24
Linda-Gail no sabía qué hacer. No recordaba haber metido tanto la pata con un hombre jamás, y nunca un hombre le había importado tanto como Cas.
Y seguramente por eso había metido la pata.
Cas no respondía al teléfono. Ella deseaba estar cabreada con él por ese motivo, pero en lugar de eso se sentía un poco asustada, un poco triste. Y muy confusa.
Lo había planeado todo, se había pasado horas, días y noches calculando cómo domar a Cas cuando llegase el momento. Cuando a ella le conviniese. Caray, si había un hombre que necesitara que lo domasen, ese era Cas.
Le había dado mucho tiempo, mucho espacio. Había llegado el momento de que ambos sentasen la cabeza. Juntos.
Mientras se dirigía hacia el rancho en su coche, rodeada por los campos de salvia a punto de florecer, se sentía decidida a decirle eso mismo. O pescaba o cortaba el cebo.
Y si él optaba por cortar el cebo, no sabía qué demonios iba a hacer ella.
Deseó haber hablado con Reece antes de dar ese paso. Tenía experiencia, sabiduría urbana y estilo. Pero también tenía muchos problemas, y debía de estar un poquito enfadada desde que se había visto implicada en una pelea de bar.
Un búfalo plantado en el centro de la carretera como si fuese suya la obligó a frenar. Con un toque de claxon, lo animó a apartarse y alejarse por los campos.
Dios, ¿en qué estaba pensando cuando se le ocurrió pavonearse con aquel estúpido justo delante de las narices de Cas? En ponerle un poco celoso, en mostrarle lo que se perdía. En ese momento le pareció lo más adecuado. El problema era que había funcionado demasiado bien.
¿Cómo iba a imaginarse ella que se liarían a golpes?
«Hombres», pensó con desprecio, mirando con el ceño fruncido las flores silvestres, la manada de antílopes americanos que las mordisqueaban, y preparando el terreno para enfadarse.
Solo estaba bailando, por el amor de Dios.
Tamborileó con los dedos contra el volante al ritmo de Kenny Chesney. Lo que debía hacer era dar la vuelta, regresar al pueblo y dejar que Cas se cociera en su propia bilis durante unos días más. A ser posible para siempre. Lo que debía hacer era seguir, localizar a aquel vaquero descerebrado y decirle lo que opinaba del jaleo que había armado por nada.
Así que siguió adelante, pisando a fondo el acelerador de su pequeño coche, dejando que el viento entrase por las ventanillas abiertas mientras Chesney seguía cantando.
Al acercarse a la gran puerta abierta con su K de hierro forjado rodeada por un círculo aminoró la velocidad. No tenía derecho a atropellar a algún turista deseoso de experimentar la vida del oeste solo porque su vida amorosa fuese un asco.
Pasó junto a un cerco donde una yegua amamantaba a su potro, y después junto al alojamiento de los trabajadores, con sus troncos desteñidos y el amplio porche frontal construido para aparentar que llevaba allí un par de siglos, congelado en el tiempo. Linda-Gail sabía que, entre otras cosas, la cocina del interior estaba equipada con un microondas y una moderna cafetera.
La casa principal era también de troncos y se extendía en todas las direcciones. Los huéspedes podían alojarse en una de las habitaciones del segundo piso, en una suite, o en alguna de las cabañas de uno o dos dormitorios situadas en el bonito pinar. Podían montar a caballo, atrapar animales con lazo, dormir al raso, hacer excursiones con un guía, ir en canoa, pescar o bajar por los rápidos.
Podían dárselas de vaqueros durante unos días y llevarse a casa los chichones y ampollas que acompañaban a la fantasía. O podían sentarse en una mecedora de uno de los grandes porches y contemplar la vista.
Por la noche tal vez acudiesen al bar del rancho y hablasen de sus aventuras antes de acostarse en un colchón de plumas, bajo un confortable edredón que ningún vaquero había hallado jamás al final del camino.
En la bifurcación del camino sin asfaltar, se desvió hacia los establos. Su contacto, Marian, que trabajaba en la cocina del rancho, le había dado el chivatazo de que aquella tarde Cas se ocuparía de los caballos.
Aparcó, bajó el espejito para mirarse y se arregló con los dedos el cabello alborotado por el viento. Cuando salió del coche, el vaquero que estaba dando una lección de equitación la saludó llevándose un dedo al ala del sombrero.
