15
Reece insistió en recoger la cocina. Él ya lo esperaba, pues era una mujer amante de poner y mantener las cosas en su sitio. Estaba convencido de que ya tenía esa tendencia antes del violento incidente de Boston, donde seguramente mantenía la casa y las cocinas, la personal y la profesional, ordenadas. Sin duda siempre sabía dónde estaban el cuenco mediano, la camisa azul y las llaves del coche. Su talonario de cheques siempre debía de estar equilibrado.
Con toda probabilidad, lo que le había ocurrido había puesto de relieve y aumentado su inclinación a la organización. En este punto de su vida, no solo quería sino que necesitaba que las cosas estuviesen en su sitio. Eso le daba una sensación de seguridad.
En cuanto a él, la mayoría de los días se sentía satisfecho si era capaz de encontrar unos calcetines a juego al primer intento.
Como vio que no estaría satisfecha de otro modo, secó los platos y volvió a meterlos en el armario. Pero se mantuvo bastante apartado mientras ella guardaba las sobras, ponía sus utensilios en las cajas y limpiaba los quemadores.
Los nervios regresaban, y a Reece se le habían pasado las ganas de hablar. Brody prácticamente los veía brotar en su piel como una urticaria mientras aclaraba el paño de cocina, lo escurría y lo ponía a secar sobre la separación de las dos pilas del fregadero.
Supuso que ahora que la cena había terminado y que faltaba poco para acabar de ordenarlo todo, el sexo había regresado a la habitación como un invitado interesante e incómodo al mismo tiempo.
Pensó en agarrarla, llevarla arriba y meterla en la cama antes de que se lo pensara. La técnica tenía sus ventajas, y era probable que lograse desnudarla antes de que cambiase de opinión. Pero rechazó la idea, al menos de momento, a favor de un enfoque más sutil.
—¿Quieres dar un paseo? ¿Tal vez hasta el lago?
Vio en su rostro una mezcla de sorpresa y alivio.
—Eso estaría muy bien. Aún no lo he hecho, al menos por este lado.
—Hace una noche clara, así que hay luz suficiente. Pero necesitarás la chaqueta.
—Es verdad.
Fue al lavadero para cogerla del perchero.
Él entró detrás de ella y se estiró para coger la suya, rozándola de forma deliberada. Reece se puso rígida, se apartó y fue a abrir la puerta.
Sus nervios latieron una vez y luego parecieron evaporarse en el aire fresco.
—Esto es precioso —dijo mientras aspiraba el aire, que olía a tierra y a pino—. No me he decidido a pasear sola por la noche. De todas formas, he pensado en ello. Pero o está todo demasiado tranquilo, o no lo suficiente, y de inmediato se me ocurren una docena de razones para volver directamente a mi apartamento cuando termino el turno de la cena.
—En esta época del año, por la noche casi toda la gente que hay es del pueblo. No hay motivo para preocuparse por aquí.
—Es evidente que no te has enterado del psicópata que se esconde en el pantano, el violador en serie que está de paso en el pueblo o el amable profesor de mates que en realidad es un asesino con hacha.
—Creo que me los he perdido.
Ella le echó un vistazo como si reflexionase y luego se encogió de hombros.
—Una noche de la semana pasada me sentía agitada y me apetecía dar un paseo. Llegué a pensar en llevarme el tenedor de servir por si tenía que defenderme de alguno de mis imaginarios maníacos homicidas.
—Un tenedor de servir.
—Sí. Un cuchillo me pareció un tanto excesivo. Pero si es necesario se puede hacer bastante daño con un buen tenedor de servir. Sin embargo, desestimé la idea y me quedé a ver una vieja película en la tele. Es absurdo. Soy absurda. ¿Por qué quieres perder el tiempo conmigo, Brody?
—Tal vez las mujeres neuróticas me resulten excitantes.
