19

Joanie no le hizo preguntas ni consintió que nadie se las hiciese a no ser que guardaran relación con la comida.

Cuando la clientela del almuerzo disminuyó, se dedicó a mirar cómo Reece picaba cebolla y apio. La muchacha tenía con el cuchillo la misma velocidad y precisión que un jockey con su caballo, pero su mente estaba en otra parte.

—Tu turno ha terminado —dijo Joanie.

—He de recuperar el tiempo que me he tomado antes, y además andamos escasos de ensalada de patatas.

—Te has tomado diez minutos y ya los has trabajado.

Reece sacudió la cabeza sin dejar de picar.

—Me he pasado más de media hora con el sheriff.

Joanie sintiéndose insultada, se puso en jarras.

—¿He dicho algo de descontarte eso? Dios santo.

—Te debo media hora. —Reece echó la cebolla y el apio sobre las patatas hervidas, cortadas en dados y enfriadas—. Esto estaría mejor con eneldo fresco.

—Sí, claro, y yo estaría mejor con George Clooney y Harrison Ford en un trío, pero ninguna de nosotras va a conseguir su deseo. No oigo que se quejen los clientes, y he dicho que tu turno se ha acabado. No pago horas extra.

—No quiero tus puñeteras horas extra. Quiero eneldo fresco y mi poco de puto curry… y queso que no parezca plástico. Y si los clientes no se quejan, es porque sus papilas gustativas están atrofiadas.

—Siendo así —dijo Joanie mientras Pete se escabullía desde el fregadero hasta la puerta trasera—, no les importa una mierda el eneldo fresco.

—Pues debería. —Reece golpeó la encimera con el frasco del aliño—. Debería importarte. ¿Por qué hay que arreglárselas y ya está? Estoy cansada de arreglármelas y ya está.

—Entonces sal de mi cocina.

—Vale. —Reece se arrancó el delantal—. Vale. Me largo.

Impulsada por una cólera justa, entró en el despacho de Joanie, agarró su bolso y se dirigió a la puerta. Se detuvo junto a una mesa en la que tres excursionistas acababan de comer y fingían no escuchar.

—Comino —dijo señalando un cuenco de salsa—. Necesita comino.

Y salió dando un portazo.

—Comino, y una mierda —murmuró Joanie—. Pete, vuelve al trabajo. No te pago para que vayas por ahí poniendo cara de pena.

—Podría ir tras ella.

—También podrías quedarte sin trabajo.

«Comino», pensó Joanie con desprecio mientras se dirigía con paso majestuoso a terminar la ensalada de patatas.

Reece subió al coche con otro portazo. Se dijo que lo que debía hacer era arrancar y no detenerse. No necesitaba ese pueblo, esa gente, ese empleo ridículo, esa parodia de la verdadera cocina. Debía irse a Los Ángeles, eso debía hacer. Ir a Los Ángeles y trabajar en un restaurante de verdad donde la gente entendiese que la comida no era solo algo que te metías en la boca.

Salió del coche delante de la tienda. Le debía tiempo a Joanie, pero la muy borde no lo quería. Le debía a Brody una cena por haber pintado el baño, y desde luego iba a pagar su deuda.

Abrió la puerta de un empujón y frunció el ceño ante el mostrador al ver que Mac le estaba cobrando a Debbie Manson.

—Necesito avellanas —dijo en tono brusco.

—Pues… no tenemos.

¿Cómo demonios iba a preparar su pollo Frangelico sin avellanas?

—¿Por qué no?

—No hay mucha demanda, pero puedes encargarlas.

—Sí, ahora mismo eso me sirve de mucho.

Se alejó como una flecha hacia la sección de comestibles para recorrer con la mirada las estanterías en busca de inspiración e ingredientes. «Es ridículo, absurdo —pensó—, tratar de hallar inspiración en el culo del mundo».

—Mira por dónde, un milagro —murmuró—. Tomates secados al sol.

Los echó en la cesta y se dispuso a escoger unos tomates frescos. «De invernadero —pensó, asqueada—. Envueltos en celofán, por el amor de Dios. Sin sabor, sin color».