—Hola, Harley —dijo ella, y exhibió una sonrisa alegre. «No pasa nada. Solo pasaba por aquí para matar el rato», pensó.
Y para darle una patada en el culo al estúpido de Cas.
Penetró en el establo, en el fuerte olor de caballos y heno, el suave aroma de grano y cuero. Sonrió a LaDonna, una de las mujeres que trabajaban como guías en las excursiones a caballo.
—Linda-Gail, ¿cómo va todo? —LaDonna levantó una ceja. Las noticias viajaban deprisa, sobre todo cuando había puñetazos de por medio—. Cas está en el cuarto del material. Está bastante cabreado.
—Mejor. Yo estoy igual.
Se dirigió a la parte de atrás, volvió la esquina y, enderezando la columna vertebral, entró en el cuarto del material.
Cas tenía a Toby Kcith en el reproductor de CD y el sombrero inclinado hacia atrás mientras aplicaba jabón a una silla de montar de cuero. Llevaba unos tejanos, descoloridos y ceñidos, de cintura baja y una camisa de tela vaquera remangada hasta los codos. La punta de su gastada bota izquierda marcaba el ritmo.
Su rostro parecía resentido y ridículamente atractivo, seguramente por la hinchazón del labio inferior y el cardenal que le rodeaba el ojo.
A Linda-Gail se le derritió el corazón mientras y buena parte de su mal humor se desvaneció.
—Cas.
Él levantó la cabeza. El resentimiento le hizo fruncir el ceño.
—¿Qué quieres? Estoy trabajando.
—Ya lo veo. No te lo impido —dijo Linda-Gail, y decidió mostrarse magnánima, ir a por todas—. Siento lo de tu ojo.
Él la miró durante un largo momento lleno de intensidad. Luego volvió la vista a la silla y siguió trabajando.
—Lo siento —dijo ella—. De todos modos, no es la primera vez que te dan un puñetazo en el ojo. Yo solo estaba bailando.
Él se puso a frotar el cuero en silencio. Linda-Gail sintió una punzada de ansiedad bajo su derretido corazón.
—¿Eso es todo? ¿Ni siquiera vas a hablar conmigo? Fuiste tú quien montó todo ese follón solo porque estaba bailando con alguien. ¿Cuántas veces te he visto bailar con alguien en Clancy’s?
—Eso es diferente.
—Esa es la estupidez más grande que he oído en mi vida. ¿Qué tiene de diferente?
—Lo es, y ya está.
—Lo es, y ya está —repitió ella en tono mordaz—. Si yo bailo con alguien es normal que tú empieces una pelea. Pero tú puedes bailar y hacer lo que sea con quien quieras y se supone que yo no debo opinar.
—No significa nada.
—Eso lo dices tú —replicó Linda-Gail apuntándole con un dedo—. Yo digo que puedo bailar con quien quiera y que tú no tienes derecho a causar problemas.
—Muy bien. Puedes estar segura de que no volveré a hacerlo. Así que, si eso es todo…
—No vas a librarte de mí, William Butler. ¿Por qué empezaste esa pelea?
—Yo no fui. Fue él.
—Tú le provocaste.
—¡Te puso las manos en el culo! —Cas tiró al suelo el trapo y se levantó de golpe—. Dejaste que te metiera mano, en público.
—No me estaba metiendo mano. Y no habría dejado que me pusiera las manos en el culo si tú no fueras tan gilipollas.
—¿Yo?
—Exacto —confirmó ella, clavándole el dedo en el pecho—. Siempre has sido un gilipollas porque piensas con la polla. He esperado demasiado tiempo a que crecieras de una vez y te hicieses un hombre.
Él le lanzó una mirada peligrosa.
—Soy un hombre —afirmó mientras la agarraba por el brazo y tiraba de ella—. Y soy el único hombre que puede ponerte las manos encima. ¿Te enteras?
—¿Con qué derecho? —preguntó ella con lágrimas en los ojos y el pulso acelerado—. ¿Con qué derecho?
—Yo me tomo el derecho. La próxima vez que dejes que otro tío te manosee, va a llevarse algo más que un puñetazo en la nariz.
—¿A ti qué te importa quién me manosea? —gritó ella—. ¿Qué te importa? Si no eres capaz de decirlo, de decírmelo a la cara y en serio, ahora mismo, me largo. Me marcho, Cas.
—Tú no vas a ninguna parte.