—No es verdad —respondió ella con una carcajada, sacudiendo el cabello hacia atrás para mirar el cielo—. Dios mío, es tan grande, tan claro… Veo la Vía Láctea. Creo que es la Vía Láctea. Y las dos Osas, lo que agota mis conocimientos sobre constelaciones.
—A mí no me mires. Yo solo veo un puñado de estrellas y una luna blanca en cuarto menguante.
—¿De verdad?
Al ver que él no la cogía de la mano, las metió en los bolsillos de la chaqueta. Brody no debía de ser de esos.
—Invéntate una —continuó—. Tú te dedicas a inventar cosas.
Brody se metió los pulgares en los bolsillos de los vaqueros y contempló las estrellas.
—Ahí está el Pastor Solitario, o el Gordo a la Pata Coja. Hacia el oeste, está la Diosa Sally, que protege a las cocineras de frituras.
—¿Sally? Ha estado ahí todo este tiempo y yo sin saber que tenía una diosa patrona.
—Tú no eres una cocinera de frituras.
—En este momento, sí. Además, quiero a Sally para mí. Mira cómo brilla en el agua.
Las estrellas nadaban en el lago como un millar de luces que centelleaban en su oscura superficie. La luz de la luna cortaba una vaga semiesfera blanca sobre el destello. El perfume de los pinos, el agua, la tierra y la hierba embalsamaba el aire.
—A veces añoro tanto Boston que me duelen los huesos —le contó ella—. Y entonces creo que necesito volver; y reencontrar lo que tenía allí. Mi vida atareada, mis amigos atareados. Mi apartamento con las paredes de color rojo y la mesa de comedor negra y brillante.
—¿Paredes de color rojo?
—Antes me gustaba lo atrevido, pero ahora estoy en un sitio como este y pienso que, aunque pudiese borrar lo que ocurrió, no sé si podría encontrar algo allí que aún quisiera o necesitara. Ya no me gustan las paredes de color rojo.
—¿Qué más da? Tu casa es el lugar en el que estás, y si resulta que no te conviene, la haces en otro sitio y la pintas con los colores que te apetece en ese momento.
—Eso es lo que pensé al marcharme. Vendí todas mis cosas. Mi mesa de comedor negra y brillante, y todo lo demás. Pensé que había que hacerlo. No trabajaba y tenía que pagar facturas. Montones y montones de facturas. Pero eso solo era una parte. Ya no quería todo aquello.
—Era tuyo y podías venderlo —comentó él, pensando no obstante que debía de haber sido muy duro para alguien como ella desprenderse de todo lo que tenía. Doloroso y triste.
—Sí, era mío y podía venderlo. Y pagué las facturas. Y ahora estoy aquí. —Reece se acercó al borde del lago—. La mujer de tu libro… la que al final no mataste… ¿Cómo se llama?
—Madeline Bright. Maddy.
—Maddy Bright. —Reece probó el nombre—. Me gusta… Simpático pero fuerte. Espero que salga adelante. Ella también.
Permanecieron un momento, el uno junto al otro, mirando el lago, a través de la noche, hacia la profunda silueta de las montañas.
—Cuando nos encontramos en el sendero aquel día, y tú explicaste cómo moriría ella, o como creías que moriría, y yo continué caminando, ¿te quedaste allí arriba para asegurarte de que regresaba sana y salva?
Él fijó la vista en los Tetons.
—Hacía buen día. No tenía nada más que hacer.
—Fuiste hacia donde yo estaba antes incluso de que me oyeses bajar corriendo.
—No tenía nada más que hacer —repitió él.
Reece se situó frente a él.
—Te portaste como un buen tío. —Se arriesgó, dio un gran paso, al menos para ella. Como saltar desde un precipicio hacia un río. Levantó las manos y las posó en el rostro de él. Se puso de puntillas y rozó los labios de Brody con los suyos—. Me temo que la voy a fastidiar. Deberías saberlo antes de que volvamos. Pero de todos modos me gustaría volver. Me gustaría volver e irme a la cama contigo.
—Es una idea excelente.
—Se me ocurren de vez en cuando. Tal vez deberías darme la mano por si pierdo los nervios y trato de echar a correr.