Arreglárselas, eso era todo. Y a duras penas.

Nada de champiñones, qué sorpresa. Nada de berenjenas, nada de alcachofas. Nada de puto eneldo fresco.

—Hola, Reece.

Mientras echaba en la cesta varios pimientos de evidente mala calidad, miró a Cas con el ceño fruncido.

—Si te envía tu madre, ya puedes decirle que no pienso volver.

—¿Mi madre? Aún no he ido a verla. He visto tu coche ahí enfrente. Deja que te lleve eso.

—Ya lo llevo yo —respondió ella al tiempo que arrastraba la cesta hasta dejarla fuera de su alcance—. Te dije que no me acostaría contigo, pero puede que lo hayas olvidado.

Cas abrió la boca, la cerró y carraspeó.

—No, lo tengo bien presente. Escucha, solo he entrado porque he visto tu coche y he supuesto que estarías trastornada.

—¿Por qué iba a estar trastornada? Patatas rojas, otro milagro.

—Me he enterado de lo de la mujer que encontraron cerca de Moose Ponds. Las noticias como esa vuelan —añadió al ver que ella se limitaba a mirarle—. Tiene que haber sido muy desagradable para ti.

—Mucho más desagradable para ella, diría yo.

Reece fue a mirar las bandejas de pechuga de pollo.

—Es cierto, pero para ti no debe de haber sido fácil volver a verla, aunque sea en foto. Revivir el día en que la viste cuando estabas en el sendero… —Se removió inquieto al ver que ella no respondía—. Pero al menos ahora sabes que la han encontrado —añadió.

—No sé si era la misma mujer que vi.

—Claro que sí. Tenía que serlo.

—¿Por qué?

—Es lo lógico —dijo mientras la seguía hasta el mostrador—. Eso es lo que dice la gente.

—La gente no sabe nada de nada, y no voy a decir que la mujer que han encontrado es la mujer que vi solo para que la gente esté contenta.

—En fin, caramba, Reece, eso no es lo que yo…

—Es curioso. Ha hecho falta que unos críos encontraran un cadáver para que la gente de aquí decida que al fin y al cabo no me lo inventé todo. «Oye, puede que Reece no esté completamente loca».

Con más cuidado del habitual, Mac puso la compra en una caja.

—Nadie piensa que esté loca, Reece —dijo.

—Desde luego que sí. Los chiflados siempre estarán chiflados. Así son las cosas.

Sacó el monedero y vio con resignación que después de pagar la cuenta solo le quedarían diez dólares y pico. Otra vez.

—No debería hablar así. —Mac cogió el dinero y le devolvió treinta y seis centavos—. Es insultante para usted misma y para los demás.

—Puede ser. Es insultante ir por la calle o cruzar una habitación y que la gente te señale como esa pobre mujer del Este o le mire de reojo como si fueses a decir tonterías en cualquier momento. Pruebe a aguantar eso por un tiempo —sugirió mientras levantaba la caja—. Ya verá como empieza a cabrearse. Y tú, Cas, dile a tu madre que me debe veintiocho horas.

Reece se dirigió a la puerta.

—Dile que mañana pasaré a buscar mi cheque.

El sonido de la puerta principal cerrándose de golpe sacó a Brody de una tensa escena entre su personaje principal y el hombre en el que no tenía más remedio que confiar.

Soltó una palabrota y fue a coger el café, para descubrir que ya se había terminado el tazón. Su primer impulso fue bajar para servirse más, pero oyó más golpes —¿las puertas de los armarios?— y decidió permanecer fuera de la zona de guerra y prescindir de la cafeína.

Se frotó la nuca para aliviar su rigidez, que atribuyó al esfuerzo de pintar el techo del baño. Luego cerró los ojos y volvió a la escena.

En algún momento creyó oír que abrían la puerta principal o la trasera, pero estaba en vena y siguió escribiendo hasta agotarla.

Satisfecho, se apartó del teclado. Aquel día Maddy y él habían hecho un viaje estupendo, y aunque a ella aún le quedaba mucho camino por recorrer, en ese momento él se merecía una cerveza fría y una ducha caliente.

