26
Reece, sentada en la consulta del doctor Wallace, agradecía no tener que desnudarse para la visita de seguimiento. Se sentía lenta de reflejos, como si se hubiese excedido en una fiesta.
«El somnífero», pensó. Brody insistió en que se lo tomara. «La verdad es que no tuvo que insistir mucho», recordó.
Aunque el fármaco evitaba las pesadillas, esa mañana notaba la cabeza pesada y embotada. Valía la pena, solo por esa vez. No quería volver a los somníferos, los antidepresivos y los ansiolíticos.
Sabía que no estaba deprimida. Sabía que la acechaban.
Se abrió la puerta y el doctor entró sonriendo. Llevaba en la mano su historial.
—Enhorabuena. Has ganado tres kilos. Eso es un gran avance, Reece. Dos más, y te dejaré en paz. —Su sonrisa se desvaneció cuando se situó detrás de la mesa y echó un vistazo a su rostro—. O tal vez no. La última vez que estuviste aquí estabas pálida y agotada. Aún lo estás.
—He pasado mala noche. Una noche horrible. Acabé tomando un somnífero, de los que se venden sin receta. Me dejó fuera de combate.
—¿Ansiedad? —preguntó el doctor, volviéndole la cabeza para observar al cardenal amarillento de la mejilla—. ¿Pesadillas?
—Tomé el somnífero para evitar la ansiedad y las pesadillas. Anoche vi al asesino.
El doctor apretó los labios y la observó con atención mientras se sentaba.
—¿Por qué no me lo cuentas?
Reece se lo explicó con detalle.
—No tiene por qué creerme ni decir que me cree —acabó—. Los últimos días han sido un horror, ese es el motivo de que esté pálida y agotada.
—¿Duele? —preguntó el doctor mientras le presionaba el cardenal con suavidad.
—Un poco. No me molesta.
—¿Cuánto tiempo llevas tomando somníferos?
—Anoche fue el primero en casi un año.
—¿Has tomado algún otro medicamento desde la última vez que estuviste aquí?
—No.
—¿Algún otro síntoma?
—¿Cómo falta de memoria o ver cosas que no están? No.
—Haré de abogado del diablo por un momento. ¿Es posible que ese hombre al que viste pueda representar tu miedo? No viste con claridad la cara del hombre que te disparó. O el trauma que experimentaste borró esa cara de tu memoria.
—Creo que no lo vi —dijo ella en tono sereno—. Fue un instante. La puerta se abrió de golpe y yo empecé a volverme. Vi la pistola… y luego… bueno, la utilizó.
—Entiendo —contestó el médico apoyando la mano sobre la suya con suavidad, brevemente—. Por lo que entiendo, no llegaste a ver a los otros hombres que mataron a tus amigos…
—No, a ninguno de ellos.
«Solo les oí —pensó—. Solo les oí reír».
—¿Has pensado en la posibilidad de que la figura que viste anoche en la ventana, el hombre que viste junto al río, sea una manifestación del miedo e impotencia que experimentaste durante y después del ataque?
Reece sintió un retorcijón y comprendió que era producto de la decepción. Simple decepción al ver que después de todo no le creía.
—Ha estado leyendo libros de psiquiatría —dijo.
—Lo reconozco. Darle a tu miedo masa y forma no te convierte en una loca, Reece. Podría ser una manera de sacarlo a la superficie para poder verlo, experimentarlo y resolverlo.
—Ya me gustaría, pero sé que una mujer murió a manos de ese hombre. Sé que me acecha y que está haciendo todo lo posible para destrozarme los nervios y minar mi credibilidad. No es paranoia si te persiguen de verdad —dijo con una leve sonrisa.
El doctor suspiró. Reece continuó.
—Sé cómo es la paranoia, el sabor que se nota en la garganta. No estoy paranoica. No estoy manifestando mi miedo, lo estoy viviendo.
