12

—Bueno, ¿cómo te fue?

Linda-Gail colocó la pila de platos vacíos sobre la encimera, junto a Pete, y luego le dio a Reece un codazo.

—¿Cómo fue qué?

—Tu cita con Brody anoche.

Reece dio la vuelta a las hamburguesas que estaba asando para una mesa de adolescentes de regreso de la escuela.

—Solo le invité a cenar a cambio de un favor que me había hecho.

—Solo cenar. —Linda-Gail se volvió hacia Pete con los ojos en blanco—. ¿Y vas a decirme que no aprovechaste la ocasión?

—Está enamorada de mí —dijo Pete mientras deslizaba los platos en el fregadero—. No puede evitarlo.

—Es cierto. Me paso el turno esforzándome por controlarme.

—Compraste velas —observó Linda-Gail—. Y servilletas de tela. Y vino del bueno.

—¡Vaya! —Reece no sabía si reírse o sentirse humillada—. ¿Es que no hay secretos en este pueblo?

—Ninguno que yo no pueda descubrir. Vamos, dame algún detalle. Últimamente mi vida amorosa es tan escasa como el pelo de Pete.

—¡Hey! Mi pelo solo se está tomando un pequeño descanso entre las temporadas de cultivo. —Pete se pasó una mano por el pelo que le quedaba—. Empiezo a sentir un hormigueo en el cuero cabelludo; ya está a punto una nueva cosecha.

—Pues necesitas un poco más de abono. ¿Besa bien? —Quiso saber Linda-Gail.

—¿Pete? De maravilla. Me tiene a sus pies. ¡Pedido listo! —dijo Reece cuando acabó de colocar en los platos las hamburguesas, las patatas fritas y los montoncitos de ensalada de col que los chavales del instituto no probarían siquiera.

—Tarde o temprano te lo sonsacaré.

Después de coger los platos, Linda-Gail se dirigió hacia la mesa con paso oscilante.

—Yo beso de maravilla —anunció Pete—. Te lo digo para tu información.

—Nunca lo he dudado.

—Los tipos como yo, ya sabes, los tipos compactos, tenemos mucha energía. Nosotros… joder.

—La verdad, ahora mismo no tengo tiempo para eso.

Divertida, Reece le echó un vistazo. De repente se sintió mareada y enferma. De las manos unidas de Pete brotaba sangre, que caía al suelo, a sus pies.

—Así aprenderé a tener cuidado con lo que hay en el agua, ¡maldita sea! Me he hecho un buen corte. ¡Ay, ay, ay!

Oyó a Pete gritar como si él estuviese en la cima de una montaña y ella en el valle. Luego los gritos se convirtieron en un zumbido, y el zumbido en silencio.

La despertaron unas rápidas palmaditas en su mejilla. Cuando el rostro de Joanie entró en su campo visual, las náuseas estremecieron el estómago de Reece.

—Hay sangre.

—¿Está bien? Caray, Joanie, ha tenido una mala caída. No he podido sujetarla a tiempo. ¿Está bien?

—Apártate ya, Pete. Está perfectamente.

Pero Joanie ya estaba pasando una mano por la cabeza de Reece para comprobar si tenía algún chichón.

—Ve a ver al doctor —añadió—. Que te ponga unos puntos en esa mano.

—Solo quiero asegurarme de que se encuentra bien. Podría sufrir una conmoción o algo así.

—¿Cuántos dedos hay aquí? —le preguntó Joanie a Reece.

—Dos.

—¿Lo ves? Está perfectamente. Ahora ve a que te curen esa mano. ¿Puedes sentarte, niña?

—Sí —dijo la muchacha, luchando contra las náuseas y los temblores mientras se sentaba en el suelo de la cocina—. Pete, ¿es grave? La mano…

—Uf, el doctor me la coserá ahora mismo.

Tenía la mano envuelta en un paño empapado de sangre.

—Lo siento —dijo Reece.

—Ha sido culpa mía. Ahora tómatelo con calma. —Le dio unas palmaditas en el hombro con la mano sana y se puso en pie.

—Te está saliendo un chichón detrás de la cabeza —dijo Joanie—. Te traeré hielo.

—Estoy bien —dijo Reece—. Solo he de recobrar el aliento. Alguien debería ir con Pete. Es una herida muy fea.

—Quédate ahí sentada un momento. —Joanie se levantó—. ¡Hey, Tod! Acompaña a Pete con el coche a casa del doctor. Tu hamburguesa puede esperar cinco minutos, y no te la cobraré. ¿Satisfecha, Reece?

—Hay sangre.