Pero la cerveza era lo primero. Mientras bajaba a buscar una, se frotó la cara con la mano. «Debería afeitarme», pensó distraído. Aquella tarea podía esperar dos o tres días cuando un hombre estaba solo, pero cuando una mujer entraba en la ecuación llegaba el momento de establecer secciones frecuentes con la maldita cuchilla.

Se afeitaría en la ducha.

Mejor aún, convencería a Reece para que se duchase con él. Afeitado, ducha, sexo. Luego una cerveza fría y una cena caliente.

Le pareció un plan excelente.

Le sorprendió no ver ninguna olla sobre el fuego. Se había acostumbrado a entrar en la cocina y encontrar algún guiso borboteando. También le sorprendió notar que esa ausencia le irritaba.

Ningún guiso, nada de platos ni velas de colores sobre la mesa, y la puerta trasera abierta de par en par. Se olvidó de afeitarse y se acercó a la puerta.

Reece estaba sentada en el porche trasero con una botella de vino. Por el vino que faltaba en la botella, dedujo que llevaba un rato sentada allí.

Salió y se sentó junto a ella.

—¿Celebras una fiesta?

—Claro —contestó ella alzando la copa—. Una gran fiesta. Aquí puedes comprar una botella de vino muy decente, pero intenta conseguir una puñetera ramita de eneldo fresco o unas avellanas de mierda.

—La semana pasada me quejé de eso al alcalde.

—Tú no reconocerías el eneldo fresco aunque te lo metiese por la nariz —respondió ella antes de dar un trago de vino y señalarle con la copa—. Y eres de Chicago. Deberías tener cierto nivel.

—Estoy muy avergonzado.

Y ella estaba muy borracha.

—Iba a preparar pollo Frangelico, pero no hay avellanas. Entonces he pensado en hacer pollo asado a la italiana. Los tomates son una basura, y la idea de encontrar parmesano fresco y no seco y de lata parece un chiste.

—Vaya tragedia.

—¡Es importante!

—Eso parece. Vamos, flaca, estás trompa. Vamos arriba para que puedas dormir la mona.

—No he acabado de entromparme.

—Bueno, ya te las apañarás luego con la resaca.

Brody consideró un gesto de amabilidad agarrar la botella, beber a morro y por lo menos ahorrarle esa cantidad de vino al organismo de ella.

—Si quiere preparar ensalada de patatas con salsa de frasco y sin eneldo, que lo haga. Yo me despido.

Brody dedujo que se refería a Joanie.

—Así aprenderá —dijo.

—Sigan adelante, arréglenselas, no llamen la atención, por favor, ocúpense de sus asuntos. —Reece empezó a agitar las manos con gestos descontrolados, por lo que Brody apoyó la suya en la copa para evitar que el vino le salpicase—. Estoy cansada. Estoy cansada de todo. De aceptar un empleo para el que estoy tan sobradamente cualificada que podría hacerlo con los ojos vendados y con una sola mano, de vivir en un apartamento diminuto encima de una casa de comidas. De perder el tiempo, eso es todo. De perderlo.

Él reflexionó y tomó otro trago de vino. «No solo está trompa —pensó—. Se regodea».

—¿Piensas pasarte mucho más tiempo quejándote y lamentándote? Porque si eso es todo lo que me espera, te dejo que sigas y continuó trabajando un par de horas más.

—¡Qué típico! Hombre tenías que ser. Si no se habla de ti, no vale la pena escuchar. ¿Qué demonios hago contigo?

—¿Ahora mismo? Estás emborrachándote en mi porche trasero, regodeándote y fastidiándome.

Aunque los ojos de Reece estuviesen vidriosos, seguían teniendo fuerza cuando le miraban.

—Eres egoísta, egocéntrico y brusco. Lo único que echarás de menos cuando me vaya será tu cena caliente. Pues vete al infierno, Brody. Iré a regodearme a otra parte. —Se levantó, y se tambaleó un poco cuando el vino chapoteó en su cabeza con tanta inestabilidad como en la copa—. No debería haber parado en este pueblo tan cutre. Debería haberte mandado a la mierda la primera vez que te acercaste a mí. Debería haberle dicho a Mardson que esa era la mujer que vi. Debería haberlo dicho y olvidarme de todo. Pues eso es lo que voy a hacer.

