siempre te despiertas como si acabases de oír la campana del segundo asalto?

—No lo sé. Hace mucho tiempo, no recuerdo cuánto, que no duermo con nadie cerca. Supongo que me siento cómoda cerca de ti.

—Cómoda… —Brody levantó aquella ceja—. Si sigues utilizando palabras así, me voy a sentir obligado a hacerte cambiar de opinión.

Ella sonrió un poco.

—Tú no eres de los que hacen daño a las mujeres.

—¿Ah, no?

—Quiero decir físicamente. Es probable que hayas roto unos cuantos corazones, pero antes no le pegas una paliza a la propietaria. Te limitarías a acabar con su ego a base de palabras, que, ahora que lo pienso, es tan malo como un puñetazo en la mandíbula. De todos modos, gracias por dejarme dormir. Debo de haber… ¡Oh! ¡Oh, míralas!

La vista que llenaba el parabrisas borró de su mente todo lo demás. Impresionada, se desabrochó el cinturón de seguridad y abrió la puerta. El viento le revolvió el cabello cuando salió del coche.

—¡Es todo tan puro, tan imponente y pavoroso…! Todo este campo, y ahí están, esas…, no sé, esas fortalezas que lo dominan todo. Es como si se hubiesen abierto paso fuera de la tierra. Me encanta lo repentino que hay en ellas. —Caminó hasta la parte delantera del coche para apoyarse en el capó—. Las miro todos los días, desde mi ventana, o cuando voy o vengo de trabajar. Pero no es lo mismo que estar aquí, sin edificios, sin gente.

—Yo soy gente.

—Ya sabes a qué me refiero. Aquí, frente a ellas, te sientes profundamente humano. —Le miró, y se sintió complacida al ver que se le acercaba—. Pensé que pasaría por aquí, trabajaría unos días y me iría. Pero todas las mañanas miro por mi ventana hacia el lago, las veo reflejadas en él, y no se me ocurre ninguna razón para marcharme.

—Al final hay que aterrizar en algún sitio.

—Ese no era el plan. Bueno, en realidad no tenía ningún plan, por así decirlo. Pero pensaba que acabaría volviendo al Este tarde o temprano. Seguramente no a Boston, tal vez a Vermont. Estudié allí, así que conozco la ciudad. Estaba segura de que echaría de menos el verde. Ese verde de la costa Este.

—Los prados se vuelven verdes, y los campos florecen, los pantanos… Es como un cuadro.

—Desde luego, pero esto también. Mejor que ese vaso de vino.

Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y respiró hondo.

—A veces tienes ese aspecto cuando cocinas.

Volvió a abrir sus ojos castaños.

—¿Sí? ¿Qué aspecto?

—Relajado y tranquilo. Feliz.

—Supongo que es cuando tengo confianza en mí misma, y tener confianza en mí misma me vuelve relajada y feliz. Lo he echado de menos. No pude volver a entrar en una cocina después de lo que pasó. Aquello me lo robó, o yo dejé que me lo robase. Sea como fuere, lo estoy recuperando. Escucha los pájaros. Me pregunto qué son.

Él no se había fijado en el canto de los pájaros hasta que ella lo mencionó. Reece se volvió a mirar a su alrededor, abriendo mucho los ojos. Le cogió del brazo y señaló.

—Mira. ¡Guau!

Brody vio el pequeño rebaño de bisontes que se movían mascando por los campos de salvia.

—¿También es la primera vez que los ves?

—Como el oso, ya los había visto. Pero nunca había estado al aire libre con ellos. Es más emocionante. ¡Oh, mira! Bebés.

Había suavizado su acento al pronunciar la palabra, estirándola como si se fundiese.

—¿Por qué las mujeres siempre decís «bebés» en ese tono?

Ella se limitó a darle un golpe en el brazo con el revés de la mano.

—¡Son tan tiernos, y luego se hacen tan grandes…!

—Y entonces los preparas a la plancha.

—Por favor, estoy viviendo un momento precioso en la naturaleza. Al verlos desearía ir montada a caballo en lugar de en una furgoneta. ¿Sabes? Un caballo es más adecuado. Quiero ver un antílope —decidió—. Bueno, primero tendría que saber cómo montarlo.