—Claro.
No perdió los nervios ni trató de echar a correr, pero con cada paso de regreso hacia la cabaña las dudas aumentaban.
—Tal vez deberíamos tomar primero otra copa de vino.
—Ya he tomado bastante, gracias —dijo Brody mientras seguía caminando sin soltarle la mano.
—Quizá sería mejor hablar de adónde nos lleva esto.
—Ahora mismo nos lleva a mi dormitorio.
—Sí, pero…
De nada servía poner reparos cuando él ya tiraba de ella.
—Mmm, tienes que cerrar la puerta con llave —añadió.
Él lo hizo.
—Ya está.
—La verdad, creo que tenemos que… —Se interrumpió, estupefacta, cuando él se limitó a levantarla del suelo y echársela sobre el hombro—. ¡Oh, vaya! —En su interior luchaban demasiadas corrientes conflictivas para poder decidir si aquello resultaba romántico o humillante—. No estoy segura de que sea este el enfoque adecuado. Me parece que si nos tomásemos unos minutos para hablar… Solo quisiera pedirte que no esperes demasiado porque, la verdad, hace mucho que no práctico y…
—Estás hablando demasiado.
—Pues la cosa va a empeorar —le advirtió Reece cerrando los ojos cuando él empezó a subir por la escalera—. Noto que no voy a poder parar. Escucha, escucha, cuando estábamos fuera podía respirar y creía que podría con esto. No es que no lo quiera, es solo que no estoy segura. No sé. Dios mío. ¿Hay pestillo en la puerta del dormitorio?
Brody la cerró con el pie, se volvió y accionó el pestillo.
—¿Mejor?
—No lo sé. Tal vez. Ya sé que estoy siendo una tonta, pero es que no…
—Saber que estás siendo una tonta es el primer paso para la recuperación —dijo antes de dejarla de pie junto a la cama—. Ahora cállate.
—Solo creo que si…
Los pensamientos se esfumaron cuando él volvió a hacerlo. Tirar de ella, cerrarle la boca con la suya, con pasión, con sed. Ella solo pudo aguantar mientras los miedos, las necesidades y la razón luchaban en su interior.
Parte de ella se rompía en pedazos. Y parte de ella desaparecía.
—Creo que…
—Debería callarme —acabó él, antes de volver a besarla.
—Lo sé. Tal vez, podrías hablar tú. Pero ¿puedes apagar las luces?
—No las he encendido.
—¡Oh, vaya!
Ahora la plateada luz de la luna y el resplandor de las estrellas, tan bonitas y atrayentes en el exterior, parecían demasiado brillantes.
—Imagina que aún te tengo cogida de la mano para que no puedas escaparte.
Pero Reece sentía que sus manos le recorrían el cuerpo, que sus pulgares se deslizaban sobre sus pechos, y no con demasiada suavidad. Deliciosos escalofríos.
—¿Cuántas manos tienes?
—Las suficientes para hacer lo que hay que hacer. Deberías mirarme. Mírame, Reece. Así. ¿Te acuerdas de la primera vez que te vi?
—En el… en el restaurante. En Joanie’s.
La luz de la luna oscurecía los ojos de Brody, como si el verde hubiese sido engullido por la noche.
—Sí —confirmó él mientras le desabrochaba la camisa, antes de bajar la cabeza para cerrar los dientes sobre su mandíbula hasta que la muchacha se echó a temblar—. La primera vez que te vi, se me alteró la sangre por un momento. ¿Entiendes lo que te digo?
—Sí, sí. Brody, solo que…
—Unas veces actúas siguiendo ese impulso —dijo mientras bajaba mordisqueándole el cuello—; otras veces no, pero sabes cuándo lo sientes.
—Si estuviese oscuro… Sería mejor si estuviese oscuro.
Él cogió la mano que ella había alzado para cubrirse la cicatriz del pecho y se la apartó.
—Alguna vez probaremos esa teoría. Tienes una piel muy sexy, Flaca.
