3

Tras el ataque de pánico, era difícil afrontar la cocina, la gente, la pretensión de ser normal. Pero además de estar casi sin blanca, había dado su palabra. Las seis en punto.

Tenía otra alternativa: volver atrás, retroceder, y todos los meses que había pasado avanzando poco a poco quedarían borrados. Solo tenía que hacer una llamada telefónica para que la rescatasen.

Y para estar acabada.

Se movió paso a paso. Vestirse fue una victoria; abandonar la habitación, otra. Salir al exterior y dirigir sus pasos hacia el restaurante fue un pequeño triunfo personal. El aire era frío —al invierno aún le quedaban fuerzas—, y su aliento resultaba visible a la trémula luz que precedía al amanecer. Las montañas eran siluetas oscuras y fuertes que se recortaban contra el cielo ahora que la luna llena se había ocultado tras los picos. Una extensa capa de niebla se extendía a los pies de las montañas. Dedos de bruma se alzaban del lago y envolvían los árboles desnudos, finos como las alas de las hadas.

En la gélida oscuridad, todo parecía fantástico, inmóvil y bien equilibrado. El corazón le dio un vuelco cuando algo salió de aquella bruma. Volvió a calmarse al ver que era un animal.

A aquella distancia no distinguía si era un alce o un ciervo pero, fuera lo que fuese, pareció deslizarse, y la bruma se hizo jirones a su alrededor cuando se acercó al lago.

Mientras el animal inclinaba la cabeza para beber, Reece oyó el primer coro del canto de los pájaros. Una parte de ella quiso sentarse en la acera y contemplar a solas y en silencio el nacimiento del sol.

Apaciguada, echó a andar de nuevo. Tendría que enfrentarse a la cocina, la gente, las preguntas que siempre rodeaban a una cara nueva en cualquier empleo. No podía permitirse llegar tarde y estar nerviosa, ni quería atraer más atención de la estrictamente necesaria.

«Mantén la calma —se ordenó—. Céntrate». Para conseguirlo, se puso a recitar fragmentos de poesía, concentrándose en el ritmo de las palabras, hasta que se dio cuenta de que hablaba en voz alta y se acobardó. Se recordó a sí misma que nadie la oía, y la confusión la acompañó hasta la puerta de Angel Food.

Las luces encendidas que brillaban en el interior aflojaron parte de la tensión que pesaba sobre sus hombros. Vio movimiento dentro. Era Joanie, ya en la cocina. ¿Aquella mujer dormía alguna vez?

«Tienes que llamar a la puerta —se dijo—. Llama, sonríe, saluda». Cuando diese ese paso, cuando se obligase a entrar, ahogaría la ansiedad en el trabajo.

Pero su brazo parecía de plomo y se negaba a moverse. Tenía los dedos demasiado rígidos, demasiado fríos para cerrarse en un puño. Se quedó donde estaba, sintiéndose estúpida, inútil e impotente.

—¿Algún problema con la puerta?

Dio un bote y se volvió. Allí estaba Linda-Gail cerrando de golpe la puerta de un pequeño y resistente utilitario.

—No, no. Solo estaba…

—¿Espiando? No parece que hayas dormido mucho esta noche.

—Pues no, la verdad.

El aire, ya frio, se congeló con cada paso que Linda-Gail dio hacia ella. Los brillantes ojos azules, tan amistosos el día anterior, se mostraban reservados, distantes.

—¿Llego tarde?

—Me extraña que hayas venido con la noche que debes de haber pasado.

Reece se recordó acurrucada en la cama, agarrando la linterna y escuchando. Escuchando.

—¿Cómo…?

—Cas tiene fama de resistir mucho.

—¿Cas? Yo no… ¡Oh!

Una mezcla de sorpresa y regocijo calmó sus nervios.

—No, él y yo no… yo no. Por el amor de Dios, Linda-Gail, hacía unos diez minutos que le conocía. Tiene que pasar al menos una hora desde que conozco a un tío para que ponga a prueba su resistencia.

Linda-Gail bajó la mano que había levantado hasta la puerta y miró a Reece con los ojos entrecerrados.

—Entonces, ¿no te acostaste con Cas?

—No —contestó, sintiéndose más fuerte—. ¿He roto alguna tradición secreta del pueblo? ¿Me despedirán? ¿Me detendrán? Si ser una tía fácil forma parte de los requisitos del empleo, deberían habérmelo dicho desde el principio y pagar más de ocho dólares por hora.