—¿Quieres montar un antílope?

—No. —Se echó a reír de nuevo con suavidad—. Me he hecho un lío. Quiero ver un antílope mientras monto a caballo. Pero no sé montar.

—¿No se ha ofrecido Cas a enseñarte?

Reece se metió las manos en los bolsillos sin dejar de mirar el rebaño.

—No es eso lo que quería que montase. Pero puede que le tome la palabra, en cuanto a la clase de equitación, cuando esté segura de que se comportará.

—¿Te gusta que los hombres se comporten?

—No necesariamente —dijo en tono ausente—, pero en su caso sí.

Las alarmas no se dispararon en su cabeza hasta que él se volvió y apoyó las manos sobre el capó, a ambos lados de ella, atrapándola en el centro.

—Brody…

—No eres tonta ni lenta. Que tengas miedo es otra cosa. ¿Vas a decirme que no te lo esperabas?

El corazón de Reece latía a toda velocidad, tal vez en parte por miedo. Pero solo en parte.

—Hace mucho tiempo que mi mente no piensa en eso. Creo que no me he dado cuenta. Casi no me he dado cuenta —corrigió.

—Si no te interesa, más vale que lo dejes claro.

—Claro que me interesa. Es solo que… ¡uf!

La última palabra se convirtió casi en un chillido cuando él la cogió de los brazos y la levantó hasta ponerla de puntillas.

—Más vale que tomes aliento —advirtió—. Vamos a tirarnos de cabeza.

No pudo tomar aliento, ni pensar, ni equilibrarse. El chapuzón fue repentino, y el aire que era tan limpio y fresco se volvió abrasador. La boca del hombre no era paciente ni amable, no persuadía ni seducía. Sencillamente cogía lo que quería. La sensación de ser barrida, arrastrada y transportada la dejó mareada y floja.

Lo notó caliente, duro y sediento. Apenas recordaba cómo era sentir que un hombre tuviese sed de probarla y luego se saciase de ella.

Mientras se preguntaba si quedaría algo de ella cuando él terminase, sus brazos rodearon el cuello del hombre. Las manos de él aferraron sus caderas y la atrajeron brutalmente contra sí.

Su corazón latió con fuerza contra el del hombre. Temblaba, pero su boca se mostraba tan ávida como la de él; sus brazos se enlazaban con firmeza alrededor de su cuello. Cuando él recorrió sus labios, no percibió el sabor del miedo, sino el de una sorpresa que asomaba a través de una sofocante llamarada de necesidad.

Él quería más. La levantó por las caderas hasta dejarla sentada sobre el capó del coche. Entonces avanzó y tomó más.

Tal vez se hubiese vuelto loca y más tarde se arrepintiese. Pero por el momento cedió a las exigencias de su propio cuerpo y rodeó la cintura de él con las piernas.

—Tócame —pidió, mordiéndole el labio inferior, la lengua—. Tócame en algún sitio. Donde sea.

Las manos de él se deslizaron enseguida bajo el suave algodón del jersey y agarraron sus pechos. Un gemido surgió de la garganta de Reece; su cuerpo anhelaba más. Más contacto, más sensación, más de todo. Sus manos eran ásperas y duras, como el resto de él, ásperas, duras y directas. Eran fuertes y magullaban tiernamente todo lo que tocaban.

La respuesta de ella, sus demandas, devoraban el control que él no creía necesitar hasta dejarlo pendiente de un hilo. Se imaginó tomándola allí mismo, sobre el capó del coche, arrancando toda la ropa que estorbase y entrando en ella hasta liberar aquella tensión viva y madura.

—Calma —dijo, cogiéndola por los brazos con manos no demasiado firmes—. Vamos a relajarnos un poco.

Reece apenas le oyó por encima del estruendo de su mente, así que dejó caer la cabeza sobre su hombro.

—Vale, vale. Caray. No podemos… No deberíamos hacer esto…

—Lo hemos hecho y seguro que lo volveremos a hacer pero, como no tenemos dieciséis años, no será en mitad de la carretera ni sobre el capó de un coche.

