22
«Una cerveza —pensó Reece—. Si una mujer no puede permitirse una cerveza, ¿qué sentido tiene conservar un empleo y trabajar hasta tener la espalda molida al final de una larga jornada?».
Clancy’s estaba repleto de gente del pueblo y de turistas que habían acudido a la zona para pescar o ir en barca, para hacer excursiones o montar a caballo. El larguirucho Reuben se hallaba al micrófono y ofrecía una versión llena de sentimiento de «You’ll think of me», de Keith Urban. Un grupo de vaqueros jugaba una partida de billar con un par de chicas de ciudad, así que las bolas chocaban envueltas en una fina neblina sexual. Dos parejas del Este brindaban y se hacían fotos contra el fondo de cabezas de alces y muflones.
En la barra, Cas meditaba con la ayuda de una botella de Big Horn.
—Parece que está sufriendo —dijo Reece.
Linda-Gail se encogió de hombros.
—No lo suficiente. Esta vez tendrá que venir por donde yo diga y con el sombrero en la mano. Puedo esperar —dijo antes de coger una de las galletitas saladas del cuenco de plástico negro que había sobre la mesa y morderla con fuerza—. Llevo casi toda mi vida colgada de ese estúpido vaquero, y le he dado el tiempo y el espacio suficiente para que acabe de montar a toda la cuadra.
—Bonita metáfora —dijo Reece.
Pero Linda-Gail no estaba para cumplidos.
—Supuse que Cas llevaba en la sangre más avena loca que la mayoría, así que, vale, dejé que la sembrara, que se sacara toda esa ansia del cuerpo. Cuando un hombre como ese chasquea los dedos, las mujeres se le echan encima.
Reece levantó una mano.
—Yo no.
—Ya, pero tú estás loca.
—Cierto. Supongo que eso lo explica.
—Pero ahora estoy dispuesta a empezar a construir el resto de mi vida —dijo Linda-Gail con los ojos clavados en la espalda de Cas mientras mordía otra galletita—. O se adapta, o no se adapta.
Reece reflexionó.
—Los hombres son unos cabrones —dijo por fin.
—Oh, sí, claro que lo son. Pero es que las mujeres no me gustan de la misma forma, así que voy a necesitar a un hombre para poner las cosas en marcha.
—¿Qué clase de cosas?
Apoyando el codo sobre la mesa, Linda-Gail descansó la barbilla en la palma de la mano.
—Quiero comprarle mi casa a Joanie. Me la vendería si se lo pidiera. Y cuando esté dispuesta a retirarse, quiero llevar Angel Food.
Reece asintió, nada sorprendida.
—Lo harías bien.
—Desde luego que sí. Y poner un par de candelabros de plata en la mesa del comedor. Bonitos, para que los herede mi hija. Quiero una hija en particular, aunque lo que me gustaría de verdad sería tener uno de cada. Un niño y una niña. Quiero un hombre que trabaje a mi lado, y que me mire como si yo siempre tuviese razón. Quiero oír cómo se limpia las botas en la puerta por la noche mientras se hace la cena. Y alguna que otra vez, solo de vez en cuando, quiero que me traiga flores al volver a casa.
—Eso está muy bien.
—Y quiero que sea un toro en la cama, y que me deje sorda, muda y ciega con bastante frecuencia.
—Excelentes objetivos. ¿Cas está a la altura?
—En cuanto a la parte sexual, estoy bastante segura, aunque solo he visto el avance y no la película entera —dijo sonriendo, mientras cogía otra galletita—. ¿El resto? Tiene posibilidades, Pero si quiere echarlas a perder, no puedo detenerle. ¿Quieres otra cerveza?
—No, estoy bien.
Linda-Gail pidió una mientras las dos mujeres del Este ocupaban el escenario con una enérgica versión de «I feel like a woman».
—¿Y tú? ¿Cuáles son tus excelentes objetivos?
—Antes eran dirigir la mejor cocina del mejor restaurante de Boston. Ser considerada uno de los diez mejores, o de los cinco mejores, cocineros del país. Quería casarme y tener hijos, pero pensaba que había mucho tiempo para eso. Algún día. Luego, después de que me hiriesen, solo quería pasar el momento. Luego, la hora siguiente, y luego, el día siguiente.