—Esa cláusula es voluntaria. Lo siento —dijo Linda-Gail, sonriendo ruborizada—. Lo siento de verdad. No debería haberlo dado por supuesto y lanzarme sobre ti solo porque os marchasteis juntos.

—Me acompañó al hotel, propuso que tomásemos algo, cosa que yo no quise, se ofreció a enseñarme la zona, algo que puedo hacer sola, y luego dar tal vez un paseo a caballo. No sé montar, pero a lo mejor pruebo esa parte. Le doy un diez en la escala de belleza masculina y otro diez en comportamiento y modales. No sabía que estuvieseis liados.

—¿Liados? ¿Cas y yo? —Linda-Gail resopló—. ¡Qué va! De eso nada. Debo de ser la única mujer soltera de menos de cincuenta años en cien kilómetros a la redonda que no se ha acostado con él. Para mí un salido es un salido, ya sea hombre o mujer.

Se encogió de hombros y luego volvió a observar la cara de Reece.

—De todas formas, pareces agotada.

—No he dormido bien, eso es todo. La primera noche en un sitio nuevo, un trabajo nuevo… Nervios.

—Pues tranquilízate —ordenó Linda-Gail mientras abría la puerta con mirada de nuevo cordial—. Aquí somos buena gente.

—Me preguntaba si ibais a pasaros todo el día de palique ahí fuera. No os pago por charlar.

—Por el amor de Dios, Joanie, son las seis y cinco. Descuéntamelo. Ah, por cierto, Reece, hablando de dinero, esta es tu parte de las propinas de anoche.

—¿Mi parte? No serví ninguna mesa.

Linda-Gail puso el sobre en las manos de Reece.

—Son normas de la casa. El cocinero se lleva el diez por ciento de las propinas. Nos las dan por el servicio, pero si la comida es una porquería no nos darán gran cosa.

—Gracias.

«Ya no estoy sin blanca», pensó Reece mientras se metía el sobre en el bolsillo.

—No te lo gastes todo de golpe.

—¿Se acabó ya la cháchara? —dijo Joanie desde detrás de la barra con los brazos cruzados—. Pon las mesas para el desayuno, Linda-Gail. Reece, ¿te parece que estás lista para mover ese culo tan flaco y ponerte a trabajar?

—Sí, señora. Ah, y solo para despejar el ambiente —añadió mientras rodeaba la barra para coger un delantal—, tu hijo es encantador, pero esta noche he dormido sola.

—El chico debe de estar perdiendo facultades.

—Eso no puedo decírtelo. Yo pienso seguir durmiendo sola mientras este en Angel’s Fist.

Joanie puso a un lado un cuenco de masa de tortitas.

—¿No te gusta el sexo?

—Claro que sí. —Reece fue hasta el fregadero para lavarse las manos—. Simplemente no está en mi lista en este momento.

—Pues debe de ser una lista bastante corta y triste. ¿Sabes preparar huevos rancheros?

—Sí.

—Los domingos los piden mucho, como las tortitas. Vamos, empieza a freír tocino y salchichas. Enseguida llegarán los primeros clientes.

Poco antes del mediodía, Joanie puso en manos de Reece un plato con un poco de comida apilada, una cucharada de huevos revueltos y una loncha de tocino.

—Vamos, llévate esto a la habitación de atrás. Siéntate y come.

—Aquí hay comida para dos personas.

—Sí, si las dos son anoréxicas.

—Yo no lo soy —respondió Reece al tiempo que cogía con el tenedor un poco de huevo como para demostrarlo.

—Llévate eso a mi despacho y descansa. Tienes veinte minutos.

Reece había visto el despacho, y el término «habitación» resultaba muy generoso.

—Oye, tengo un problema con los espacios pequeños.

—Miedo a la oscuridad y claustrofobia. Tienes un montón de fobias, chica. Bueno, pues siéntate a la barra. Te doy igualmente veinte minutos.

Hizo lo que le decían y se sentó al final de la barra. Al cabo de un momento, Linda-Gail dejó una taza de té a su lado y le guiñó un ojo.

—Buenos días, doctor —dijo Linda-Gail mientras pasaba un paño por la barra y le dedicaba una sonrisa al hombre que se había deslizado en el taburete situado junto al de Reece—. ¿Lo de siempre?

—Mi especial colesterol de los domingos, Linda-Gail. Es el día en el que me suelto la melena.

—Enseguida se lo pongo. Joanie, el doctor está aquí —dijo sin molestarse en escribir el pedido—. Doctor, esta es Reece, la nueva cocinera. Reece, te presento al doctor Wallace. Te curará todos los males. Pero no dejes que te convenza para jugar al póquer. Es una fiera.