—Entonces dilo —pidió mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas—. Mírame y dilo, y sabré si lo dices en serio.
—¡Estoy tan furioso contigo, Linda-Gail!
—Sé que dices eso en serio.
—Te quiero. ¿Es eso lo que necesitas oír? Te quiero. Seguramente siempre te he querido.
—Sí, eso es lo que necesito oír. Te ha dolido un poco, ¿verdad?
—Algo.
—También te asusta un poco.
Sus manos la tocaban ahora con más suavidad, le acariciaban los brazos.
—Puede que más que un poco.
—Por eso sé que lo dices en serio. Por eso lo sé —murmuró ella, apoyándole una mano en la mejilla magullada—. Llevo toda la vida esperando oírte decir eso.
—Nunca he podido olvidarte —dijo Cas atrayéndola hacia sí, besándola con sus maltratados labios—. Quise hacerlo. Lo intenté. Mucho.
—Demasiado. Aquí —ordenó la muchacha cogiendo sus manos y llevándolas hacia atrás, hasta ponerlas en su trasero—. Ningún otro tío pondrá las manos donde están las tuyas, y tú no se las pondrás encima a ninguna otra mujer. ¿Trato hecho?
—Trato hecho.
—¿Crees que puedes tomarte libre el resto de la noche?
Cas sonrió despacio.
—Supongo que puedo arreglarlo.
—¿Y venir a casa conmigo?
—Podría hacer eso.
—¿Y excitarme, desnudarme y hacerme el amor hasta el amanecer?
—¿Solo hasta el amanecer?
—Por esta vez —dijo ella, y volvió a besarle.
Cas era bueno. Linda-Gail imaginaba que lo sería, y llevaba imaginándolo desde que tuvo la edad suficiente para entender lo que hacían los hombres y las mujeres en la oscuridad. Pero era mejor incluso de lo que su mente había imaginado. Manos fuertes que encontraban todos los puntos adecuados, una boca caliente con un apetito infinito. Un cuerpo largo, delgado, infatigable.
La poseyó dos veces antes de que el cerebro febril de Linda-Gail pudiese serenarse el tiempo suficiente para pensar: «Aleluya».
Desnuda, relajada, con la piel resbaladiza por el sudor, se tumbó atravesada en la cama.
—¿Dónde has aprendido todo eso?
—Llevo algún tiempo estudiando —respondió él despacio, con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el vientre de ella—, para poder perfeccionar el asunto antes de estar contigo.
—Buen trabajo —dijo la muchacha, y alargó el brazo para jugar con su pelo—. Ahora tienes que casarte conmigo, Cas.
—Tengo que… —se interrumpió y levantó la cabeza—. ¿Qué?
Ella se quedó como estaba, con la misma expresión de gata satisfecha.
—Tenía que asegurarme de que nos entendíamos en la cama. Si el sexo no es bueno, el matrimonio no será bueno; al menos eso pienso yo. Así que, ahora que lo sabemos, vamos a casarnos. —Le miró a los ojos. «Está sorprendido, pero yo ya contaba con eso», pensó—. No soy otra de tus mujeres, Cas —continuó—. De ahora en adelante soy la única mujer. Si todo lo que quieres de mí es lo que acabamos de tener, dilo. Sin rencores. Pero en ese caso te prometo que no volverás a llevarme a la cama.
Él se incorporó y Linda-Gail oyó que respiraba hondo varias veces para calmarse.
—¿Quieres casarte?
—Sí. En el fondo soy una mujer tradicional, Cas. Quiero un hogar y una familia, un hombre que me quiera. Te he querido desde que tengo memoria. Y he esperado. Me he cansado de esperar. Si no me quieres lo suficiente, si no me amas lo suficiente para empezar una vida conmigo, necesito saberlo.
Durante un rato Cas permaneció en silencio, con la vista fija en un punto indefinido situado sobre la cabeza de ella. Linda-Gail se preguntó si estaría viendo la puerta y a él mismo saliendo por ella a toda velocidad.
—Tengo veintiocho años —empezó.
—Crees que eres demasiado joven para sentar la cabeza y…
—Cálmate, ¿vale?, y deja que hable otra persona, para variar.
—De acuerdo. —Mientras se incorporaba y tiraba de las sábanas para cubrirse, Linda-Gail se dijo que mantendría la calma. No haría una escena.