—Nadie sabe cómo es eso hasta que le ha ocurrido —dijo Linda-Gail al cabo de un momento—. Pero creo que es lo más inteligente que se puede hacer. Tienes que pasar los días para seguir adelante.
—Ahora quiero mi casa. Cumplir con mi jornada laboral y poder tomar una copa con una amiga.
—¿Y Brody?
—No puedo imaginarme no deseándole. Esta noche ha entrado en la cocina por la puerta de atrás y me ha arrastrado hasta la calle.
—¿Qué? ¿Cómo? —Linda-Gail apoyó la nueva cerveza tan deprisa sobre la mesa que la espuma se desbordó por los lados—. ¿Cómo me he perdido eso? ¿Qué ha pasado?
—Quería que volviese a su casa con él.
—¿Y cuál es el motivo de que estés aquí tomando una cerveza y escuchando un karaoke nefasto? En este momento en particular, nefasto es poco.
Reece apretó los dientes.
—No volveré hasta que esté segura de que me quiere allí, y no para protegerme. Voy a comprarme un perro —dijo frunciendo el entrecejo.
—Me he perdido.
—Si solo quiero protección, me compraré un puñetero perro. Quiero un amante en un plano de igualdad. Y si voy a estar en esa cabaña con él, no quiero sentirme como una invitada. Ni siquiera se ha ofrecido a dejarme un cajón de su armario.
Linda-Gail puso mala cara y volvió a apoyar la barbilla en la mano.
—Los hombres son un asco.
—Tienes toda la razón. Me cabrea estar enamorada de él.
Con mirada triste, Linda-Gail golpeó ligeramente el vaso de Reece con el suyo.
—Estoy contigo.
Entonces echó un vistazo hacia la barra y vio que Cas estaba contándole sus penas a una de las camareras. Sabía que era una de las mujeres con las que se había acostado en algún momento.
—Vamos a bailar.
Reece parpadeó.
—¿Cómo?
—Vamos a ver si hay un par de pescadores con mosca que quieran dar unas vueltas por la pista de baile.
La pista de baile consistía en un escaso listón de madera delante del escenario, y los pescadores con mosca estaban medio borrachos y con ganas de camorra.
—No me apetece mucho.
—Pues yo voy a ver si escojo a uno.
Metió la mano en el bolso y sacó un pintalabios. Se pintó los labios a la perfección —de un rojo muy atrevido— sin necesidad de espejo, y se echó hacia atrás.
—¿Qué pinta tengo?
—Ahora mismo, un tanto peligrosa. Deberías…
—Perfecto.
Sacudiendo el cabello hacia atrás, Linda-Gail entró en el campo visual de Cas. Luego apoyó las palmas de las manos en la mesa donde estaban sentados los tres hombres y se inclinó hacia delante.
Reece no oía lo que decían, pero no le hacía falta. Los hombres sonreían; Cas tenía aspecto de asesino.
«Una mala idea —pensó Reece—. Esa clase de juegos siempre son una mala idea». Pero Linda-Gail se paseaba ya de la mano de uno de los hombres mientras sus compañeros silbaban y animaban. Ella le llevó a la pista, le puso las manos en los hombros y empezó a mover las caderas.
En la mesa, los otros dos gritaron. Uno de ellos exclamó.
—¡No te cortes, Chuck!
Y Chuck plantó las manos en el culo de Linda-Gail.
A pesar de la distancia, a pesar de la neblina de humo azul, Reece vio que los nudillos de Cas se volvían blancos sobre el largo cuello de su cerveza.
«Una idea malísima», decidió Reece. Su conclusión se vio confirmada cuando Cas apoyó con fuerza la botella en la barra y se dirigió a grandes zancadas a la pista de baile.
Reece pudo oír algunos fragmentos de la conversación.
—El culo es mío, gilipollas —decía Linda-Gail.
—Ocúpate de tus asuntos, tío —decía Chuck.
Las dos mujeres del Este, que habían pasado de Shania Twain a una versión achispada de «Stand by your man», habían dejado de cantar y los miraban descolocadas y fascinadas.
Chuck empujó a Cas; Cas empujó a Chuck. Linda-Gail se empleó a fondo con sus sesenta kilos y los empujó a los dos.
Cualquier esperanza de que todo acabase en eso se desvaneció cuando Reece vio que los amigos de Chuck se levantaban de la mesa.