Dio unos pasos vacilantes hacia la cocina.

—Pero no en ese orden —añadió—. Tú primero. Vete a la mierda.

Al llegar a la cocina fue a coger el bolso, pero él fue más rápido.

—¡Eh! —exclamó ella mientras intentaba agarrarlo—. Es mío.

—Puedes quedarte el bolso, pero no esto —replicó Brody mientras sacaba las llaves de la cremallera interior, exactamente donde había dicho que las guardaba. Observó que incluso furiosa y mareada seguía siendo ordenada. Sacó del llavero la llave del coche, dejó caer el llavero con las llaves del apartamento sobre la mesa y luego se metió en el bolsillo la llave del coche—. Vete donde te dé la gana, pero no en coche. Vas a tener que andar.

—Vale, iré andando a la oficina del supercumplidor sheriff Mardson, le diré lo que quiere oír y luego me lavaré las manos. Y me olvidaré de ti y de este sitio.

Estaba a medio camino de la puerta cuando el vientre se le retorció como un trapo mojado entre dos puños. Se llevó las manos al estómago y salió corriendo hacia el baño.

Él fue tras ella. No le extrañaba que estuviese hecha polvo. En realidad pensó que era mejor así. Aquella era la forma que tenía el cuerpo de defenderse contra la idiotez excesivamente indulgente de su propietaria.

Así que le sostuvo la cabeza y le puso un paño mojado en la mano cuando todo acabó.

—¿Estás ya dispuesta a dormir la mona?

Reece se quedó donde estaba, con el paño contra la cara.

—¿No podrías dejarme en paz?

—Nada me gustaría más. Dame un minuto. —La levantó y Reece emitió un débil gemido—. Si vas a volver a echar las papas, avísame.

Reece sacudió la cabeza y cerró los ojos. Sus negras pestañas húmedas se apoyaron sobre su piel, blanca como una sábana. Él la llevó arriba y la tendió en la cama. Le echó una manta por encima y, como precaución, trasladó la papelera del dormitorio junto a la cama.

—Duérmete —se limitó a decir antes de salir.

Sola, Reece se acurrucó de lado y, tiritando, se subió la manta hasta la barbilla. Se prometió marcharse en cuanto recuperase el calor y el equilibrio.

Sin embargo, se durmió enseguida.

Soñó que iba en una noria. Color y movimiento, y ese círculo rápido y emocionante. Al principio, sus gritos eran de alegría.

¡Yupi!

Pero se puso a girar más y más deprisa, mientras la música sonaba más y más fuerte. La alegría se convirtió en malestar.

Reduzcan la marcha. Por favor, ¿pueden reducir la marcha?

Aún más deprisa, más deprisa hasta que los gritos que oía se tiñeron de terror. Cuando la noria se puso a oscilar locamente de un lado a otro, el pánico le atenazó la garganta.

Esto no es seguro. Quiero bajar. ¡Paren la noria! ¡Paren y déjenme bajar!

Pero la velocidad lo volvió todo borroso y la música retumbó a su alrededor. Luego la noria emprendió el vuelo, la alejó de las luces y la llevó a la oscuridad.

Abrió los ojos de golpe. Clavó los dedos en las sábanas y sus propios gritos sin aliento resonaron en su cabeza.

Se aseguro de que no volaba por el aire. No giraba hacia una muerte segura. Solo era un sueño, una pesadilla. Mientras regulaba su respiración, inmóvil, trató de situarse.

Había una lámpara junto a la cama, y en el pasillo brillaba una luz. Por un momento no recordó nada. Cuando el recuerdo volvió, solo deseó cubrirse la cabeza con las mantas y volver al olvido.

Hasta la noria sería más fácil de afrontar.

¿Cómo podía presentarse ante él? ¿Cómo podía presentarse ante nadie? Quiso buscar sus llaves y luego salir furtivamente del pueblo, como una ladrona.