Sus manos ascendieron hasta los hombros y le quitaron la camisa mientras se deslizaban por sus brazos.
—Caliente y suave… Me apetece lamerla. No, no hagas eso —pidió enrollando el cabello de ella en su mano para evitar que bajase la cabeza—. Sigue mirándome.
«Ojos de gato», pensó ella. Estaba tan cerca de ellos que parecían haber recuperado el color, una mezcla de verde y ámbar. Había tanta atención en ellos… No se sentía segura mirándolos, nada segura. Pero el miedo resultaba emocionante.
Entonces los dedos de la mano que él tenía libre le desabrocharon el sujetador, y Reece abrió mucho los ojos.
Mientras una risa nerviosa le apuntaba en la garganta, él volvió a devorarla, boca a boca y cuerpo a cuerpo. Todo en Brody era duro, fuerte y un poquito áspero. Todo en Brody era exactamente lo que ella quería.
Las manos recorrían su piel, descubriendo secretos que había olvidado que tenía; los dientes la rozaban, causando deliciosas y finas líneas de calor. Notó que le desabrochaba el cinturón antes de que sus manos se deslizasen bajo la tela tejana para acariciar su piel.
La respuesta de ella fue oscilante. Tímida e indecisa, ávida y ardiente. Pero en la montaña rusa que recorría, le arrastraba a él consigo, con la subida jadeante, la caída de vértigo y todas las peligrosas curvas intermedias.
Reece era esbelta y bien formada, con una piel lisa y suave, seductora en su fragilidad. La muchacha trató de desabrocharle la camisa. Cada vez que él la acariciaba, fuera donde fuese, se quedaba sin respiración.
Brody la saboreó, probó y atacó con violencia mientras su propio control estaba a punto de quebrarse.
Los brazos de Reece le estrecharon con fuerza cuando él la levantó del suelo y casi la arrojó sobre la cama. Su grito de excitado asombro quedó ahogado contra la boca de él. En una especie de frenesí, trató de quitarse los zapatos mientras sacudía las caderas para poder quitarse los vaqueros.
La boca de él se apartó de la suya para deleitarse en su cuello mientras los dedos de ella se clavaban en los músculos de la espalda de Brody, en sus hombros. Todo en ella se alzaba hacia ese calor, su amenaza y su promesa.
Cuando la boca de él se cerró golosa sobre uno de sus senos, los latidos de Reece se convirtieron en truenos. Su pulso estalló en un galope.
El peso de Brody la inmovilizaba, su boca la reclamaba. A través de la niebla plateada del deseo, asomó el pánico. Ella lo combatió ordenándole a su mente que se apagase, que permitiese el dominio del cuerpo. Pero al final ambos la traicionaron y sus pulmones se cerraron.
—No puedo respirar. No puedo. Espera, para.
Brody tardó un momento en comprender que aquello no era pasión sino pánico. Rodó hacia un lado y luego la agarró de los hombros para incorporarla.
—Estás respirando —le dijo mientras la sacudía con suavidad—. Deja de jadear. Vas a marearte.
—Vale, vale.
Reece conocía la rutina. Tenía que concentrarse en cada respiración, en el acto físico de inhalar despacio y con regularidad.
Mortificada, cruzó los brazos sobre los pechos. La luz de la luna la iluminaba.
—Lo siento. Lo siento. Maldita sea, estoy harta de ser una tía rara.
—Pues para.
—¿Crees que es así de fácil? Oh, ahora seré normal. ¿Crees que me gusta estar aquí sentada, desnuda y humillada?
—No lo sé. ¿Te gusta?
—Eres un cabrón.
—Ya estás engatusándome otra vez con buenas palabras. —Brody observó que había calidez en sus ojos, pero el brillo que apareció en ellos presagiaba tormenta—. Si te echas a llorar, voy a cabrearme.
—No voy a llorar, idiota —dijo ella enjugándose una lágrima.