—Hay otra posibilidad. Escúchame. La primera vez que viste a ese hombre, cuando presenciaste el crimen, acababas de encontrarte con Brody en el sendero. Los demás incidentes tuvieron lugar a medida que se desarrollaba tu relación con Brody. Cuanto más seria es, más serios o personales son los incidentes. ¿Es posible que tu sentimiento de culpabilidad por haber sobrevivido esté poniendo trabas a tu felicidad?
—¿Y esté volviéndome loca para sabotear mi relación con Brody? No. Maldita sea, he estado loca. Sé cómo es, y esto no es lo mismo.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo el médico dándole palmaditas en la mano—. Si, ¿cómo era?, si eliminamos lo probable, lo que queda, por improbable que sea, tiene que ser la verdad. Vamos a sacar un poco de sangre, a ver cómo estás.
Reece volvió a Joanie’s para la segunda mitad de un turno partido. Mac Drubber y Carl comían carne de cerdo a la parrilla. Mientras masticaba y tragaba, Mac levantó una mano para llamarla.
—He recibido parmesano fresco. El de esa clase que viene en un bloque.
—¿Ah, sí?
—He pensado que tal vez lo quiera. Sale un poco caro.
—Después iré a buscarlo. Gracias, señor Drubber. —Siguiendo un impulso, se inclinó y le dio un beso en la cabeza—. Gracias —repitió—. No me lo merezco.
—¡Oh, vamos! —exclamó el hombre; el rubor afloró en sus mejillas—. Si se le ocurre algo que no acostumbremos a tener, solo tiene que decírmelo y lo pediré. No hay problema.
—Lo haré. Gracias.
Reece decidió que, en cuanto pudiera, prepararía algo especial, algo magnífico, e invitaría al señor Drubber a cenar en casa de Brody.
Entró en la cocina a tiempo de ver a Linda-Gail mientras dejaba con fuerza una pila de platos sucios junto a Pete.
—Vaya…
—Problemas en el paraíso —susurró Pete.
—No murmuréis a mí alrededor —dijo Linda-Gail en tono brusco; al volverse, su cabello se movió como una corta capa roja—. No soy sorda.
—Si sigues dejando así las cosas te vas a quedar en paro.
Linda-Gail se dio la vuelta y miró a Joanie.
—No dejaría así las cosas si tu hijo no fuese un mentiroso y un tramposo.
La expresión de Joanie se mantuvo plácida mientras seguía asando carne y cebollas.
—Mi chico puede ser muchas cosas no muy halagadoras, pero nunca ha sido ninguna de las que has dicho. Mide tus palabras, Linda-Gail.
—¿No me dijo que tenía que quedarse en el rancho ayer por la tarde porque una yegua tenía cólicos? ¿No era una mentira gordísima? Reuben ha estado aquí hace un cuarto de hora y me ha preguntado si me gustó la película que fui a ver con Cas ayer por la tarde.
—Podría ser que Reuben estuviese confundido. Podrían ser muchas cosas.
Linda-Gail levantó la barbilla.
—Tú eres su madre y tienes que defenderle, pero yo no pienso tolerar que me mienta o me engañe.
—No te lo reprocho; háblalo con él cuando mejor te vaya. Siempre que no sea cuando te pago para que atiendas las mesas.
—Dijo que me quería, Joanie —respondió la joven con voz un poco insegura; Joanie apretó los labios—. Dijo que estaba dispuesto a construir una vida conmigo.
—Entonces espero que tengas esa conversación con él muy pronto. Ahora, sal ahí fuera y haz tu trabajo. Tenemos clientes.
—Tienes razón. Ya he perdido bastante tiempo con él. Los hombres no sirven para nada.
Linda-Gail salió con paso majestuoso, y Joanie suspiró.
—Si ese chico ha echado a perder esto, es más burro de lo que creía.
Joanie parecía preocupada, pero Reece sintió que se le hacía un nudo en el estómago. ¿Dónde había estado Cas la noche anterior y por qué había mentido?