—No, claro.

¿Era allí donde estaban? Consiguió levantar la cabeza y centrarse.

—Madre mía, estamos en mitad de la carretera. Muévete. Tienes que moverte.

Saltó al suelo, se pasó las manos por el cabello despeinado y se arregló el jersey y la chaqueta.

—Estás bien.

Ella no se sentía bien. Se sentía utilizada, aunque no lo suficiente.

—No podemos… No estoy preparada para… Esto no es buena idea.

—No te estoy pidiendo que te cases conmigo y tengamos hijos, flaca. Ha sido un beso y una idea buenísima. Acostarnos juntos es una idea aún mejor.

Ella se llevó las manos a las sienes.

—No puedo pensar. Mi cabeza va a explotar.

—Hace unos minutos parecía que fuese a explotarte otra parte del cuerpo.

—Para. ¿Puedes parar? Míranos, metiéndonos mano, hablando de sexo. Ha muerto una mujer.

—Seguirá muerta tanto si nos vamos a la cama como si no. Si necesitas algo de tiempo para asimilarlo, vale. Tómate un par de días. Pero si después de esto crees que no vamos a tenernos el uno al otro, entonces me equivocaba. Eres tonta.

—No soy tonta.

—¿Lo ves? Tenía razón.

Él se volvió para entrar en el coche.

—Brody, ¿puedes esperar un puñetero minuto?

—¿Para qué?

Reece se quedó mirando a aquel hombre corpulento, masculino y tosco, con la elevada extensión de los Tetons como fondo.

—No lo sé. No tengo la menor idea.

—Entonces volvamos. Me apetece una cerveza.

—Yo no me acuesto con todos los hombres que me atraen.

Brody se apoyó en la puerta abierta del coche.

—Según tú, hace dos años que no te acuestas con nadie.

—Es verdad, pero si crees que vas a aprovecharte de mi… racha de sequía…

—Puedes apostar tu culo flaco a que lo haré —contestó él con una sonrisa mientras subía al coche.

Ella movió su culo flaco hasta la puerta del pasajero y subió ofendida.

—Esta es una conversación ridícula.

—Pues cállate.

—Ni siquiera sé por qué me gustas —refunfuño ella—. Puede que no me gustes. Tal vez he reaccionado así contigo porque hace mucho tiempo que no tengo ningún… contacto personal íntimo.

—¿Por qué no dices simplemente que hace mucho tiempo que no echas un polvo?

—Es evidente que no tengo tu elegancia con las palabras. Pero lo que quiero decir es que el simple hecho de que haya reaccionado no significa que vaya a dejar que me eches en tu cama.

—No tengo previsto golpearte en la cabeza con mi garrote y arrastrarte por los pelos hasta mi cueva.

—No me extrañaría —respondió ella mientras buscaba la protección de sus gafas de sol—. Y, aunque te agradezco que me creas y me apoyes, no…

El frenazo fue tan brusco que ella se vio lanzada contra el cinturón de seguridad.

—Una cosa no tiene nada que ver con la otra —dijo él con voz peligrosamente fría—. No vayas por ahí.

—Yo… —Reece cerró la boca y respiró hondo cuando él volvió a conducir—. Eso ha sido ofensivo, tienes razón. Ha sido ofensivo para los dos. Ya te he dicho que no podía pensar. Tengo el cuerpo revuelto y el cerebro del revés. Estoy cabreada, estoy asustada y estoy caliente. Y me está entrando dolor de cabeza.

—Tómate un par de aspirinas y acuéstate. Cuando la calentura domine sobre lo demás, me avisas.

Reece fijó la vista en las montañas.

—Estos dos últimos días han sido muy extraños.

—Cuéntamelo a mí.

—Quiero hablar con el sheriff. Podrías dejarme allí.

—Vete a casa, tómate la aspirina y llámale.

—Necesito hablar con el cara a cara. Déjame allí —repitió mientras entraban en el pueblo—. Ve a tomarte tu cerveza. —Al ver que Brody no respondía, se movió en su asiento para ponerse de cara a él—. No te pido que vengas conmigo; no quiero que lo hagas. Si el sheriff Mardson piensa que no puedo defenderme a mí misma, tendrá menos motivos para creerme.