—Bueno, bueno, ¿cómo voy a desplumar a los recién llegados si dices esas cosas? —El hombre se movió en el taburete y saludó a Reece con la cabeza—. Me dijeron que Joanie tenía a alguien que sabía lo que hacía en la cocina. ¿Cómo te va?

—De momento bien. Me gusta el trabajo.

Tuvo que hacer un esfuerzo y recordarse que el tal Wallace no llevaba una bata de médico y unas agujas.

—En Joanie’s sirven el mejor desayuno de domingo de todo Wyoming —dijo él, dispuesto a disfrutar del café que Linda-Gail le puso delante—. En el hotel preparan un gran bufet para los turistas, pero aquí sale más a cuenta. Cómete eso ahora que aún está caliente.

«En lugar de mirarlo —pensó el hombre—, como si la comida del plato fuese un rompecabezas» mientras Reece jugaba con la comida, él le contó que hacía casi treinta años que era el médico del pueblo. Llegó cuando era joven, en respuesta a un anuncio que puso el ayuntamiento en el periódico de Laramie.

—Iba en busca de aventuras —dijo con una voz en la que se percibía vagamente el acento de las zonas rurales del Oeste—. Me enamoré del lugar y de una bonita chica de ojos castaños llamada Susan. Criamos a tres hijos aquí. El mayor también es médico, y este es su primer año de interno en Cheyenne. La mediana, Annie, se casó con un tipo que hace fotos para la revista National Geographic. Se trasladaron a Washington. Allí también tengo un nieto. El más pequeño estudia filosofía en California. No sé sobre qué demonios va a filosofar, pero ahí está. Mi Susan murió hace dos años de cáncer de pecho.

—Lo siento.

—Es algo muy, muy duro —respondió Wallace, echando un vistazo a su alianza—. Todavía la busco a mi lado cuando me despierto por las mañanas. Supongo que nunca dejaré de hacerlo.

—Aquí tiene, doctor. —Linda-Gail puso un plato delante de él, y ambos se echaron a reír cuando Reece lo miró con los ojos desorbitados—. Se lo comerá todo, ya verás —dijo Linda-Gail antes de alejarse.

Había un montón de tortitas, una tortilla, una gruesa loncha de jamón, una ración generosa de despojos fritos y tres salchichas.

—No puede comerse de verdad todo eso.

—Mira y aprende, niña. Mira y aprende.

«Se le ve en forma —pensó Reece—, con su camisa de cuadros y su cómoda chaqueta de punto». Hubiera dicho que era alguien que comía sano y hacía una cantidad razonable de ejercicio. Su rostro era rubicundo y enjuto, con unos ojos de color avellana claro detrás de unas gafas con montura metálica.

Sin embargo, se zampaba el enorme desayuno con el apetito de un camionero de largo recorrido.

—¿Tienes familia en el Este? —le preguntó.

—Sí, mi abuela vive en Boston.

—¿Es ahí donde aprendiste a cocinar?

Reece no podía dejar de mirar cómo desaparecía la comida.

—Sí, allí empecé. Fui al Instituto Culinario de Nueva Inglaterra, en Vermont, y luego pasé un año en París, en el Cordon Bleu.

—Instituto Culinario —repitió el doctor, levantando las cejas—. Y París. Qué elegante.

—¿Perdón? —dijo ella, dándose cuenta bruscamente de que en dos minutos había revelado más de su pasado de lo que acostumbraba a contarle a nadie en dos semanas—. Más que elegante, intenso. Tengo que volver al trabajo. Me alegro de conocerle.

Reece no paró de trabajar durante el turno del almuerzo; tenía el resto de la tarde y la noche para sí misma, y decidió dar un largo paseo. Podía rodear el lago, tal vez explorar parte del bosque y los riachuelos. Podía hacer fotos y enviárselas a su abuela por correo electrónico y, entre el aire fresco y el ejercicio, agotarse.

Se puso las botas de excursión y llenó la mochila exactamente como recomendaba su guía para excursiones de menos de quince kilómetros. De nuevo en el exterior, buscó un punto cerca del lago para sentarse y leer los folletos de información que había cogido en el hotel.

Decidió que se tomaría todos los días que pudiese para salir del pueblo, visitar el parque y tal vez un poco las zonas menos habitadas de la región. Se sentía mejor en el exterior al aire libre.