—¿Y tú? ¿Vas a quedarte ahí plantada soñando despierta —quiso saber Joanie— o te vas a encargar de esta parrilla? Tengo trabajo que hacer en la oficina, y tengo que pagar toda esa puñetera pintura.
—Lo siento. —Reece cogió un delantal y se dirigió al fregadero para lavarse las manos—. La pintura nueva es muy alegre.
—El precio también es de lo más alegre.
Reece recordó que un equipo de tres hombres había ido a pintar después de que el restaurante cerrase; el amarillo narciso animaba mucho el local. Pero ¿qué estaban haciendo los hombres a las nueve de la noche?
—¿Cuándo empezaron a pintar exactamente? —preguntó.
—A las once. Yo pensaba que, después de trabajar hasta las tres de la mañana, Reuben estaría demasiado cansado para venir a hablar más de la cuenta.
«Pregunta con despreocupación —se dijo Reece—. Con mucha despreocupación. Como por hablar de algo».
—Entonces, ¿vinieron a las once?
—¿No te lo acabo de decir? Reuben, Joe y Brenda.
—¿Brenda? ¿La del hotel? Pensaba que vendría su hermano.
—Dean tenía que hacer otra cosa; eso dijo ella. De todos modos, Brenda pinta mejor.
Reece se puso a cocinar, y mientras cocinaba trató de imaginarse a Reuben, a Cas, a Dean, a Joe con gafas de sol y una gorra anaranjada, al otro lado de la ventana de la cocina de Brody.
Después de trabajar, Reece le pidió a Pete que la llevase a casa de Brody.
—Te agradezco que me acompañes.
—No está lejos; no hay problema.
—Pete, ¿qué crees que hizo Cas anoche?
—Ir detrás de alguna falda. Ese piensa con la polla, con perdón.
—Si es así, debe de haber tenido bastantes problemas con las mujeres.
—Suele convencerlas para que no le arranquen las pelotas, con perdón otra vez. Pero no le será fácil convencer a nuestra Linda-Gail. Es muy cabezota.
—En eso llevas razón. Mira a Reuben, por ejemplo. —Se recordó otra vez que debía hablar despreocupadamente—. No se le ve con mujeres, al menos no continuamente.
—No es un santo, pero tiene la suficiente sesera para ser discreto. —Pete miró a Reece y le sonrió con su boca desdentada—. El invierno pasado tuvo un lío con una esquiadora casada.
—¿De verdad?
—Lo hizo sin llamar la atención, pero no es fácil entrar y salir de una habitación de hotel sin que nadie se dé cuenta. Brenda tiene olfato para esa clase de cosas. Por lo que me han dicho, entraba por la puerta del sótano.
—El sótano del hotel —murmuró ella.
—Todo se supo una noche que tuvieron una pelea tremenda. Ella gritó y le tiró cosas. Al parecer, le dio en la cabeza con un frasco de perfume. Él acabó saliendo por patas, con la cara arañada y las botas en la mano.
—¿Qué aspecto tenía?
—¿Cómo?
—La esquiadora, la mujer. Siento curiosidad.
—Que yo recuerde, era una morenita muy guapa, unos diez años mayor que Reuben. Eso me dijeron. Luego se pasó semanas llamándole al rancho, llorando, gritando e insultándole. Reuben me confesó una noche, después de tomar unas cervezas, que la experiencia le enseñó a evitar a las mujeres casadas.
—Me lo imagino —comentó Reece cuando ya giraban hacia la cabaña de Brody—. Supongo que anoche el hermano de Brenda, Dean, debía de tener una cita con alguna chica.
—O con una partida de póquer. —Pete chasqueó la lengua—. En cuanto ese chico lleva diez dólares en el bolsillo corre a jugárselos. Por eso está casi siempre sin blanca y pidiéndole préstamos a Brenda. El juego, si no sabes cómo manejarlo, es tan malo como la heroína. —Detuvo la furgoneta delante de la cabaña y añadió—. Me he enterado de que anoche tuvisteis problemas.