—Tengo veintiocho años —repitió Cas—. Tengo un buen trabajo, y lo hago bien. Tengo dinero ahorrado. No mucho, pero mis bolsillos no están vacíos. Tengo una espalda fuerte y soy bastante bueno con las manos. Podrías haber elegido peor.
Después la miró.
—¿Por qué no te casas conmigo, Linda-Gail?
Ella contuvo el aliento y luego lo soltó.
—¿Por qué no?
Más tarde, Linda-Gail preparó unos huevos revueltos para que se los comiesen juntos en la cama.
—A mi madre le va a dar un patatús.
Linda-Gail sacudió la cabeza.
—La subestimas. Te quiere mucho.
—Creo que ya lo sé.
—Y a mí también me quiere. —Linda-Gail tomó un poco de huevo del plato que compartían—. ¿Cómo es que no has ido al restaurante para ayudar con los arreglos?
—Me ha dicho que no me necesitaba, que ya habría bastante gente por allí. Ni siquiera ha querido hablar de eso. Ya sabes cómo es.
—Estaba trastornada, más de lo que demostraba. ¿Quién ha podido hacerle eso, Cas?
Él permaneció un momento en silencio.
—Por lo que he oído, ha sido un accidente. A Reece se le inundó el cuarto de baño.
—De eso nada. Alguien se coló en la casa de Reece y dejó el grifo abierto. Ella ni siquiera estaba.
—Pero… Bueno, por el amor de Dios, ¿cómo es que yo no me he enterado de eso?
—Tal vez porque estabas enfurruñado en el cuarto del material —dijo la muchacha con una sonrisa mientras deslizaba el tenedor entre ellos—. Alguien le está haciendo bromas muy pesadas a Reece.
—¿A qué te refieres?
Ella se lo contó, al menos lo que sabía, lo que había oído y sus propias conclusiones.
—Si lo piensas, da un poco de miedo. Alguien la ha tomado con ella, y no sabe quién es. Y si es el tipo al que Reece vio matar a esa mujer…
—Eso no puede ser —interrumpió Cas—. Eso pasó hace semanas. Hará mucho que se ha ido.
—No, si es de por aquí.
—¡Dios santo, Linda-Gail! —exclamó mientras se pasaba la mano libre por el pelo despeinado y dorado por el sol—. No puede ser alguien del pueblo. Conocemos a todo el mundo. Si tuviésemos a un asesino al lado, delante del mostrador de la tienda o tomando café en el local de mi madre, ¿no crees que lo sabríamos?
—No por fuerza. ¿Qué se dice siempre cuando se averigua que el vecino es un asesino en serie o algo así? «Oh, era tan discreto, tan agradable… Iba a lo suyo y nunca molestaba a nadie».
—Por aquí nadie va a lo suyo —observó Cas.
—Da lo mismo. No se sabe hasta que se sabe. Me gustaría poder hacer algo para ayudarla.
—A mí me parece que ya lo haces. Le has ofrecido tu amistad.
La sonrisa de Linda-Gail volvió a resplandecer, esta vez cálida y de oreja a oreja.
—Eres más listo de lo que algunos piensan.
—Sí, bueno, no me gusta llamar la atención.
Tim McGraw sonaba en la máquina de discos en desafinado duelo con uno de los carpinteros a los que Joanie tenía bajo su tiranía mientras Reece hacía juegos malabares con los pedidos a la hora punta del almuerzo. Podía hacer oídos sordos a la música —la mejor forma de mantener la cordura— y a casi todo el ruido de fondo: un niño llorando, un par de hombres discutiendo sobre béisbol…
Era casi normal, siempre que pensara solo en el momento. Hamburguesa de alce poco hecha, sopa de judías blancas, sándwich de solomillo, pollo. Corta, pica, recoge, llena la parrilla.
Podía hacerlo con los ojos cerrados. Tal vez lo hiciese, y tal vez era la forma de olvidar que Dean, el hermano de Brenda, estaba destrozando a McGraw con sus martillazos detrás de la cortina de plástico.
Todo era rutina; el calor, el chisporroteo, el humo. La rutina era buena. ¿Qué había de malo en aferrarse a la rutina entre una crisis y la siguiente?
Sirvió el sándwich de solomillo y la hamburguesa acompañadas de sus respectivas guarniciones. Se volvió.
—¡Pedidos listos!
Y vio que Debbie Mardson se deslizaba en un taburete delante de la barra.
Debbie apretó los labios, se tocó su propia mejilla encendida y dijo.