El primer día que no le tocase trabajar, tomaría uno de los senderos más fáciles y haría una excursión para ver el río. Pero por el momento más valía que empezase haciendo lo que aconsejaba su guía y ablandase sus botas de excursión.

Se puso en marcha a paso tranquilo. Esa al menos era una de las ventajas de su vida en ese momento. Pocas veces tenía prisa. Podía hacer lo que quisiera cuando quisiera, a su ritmo. Antes nunca se lo permitía. En los últimos ocho meses había visto y hecho más que en los veintiocho años anteriores. Tal vez estaba un poquito loca, y sin duda neurótica, fóbica y ligeramente paranoica, pero había huecos de sí misma que había conseguido volver a llenar y pedazos de sí misma que había devuelto a su lugar.

Nunca volvería a ser lo que fue, una urbanita activa y ambiciosa. Pero le gustaba cómo estaba tomando forma. Prestaba más atención a detalles que antes le pasaban desapercibidos. El juego de la luz y las sombras, el chapoteo del agua, notar bajo sus pies la tierra esponjosa por el deshielo.

Podía detenerse donde estaba, en ese mismo instante, y contemplar como una garza, silenciosa como una nube, alzaba el vuelo desde el lago. Podía contemplar cómo las ondas, cada vez más amplias, agitaban la superficie hasta alcanzar la punta de los remos que manejaba un muchacho en un kayak rojo.

Se acordó de su cámara demasiado tarde para captar la garza, pero sí captó al muchacho con su barca roja, y las aguas azules, y el reflejo deslumbrante de las montañas que atravesaba su superficie.

«Adjuntaré pequeñas notas a cada foto», pensó mientras reanudaba la marcha. De esa forma su abuela se sentiría parte del viaje. Reece sabía que la había dejado preocupada en Boston, pero lo único que podía hacer era enviar largos correos electrónicos y hacer una llamada telefónica de vez en cuando para hacerle saber dónde y cómo estaba.

Aunque no siempre era del todo sincera en cuanto al cómo.

Había casas y cabañas diseminadas en torno al lago, y se fijó en que alguien preparaba una barbacoa de domingo: pollo asado, ensalada de patatas, pinchos de verdura en adobo, litros de té frío y cerveza. Era un buen día para aquello.

Un perro se metió en el agua chapoteando tras una pelota azul, mientras una niña permanecía en la orilla riendo y animándolo a gritos. Cuando el animal la recogió y regresó a tierra firme, se sacudió como un loco; las gotas que rociaron a la niña reflejaron la luz del sol y se encendieron como diamantes.

El ladrido se llenó de alborozo cuando la niña lanzó de nuevo la pelota, y el perro volvió a saltar al agua para repetir el proceso.

Reece sacó su botella de agua y bebió mientras se alejaba del lago y se adentraba en el bosque.

Si no hacía demasiado ruido, tal vez viese algún ciervo o alce, tal vez el mismo que había observado aquella mañana. Podía prescindir de los osos que, según los folletos y las guías, habitaban en los bosques de la zona, aunque la guía afirmaba que los osos acostumbraban a alejarse si percibían la presencia humana.

Cabía la posibilidad de que ese día los osos estuviesen de mal humor y la tomaran con ella.

Así pues, se andaría con cuidado, no se alejaría demasiado y, aunque llevaba una brújula, no se saldría del camino.

«Aquí hace más fresco», pensó. El sol no alcanzaba los charcos y parches de nieve, y el agua del pequeño torrente que encontró tenía que atravesar los trozos de hielo.

Siguió el torrente, escuchando el silbido y la caída del hielo que se fundía despacio. Cuando encontró huellas, se sintió entusiasmada. «¿De qué animal serán estas huellas?», se preguntó. Para saberlo, se dispuso a sacar la guía de la mochila.

Un crujido la dejó paralizada; echó un vistazo a su alrededor. Habría sido difícil decir quién estaba más sorprendido, si Reece o el ciervo mulo, pero se miraron mutuamente asombrados durante un intenso momento.

«Debo de estar contra el viento —pensó—. ¿O era a favor del viento?». Mientras alargaba el brazo despacio para coger la cámara, se dijo que debería comprobarlo. Logró un primer plano y luego cometió el error de reírse encantada. Al oírla, el ciervo se alejó dando brincos.

—Sé cómo te sientes —murmuró mientras lo veía huir del contacto humano—. El mundo está lleno de cosas que dan miedo.