—Creo que todo el mundo se ha enterado ya.
—No te desanimes, Reece.
Curiosa, se volvió hacia él.
—¿Cómo es que tú no crees que esté loca?
—Demonios, ¿quién dice que no lo estás? —replicó Pete con una sonrisa—. Todo el mundo lo está, hasta cierto punto. Pero si dices que alguien estuvo rondando por aquí, supongo que es verdad.
—Gracias. Gracias, Pete —dijo ella con una sonrisa mientras abría la puerta y bajaba.
—No hay de qué.
Para ella sí lo había. Tal vez la policía no le creyese, pero Pete sí. Y Brody, Linda-Gail y Joanie. El doctor Wallace sospechaba que todo era una manifestación de sus temores, pero trataba de cuidar de ella. Mac Drubber debía de pensar que le faltaban unos cuantos tornillos, pero había comprado parmesano fresco para ella.
Tenía a mucha gente de su parte.
Encontró a Brody en el porche trasero, bebiendo Coca-Cola y leyendo un libro.
Él levantó la vista y, como le gustó lo que vio, esbozó una sonrisa.
—¿Cómo te ha ido el día?
—Ha ido mejorando. El doctor se alegra de que haya recuperado algo de peso y ha propuesto la posibilidad de que mi hombre de gorra anaranjada sea una manifestación de mis miedos y mi sentimiento de culpa, pero está dispuesto a tener la mente abierta si yo hago lo propio. El señor Drubber encargó para mí parmesano fresco, y Pete me ha dado un resumen rápido de la vida sentimental de un par de tipos del pueblo.
—Has estado ocupada.
—Y hay algo más. Cas le mintió a Linda-Gail sobre lo que hizo anoche.
—Tiene fama de ser bastante sinvergüenza con las damas. —Brody dejó el libro a un lado—. ¿Crees que Cas es un asesino?
—Sería el último en el que pensase. Maldita sea, me cae bien, y mi amiga está enamorada de él. Pero ¿el asesino no es tradicionalmente el menos probable? ¿No es así como funciona la cosa?
—En la ficción, y solo en la buena ficción si tiene sentido. Cas se tira a las damas, flaca, pero no las estrangula.
—¿Y si una le amenazase de alguna forma? ¿Y si le presionase hasta llevarle al límite? —preguntó ella mientras se agachaba junto a la silla de Brody—. El invierno pasado Reuben tuvo un lío con final violento con una mujer casada.
—¿De donjuán al Vaquero Cantante?
—Me gustaría saber dónde estuvo anoche. No empezó a pintar en Joanie’s hasta las once. Y el hermano de Brenda no apareció en ningún momento.
—Así que has decidido incluirles en tu lista de sospechosos porque no sabes dónde estaban esos tres tipos anoche, a la hora en cuestión.
—Por algún lado tengo que empezar. Averiguaré dónde estaban y los tacharé de la lista. Si no puedo averiguarlo, los dejaré en ella.
—¿Y qué harás? ¿Investigar a todos los hombres del pueblo?
—Si es necesario, sí. Puedo tachar a algunos. A Hank, que lleva barba y es demasiado corpulento. Eso no lo habría pasado por alto. A Pete, que es demasiado bajo. Recuerdo que hablamos de ello justo después de que ocurriese, pero no llegamos a centrarnos de verdad en la cuestión.
—No, creo que no lo hicimos.
—También podemos tachar a todos los mayores de sesenta y cinco y menores de veinte. No era un viejo ni un crío. A todos los que llevan barba o bigote y que están muy por encima o por debajo del peso medio. Ya sé que podría no ser de aquí…
—Bueno, yo creo que es alguien del pueblo.
—¿Por qué?