La pequeña manada de vaqueros que estaban jugando al billar dio un paso adelante. Al fin y al cabo, Cas era uno de los suyos.
«Voy a estar en el centro de una pelea de bar», pensó Reece, asombrada. A punto de verse atrapada en una refriega en un karaoke de Wyoming.
Salvo que consiguiese agarrar a Linda-Gail y echar a correr.
Miró rápidamente a su alrededor para comprobar la dirección y distancia de la salida.
Y entonces, entre la ruidosa multitud puesta en pie, vio a un hombre que llevaba una gorra de cazador anaranjada.
Se levantó tambaleándose, sin respiración, tiró la cerveza al suelo, el vidrio se hizo añicos con un sonido como el de un disparo, dio un traspié y, al tratar de recuperar el equilibrio, empujó a uno de los vaqueros, que chocó con fuerza contra uno de los pescadores.
Los puños volaban. En el escenario, las mujeres gritaban abrazadas. Los cuerpos caían con un ruido sordo contra las mesas y la barra, y en algunos casos incluso encima. Vasos y botellas se estrellaron contra el suelo y se hicieron añicos, la madera se astilló. Reece habría jurado que oyó a alguien gritar «Yi-ja!», antes de que un codo la alcanzara en el pómulo y la enviase al suelo cuán larga era, dentro de un charco de cerveza.
Apestando a cerveza y humo, sujetando una bolsa de hielo contra su palpitante pómulo, Reece permanecía sentada en la oficina del sheriff. Si se había sentido más humillada en su vida, su cerebro no permitía que el incidente anterior saliese a la superficie.
—Lo último que esperaba de usted era traerla aquí por una pelea de bar.
—No estaba en mis planes para esta velada. Simplemente sucedió. Y yo no estaba peleando.
—Ha empujado a Jud Horst contra un tal Robert Gavin, provocando el incidente. Ha lanzado su cerveza.
—¡No lo he hecho! He tirado mi cerveza sin querer al tratar de levantarme de la mesa y he tropezado con Jud. Ha sido un accidente.
—Estaba bebiendo —continuó Rick.
—Media cerveza. Por el amor de Dios. Me encontraba en un bar; claro que estaba bebiendo. Como todos los demás. Y no estaba borracha. Me asusté, vale. Eso es. Me asusté. Vi…
—¿Qué vio?
—Vi a un hombre con una gorra anaranjada detrás de la multitud.
La expresión aburrida y enojada de Rick cambió de pronto.
—¿Vio al hombre que había visto junto al río?
—No lo sé. No pude verlo bien. Todo ocurrió tan deprisa… Me levanté. Quería marcharme. Quería verlo mejor.
—¿Quería marchase o verle mejor?
—Las dos cosas —replicó ella en tono seco—. Estaba asustada. Se me cayó la cerveza. Di un traspié. Eso es todo.
Él suspiró con fuerza. Le había sacado de la cama la llamada histérica de una de las camareras de Clancy’s. Acababa de cerrar los ojos y había tenido que levantarse, volver a vestirse y bajar a poner orden en el bar.
Ahora tenía que abrirse paso entre daños contra la propiedad, daños personales y posibles cargos civiles y penales.
—Min Hobalt afirma que usted la golpeó. Tengo aquí otra declaración que dice que derribó una mesa, lo que provocó que una jarra de cerveza cayese sobre el pie de una tal Lee Shanks de San Diego. Tengo a una turista con un dedo del pie roto.
—Yo no le he pegado a nadie —aseguró Reece, pese a que no estaba del todo segura—. No a propósito. Trataba de recuperar el equilibrio. Me dieron un codazo en la cara y vi las estrellas. Me sentía asustada. Me caí contra una mesa, no la derribé. Son cosas muy distintas. Soy yo la que se ha llevado un golpe en la cara —continuó—. Soy yo la que tiene todo el cuerpo magullado.
Él resopló.
—¿Quién empezó?
—No lo sé. El tipo al que llamaban Chuck le dio un pequeño empujón a Cas; Cas se lo devolvió. Luego vi… vi la gorra.
—Vio la gorra.
—Sé que suena ridículo. Y sí, sí, ya sé que muchos hombres de por aquí llevan esa maldita gorra. Pero estaba nerviosa porque veía que se avecinaba una pelea, entonces vi la gorra y perdí un poco los papeles. Vaya sorpresa.