—¡Pobrecita!
—Seguramente parece peor de lo que es.
—Eso espero. Vi a Min Hobalt. Me dijo que das unos puñetazos tremendos.
—Yo no…
—Lo dijo en broma. —Debbie levantó ambas manos—. Ahora que se ha calmado lo lleva bien. Me contó que su hijo de quince años, desde que sabe que su madre ha estado en una pelea de bar, opina que es muy enrollada.
—Me alegro de haber contribuido a elevar su estatus.
—La sopa huele bien. Tal vez podría tomar un tazón y una ensalada para acompañar. —Miró a su alrededor con gesto de conspiración y añadió con un susurro teatral—. Tu aliño.
—Claro. —Reece supuso que era una especie de oferta de paz. Podía ser lo bastante generosa para aceptarla—. Enseguida.
Ella misma trucó la nota del pedido y lo puso en la fila.
Veinte minutos más tarde, cuando las cosas estaban más tranquilas, Debbie seguía allí.
—Madre mía, pensaba que poner la cena en la mesa todas las noches era una hazaña. ¿Cómo lo controlas todo?
—Llega a convertirse en una rutina.
—Algunos días, alimentar a tres niñas y a un hombre es más rutina de la que puedo aguantar. ¿Puedes tomarte un respiro? Te invito a un café.
—No tomo café. —«Pensará que soy maniática y descortés», se dijo, y añadió—: Pero puedo tomarme un respiro.
Cogió una botella de agua antes de ir a sentarse ante la barra. Al menos, podría descansar un rato. Tal vez se sintiese descuidada y sudorosa al lado de Debbie, con su camisa blanca de lino y su bonita chaqueta rosa, pero al menos descansaba.
—La sopa estaba deliciosa. Supongo que no estarás dispuesta a compartir la receta.
—Estoy pensando en compartir muchas recetas.
—¿De verdad?
—Tal vez escriba un libro de cocina.
—¿De verdad? —Debbie se ladeó en el taburete balanceándose un poco, y sus pulseras de cuarzo rosa oscilaron un momento—. ¡Qué interesante! Tendríamos dos escritores famosos en el pueblo. No sabremos cómo actuar. Parece que Brody y tú tenéis muchísimo en común.
Reece tomó un sorbo de agua.
—¿Tú crees?
—Bueno, los dos sois del Este, y creativos. No me extraña que hayáis congeniado tan deprisa.
—¿Sí?
—Muchas mujeres de por aquí le habían echado el ojo, pero él no les hacía mucho caso. Hasta que tú llegaste. En este rincón del mundo hay más hombres que mujeres, así que una puede permitirse elegir. —Debbie sonrió—. Buena elección.
—Yo no buscaba un hombre.
—¿No es siempre así? Sales a cazar un macho, y no ves ni rastro. Vas a dar un paseo por la mañana, y te salta uno delante.
—Mmm. ¿Tú cazas?
—Desde luego. Me gusta pasar todo el tiempo posible al aire libre. Volviendo a lo de antes, Brody y tú hacéis buena pareja. Al principio parecía que solo estabas de paso. Aquí llega mucha gente así. Pero tal como van las cosas, supongo que te estás instalando.
—Me gusta esto. A pesar de las peleas de bar.
—Este es un buen pueblo. Tal vez anda un poco escaso de cultura, pero es una base sólida. No sé si sabes a qué me refiero. Las personas cuidan unas de otras —dijo mientras inclinaba la cabeza hacia la cortina de plástico—. Así. Si tienes problemas, puedes contar con que tus vecinos te echarán una mano —añadió con una sonrisa forzada—. Es verdad que todo el mundo está al tanto de tus asuntos, pero es el precio que hay que pagar. Si algo así hubiese pasado en la ciudad, seguramente Joanie habría tenido que cerrar durante una semana.
—Un golpe de suerte.
—Lo siento —dijo Debbie dándole unas palmadita en el brazo—. Seguramente no quieres pensar en eso. Solo quería decir que no debías sentirte mal por lo que ha pasado. Enseguida estará arreglado. Cuando hayan terminado, quedará aún mejor.
—Yo no dejé el grifo abierto en el piso de arriba —dijo Reece—. De todos modos, sí me siento mal porque quien la ha tomado conmigo ha decidido que Joanie también se lleve una parte. Ella se ha portado bien conmigo desde la primera vez que entré por esa puerta.