—Anoche no oíste ningún coche. ¿Cómo iba a alejarse de la cabaña sin coche?
—¿A pie?
—Tal vez hubiese dejado el coche lo bastante lejos para que no lo oyeses. Pero, si es alguien de fuera, tendría que pasar bastante tiempo por aquí para averiguar tu rutina, para saber cuándo estás fuera de tu casa, en el trabajo, aquí. Alguien se fijaría y, aunque fuera de forma inocente, lo comentaría. Los comentarios circulan.
—Desde luego —convino Reece.
—Y, desde abril, nadie se ha alojado en el hotel durante más de una semana. Ningún hombre solo durante más de dos semanas. Se han alquilado algunas cabañas, pero tampoco durante mucho tiempo, y todas a familias o grupos. Podría ser un padre de familia o formar parte de un grupo, pero a mí no me cuadra.
—Has investigado.
—Es una de mis especialidades. Podría estar acampado —continuó Brody—, pero tendría que ir al pueblo a comprar provisiones. Aunque fuese a otra parte a comprarlas, tendría que ir al pueblo para averiguar tu rutina, para hacer lo que ha hecho. Si hubiera venido más de una vez, la gente se habría fijado en él. Así que, según ese razonamiento, es uno de nosotros.
—Brody, no quiero volver a llamar a la policía salvo en caso de… Voy a ponerme dramática: en caso de vida o muerte.
—Solo tú y yo, Flaca.
—«Tú y yo», me gusta.
—Fantástico. A mí también.
Reece decidió compensar el salteado de verduras de la noche anterior con una masculina cena de chuletas de cerdo, puré de patatas, judías verdes y bollos. Mientras las patatas se cocían y las chuletas se adobaban, se sentó ante la mesa de la cocina con el ordenador portátil.
Junto con los nombres, introdujo lo que sabía de ellos.
William (Cas). Butler, veintitantos años. Ha vivido en Angel’s Fist casi toda su vida. Conoce bien la zona, entiende de rastreo, excursionismo, acampada, etc. (¿La pareja del rio pudo llegar allí a caballo?). Tipo vaquero, mujeriego. Conduce una furgoneta, fácil acceso al despacho de Joanie y a las llaves. Vena violenta cuando se le saca de quicio, tal como demostró en Clancy’s.
«Parece tan frío», pensó mientras lo releía. Tal vez fuese injusto no anotar que parecía muy afable, quería a su madre y tenía un encanto considerable.
Continuó con Reuben.
Treinta y tantos años. Trabaja en el rancho para turistas Circle K. Conoce bien la zona, como el anterior. Hábil con las manos. Furgoneta con accesorio para llevar rifles. Acude al pueblo al menos una vez por semana. Le gusta cantar en Clancy’s. Relación anterior con mujer casada (posible víctima).
Resopló. Sabía que a Reuben le gustaba la carne poco hecha, las patatas fritas y la tarta con helado. Eso no resultaba demasiado útil para sus fines.
Continuó añadiendo nombres, y se detuvo con una punzada de culpabilidad al pensar en el doctor Wallace. Rozaba la edad máxima que ella había establecido, pero estaba en plena forma. Practicaba el excursionismo y la pesca, y era bienvenido en todas partes. Un hombre que curaba ¿no sabría matar?
Luego estaban Mac Drubber, Dean, Jeff el de la licorería, el fornido sheriff y el complaciente Lynt. Entre otros. La idea de incluirlos en la lista de hombres que conocía y que en algunos casos consideraba amigos, hizo que se sintiese mal.
Se obligó a terminar y copió el archivo en la memoria USB. Después de guardar el ordenador portátil, calmó sus nervios y su sentimiento de culpa cocinando.
Al otro lado del lago, Cas llamaba a la puerta de Linda-Gail. Llevaba una rosa en la mano y el vientre lleno de deseo.
Cuando la muchacha le abrió la puerta, le tendió la rosa y dijo.
—Hola, nena.