—Haz lo que te parezca.

—Eso intento.

Tras detener el coche delante de la oficina del sheriff, la miró con curiosidad.

—¿Qué hay para cenar mañana?

—¿Cómo?

—Me has invitado.

—¡Ah, se me había olvidado! No lo sé. Ya se me ocurrirá algo.

—Eso suena delicioso. Adelante, acaba con esto y luego duerme un poco. Tienes muy mal aspecto.

—Por favor, no me alabes más. Se me subirá a la cabeza.

Esperó un segundo, dos. Luego cogió su mochila del suelo y se dispuso a abrir la puerta.

—¿Algún problema?

—No. Bueno, pensaba que me darías un beso de despedida.

Los labios de él se crisparon mientras levantaba una ceja.

—Caramba, Flaca, ¿somos novios?

—¡Qué gilipollas eres!

Pero una risa le hizo cosquillas en la garganta mientras abría la puerta de un empujón.

—Y cuando me pidas que sea tu novia —añadió metiendo la cabeza por la ventanilla—, asegúrate de traer un anillo. Y tulipanes, son mis flores favoritas.

Luego cerró de un portazo.

La mezcla de regocijo y desconcierto la acompañó hasta la puerta del sheriff. Los nervios no la asaltaron hasta que la abrió y entró.

Olía a café rancio y perro húmedo. Vio la ubicación del primero sobre una pequeña encimera a la izquierda de la habitación, donde humeaba una jarra casi vacía de algo que parecía fango negro. Y la fuente del segundo olor yacía roncando en el suelo junto a las dos mesas metálicas situadas una frente a otra en las que supuso que trabajaban los ayudantes.

Solo una estaba ocupada. Mata de pelo oscuro, pequeña perilla, alegres ojos castaños, figura ligera y juvenil. «Denny Darwin —recordó Reece—, le gustan los huevos muy hechos y el beicon casi quemado».

Cuando se abrió la puerta levantó la vista y se ruborizó un poco. La prisa con que sus dedos pulsaron unas teclas del ordenador le hizo pensar que lo que estuviese haciendo no era asunto oficial.

—Hola, señora Gilmore.

—Reece —rectificó la muchacha, pensando que no era mucho más joven que ella; tenía unos veinticinco años, y una cara franca y fresca a pesar de la perilla—. Esperaba hablar con el sheriff, si está.

—Claro; le encontrará en su despacho. Adelante.

—Gracias. Bonito perro… Lo había visto antes. Suele nadar en el lago.

—Se llama Moses. Es el perro de Abby Mardson, la hija mediana del sheriff. ¿La conoce?

—Sí, desde luego. Le lanza una pelota al lago para que se zambulla a recogerla.

—Le gusta hacernos compañía cuando las niñas están en el colegio. Hoy se ha quedado un poco más.

En la cara marrón y peluda de Moses se abrió un ojo. El animal le echó un vistazo a Reece y se levantó lo suficiente para golpear contra el suelo su enorme y tupida cola.

—Suelen sobrarnos huesos de la sopa en Joanie’s. Si Moses quiere uno, solo tienen que decírmelo.

—Se lo agradezco.

—Encantada de conocerte, Moses.

Cruzó la oficina en la dirección que le había indicado Denny. Justo antes del pasillo había otra mesa para trámites, vacía y silenciosa en ese momento.

En un extremo del corredor había dos celdas abiertas y desocupadas, y en el otro, una puerta que indicaba ALMACÉN y otra que indicaba ASEO. Al otro lado del almacén se abría la puerta del despacho de Rick Mardson.

Estaba sentado detrás de una mesa de roble que parecía haber pasado por varias guerras. Se hallaba de cara a la puerta, con la ventana detrás de él lo bastante alta para permitir la entrada de la luz sin que se le viese desde la calle. Además del ordenador y el teléfono, había en la mesa un par de fotos enmarcadas, expedientes y un vaso de color rojo que albergaba varios bolígrafos y lápices.