Se incorporó sobre un codo, esperó a ver si su estómago aguantaba y luego se sentó. Había una taza plateada sobre la mesita de noche. Desconcertada, olió el contenido.

Su té. Brody le había preparado su té y se lo había dejado cerca para que lo encontrase caliente al despertar.

Si le hubiese recitado a Keats inundándola de flores blancas, Reece no se habría sentido más conmovida. Le había dicho cosas horribles, se había comportado de forma abominable. Y él le había preparado su té.

Bebió un sorbo y dejó que se deslizase garganta abajo hasta calmar su maltratado estómago. Oyó el sonido del teclado y cerró los ojos con fuerza, tratando de armarse de valor. Tras titubear un poco, se levantó para afrontar las consecuencias.

Cuando cruzó el umbral de su estudio, Brody la miró y se limitó a alzar esa ceja.

«Es curioso —pensó Reece— cuántas expresiones puede transmitir ese movimiento. Interés, diversión, irritación. ¿Y en este momento? Aburrimiento absoluto».

Reece habría preferido una buena bofetada.

—Gracias por el té.

Brody permaneció en silencio, esperando, y ella se dio cuenta de que no tenía valor suficiente para empezar.

—¿Puedo tomar un baño? —añadió.

—Ya sabes dónde está la bañera.

Brody volvió a teclear, a sabiendas de que luego tendría que borrar el galimatías que apareció en la pantalla. Reece parecía un fantasma de ojos negros y su voz era la de un niño arrepentido. No le gustaba.

Cuando ella se marchó, Brody esperó hasta oír que el agua empezaba a llenar la bañera. Entonces borró lo último que había escrito, desconectó el ordenador y bajó a prepararle una sopa.

No estaba cuidando de ella; aún estaba demasiado cabreado para considerarlo. Hacía lo que solía hacerse cuando alguien se encontraba mal. Un poco de sopa, tal vez unas tostadas. Lo mínimo.

Se preguntó qué cantidad del veneno que tenía en su interior había conseguido expulsar junto con el vino.

Si Reece volvía a vomitarle insultos, él iba a…

«Nada», pensó. Se dio cuenta de que no estaba cabreado con ella. Estaba cabreado consigo mismo. Debería haber previsto que explotaría en algún momento. Se había controlado muy bien, y había conseguido levantarse después de cada puñetazo. Pero se había tragado el miedo, la rabia, las heridas. Tarde o temprano tenían que desbordarse.

«Y ese día es hoy», se dijo.

La repugnante guerra psicológica que alguien le estaba haciendo, tener que mirar fotos de una mujer muerta… Brody no sabía nada de eneldo fresco, pero era evidente que eso había sido la gota que colma el vaso.

Ahora se disculparía, y él no quería sus malditas disculpas. Probablemente le diría que tenía que irse, que tenía que buscar otro refugio contra su tormenta personal, y él no quería que se fuese. No quería perderla.

Y eso era humillante.

Cuando Reece entró, tenía el pelo húmedo y olía a jabón. Vio que se había esforzado por disimular el llanto, y al saber que había estado sollozando en su bañera sintió otro puñetazo en el corazón.

—Brody, estoy tan…

—Hay sopa —la interrumpió—. No es pollo asado a la italiana, sea lo que sea eso, pero tendrás que conformarte.

—Has hecho sopa.

—La receta de mi madre. Abres una lata, viertes el contenido en un cuenco y lo metes en el microondas. Es famosa en el mundo entero.

—Tiene que estar deliciosa. Brody, perdóname, me siento muy avergonzada.

—Pero ¿tienes hambre?

Reece se llevó los dedos a los ojos. Los labios le temblaban.

—No lo hagas —dijo él con una dureza bajo la que se adivinaba una pizca de desesperación—. Estoy al límite en cuanto a ese tipo de cosas. ¿Quieres la sopa o no?

—Sí —contestó ella, dejando caer las manos—. Sí, quiero la sopa. ¿Tú no quieres?

—He cenado un bocadillo mientras yacías arriba en coma etílico.