—Ya lo veo. Es normal sangrar cuando te haces un tajo con un cuchillo. Eso es todo. En las cocinas se producen accidentes sin parar.

—Yo lo limpiaré, Joanie. —Linda-Gail se acercó—. Juanita se encarga de mis mesas.

Sin decir nada, Joanie sacó una bolsita de hielo del congelador y la envolvió en un paño fino.

—Sujeta esto sobre el chichón —le ordenó a Reece—. Cuando te encuentres mejor, puedes irte arriba. Ya me ocupo yo de esto.

—No, me encuentro bien. Puedo trabajar. Prefiero trabajar.

—Vale. Entonces levántate, y veamos si te aguantas de pie. Estás pálida como un muerto —sentenció Joanie cuando Reece se agarró a la encimera para ponerse en pie—. Tómate un descanso, sal a que te dé el aire. Bebe agua. —Puso una botella en la mano de Reece—. Cuando recuperes el color —añadió—, puedes volver al trabajo.

—El aire me sentará bien. Gracias.

Cuando Joanie sacudió la cabeza, Linda-Gail asintió y siguió a Reece a la parte trasera.

—¿Quieres sentarte? —le preguntó.

—No, me apoyaré aquí un momento. No hace falta que me vigiles. Solo me siento un poco mareada y muy estúpida.

«Y temblorosa», pensó Linda-Gail mientras cogía la botella de agua de las manos vacilantes de Reece y le quitaba el tapón.

—A mí me pasa con las arañas. No solo las grandes, ya sabes, esas que dan la impresión de poder transportar a un gato. También las pequeñitas me ponen la carne de gallina. Una vez me lancé contra una puerta y me di un golpe muy tonto tratando de salir de la habitación porque había visto una araña. Ponte esa bolsa de hielo en la cabeza, como ha dicho Joanie. Seguro que tienes un dolor de cabeza del tamaño de una araña grande.

—Creo que sí. Pero Pete…

—Al desmayarte así has asustado tanto a Pete que se ha olvidado de cuánto le dolía la mano. Por lo menos ha servido de algo.

—Menuda hazaña.

—Y Joanie estaba tan preocupada por vosotros dos que aún no se ha cabreado por tener que buscar a alguien que le sustituya a él hasta que le quiten los puntos. Dos hazañas.

—Me siento abrumada.

—¿Te vienes a tomar una cerveza luego para brindar por tus hazañas?

Reece tomó otro sorbo de agua fría.

—¿Sabes? Sí, me gustaría.

La comida que servían en Clancy’s no era mala, al menos si se acompañaba de cerveza. Pero lo más importante para Reece era haber dado otro paso en su viaje de vuelta.

Estaba sentada en un bar con una amiga.

Un bar muy extraño para su sensibilidad de la costa Este.

Había trofeos colgados en la pared. Cabezas disecadas de osos, alces y ciervos adornaban el nudoso revestimiento de pino, junto a lo que Linda-Gail identificó para su información como un par de enormes truchas degolladas. Todos miraban fijamente hacia la barra con una expresión que Reece interpretó como de susto y enfado.

El revestimiento, con su sección inferior de troncos, parecía haber absorbido una generación de humo y vapores de cerveza.

El suelo estaba rozado y arañado, y a lo largo del tiempo debía de haber acogido litros de cerveza derramada. Parte de la zona, justo delante de un escenario bajo, estaba reservada para bailar.

La barra era larga y negra, y se hallaba bajo el dominio de Michael Clancy, que había llegado a Wyoming directamente desde Cork hacía unos doce años. Se había casado con una mujer que afirmaba tener sangre cherokee y llamarse Rainy. Clancy parecía lo que era, un irlandés grandullón y brusco que regentaba un bar. Rainy preparaba en la cocina nachos, pieles de patata y cualquier otra cosa que le apeteciera.

Los taburetes de la barra tenían el asiento desgastado y brillante por el roce de los traseros durante una docena de años. Había Bud y Guinness de barril, además de algunas cervezas locales en botella, entre las que se incluía algo llamado Buttface.

Amber, que Reece había rehusado probar. Otras opciones eran Harp embotellada o, si eras mujer —o un mariquita, en opinión de Claney—, Bud Light. En la abundante exposición de licores detrás de la barra abundaban los whiskies.

Linda-Gail había avisado a Reece de que el vino que Clancy servía de una caja era barato y sabía a meados calientes.

Había un par de mesas de billar en otra zona, y el sonido de las bolas llegaba mezclado con la música que emitían los altavoces.

—¿Qué tal la cabeza? —le preguntó Linda-Gail.

—Todavía la tengo sobre los hombros, y seguramente está mucho mejor que la mano de Pete.