Volvió a guardarse la pequeña cámara en el bolsillo mientras pensaba que ya no oía ladrar al perro ni el estruendo de los coches que circulaban por la calle principal del pueblo. Solo la brisa entre los árboles como una ola callada y el silbido del torrente.

—Tal vez debería vivir en un bosque. Buscarme una pequeña cabaña aislada y tener un huerto. Podría ser vegetariana —consideró mientras tomaba impulso para superar de un salto el estrecho torrente—. Vale, seguramente no. Pero podría aprender a pescar. Comprarme una camioneta e ir a comprar al pueblo una vez al mes.

Dibujó la imagen en su mente. Ni demasiado lejos del agua, ni demasiado metida en el bosque. Con montones y montones de ventanas para que fuese casi como vivir en el exterior.

—Podría montar mi propio negocio. Una pequeña granja. Cocinar y vender los productos. Hacerlo todo a través de internet, quizá. No salir nunca de casa. Y acabar añadiendo la agorafobia a mi lista.

No, viviría en el bosque —esa parte estaba bien—, pero trabajaría en el pueblo. Podría incluso ser allí, y seguir trabajando para Joanie.

—Esperaré unas semanas, es lo mejor. A ver cómo van las cosas. Me marcharé de ese hotel, eso desde luego. No va a servirme mucho tiempo. De todos modos, ¿dónde puedo ir? Es un problema. Puede que mire…

Dejó escapar un grito, retrocedió dando un traspié y a punto estuvo de caer de culo.

Una cosa era encontrarse a un ciervo mulo y otra muy distinta tropezar con un hombre tendido en una hamaca con un libro abierto sobre el pecho.

Brody la había oído venir. Habría sido difícil no hacerlo, pensó, porque iba discutiendo en voz alta consigo misma. Supuso que se desviaría hacia el lago, pero en lugar de eso giró directamente hacia su hamaca, con los ojos clavados en la punta de sus flamantes botas de excursión. Así que dejó el libro para contemplarla.

«Mujer urbana andando con tiento por un lugar solitario —reflexionó—. Mochila y botas L. L. Bean, Levi’s que al menos parecen usados, botella de agua».

¿Aquello que le asomaba del bolsillo era su teléfono móvil? ¿A quién demonios iba a llamar?

La muchacha llevaba una cola de caballo que asomaba por la abertura posterior de una gorra negra. Tenía la cara pálida, los ojos grandes y sobresaltados, de un intenso castaño oscuro.

—¿Perdida?

—No. Sí. No. —Miró a su alrededor como si acabase de aterrizar procedente de otro planeta—. Estaba dando un paseo. Debo de haber entrado en tu propiedad sin darme cuenta.

—Sin duda. ¿Quieres esperar aquí un momento mientras voy a buscar mi rifle?

—Pues no, la verdad. Mmm. Supongo que esa cabaña es tuya.

—Ya llevas dos aciertos.

—Es bonita.

La observó, una sencilla estructura de troncos, un largo porche cubierto, una silla y una mesa. Le pareció encantadora. Una silla y una mesa.

—Y privada —añadió—. Lo siento.

—Yo no. A mí me gusta que sea privada.

—Quiero decir… bueno, ya sabes qué quiero decir.

Respiró hondo mientras abría y cerraba el tapón de su botella de agua. Le resultaba más fácil con los extraños. Lo que no podía soportar eran las miradas de compasión e interés de los conocidos.

—Es de mala educación mirar fijamente a la gente, y vuelves a hacerlo —dijo.

El hombre levantó una ceja. Reece siempre había admirado a la gente que sabía hacerlo, como si esa sola ceja tuviese un juego de músculos independiente. A continuación, alargó el brazo hacia el suelo y cogió sin fallar una botella de cerveza.

—¿Quién decide ese tipo de cosas, lo que es de mala educación en una cultura determinada?

—La SPME.

El hombre solo tardó un momento.

—¿La Sociedad para la Prevención de la Mala Educación? Creía que se había disuelto.

—No, siguen realizando su buena labor desde lugares secretos.

—Mi bisabuelo era miembro de la SPME, pero no hablábamos del tema porque era un completo gilipollas.

—Bueno, eso pasa en todas las familias y grupos. Te dejo con tu lectura.

Dio un paso atrás, y Brody pensó que podría preguntarle si le apetecía una cerveza. Como habría sido un gesto casi sin precedentes, ya había decidido no hacerlo cuando un sonido agudo perforó el aire.

Reece se echó al suelo y se cubrió la cabeza con los brazos como un soldado en una trinchera.