—Clancy ha dicho que se disponía a acabar con aquello cuando ese vaso se cayó al suelo. Dice que fue como si sonase la campana en un ring de boxeo. Y cuando ese vaquero chocó contra el turista, no hizo falta nada más.
—O sea, que es culpa mía —dijo Reece, imperturbable—. Muy bien. Acúseme de provocar disturbios, o lo que quiera. Eso sí, deme una puñetera aspirina antes de cerrar la celda.
—Nadie va a encerrarla. Por el amor de Dios. —Rick se frotó la cara y se pellizcó el puente de la nariz—. El caso es que tiene la costumbre de liar las cosas. ¿Ha tenido hoy algún problema en la lavandería del hotel?
—Pues…
Por supuesto, lo sabía. Brenda y Debbie, la esposa del sheriff, eran como uña y carne. Reece supuso que aquella noche a la hora de la cena había sido el tema principal de conversación en torno a la mesa de los Mardson.
—Eso ha sido distinto. Alguien me ha gastado una broma. Pero a mí no me ha hecho gracia.
Mientras Rick, con las cejas en alto, aguardaba sus explicaciones, Reece consideró si sería sensato contarle la verdad.
Y decidió que la verdad sonaría absurda en ese momento.
—No ha sido nada. No importa. ¿Interroga a todos los que tienen unas palabras con la recepcionista del hotel, o solo a mí?
La expresión de él se endureció.
—Tengo que hacer mi trabajo, Reece, aunque a usted no le guste cómo lo hago. Ahora debo ocuparme de este jaleo. Puede que mañana necesite hablar otra vez con usted.
—Entonces, ¿soy libre de marcharme?
—Sí. ¿Quiere que el doctor le mire esa mejilla?
—No —dijo mientras se ponía en pie—. Yo no he empezado lo que ha ocurrido esta noche, y no lo he acabado. Solo me he visto atrapada en medio.
Se volvió hacia la puerta.
—Tiene la costumbre de verse atrapada en medio de las cosas. Y, Reece, si da un salto cada vez que ve algo naranja, vamos a tener un problema.
Reece no se detuvo. Anhelaba llegar a su casa para cauterizar su rabia y humillación en privado.
Pero enseguida comprendió que primero tendría que pasar por encima de Brody. Estaba sentado en una de las sillas de las visitas de la oficina exterior, con las piernas estiradas y los ojos entornados, y Reece trató sencillamente de rodearle.
—Quieta ahí, Flaca —dijo mientras se levantaba despacio—. Echemos un vistazo a esa cara.
—No hay nada que ver.
Él llegó primero a la puerta, cerró la mano en torno al pomo y luego se limitó a apoyarse en ella.
—Hueles como el suelo del bar.
—Esta noche me he pasado un rato en él. ¿Me disculpas?
Brody abrió la puerta, pero la tomó del brazo en cuanto estuvieron en la calle.
—Evitémonos esa ridícula rutina de que quieres volver a casa sola y a pie. Es tarde; yo conduzco.
Como le dolía casi todo el cuerpo, incluyendo la rodilla sobre la que debía de haber caído durante la riña, no se molestó en discutir.
—Muy bien. ¿Qué haces aquí?
—Linda-Gail me ha llamado por si necesitabas a alguien que pagase la fianza —le explicó mientras abría la puerta del pasajero—. Desde luego, haces que la vida resulte interesante.
—Yo no he hecho nada.
—Mantente fiel a tu versión.
Reece permaneció en silencio hasta que él rodeó el capó y se sentó al volante.
—¿Crees que tiene gracia?
—Posee varios de los clásicos elementos necesarios para la farsa. Sí, creo que tiene gracia. La única mujer, aparte de ti, a la que he tenido que ir a recoger a una comisaría fue una bailarina de striptease a la que conocí en Chicago que aporreó a un tipo con una botella de cerveza cuando él se entusiasmó demasiado mientras ella bailaba en sus rodillas en una fiesta de soltero. Fue mucho más agradecida que tú.
—Linda-Gail es quién te ha llamado, no yo. —Reece cruzó los brazos; anhelaba hielo y una aspirina—. Y de todos modos, es culpa suya. Nada de esto habría pasado si no se le hubiese metido en la cabeza la absurda idea de poner celoso a Cas.