—Ya lo has hecho. Has vuelto a excitarme —replicó Brody apartándole el pelo de los hombros—. ¿Te he hecho daño?
—¿Cómo?
—¿Te hacía daño?
—No. Mierda, no —dijo, manteniendo un brazo sobre sus pechos y cubriéndose la cara con la otra mano—. No. Es que… no podía respirar. Me sentía, no sé, atrapada debajo de ti, supongo. Solo un arrebato de claustrofobia, ansiedad y otras neuras.
—Oh, si eso es todo, puedo arreglarlo —dijo volviendo a cogerla por los hombros y atrayéndola hacia sí mientras se acostaba—. Ponte encima.
—Brody…
—Mírame.
Le apoyó una mano detrás de la cabeza y atrajo sus labios hacia sí.
—Tómatelo con calma —murmuró contra su boca—. O tómatelo como mejor te vaya.
—Me siento torpe.
—No, no es verdad.
Brody dejó que sus manos vagasen y observó cómo volvía el color a las mejillas de Reece.
—Yo te encuentro suave, más bien delgada. Pero no torpe. Bésame otra vez.
Reece posó sus labios en los de él y se liberó del pánico. El corazón del hombre latía con fuerza y firmeza contra el suyo; sus labios exigían la rendición. El sabor de Brody, una vez más, despertó todos aquellos apetitos negados durante tanto tiempo.
Sin embargo, cuando él la levantó por las caderas Reece empezó a protestar, a apartarse. Pero él la sujetó y sus ojos la atraparon hasta que se deslizó en su interior.
La sacudió un estremecimiento de alivio, placer y deseo. Luego empezó a moverse y su cuerpo comenzó a responder.
Gritó cuando la asaltó la primera oleada de placer, una conmoción, un torbellino de felicidad en estado puro.
Reece gimió mientras se levantaba de nuevo. Mientras se entregaba a la sensación y a Brody. Y al final, mientras recibía y recibía.
Se dejó arrastrar por la siguiente oleada de placer. El orgasmo parecía partirla en dos. Sentía al hombre palpitar con ella, latido a latido.
«Gracias, Dios mío, gracias», pensó sollozando.
Cuando Brody se incorporó, la tomó por los brazos y le mordió el hombro, fue Reece la que los llevó a ambos a la culminación.
Reece yacía satisfecha, deslumbrada y agradecida. No tenía ni idea de qué decir o hacer a continuación, pero sentía el cuerpo relajado. «Caramba —corrigió—, está relajado, pero mi corazón sigue retumbando como un tambor». Si pudiese reunir la energía suficiente, faltaría a su palabra y lloraría.
Lágrimas de felicidad en estado puro.
Había acariciado y sido acariciada; había dado y recibido. Había tenido un orgasmo —por fin— tan fuerte y brillante como un gran puñado de diamantes.
Y sabía de sobra que no era la única.
—Quiero darte las gracias. ¿Es una tontería?
Él se movió lo justo para pasarle una mano por la espalda.
—La mayoría de las mujeres me envían después regalos. Puedo conformarme con las gracias, pero solo por esta vez.
Reece se echó a reír mientras se incorporaba para mirarle. Brody tenía los ojos cerrados y el rostro relajado. Su expresión de pura satisfacción masculina le infundió deseos de saltar de la cama y bailar la danza de la victoria.
Oh, sí, había dado tanto como había recibido.
—He preparado la cena —le recordó.
—Es verdad. Eso cuenta —respondió él mientras abría los ojos perezosamente—. ¿Cómo estás, Flaca?
—¿Quieres saber la verdad? Deje de creer que volvería a sentirme así. Solo era una pérdida más, y dentro del conjunto… Bueno, dentro del conjunto es una pérdida tremenda. Así que, de verdad, gracias por quitármela y… ya no sé lo que me digo —dijo al ver que él se echaba a reír—. Más vale que me calle.
—Ya es hora.
Reece se puso a jugar con el pelo de Brody. Solo deseaba acurrucarse y dormir.