—Siete puntos. Uf. Pero le ha encantado que te deshicieras en atenciones con él cuando ha vuelto. Le has obligado a sentarse, le has servido tú misma esa trucha frita…

—Es un encanto de tío.

—Sí que lo es. Y, hablando de tíos, ahora que estás bebiendo, desembucha. ¿Cómo es Brody? ¿Es muy excitante?

Reece decidió que, si iba a tener una amiga, ella misma debía actuar como tal. Se inclinó hacia delante.

—Explosivo.

—¡Lo sabía! —Linda-Gail dio un puñetazo en la mesa—. Se nota. Los ojos, la boca. O sea, está el cuerpo y todo lo demás, pero sobre todo la boca. Está para comérsela.

—Sí, tengo que reconocer que así es.

—¿Qué otras partes de él has probado?

—Eso es todo. Lo demás, me lo estoy pensando.

Con la boca abierta y los ojos desorbitados, Linda-Gail se echó hacia atrás.

—Tienes un autocontrol sobrehumano. ¿Es aprendido o heredado?

—Es lo que podría llamarse una consecuencia del terror. Ya conoces mi historia.

Para ganar tiempo, Linda-Gail bebió un poco de cerveza.

—¿Te molesta?

—No lo sé. Unas veces sí, pero otras es un alivio —respondió Reece.

—No sabía si hablar de eso o no. Sobre todo después de que Joanie… —Linda-Gail se interrumpió, de pronto parecía muy interesada en su cerveza.

—¿Joanie qué? —le apremió Reece.

—Se suponía que no debía decirlo, pero como más o menos ya lo he hecho… Nos echó a todas un rapapolvo cuando Juanita empezó a darle a la lengua. Juanita no tiene mala intención; es que no puede mantener la boca cerrada. Ni la falda bajada, dicho sea de paso. —Linda-Gail tomó otro sorbo de cerveza y añadió—. Joanie le dio un buen tirón de orejas, y dejó muy claro que ninguna de nosotras debía preguntarte. Pero como has sacado tú el tema…

—No pasa nada. —¿No era asombroso contar con la inimitable Joanie Parks como defensora?—. Simplemente no me gusta hablar de eso —añadió.

—No me extraña. —Linda-Gail alargó el brazo y le apretó una mano—. No me extraña nada. Si yo hubiese pasado por algo así, aún estaría acurrucada en un rincón llamando a mi mamá.

—No lo creo, pero gracias.

—Bueno, pues hablaremos de hombres, sexo, comida y zapatos. Lo habitual.

—Me parece bien. —Reece cogió otro nacho—. En cuanto a comida, hay que decir que esta porquería que han puesto aquí no guarda relación alguna con el queso de verdad.

—Es de color naranja. —Linda-Gail metió el nacho en algo que pretendía ser guacamole—. Casi. Bueno, pues, para estar a la par en el tema de los hombres, te diré que voy a casarme con Cas.

—¡Oh, oh, Dios mío! —Reece dejó caer su nacho en el plato—. Eso es estupendo. No tenía ni idea.

—Él tampoco. —Linda-Gail se llevó el nacho a la boca—. Y supongo que refinarle hasta que merezca la pena casarse con él me va a tomar algo más de tiempo y esfuerzo. Pero a mí se me dan muy bien los proyectos.

—Ah. Mmm, entonces estás enamorada de él.

El bonito rostro de Linda-Gail se suavizó y el hoyuelo se hizo más profundo.

—Le he querido toda mi vida. Bueno, desde que tenía diez años, y eso es mucho tiempo. Él también me quiere, pero su forma de resolverlo es correr en la dirección opuesta y tirarse a todas las mujeres que tiene a mano para no pensar en mí. Estoy dejando que se desahogue… Ya casi ha llegado la hora.

—Vaya… Es un sistema poco común y de amplias miras, Linda-Gail.

—Últimamente mis miras se están estrechando.

—Él y yo nunca… Te lo digo por si quieres saberlo.

—Ya lo sé, aunque no te lo reprocharía, o al menos no mucho. Juanita y yo nos llevamos bien, y hace algún tiempo estuvo liada con él. En fin, ¿quién no? —dijo riéndose entre dientes—. Pero seguramente no te invitaría a una cerveza si te lo hubieras tirado. Cas y yo salimos juntos cuando teníamos dieciséis años, pero no estábamos preparados. ¿Quién lo está a los dieciséis?

—Ahora sí lo estás.

—Sí, ahora sí. Él solo tiene que ponerse al día. Brody no ha salido con nadie del pueblo; te lo digo por si quieres saberlo. Se decía que quedaba de vez en cuando con una abogada de Jackson, y tuvo un par de posibles líos con turistas, pero nunca con nadie del pueblo.