—¿Por qué iba a hacer eso?
—Porque está enamorada de él.
—Está enamorada de Cas, y por eso ha provocado una pelea en un bar. Tiene mucho sentido.
En el estrafalario mundo en el que vivían las mujeres.
—Bueno, Flaca, ¿en tu casa o en la mía? —añadió.
—En la mía. Puedes dejarme allí y considera cumplidos tus deberes de buen samaritano.
Arrancó el coche y se puso a tamborilear con los dedos contra el volante.
—¿Quieres saber por qué me he levantado de la cama y he venido a buscarte cuando ha llamado Linda-Gail?
Reece cerró los ojos.
—Porque te gusta salvar a las bailarinas de striptease y a las lunáticas.
—Puede que sea eso, o puede que me preocupe por ti.
—Puede que sí. Ya me lo dirás cuando lo averigües.
—Maldita sea, sabes que me preocupo por ti. ¿Por qué otro motivo iba a estar despierto en la cama maldiciéndote cuando ha llamado tu cómplice?
—No tengo ni idea.
—Pienso en ti. Eso me fastidia —dijo; en su voz se percibía el resentimiento—. Tú me fastidias.
—Como esta es la segunda vez que apareces de pronto delante de mí esta noche, yo diría que eres tú el que me fastidia a mí —contestó ella, mientras Brody aparcaba detrás de su coche—. Querías que me fuese de tu casa y me he marchado. Querías que me calmase, que echase el freno, y lo he hecho. Si cambias de capricho, Brody, no es mi problema.
—¡Qué tozuda! —se desquitó él—. Esta mañana me he sentido presionado. Todo ha empezado con la sopa italiana de boda, por el amor de Dios.
—¿Qué tiene de malo la sopa italiana de boda? Era una de mis especialidades cuando… ¡Oh, qué idiota eres! ¿Boda? ¿Te dan escalofríos al oír la palabra?
Brody se sintió casi violento.
—No me dan escalofríos.
—¿Voy a hacer sopa y a ti se te mete en esa cabeza de chorlito que voy a elegir la porcelana para la lista de bodas? ¡Qué gilipollas!
Se dispuso a abrir la puerta, pero él se inclinó sobre ella y le sujetó la mano. Prefería estar cabreado a sentirse violento.
—Has hecho la cama, te has ofrecido a lavar mi ropa. Me has preguntado qué quería para desayunar.
Reece le apoyó la mano libre en el pecho y le empujó.
—He dormido en la cama, y por eso la he hecho. Me has dejado estar en tu casa cuando necesitaba un refugio, y de todos modos iba a poner una lavadora. He pensado que podía corresponderte un poco haciendo parte de las tareas domésticas. Me gusta cocinar para ti. Me gusta cocinar y punto. Eso ha sido todo.
—Dijiste que me querías.
—Es verdad, pero no te pedí que me quisieras también. No me he suscrito a la revista Novias. Ni siquiera te he pedido nunca que vaciases un cajón para que tuviese algún sitio donde poner mis cosas. Nunca te he pedido nada que no fuese compañerismo.
Era horrible tener toda la culpa.
—Vale, pues he reaccionado de forma exagerada…
—Ya lo has dicho antes. Estoy cansada, Brody. Si quieres discutir esto a fondo, tendrá que ser en otro momento. Quiero irme a la cama.
—Espera, maldita sea.
Brody se apoyó en el respaldo y se pasó los dedos por el pelo con una expresión afligida y frustrada.
—Esta mañana no he estado muy acertado. Lo siento.
Reece guardó silencio por un momento.
—Guau, apuesto a que decir eso te ha dolido tanto como me duele a mí la cara.
—Puede que más. No me obligues a repetirlo.
—Con una vez es suficiente.
Le tocó el brazo y luego alargó el brazo de nuevo para abrir la puerta.
—¿Puedes esperar? Maldita sea. Escúchame.
Siguió un silencio y Reece le observó.
—Te escucho.
—Vale. Antes has dicho que no querías que cuidase de ti. Está bien. La idea de querer cuidar de ti me asusta muchísimo. Pero quiero estar contigo. No hay nadie más con quien quiera estar. ¿Podemos volver a eso?
Reece abrió la puerta y luego se detuvo, Le miró. La vida era terriblemente corta. ¿Quién lo sabía mejor que ella?