—Creo que debería vestirme y marcharme a casa.
—¿Por qué?
—Se hace tarde.
—¿Tienes toque de queda?
—No, pero… ¿quieres que me quede?
—Supongo que si te quedas a pasar la noche te sentirás obligada a preparar el desayuno por la mañana.
Un suave calor se difundió justo debajo de su corazón.
—Supongo que podrías convencerme para que te preparase el desayuno.
—Por las mañanas soy muy persuasivo —dijo él tirando de la colcha y la sábana, antes de tumbar a la muchacha—. Además, no es tan tarde, y no he acabado contigo.
—En ese caso, creo que me quedo.
Más tarde, mientras él dormía, Reece yacía intranquila e inquieta. Discutió consigo misma, pero al final se rindió y se levantó de la cama.
Se dijo que solo lo comprobaría una vez, una sola, y se cubrió con la camisa de él antes de salir de puntillas de la habitación. Bajó despacio por la escalera, haciendo muecas con cada crujido de las tablas.
Primero comprobó la puerta principal. Estaba cerrada, claro. ¿No había visto ella misma cómo Brody las cerraba? De todos modos, ¿qué mal había en comprobarlo? La puerta trasera también estaba cerrada, por supuesto. Pero…
Se dirigió a la parte trasera de la casa y lo comprobó. Por un momento observó las sillas de la cocina. Deseó apoyar una bajo el picaporte, y tuvo que convencerse de lo contrario.
No estaba sola en la casa. Estaba con un hombre corpulento y fuerte. Nadie iba a tratar de entrar, pero si alguien lo hacía, Brody podría manejar la situación.
Se obligó a apartarse de la puerta y de las sillas, a salir de la habitación.
—¿Ocurre algo?
No chilló, pero a punto estuvo de hacerlo. Retrocedió dando traspiés y se golpeó dolorosamente la cadera contra el marco de la puerta. Brody se le acercó.
—Puede que sí seas torpe.
—Ja. Puede. Solo estaba…
Reece se encogió de hombros, sin saber qué decir.
La había oído salir del dormitorio y supuso que tenía que ir al baño. Pero los peldaños habían crujido bajo sus pies. La curiosidad le hizo ponerse los vaqueros y bajar a ver qué hacía.
—¿Está todo bien cerrado? —preguntó en tono ligero.
—Sí. Solo quería… Necesito comprobar esa clase de cosas antes de poder dormir. No tiene mucha importancia.
—¿Quién ha dicho que la tuviese? ¿Es esa mi camisa?
—Pues sí. No puedo ir por ahí desnuda.
—No veo por qué no. Pero como no me la has pedido y eso es de muy mala educación, creo que más te vale subir pitando y devolvérmela.
—Tienes toda la razón. Estoy muy avergonzada.
Reece volvió a relajarse.
—Deberías estarlo —dijo él tomándola de la mano y acompañándola escalera arriba—. ¿Te gustaría que yo me pasease por ahí vestido con tu ropa sin permiso?
—No creo que me gustase, aunque podría ser extrañamente fascinante.
—Sí, como si algo tuyo pudiese meterse en mí. ¿Cómo quieres la puerta?
Ella se quedo mirándole. «¿Habrá oído caer mi corazón a sus pies?».
—Cerrada con llave, si te parece bien.
—A mí no me importa —dijo mientras cerraba—. Ahora devuélveme mi puñetera camisa.
Un sueño la despertó, imágenes confusas, un dolor agudo. Abrió los ojos. No estaba en el almacén; no sangraba. Pero las sombras y siluetas de aquella habitación eran desconocidas, y el corazón le dio un vuelco. Entonces lo recordó.
El dormitorio de Brody. La cama de Brody. Y el codo de Brody que se le clavaba en las costillas como una piqueta resultaba extrañamente reconfortante.
No solo estaba segura; casi se sentía maravillosamente bien.