La primera reacción de él fue de regocijo. Una chica de ciudad. Pero al ver que no se movía ni hacía sonido alguno, comprendió que era más que eso. Sacó las piernas de la hamaca y luego se agachó.

—Encendido prematuro —dijo con calma—. Es la furgoneta de Carl Sampson, una ruina sobre ruedas.

—Encendido prematuro.

La oyó murmurarlo una y otra vez, temblando.

—Sí, eso es.

Le apoyó una mano sobre el brazo para tranquilizarla, y ella se puso tensa.

—No, no me toques. No me toques. No. Solo necesito un minuto.

—Está bien —contestó él, antes de levantarse para ir a buscar la botella de agua, que había salido despedida cuando ella se arrojó al suelo—. ¿Quieres tu agua?

—Sí, gracias. —Cogió la botella, pero sus dedos temblorosos no podían abrirla. Sin decir nada, Brody se la quitó, desenroscó el tapón y se la devolvió—. Estoy bien. Solo me he llevado un sobresalto. Creía que era un disparo.

«Sobresalto, y una mierda», pensó él.

—También oirás ese tipo de cosas. No en la temporada de caza, pero a la gente de por aquí le gusta tirar al blanco. Esto es el salvaje Oeste, Flaca.

—Claro, por supuesto. Ya me acostumbraré.

—Si sales a caminar por el bosque y las colinas, es mejor que lleves algo de colores vivos, rojo o naranja.

—Claro, sí, por supuesto, es cierto. Lo haré la próxima vez.

Su cara había recuperado algo de color, pero en opinión de Brody era la manifestación de la vergüenza que sentía. Cuando se puso en pie, oyó su aliento entrecortado. Hizo un intento desganado de sacudirse la ropa.

—Esto completa la parte de diversión de nuestro programa. Que disfrutes de lo que queda del día.

—Eso pretendo.

«Un tipo más agradable —pensó él—, insistiría en que se sentase o se ofrecería a acompañarla hasta el pueblo». Pero él no era un tipo más agradable.

Reece reanudó la marcha y tras unos pasos echó un vistazo por encima del hombro.

—Por cierto, me llamo Reece.

—Ya lo sé.

—Ah, bueno. Pues ya nos veremos.

«Será difícil evitarlo», pensó Brody mientras ella aceleraba el paso con la mirada clavada en el suelo. Una mujer asustadiza, con grandes ojos de cierva. Era bonita, y seguramente sería hasta sexy si pesase cinco kilos más.

Pero lo que le intrigaba era que fuese tan asustadiza. Nunca podía resistirse a imaginar lo que movía a la gente. Y en el caso de Reece Gilmore, suponía que lo que se movía en su interior, fuera lo que fuese, tenía muchas mechas demasiado cortas.

Reece clavó la vista en el lago, con sus ondas, cisnes y barcas. Rodearlo representaría una larga caminata, pero le permitiría calmarse y superar la vergüenza. Empezaba a transformarse en una migraña, pero eso no era grave, no pasaba nada. Si no remitía, se tomaría un analgésico al llegar al hotel.

Tal vez tuviese el estómago revuelto, pero eso no era tan malo. No había vomitado para rematar la mortificación.

¿Por qué no estaba sola en el bosque cuando sonó el encendido prematuro de aquella estúpida furgoneta? Claro que, de haber sido así, tal vez siguiese acurrucada allí, lloriqueando.

Al menos Brody se había mostrado práctico. Aquí tienes tu agua, tranquilízate. Eso era mucho más fácil de sobrellevar que las caricias, las palmaditas y las frases de consuelo.

El sol le molestaba en los ojos; buscó sus gafas en la mochila. Se obligó a mantener la cabeza erguida y caminar a paso normal. Incluso consiguió sonreírle a una pareja que paseaba junto al lago, como ella, y levantar la mano en respuesta al saludo del conductor de un coche que pasó cuando por fin llegó a la calle principal.

La muchacha de la recepción —Reece no consiguió extraer el nombre de su dolorida cabeza— volvía a estar en su puesto. Con una sonrisa, la chica le preguntó cómo estaba y si había disfrutado de su excursión. Reece contestó de forma mecánica, pero todas las palabras le sonaron falsas.

Anhelaba llegar a su habitación.

Subió por la escalera, sacó la llave y después de entrar se apoyó contra la puerta.

Tras comprobar la cerradura dos veces y tomarse un analgésico, se acurrucó en la cama con las botas y las gafas de sol aún puestas.

Al cerrar los ojos, cedió al agotamiento de fingir normalidad.