Linda-Gail apoyó el puño en la cadera e hizo caso omiso de la rosa.
—¿Qué quieres?
—A ti.
Cas alargó la mano libre para cogerla, pero Linda-Gail retrocedió y dio tal patada a la puerta, que a punto estuvo de golpearse en la cara.
Él recibió el portazo en el hombro y empujó con él para abrirla de nuevo.
—¡Maldita sea, Linda-Gail! ¿Qué problema hay?
—No acepto flores de mentirosos. Ya puedes dar media vuelta y echar a andar.
Esta vez, cuando ella se disponía a cerrar, fue Cas quien dio una patada a la puerta.
—¿De qué demonios hablas? Corta el rollo. Hoy he trabajado catorce horas para poder tener la noche libre y verte.
—¿Ah, sí? Pues me parece injusto, anoche ya hiciste horas extraordinarias… Con un caballo con cólicos. —Al ver la mueca de él, entornó los ojos y añadió—. Hijo de puta mentiroso. Puede que estuvieses revoleándote en el heno, pero no fue con ningún puto caballo.
—No fue así. Espera un momento.
—¿Cómo pudiste mentirme? —dijo ella mientras giraba sobre sus talones y se alejaba a grandes zancadas—. Te dije que no sería una más, Cas.
—No lo eres. No puedes serlo. Demonios, nunca lo has sido. Vamos a sentarnos un momento.
—No quiero que te sientes en mi casa. Te di lo que querías y ahora se ha terminado.
—No digas eso. Linda-Gail, cariño, no es lo que piensan.
—Entonces, ¿qué es, Cas? ¿No me mentiste?
Él se echó hacia atrás el sombrero.
—Bueno sí, te mentí, pero…
—Lárgate.
Él arrojó a un lado la rosa y luego el sombrero.
—No pienso marcharme así. Sí, te mentí sobre lo que hice anoche, pero tenía una buena razón para hacerlo.
—¿Y cómo se llama? ¿Es guapa?
La frustración y el atisbo de vergüenza se endurecieron en su rostro hasta convertirse en una fría irritación.
—Yo no hago trampas —dijo él—. Nunca he hecho trampas, ni con las mujeres, ni con las cartas, ni con nada. Si quiero ir a por otra, antes dejo a la que tengo. No engaño a nadie. ¿Por qué iba a empezar contigo cuando tú eres la que me importa?
—No lo sé. Me gustaría saberlo.
Los ojos de Linda-Gail se llenaron de lágrimas.
—No estaba con otra mujer, Linda-Gail. Te lo juro.
—¿Y se supone que tengo que creerte, cuando ya me has mentido?
—Tienes razón, pero yo también la tengo. Si me quieres, esta vez tienes que confiar en mí.
—La confianza debe ganarse, William —dijo mientras se secaba las lágrimas con rabia—. Dime dónde estabas.
—No puedo. Aún no. No te vayas. No, cariño. Tenía que hacer una cosa. No era otra mujer.
—Entonces, ¿por qué no me lo dices?
—Te lo diré si esperas hasta el sábado por la noche.
—¿Qué tiene que ver el sábado por la noche?
—Tampoco puedo decirte eso. Pero todo forma parte de lo mismo. Dame hasta el sábado por la noche. Quiero quedar el sábado por la noche contigo.
Ella se rindió por fin y se sentó.
—¿Quieres quedar conmigo después de mentirme y no me dices por qué?
—Así es. Confía en mí solo por esta vez.
El hombre se agachó y le enjugó una lágrima de la mejilla.
—Te juro por mi vida, Linda-Gail, que no estaba con otra mujer.
Ella se sorbió las lágrimas.
—¿Atracaste un banco?
Él sonrió despacio, de forma encantadora.
—No, no exactamente. ¿Me quieres?
—Eso parece, aunque en este preciso momento resulta muy inconveniente y molesto.
—Yo también te quiero. Al final me va a gustar decirlo.