—Supongo que es bueno saberlo. En realidad, no estoy segura de lo que hay entre nosotros, aparte de los calores.

—Los calores son un buen punto de partida. Tú, que eres cocinera, deberías saber eso.

—Ha pasado algún tiempo. —Reece jugaba distraída con las puntas de su cabello mientras observaba el peinado de Linda-Gail—. ¿A qué peluquería vas?

—¿Cuándo tengo prisa o cuando quiero derrochar?

—Estoy considerando la posibilidad de derrochar.

—Reece, Reece, la posibilidad de derrochar no admite consideraciones. Por definición, hay que tirarse de cabeza. Podemos convencer a Joanie de que nos dé a las dos el mismo día libre la semana que viene y hacerlo.

—Vale, pero debo decirte que la última vez que traté de ir a la peluquería acabé echándome a correr como alma que lleva el diablo.

—No hay problema. —Linda-Gail se chupó la pegajosa sustancia anaranjada que le manchaba el pulgar y sonrió—. Llevaré una cuerda.

Mientras Reece esbozaba una sonrisa, uno de los vaqueros del pueblo se dirigió hacia el pequeño escenario. Era un tipo delgado y alto que llevaba botas de cuero y unos tejanos desteñidos. Reece sabía ya que el desgastado círculo blanco del bolsillo trasero se debía al hábito de llevar una lata de tabaco rape.

—¿Espectáculo en vivo? —preguntó Reece al ver que cogía un micrófono.

—Depende de lo que entiendas por espectáculo. Karaoke. —Linda-Gail levantó el vaso hacia el escenario—. Todas las noches en Clancy’s. Ese es Reuben Gates; trabaja en el Circle K. con Cas.

—Café solo, huevos con tostadas, beicon y patatas fritas. Va a Joanie’s todos los domingos por la mañana.

—Ese mismo. Es bastante bueno.

Tenía una profunda y fuerte voz de barítono, y era evidente que gozaba del favor del público, que silbó y dio palmadas cuando empezó a cantar «Ruby».

Mientras le escuchaba cantar sobre una mujer infiel, trató de imaginárselo a orillas del río Snake con una cazadora negra y una gorra anaranjada de cazador.

«Podría ser él», pensó. Sus manos parecían fuertes, y mientras cantaba se mostraba tranquilo.

Podría ser él, un hombre para el que había frito huevos y patatas los domingos por la mañana. O podría ser cualquiera de los hombres sentados ante la barra o las mesas. Cualquiera de ellos podía ser un asesino. «Cualquiera», volvió a pensar mientras el pánico le atenazaba la garganta.

La música seguía sonando y la profunda voz de barítono la acompañaba. Las conversaciones continuaron, ahora en voz baja por respeto a la interpretación. Los vasos chocaban contra la madera, las sillas arañaban el suelo.

Y el pánico empezó a cerrarse en un puño para dejarla sin aire.

Vio el rostro de Linda-Gail, vio la boca de su amiga que se movía, pero la ansiedad le había llenado los oídos de algodón. Se forzó a espirar, se forzó a inspirar.

—¿Cómo? Perdona, no te he oído…

—¿Te encuentras bien? Te has puesto muy pálida. ¿Te duele la cabeza?

—No, no, estoy perfectamente. —Reece se obligó a mirar hacia el escenario—. Supongo que aún me cuesta permanecer en un sitio donde hay mucha gente.

—¿Quieres salir? No tenemos por qué quedarnos.

Pero cada vez que echaba a correr era un paso atrás. Una retirada más.

—No, no, estoy bien. Mmm… ¿Alguna vez sales a cantar?

Linda-Gail echó un vistazo hacia el escenario. Reuben terminaba y recibía unos aplausos muy entusiastas.

—Claro. ¿Te apetece?

—No lo haría ni por un millón de dólares. Bueno, ni por medio millón.

Otro hombre se dirigía al escenario; como pesaba unos ciento diez kilos y medía un metro ochenta, Reece decidió que podía eliminarlo de su lista.

La sorprendió con una balada interpretada con una voz de tenor dulce aunque débil.

—No lo conozco —comentó Reece.

—T. B. Unger. Da clases en el instituto. T. B. significa Teddy Bear. Y esa que está sentada ahí es su mujer, Arlene, la morena de la camisa blanca. No van mucho a Joanie’s; tienen dos críos y son muy caseros. Pero vienen a Clancy’s una vez por semana para que él pueda cantar. Arlene también trabaja en el instituto, en la cafetería. Parecen novios.