Reece hizo un sonido a medio camino entre la carcajada y el sollozo.

—Lo que te he dicho no iba en serio.

—Come y calla.

—Por favor, deja que diga esto.

Brody se encogió de hombros, puso el cuenco de sopa sobre la mesa y se dio cuenta de que parpadeaba sorprendida al ver que también ponía un plato de tostadas untadas con mantequilla.

—No iba en serio. Eres brusco, pero a mí ya me está bien. No eres egoísta, o al menos desde mi punto de vista tu egoísmo es muy saludable. No quiero que te vayas al infierno.

—Eso no puedes escogerlo tú.

—Como estaba borracha, no recuerdo si he dicho algo más por lo que deba disculparme. Si quieres que me marche, me iré.

—Si quisiera que te marcharas, ¿por qué me habría tomado tantas molestias en prepararte la famosa sopa de mi madre?

Reece se le acercó, le abrazó y apretó la cara contra su pecho.

—Me he derrumbado.

—No es verdad. —Brody no pudo evitarlo. No pudo evitar darle un beso en la cabeza—. Has tenido una rabieta de borracha.

—Varias rabietas, y solo la última ha sido consecuencia del alcohol.

—Parece una conversación interesante para la cena.

Brody la guio hasta una silla y se sirvió café antes de sentarse frente a ella.

Mientras se tomaba la sopa, Reece lo confesó todo.

—No he dejado títere con cabeza. Por suerte, este es un pueblo pequeño y no se me han puesto muchos a tiro. El caso es que al final me he quedado sin trabajo y seguramente sin apartamento. Y si mi amante no tuviese las espaldas tan anchas, creo que me habría quedado también sin él.

—¿Quieres recuperar el trabajo y el apartamento?

—No lo sé —respondió ella mientras arrancaba un trozo de una tostada y lo desmigaba en el plato—. Tal vez debería considerar el día de hoy como una señal de que ha llegado el momento de marcharme.

—¿Adónde?

—Sí, buena pregunta. Puedo arrodillarme ante Joanie y jurar que no volveré a mencionar las hierbas frescas.

—O puedes volver mañana al trabajo y encender la parrilla, o lo que suelas hacer.

Reece levantó la mirada con la confusión pintada en sus cansados ojos.

—¿Así de sencillo?

—No es la primera bronca en Joanie’s. ¿Qué quieres, Reece?

—Me gustaría rebobinar. Pero como eso no es posible, me enfrentaré a las consecuencias —dijo mientras arrancaba otro trozo de tostada, que esta vez se comió—. Mañana hablare con Joanie y veremos qué pasa.

—No te pregunto eso. ¿Quieres marcharte o quieres quedarte?

Reece se levantó y llevó el cuenco al fregadero.

—Me gusta lo que veo cuando paseo por el pueblo. Me gusta que la gente me salude cuando paso con el coche o que se pare a hablar conmigo cuando voy a pie. Me gusta oír que Linda-Gail se ríe al apuntar los pedidos, y la forma de cantar de Pete cuando friega los platos. —Se volvió y se apoyó contra el fregadero—. Me encanta sentir el aire en la piel, y cualquier día de estos los campos van a florecer. Pero hay otros lugares con vistas bonitas y gente simpática. El problema es que no están aquí. El problema es que tú no estás en ellos. Por eso quiero quedarme.

Brody se levantó, se acercó a ella y, en un gesto más tierno de lo que Reece jamás hubiese esperado de él, le apartó el cabello de la cara.

—Eso es también lo que yo quiero. Quiero que te quedes.

Cuando la besó, con mucha suavidad, Reece levantó los brazos para rodearle el cuello.

—Si no te importa… Ya sé que hoy ya te has tomado muchas molestias por mí pero…, si no te importa, quizá podrías mostrarme lo que quieres. —Frotó los labios contra los de él y repitió—. Solo si no te importa.

Juntos, salieron de la habitación. Sus labios se rozaban, sus cuerpos entraban en calor.

—Mímame —le dijo ella.

—Ese era mi plan.