—Esto es todo lo que buscaba. ¿Quieres subir?
—Sí.
Brody esperó mientras ella rodeaba el coche y luego alargó la mano para tomar la de ella.
—Ven un momento —dijo; se inclinó y rozó con sus labios la mejilla magullada—. Debe de dolerte mucho.
—Y que lo digas. Deberías saber que hoy no voy a ser muy buena compañía. Todo lo que quiero es un baño caliente, un frasco de aspirinas y una cama blanda.
—No tienes una cama blanda.
—Ya lo compensaré —dijo mientras abría la puerta—. Me siento como si hubiese estado en un partido de fútbol. En el papel de pelota.
Cuando entró, Brody tiró de Reece hacia atrás y se colocó delante de ella.
—¿Qué es ese sonido? —preguntó ella—. ¿Lo oyes? Parece el correr del agua.
—Quédate aquí.
Por supuesto, no pudo obedecerle, y entró con precaución detrás de él.
—El baño —susurró Reece—. La puerta está cerrada. Nunca cierro la puerta porque necesito poder ver el interior del cuarto de baño cuando entro en el apartamento. Hay un grifo abierto. Oh, Dios mío, el agua sale por debajo de la puerta.
Brody empujó la puerta y salió más agua. Dentro, la bañera rebosaba mientras el agua que salía del grifo fluía en su interior. Las pocas cosas que Reece había considerado aprovechables después del incidente de la lavandería flotaban como restos de un naufragio.
—No me lo he dejado abierto. Ni siquiera lo había abierto. Solo he subido un momento…
Sin decir nada, Brody se acercó al grifo, chapoteando, para cerrarlo. Se remangó la camisa, metió el brazo en el agua y tiró del tapón.
—He colgado esas cosas sobre la barra de la ducha antes de bajar a trabajar. Después de trabajar, he subido un momento para cambiarme de zapatos. Eso es todo lo que hecho antes de salir con Linda-Gail.
—Yo no digo lo contrario.
—El suelo se va a estropear. Tengo que buscar algo para… Oh, Dios mío, Joanie’s. Abajo. El agua habrá calado hasta el restaurante, a través del suelo.
—Ve a llamarla. Dile que venga y que traiga las llaves del restaurante.
Joanie llegó con las llaves y un aspirador de líquidos. Con mirada torva, empuñó el aspirador hacia Reece.
—Vamos, aspira esa agua. Cuando acabes, bájalo aquí.
—Joanie, cuánto lo siento…
—Calla y haz lo que te he dicho.
Joanie abrió la puerta, entró y encendió las luces.
El agua goteaba y fluía a través del techo del rincón orientado al norte. El tabique seco se había combado bajo el peso y partido como fruta madura. Dos reservados estaban empapados.
—Hijo de puta, cabrón…
—Ella no tiene la culpa —empezó Brody, pero Joanie le apuntó con un dedo sin dejar de mirar los daños.
—Necesitaré unos ventiladores para secar esto, plástico para ponerlo en ese puto agujero del puto techo antes de que el puto inspector de sanidad me clausure el local. Si quieres ser útil, ve atrás y trae un ventilador grande de pie que tengo en el almacén. Luego podrías ir a mi casa. Tengo un rollo de plástico en el cobertizo y una grapadora.
Brody miró el techo.
—Y una escalera.
—Eso también. Hijo de puta, cabrón…
Reece sollozaba mientras trabajaba. Esta vez no era ella la única perjudicada, sino la mujer cuyo delito había sido darle un empleo, alquilarle un apartamento y defenderla.
Ahora todo era un lío. Un suelo estropeado, un techo estropeado y solo Dios sabía que más.
Vació el depósito del aspirador y volvió a ponerlo en marcha.
Levantó la vista tristemente cuando Joanie cruzó el umbral.
—Con tanto llanto solo conseguirás tener que aspirar más agua.
Reece se enjugó las lágrimas.
—¿Es muy grave?
—Bastante, pero se puede arreglar.
—Te pagaré…
—Para algo tengo un seguro, ¿no? Ya es hora de que esos hijos de puta aflojen la mosca después de despellejarme con las primas cada mes.
Reece trabajaba mirando el suelo.
—Sé lo que parece esto, y sé que no estás de humor para oír excusas, pero no me he dejado el grifo de la bañera abierto. Ni siquiera…
—Ya lo sé.