Ella le tomó el rostro entre las manos para poder observarlo bien.
—Tienes hasta el sábado por la noche. Que Dios me ayude, Cas, pero te creo cuando dices que no estuviste con otra mujer. No veo cómo ibas a hacerme daño así, o sea que no te rías de mí.
—No podría aunque quisiera —le dijo; le cogió de las muñecas y se inclinó para darle un beso—. No lo haría aunque pudiera.
—Iba a preparar una pizza —anunció ella—. Me apetece la pizza cuando me siento triste y enfadada. Bueno, creo que la pizza me apetece en cualquier momento, independientemente de cómo me sienta. Puedes compartir mi pizza, Cas, pero no vas a compartir mi cama. Si yo tengo que esperar hasta el sábado por la noche para saber la verdad, tú tendrás que esperar hasta entonces para hacer el amor.
—Supongo que es justo. Doloroso, pero justo —dijo poniéndose en pie y tendiéndole la mano—. ¿Tienes una cerveza para acompañar la pizza?
Él avanzaba a través de la oscuridad, a través del viento. Sus botas resonaban contra el polvo del camino, ¿podía oírles? Ella no oía nada salvo el viento y el río, pero sabía que la seguía sin descanso, como una sombra, cada vez más cerca. Pronto tendría el aliento de él en la nuca; pronto la mano de él se cerraría en torno a su cuello.
Ella había perdido la orientación. ¿Cómo había llegado allí? Su única opción era seguir adelante, subir y subir, y las piernas le dolían por el esfuerzo.
La media luna le mostraba la curva del sendero, la superficie de la roca, el brillo peligroso e hipnótico del río más abajo. Le mostraba el camino, pero el camino no le ofrecía posibilidad de huida. Y le guiaría a él hasta ella.
Se arriesgó a mirar hacia atrás y no vio nada, salvo el cielo y el cañón. El alivio llegó con un sollozo ahogado. De alguna manera, se había salvado. Si podía seguir adelante, seguir corriendo, encontraría el camino de regreso. Volvería a estar segura.
Pero cuando se volvió hacia delante, él estaba allí. Delante de ella. Cerrándole el paso. Sin embargo, no podía verle la cara, no podía reconocerlo.
—¿Quién eres? —gritó por encima del sonido del viento—. ¿Quién demonios eres?
Cuando él se le acercó curvando y estirando los dedos de sus manos enguantadas, ella decidió saltar.
El viento le azotó el rostro. Volvía a estar en la cocina de Maneo’s. Un empujón contra la puerta, otro hombre sin rostro, este con capucha. La explosión de una pistola. El dolor estalló… el impacto de la bala, el impacto del agua.
El río la cubrió, la puerta de la despensa se cerró.
Y no hubo luz, no hubo aire. No hubo vida.
Cuando Reece despertó, Brody la agarraba de los brazos.
—Despierta ahora mismo —ordenó él.
—He saltado.
—Lo que has hecho es caerte de la cama.
—He muerto.
Tenía la piel pegajosa por el sudor, y el corazón de Brody aún latía acelerado.
—A mí me pareces bastante viva. Solo ha sido una pesadilla. Diablos, cómo te defendías…
—¿Qué?
—Dabas patadas y zarpazos. Vamos. Levanta.
—Espera. Espera un momento.
Necesitaba orientarse. El sueño era brutalmente claro en todos los detalles. Hasta que tocó el agua o se cayó en la despensa.
—Corría —dijo despacio—, y él estaba allí. He saltado al río. Pero entonces todo se ha confundido. Caía al río y también caía en la despensa de Maneo’s. Pero no me he hundido —dijo apoyando una mano en el pecho de él y sintiendo la calidez contra su propia piel fría—. No me he rendido.
—No. Yo diría que luchabas por salir a la superficie. Intentabas nadar.
—Vale, vale. Lo he hecho bien. Justo a tiempo.