—No —replicó mientras ahogaba una risa contra el cuello de Brody—. Mímame y dilo otra vez. Di que quieres que me quede.

—A las mujeres les encanta que el hombre se rebaje —dijo él, buscó su boca y guio a Reece hacia la sala de estar—. Quiero que te quedes —añadió.

«Oh, sí —pensó ella—, mejor que Keats». Y le abrazó con fuerza cuando la hizo sentar en el sofá.

El fuego que Brody había encendido como hacía casi todas las noches, había dado paso a unas rojas ascuas que ardían despacio. Eso sentía ella en su interior, eso le transmitía él, la calidez en lugar de las llamas.

Reece pudo gozar de aquella calidez, acariciarle el pelo, la piel, dejar que su boca se rindiese a la de él. Aquella noche podía ser aplacada por sus manos y conocer el sereno ardor de la dicha. Él le había preparado té y sopa, y quería que se quedase.

El amor la inundó en lentas y abundantes olas.

Le abrió los brazos y se ofreció a él, pero Brody no solo quería recibir. Sobre todo quería que se sintiera bien, hacer más llevaderos todos sus problemas. Y luego liberarla de ellos. Nadie había despertado en él aquella ternura en su interior, nadie había sabido sacarla a la luz hasta empaparle en ella.

Él podía darle eso, esa ternura. Y cada suave suspiro que ella le devolvía aumentaba su propio placer.

Mientras la desnudaba, sus dedos y sus labios rozaban y acariciaban cada centímetro de piel. El aroma de su propio jabón despertó en él un sentimiento de posesión. Aquella mujer era suya. Podía tocarla, saborearla, abrazarla. Los dedos de Reece recorrían con suavidad su rostro, su pelo, mientras el cuerpo de la muchacha se arqueaba para dar. Y dar.

La estremecían la fuerza del hombre, los músculos, las manos grandes, la estructura robusta y ahora tan suave. Que él la tocase con tanto cuidado y paciencia, que sus labios se uniesen a los de ella una y otra vez, con tanta dulzura, la dejaba deslumbrada.

Todo en su interior se liberó, se volvió líquido, y él aún le dio más.

La sangre empezó a latir bajo su piel; los primeros latidos de urgencia. Como si Brody los oyese, la levantó y dejó que aquella ansiedad enroscada se soltase de golpe. Y cuando Reece volvió a verse arrastrada, hizo un sonido como el de una mujer que acaba de probar algo sabroso, con sabor a miel.

Sus pesados párpados se abrieron; sus ojos soñaron en los de él.

Brody cayó en ellos, en su oscura magia. Su corazón cayó con él, dando vueltas y más vueltas, libre. No pudo detenerlo, no pudo atraparlo ni atraparse a sí mismo.

Se deslizó en el interior de ella y contempló cómo volvía a subir.

—No cierres los ojos.

Brody le cubrió la boca con la suya sin dejar de contemplarla, moviéndose con ella.

El ritmo se aceleró; el aliento se volvió jadeo. El cuerpo del hombre inició su asalto final, y ella le acompañó en su carrera. Brody le agarró las manos y vio que aquellos ojos a los que no podía resistirse se empañaban mientras ella se asía con fuerza a su cuerpo. Mientras pronunciaba su nombre.

Su propia visión se nubló cuando ella le arrastró consigo.

Yacieron juntos, abrazados, mientras la noche transcurría y las ascuas se extinguían. Cuando Brody notó que ella empezaba, a adormecerse, tomó la manta que estaba sobre el respaldo del sofá y la echó sobre ambos.

Ella le abrazó y murmuró algo. Luego se durmió.

Junto a ella, Brody cerró los ojos y sonrió en la oscuridad. No me ha pedido que compruebe que la puerta está bien cerrada —pensó—. Se ha dormido sin miedos.

Cas tenía la mano debajo de la camisa de Linda-Gail y un preservativo en el bolsillo. La parte de su cerebro que aún permanecía por encima de la hebilla de su cinturón regresó al pasado, cuando tenían dieciséis años y la situación era bastante similar. Sin embargo, esta vez estaban en la casita de ella y no en la vieja furgoneta Ford que él se había comprado con ayuda de su madre. Había un dormitorio muy cerca, pero el sofá serviría igual.