Reece levantó la vista de golpe.
—¿Lo sabes?
—Nunca te olvidas de nada. ¿No acabo de tener que utilizar mi llave para abrir esa estúpida puerta? Dijiste que alguien te estaba puteando. Ahora me están puteando a mí, y estoy muy cabreada. Pero ahora la cuestión es arreglar lo que haya que arreglar; luego averiguaremos lo demás —dijo poniéndose en jarras—. Habrá que levantar el pavimento. ¿Te supone un problema pasar la noche en casa de Brody?
—No.
—Entonces acaba aquí y haz la maleta. A primera hora de la mañana buscaré a un par de chicos que se encarguen de esto.
Le dio una patada a la mesa de despacho y luego observó por primera vez la cara de Reece.
—¿Qué te ha pasado en la mejilla?
—Ha habido una especie de pelea en Clancy’s.
—¡Oh, por los clavos de Cristo! Si no es una cosa, son dos. Antes de marcharte, baja al restaurante y saca un paquete de guisantes del congelador.
—Será solo hasta que pueda volver a mi apartamento.
Eran más de las tres de la mañana cuando Reece metió sus últimas cosas en el coche de Brody.
—Ajá.
—Solo unos días —añadió Reece, subiendo al coche agotada y deprimida después de ver los daños en Joanie’s—. No me ofreceré a lavarte la ropa. De todos modos, no tengo mucha suerte con la colada.
—Vale.
—Me ha creído. Ni siquiera he tenido que explicárselo.
—Joanie es una mujer lista. No es fácil engañarla.
—Sea quien sea el culpable, no tenía por qué hacerle eso. No tenía por qué meterla en esto.
Miró por la ventanilla mientras pasaban junto a la oscura superficie del lago. Esa noche su vida le parecía así. Demasiado oscura para ver lo que había debajo.
—Si ella te hubiese echado la culpa, te habría despedido, te habría puesto de patitas en la calle. Y entonces lo más probable es que te hubieses ido del pueblo. Sin sueldo y sin un lugar donde vivir. Es un movimiento inteligente.
—Me alegro de que no me aceche un idiota. Según esa lógica, con la que estoy de acuerdo, tú serías el siguiente de su lista. No soy exactamente un amuleto de la suerte para nadie, Brody.
—Yo no creo en la suerte.
Aparcó delante de su cabaña. Sacó del coche la pesada caja de sus utensilios de cocina, se colgó el ordenador portátil del hombro y le dejó a ella la segunda caja y el petate.
Una vez dentro, apoyó la caja en el suelo.
—No voy a poner todo esto en su sitio —dijo mientras cogía la otra caja de sus manos y la situaba junto a la otra—. Sube a ducharte.
—Creo que será mejor que me dé un baño —respondió ella esbozando una sonrisa; se olió el dorso de la mano—. Huelo bastante mal.
—No si te gusta la cerveza rancia y el humo —dijo él al tiempo que sacaba la bolsa de guisantes congelados de la segunda caja y se la tiraba—. Aplícate esto.
Reece subió y abrió el grifo del agua caliente. Se metió en la bañera y se apoyó la fría bolsa en el palpitante pómulo. Cuando entró Brody se incorporó de golpe.
—Aspirinas —dijo. Dejó sobre el borde de la bañera el frasco y un vaso de agua. Luego salió.
Cuando Reece salió del baño vestida con una holgada camiseta gris con manchas rojas y unos anchos pantalones de franela, Brody se hallaba de pie junto a la ventana. Se volvió y ladeó la cabeza.
—Bonito conjunto.
—No me queda gran cosa.
—Bueno, puedes poner ahí lo que te queda —dijo señalando la cajonera con el pulgar—. He vaciado un par de cajones.
—Oh.
—No es una propuesta de matrimonio.
—Vale. Mañana lo haré. Estoy muy cansada. Perdona, Brody, pero ¿has…?
—Sí. Las puertas están cerradas con llave.
—Está bien.
Se metió en la cama y suspiró aliviada.
Momentos después, las luces se apagaron y el colchón se hundió. Notó el cálido cuerpo de Brody contra el suyo, y su brazo alrededor de la cintura.
Reece le tomó la mano y entrelazó los dedos con los suyos. Poco después se durmió, demasiado agotada para soñar.