—Tiene más corazón del que demuestra. Oye, no quería sugerir que hayas hecho nada para causarle problemas. Solo decía que todo va a salir bien. Y espero que no creas que el otro día pensé nada porque salieses a hacer la colada descalza. A veces tengo tantas cosas en la mente que me dejaría la cabeza si no la tuviese unida al cuerpo. Dios sabe que tienes muchas preocupaciones. —Le dio otra palmadita amistosa y añadió—. Deberías probar la aromaterapia. Cuando estoy estresada, no hay nada que me calme tanto como el aceite de lavanda.
—Lo apuntaré en mi lista. La próxima vez que un asesino se cuele en mi apartamento y lo inunde, me calmaré con aceite de lavanda. Buen consejo.
—Vaya, por el amor de Dios…
—No me ofendo. —Reece empujó el taburete—. Agradezco el intento. Tengo que volver al trabajo… Debbie, eres una mujer simpática, y tus hijas también lo son. Eres muy atenta y amable. Pero no sabes, ni puedes saber, lo que tengo yo en la cabeza. Nunca has estado allí.
Se pasó el resto del turno dándole vueltas a aquello, y seguía dándole vueltas cuando salió del restaurante. Como Brody había insistido en acompañarla en coche por la mañana —y eso iba a acabarse—, su coche se había quedado en la cabaña.
«No importa», pensó. El paseo le ayudaría a serenarse. La temperatura era lo bastante cálida para llevar la chaqueta desabrochada, y la brisa le traería el olor del agua, los bosques y la hierba que empezaba a verdear.
Echaba de menos el verde del césped y de los parques. Los viejos árboles majestuosos, el tráfico. El anonimato de una ciudad bulliciosa y floreciente.
¿Qué estaba haciendo allí, asando hamburguesas de alce, defendiéndose de una maruja de Wyoming y preocupándose por la muerte de una mujer a la que ni siquiera conocía?
Ya tenía sobre su corazón doce muertos, personas a las que conoció y quiso. ¿No era suficiente?
No podía cambiarlo. No podía evitarlo. Vivir su vida era ahora su única responsabilidad. Y era más que suficiente.
Caminaba con la cabeza baja y las manos metidas en los bolsillos, deseando saber adónde demonios iba.
Cuando el coche aminoró la marcha a su lado, Reece no se dio cuenta. Al oír el ligero toque del claxon, dio un salto.
—¿Quieres subir, niña? Tengo caramelos.
A través de la ventanilla abierta, Reece miró a Brody con el ceño fruncido.
—¿Qué haces?
—Dar una vuelta en coche en busca de mujeres excitantes. Tú te acercas bastante. Sube.
—No quiero que pierdas el día por llevarme de un sitio a otro.
—Mejor, porque no lo he perdido —dijo Brody mientras se quitaba el cinturón de seguridad para abrir la puerta del pasajero—. Sube. Puedes seguir gruñendo igual aquí dentro.
—No estoy gruñendo —contestó ella mientras subía—. Lo digo en serio, Brody, tú tienes tu propio trabajo, tu propia rutina.
—Me gusta cambiar mi rutina. En realidad, sacar el culo de la cama lo bastante pronto para acompañarte me ha obligado a ponerme ante el teclado antes de lo habitual. He tenido un buen día de trabajo, y ahora me apetece conducir. Ponte el cinturón, Flaca.
—¿Has tenido un buen día? Pues qué bien. Yo he tenido un día asqueroso.
—¿En serio? Con esa nube negra que retumba sobre tu cabeza jamás lo habría adivinado.
—Me han bombardeado con música country todo el día; el sheriff piensa que soy una cabeza de chorlito, pero estudiará todas mis extrañas y absurdas alegaciones; su mujer ha venido a entrometerse en mi vida personal con la excusa de animarme en plan amistoso. Me duelen los pies, y será un milagro si no cojo el resfriado de Pete. Soy la tonta del pueblo, y la guapa y perfecta Debbie Mardson me ha aconsejado que calme mi estrés con aceite de lavanda. Ah, y todas las mujeres esperanzadas del pueblo se han quedado sin ti porque los dos somos creativos y de una ciudad grande.
—Creía que era por mi resistencia en la cama.
Con un movimiento irritado, Reece sacó del bolso las gafas de sol y se las puso.
—No hemos entrado en ese terreno, pero podía haber sido el siguiente tema de discusión.