Los bonitos pechos de la muchacha —que él no había visto desde aquel remoto verano— tenían un tacto suave y cálido. Su boca, que él nunca había olvidado, resultaba picante y dulce al mismo tiempo.

Y, Dios, qué bien olía.

Linda-Gail era toda curvas. Más plenas que a los dieciséis, pero en todos los lugares adecuados. Y aunque al principio se sintió desconcertado e incluso un tanto molesto al ver que se había teñido el pelo, en aquel momento le parecía muy sexy. Era casi como ponerle las manos encima a una extraña.

Pero cuando esa mano se deslizó hasta el botón de los vaqueros de Linda-Gail, la de ella la aferró con fuerza.

—Para —dijo, igual que a los dieciséis.

—Vamos, nena —insistió él, pasándole los dedos por el estómago tembloroso, antes de bajar por su garganta—. Solo quiero…

—No siempre puedes tener lo que quieres, Cas —interrumpió ella con voz poco firme, sin soltarle la mano—. Y esta noche no lo vas a tener.

—Sabes que te deseo. Dios, siempre te he deseado. Tú también me deseas —dijo antes de volver a besarla—. ¿Por qué quieres provocarme así, amor?

—No me llames amor si no lo dices en serio. Y no te estoy provocando.

Necesitó mucha voluntad para apartarse de él, pero lo hizo. En ese momento vio la sorpresa en su rostro y las primeras señales de irritación.

—Entre tú y yo las cosas no van a ser así —añadió.

—¿Así, cómo?

—No vas a follar conmigo y luego pasar a otra cosa.

—¡Por Dios, Linda-Gail! —exclamó él con la confusión pintada en el rostro—. Eres tú quien me ha pedido que viniese.

—Para hablar de Reece.

—Eso es mentira y tú lo sabes. Cuando te he besado, no te has puesto a pedir ayuda a gritos.

—Me ha gustado que me besaras. Me encanta. Siempre me ha encantado, Cas.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

—Ya no somos unos críos, y yo no busco un rollo de una noche. Si ese es tu caso, más vale que vayas a por una de esas mujeres que tú sabes y que se conforman con eso —explicó ella mientras se alisaba la camisa, desabrochada a medias—. Yo aspiro a otra cosa.

—¿Que aspiras a otra cosa? —repitió él mientras las señales de irritación se materializaban—. ¿Cómo puedes decirme eso? Me has traído aquí para ponerme cachondo y luego dejarme tirado. Las mujeres que hacen eso solo merecen un nombre.

Linda-Gail levantó la barbilla muy despacio hasta que los ojos de ambos se encontraron. Los de ella disparaban balas calientes.

—Si piensas así, más vale que te largues ahora mismo.

—Me voy —dijo él, poniéndose en pie—. ¿Qué demonios quieres?

—Cuando lo adivines, puedes volver —respondió ella levantándose y arrojándole el sombrero—. Pero si te vas de aquí a buscar a una de esas mujeres y yo me entero, no volverás a entrar por esa puerta.

—¿Así que no puedo tenerte a ti ni a ninguna otra hasta que te dé la gana?

—No, Cas, no puedes tenerme a mí ni a ninguna otra hasta que entiendas la diferencia. Lo que sí sabes es por dónde se sale.

Frustrada, Linda-Gail se metió en su dormitorio y cerró la puerta de golpe.

Por un momento, Cas se quedó mirando por dónde se había ido. ¿Qué puñetas había pasado? Aún percibía el sabor de ella, aún conservaba en la palma de la mano el calor de su pecho. ¿Y se marchaba dando un portazo?

Furioso, salió de la casa. «Las mujeres como ella —pensó—, las mujeres que utilizan a los hombres, que les mandan de acá para allá, que juegan con ellos, deberían pagar un precio».

Subió a su furgoneta dando un portazo y lanzó una torva mirada hacia la casa de los postigos amarillos. Ella creía conocerle, creía tenerle atrapado.

Estaba muy equivocada.