Volvió la cabeza para contemplarle y observó que dormía boca abajo. Era de los que se tomaban terreno. Durante la noche la había empujado hasta el borde de la cama, dejándole un escaso triángulo de colchón. Pero no había problema. Reece había dormido a pierna suelta durante varias horas en aquel mezquino espacio.
Y antes de eso, había hecho buen uso de cada centímetro de aquella cama.
Se levantó y se sintió algo decepcionada al ver que él no la buscaba con el brazo. Se dijo que no importaba mientras reunía su ropa. Tenía cosas que hacer, entre ellas preparar el desayuno con las limitadas provisiones de la cocina de Brody.
Salió de la habitación sin hacer ruido y entró en el cuarto de baño, al otro lado del pasillo. Cuando pulsó el botón del pestillo del tirador, este volvió a abrirse de golpe. Después de varios intentos se quedó mirando el tirador, con la ropa apoyada en desorden contra su pecho.
¿Cómo era posible que no cerrase? ¿Había pestillo en la puerta del dormitorio pero no en el baño? Eso era ridículo, eso no podía ser. Por fuerza tenía que cerrar, pero por más que lo pulsaba y le daba vueltas, no quedaba fijo.
—No hace falta que cierre la puerta. Nadie entró a asesinarme anoche y nadie va a entrar esta mañana. Brody duerme al otro lado del pasillo. Tres minutos en la ducha, eso es todo. Dentro y fuera. No pasa nada.
Aquel cuarto de baño era el doble de grande que el suyo, había una bañera blanca de tamaño normal y una ducha. Toallas azul marino que no pegaban demasiado con el verde de la encimera. De todos modos, nada estrafalario, nada extraño. No dejó de mirar la puerta mientras retrocedía para abrir los grifos.
Le gustaban las paredes de troncos, lisas e impermeabilizadas, las baldosas que imitaban la pizarra. Brody debería haber elegido toallas grises —pensó—, o de un verde como el de la encimera.
Intentó concentrarse en esa idea y en la sencillez del cuarto mientras se metía en la ducha.
Cogió el jabón y se puso a repasar las tablas de multiplicar. El jabón resbaló de su mano temblorosa cuando llamaron a la puerta.
Se dijo que los psicópatas no llamaban.
—¿Brody?
—¿Esperas a otra persona?
Abrió la puerta y al cabo de un momento descorrió la cortina de la ducha unos centímetros. Estaba completamente desnudo.
—¿Por qué te interesa saber cuánto son ocho por ocho mientras te duchas?
—Porque cantar en la ducha es demasiado vulgar para mí —dijo ella, tratando de decidir qué hacer con las manos sin que fuese evidente que se estaba tapando—. Salgo en un minuto.
—Creo que anoche ya vi todo lo que había que ver. ¿O es que el agua te vuelve tímida?
—No.
Reece se obligó a bajar uno de los brazos y luego se llevó una mano al cabello mojado, pero mantuvo la mano libre un poco cerrada sobre su pecho.
Ignorando la humedad y el vapor, Brody tiró de su mano hacia abajo. Y cuando ella volvió a subirla, arqueó las cejas y tiró de ella hacia abajo con mayor firmeza.
Echó un vistazo a la cicatriz que la muchacha había intentado ocultar.
—Te libraste por los pelos.
—Podría decirse que sí.
Trató de apartarse, pero él se lo impidió cogiéndole la mano con más fuerza y entrando en la bañera con ella.
—¿Te preocupa la cicatriz porque crees que te hace imperfecta?
—No. Tal vez. Es que no…
—Tienes otros defectos, ¿sabes? Por ejemplo, unas caderas huesudas.
—¿Ah, sí?
—Sí, y ahora que tienes el pelo mojado y puedo fijarme bien, me parece que no tienes las orejas a la misma altura.
—Claro que las tengo.
El instinto y la ofensa la llevaron a levantar las manos para comprobarlo. Él se acercó y la rodeó con sus brazos.
—Pero aparte de eso no estás nada mal. Más vale que te aproveche.
La empujó contra la pared de la ducha y así lo hizo.