—Bueno, pues cuando esté sobre la mesa no olvides mencionar que nunca has conocido a un hombre mejor. No, no solo mejor, con más imaginación.
Reece se removió en el asiento.
—Desde luego, sí que has tenido un buen día.
—Un día cojonudo. Y aún no ha acabado.
Salieron del pueblo. Brody quería disfrutar de los campos en flor, del silencio y el espacio. Supuso que no querer todo eso para él solo era un gran cambio. La quería a ella a su lado.
Le sorprendió su propio sentimentalismo cuando detuvo el coche donde se habían besado por primera vez.
Reece miraba por la ventanilla sin decir nada. Aún en silencio, cogió la mano de él un momento antes de bajar.
El mundo era una alfombra de color protegida por los picos azul y plata de los Tetons, dorada por el sol que descendía al oeste.
Rosas y azules, enérgicos rojos y violetas, soleados amarillos clavados y desplegados entre el suave verde de la salvia. Y donde los campos se convertían en pantano se alzaba una preciosa franja verde de álamos y sauces.
—Nunca había visto nada igual.
—¿Vale la pena? —preguntó él.
—Desde luego. ¿Eso son espuelas de caballero?
—Sí, y telefio, campanillas, muchas castillejas. Ah… —dijo, gesticulando—. Tienes pies de gato, chaparro amargo… Y esas trompetillas rojas son Ipomopsis aggregata.
—¿Cómo conoces los nombres de las flores silvestres? —preguntó ella ladeando la cabeza para mirarle—. Los hombres que tienen tu resistencia en la cama no suelen saber mucho de flores.
—Documentación. Hoy he matado a un hombre en ese pantano.
—Muy práctico.
—¿Ves ese pájaro? Es un rascadorcito migratorio.
A Reece le entró la risa tonta.
—¿Te lo estás inventando?
—No. Estoy bastante seguro de que eso que canta es un turpial —dijo mientras sacaba una manta del maletero y se la lanzaba—. ¿Por qué no extiendes eso?
—¿Para qué necesitamos una manta, si puede saberse?
—Ese tono indica que estás hecha polvo. Me gusta. Sin embargo, la manta es para que nos sentemos mientras bebemos el vino que tengo en la nevera portátil. Falta más o menos una hora para que se ponga el sol. Este es un buen sitio para beber vino y ver la puesta de sol.
—Brody…
Él sacó la nevera portátil y la miró.
—¿Sí?
—Tenemos que repasar tu día cojonudo punto por punto, para que puedas tener más.
Reece extendió la manta y se sentó. Enarcó las cejas al ver que no solo habría vino, sino también queso, pan y unas hermosas uvas moradas.
Los motivos de irritación, enojo, preocupación se desvanecieron uno tras otro.
—Guau… No esperaba acabar el día con un picnic.
—No lo harás. Lo acabarás sudando conmigo en la cama. Esto es el preludio.
—Hasta ahora me gusta.
Probó el vino y contempló el mar de color, las hojas tiernas, las grandiosas montañas.
—¿Cómo he podido pensar que echaba de menos el verde?
—¿Qué verde?
Reece se echó a reír y se metió un grano de uva en la boca.
—Estaba tan cabreada… Debbie Mardson solo ha intentado ser amable… más o menos. Yo estaba hablando de sumergirme en la rutina, hacer oídos sordos a los martillazos, que me recordaban lo que había pasado. Y entonces Debbie me ha sacado de ahí… Vamos, siéntate, tómate un respiro, conversemos. Cree que hacemos buena pareja.
—Por supuesto. Tú eres bonita, pero no a la manera tradicional. Y yo estoy muy bueno.
Ella le miró.
—¿Qué es eso de que no soy bonita a la manera tradicional?
—No eres blanca como la leche, ni seductora y exótica, ni típicamente americana. Lo mezclas todo. Y resulta de lo más atractivo.
Se comieron el pan y el queso, se bebieron el vino y contemplaron cómo el sol se deslizaba detrás de las montañas hasta que su perfil pasó del plata al rojo fuego.
—Esto es mejor que el aceite de lavanda —dijo ella. Se inclinó hacia delante hasta encontrar los labios de él con los suyos, y luego se deslizó en el beso tan suavemente como el sol se deslizaba detrás de la montaña—. Gracias.
Él le puso una mano en la nuca, la atrajo un poco más hacia sí e hizo el beso un poco más profundo.
—De nada.