Del viejo perchero del rincón colgaba su sombrero y un chaquetón marrón desteñido. Unos pósters de cine animaban las paredes pintadas de un beis industrial con imágenes de John Wayne, Clint Eastwood y Paul Newman vestidos de vaquero.

Se levantó al verla vacilar en el umbral.

—Pase, Reece. Acabo de llamar a su casa.

—Debería comprarme un contestador. ¿Tiene un momento?

—Desde luego. Siéntese. ¿Quiere una taza del peor café de Wyoming?

—Prescindiré de él, pero gracias. Me preguntaba si tendría noticias.

—Bueno, la buena noticia es que no falta nadie de Angel’s Fist. Lo mismo puede decirse de los visitantes que hemos tenido en los últimos días. No hay desaparecidos en la zona que coincidan con su descripción de la mujer.

—Nadie se ha dado cuenta todavía de que no está. Solo ha pasado un día.

—Es posible, lo comprobaré periódicamente.

—Usted cree que me lo imaginé.

Él fue hasta la puerta, la cerro y volvió para sentarse en el borde de su mesa. Su rostro reflejaba amabilidad y paciencia.

—Solo puedo decirle lo que sé. Ahora mismo sé que todas las mujeres del pueblo están localizadas, y que las visitantes que están aquí, o que estuvieron aquí hasta ayer, están sanas y salvas. Y sé, porque comprobar estas cosas forma parte de mi trabajo, que pasó una mala racha hace un par de años.

—Eso no tiene nada que ver con esto.

—Puede que sí. Ahora quiero que se tome algún tiempo y piense en todo esto. Podría ser que hubiese visto a un par de personas, tal como dijo, que discutían. Tal vez hubo incluso violencia física. Pero usted estaba muy lejos, Reece, incluso con los prismáticos. Quiero que piense si es posible que esas dos personas se marchasen caminando.

—Ella estaba muerta.

—Vamos, estaba usted al otro lado del río, camino arriba. No pudo tomarle el pulso, ¿verdad?

—No, pero…

—Repasé su declaración un par de veces. Echó a correr, se encontró con Brody y regresó. Pasaron unos treinta minutos. ¿No es posible que la mujer se levantase y se fuese, puede que aún furiosa, puede que con algunos cardenales, pero viva y con buena salud?

«La botella no está medio vacía o medio llena —pensó Reece—. Solo es una puñetera botella, y la he visto con mis propios ojos».

—Estaba muerta. Si se fue caminando, ¿cómo explica que no hubiese huellas ni señal alguna de que alguien hubiese estado allí?

Él se quedó callado unos momentos, y cuando habló lo hizo con la misma paciencia infinita que a ella empezaba a treparle por la columna vertebral como un puñado de arañas.

—Usted no es de por aquí, y era la primera vez que recorría ese sendero. Estaba conmocionada y trastornada. El río es largo, Reece. Es fácil que se equivocase de sitio cuando volvió con Brody. ¡Caramba, pudo ser medio kilómetro más arriba!

—No pudo ser tan lejos.

—En fin, he examinado la zona lo mejor que he podido, pero es mucho terreno para cubrir. Me he puesto en contacto con los hospitales más cercanos. Ninguna mujer que correspondiese a su descripción con traumatismos en el cuello o la cabeza ha sido ingresada. Mañana volveré a comprobarlo.

Ella se levantó.

—No cree que viese nada.

—Se equivoca. Creo que vio algo que la asustó y trastornó. Pero no encuentro una sola prueba que confirme que presenció un homicidio. Mi consejo es que me deje seguir con esto, y tiene mi palabra de que lo haré. Por ahora olvídese del asunto. Ahora me voy a casa, a ver a mi mujer y a mis hijas. La acompañaré.

—Prefiero caminar y despejarme. —Se dirigió hacia la puerta y se volvió antes de salir—. Esa mujer estaba muerta, sheriff —añadió—. Eso no es algo que pueda olvidar.

Cuando se marchó, Mardson respiró hondo y sacudió la cabeza. «He hecho cuanto he podido —pensó—, y eso es todo lo que se le puede pedir a un hombre».

Se llevaría a su perro, se marcharía a casa y cenaría con su mujer y sus hijas.