«Desde luego», pensó Reece mientras contemplaba cómo el oso de peluche cantaba su canción de amor mirando directamente a los ojos de su esposa.

Se recordó que había dulzura en el mundo. Y amor, y amabilidad. Era agradable volver a formar parte de eso, volver a sentir eso.

Y reír cuando el siguiente intérprete, una rubia con muy mal oído y mucho sentido del humor, destrozó un clásico de Dolly Parton.

Lo hizo durante una hora entera y consideró la velada un enorme éxito.

Mientras regresaba a su apartamento a través de las calles silenciosas, se sentía casi segura, casi tranquila. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan bien.

Y cuando cruzó la puerta, casi se sintió en casa.

Después de cerrar con llave, comprobar el picaporte y apoyar debajo el respaldo de una silla, fue a lavarse.

En el umbral del pequeño baño se quedó paralizada. Ninguno de sus artículos de aseo se hallaba en el estrecho estante situado junto al lavabo. Cerró los ojos con fuerza, pero cuando volvió a abrirlos el estante seguía vacío. Abrió de golpe el botiquín con puerta de espejo en el que guardaba las medicinas y la pasta de dientes. También estaba vacío.

Con un quejido, se dio la vuelta para observar la habitación. Su cama estaba hecha, como la había dejado por la mañana. El hervidor brillaba sobre la cocina. Pero faltaba la sudadera con capucha que estaba segura había dejado colgada del perchero.

A los pies de la cama, y no debajo de ella, estaba su petate.

Las piernas le temblaban mientras se acercaba a él, y el quejido se convirtió en un grito ahogado cuando corrió de un tirón la cremallera y encontró su ropa en el interior, bien colocada.

Metió la mano en la bolsa y vio que contenía todo lo que traía al llegar. Todas sus cosas, bien dobladas y guardadas. Listas para llevárselas.

¿Quién haría algo así?

Cediendo ante sus vacilantes piernas, se arrodilló junto a la cama. Y afrontó la verdad. Nadie podía haber hecho aquello, no con el nuevo cerrojo.

Tenía que haberlo hecho ella misma. Algún instinto interno, algún vestigio del peor momento de su crisis volvía a irrumpir para decirle que echase a correr, que se fuese, que se marchase.

¿Por qué no se acordaba?

Se dijo que no era la primera vez y dejó caer la cabeza entre sus manos. No era la primera vez ni la segunda que sufría amnesia o que no recordaba haber hecho algo.

Pero habían pasado meses desde que sufrió el último de esos trastornos.

«Casi me sentí en casa», pensó, luchando contra la desesperación. Se había permitido creer que casi estaba en casa. Cuando una profunda parte de sí sabía que ni siquiera estaba cerca.

Tal vez debía darse por aludida. Coger el petate, bajar por la escalera, meterlo en el coche y marcharse. A cualquier sitio.

Y si lo hacía, «cualquier sitio» sería solo otro lugar que también abandonaría. Aquel podía ser su lugar si persistía. Había tenido una cita, se había tomado una cerveza con una amiga. Tenía un empleo y un apartamento. Tenía una identidad allí, si aguantaba.

Sacó todas sus cosas, la ropa, el cepillo de dientes, los frascos, los zapatos. Aunque tenía el estómago revuelto, volvió a conectar el ordenador portátil. Envuelta en una manta para tratar de combatir un frío que provenía de su interior, se sentó a escribir.

No he echado a correr. Hoy he cocinado, me he ganado el sueldo. Pete se ha hecho un tajo en la mano mientras fregaba los platos, y la sangre me ha conmocionado. Me he desmayado, pero no he echado a correr. Después de trabajar, he ido a Clancy’s a tomar una cerveza con Linda-Gail. Hemos hablado de los hombres, del pelo, de las cosas normales de las que hablan las mujeres. Hay karaoke en Clancy’s, y las paredes están llenas de cabezas de animales muertos. Alces y ciervos, incluso osos. La gente canta, sobre todo country, con diversos grados de habilidad. He tenido un principio de ataque de pánico, pero no he echado a correr y la cosa ha mejorado. Tengo una amiga en el pueblo. En realidad, también tengo amigos, pero no hay nada como una amiga.

En algún momento del día de hoy debo haber metido mis cosas en el petate, pero no me acuerdo. Tal vez lo haya hecho en el descanso, después de que Pete se hiciese daño. Tal vez. La sangre, ver la sangre me ha devuelto de golpe a Maneo’s. Por eso durante un rato ha sido la sangre de Ginny y no la de Pete.

Pero lo he sacado todo del petate y lo he guardado. Mañana iré a ver al doctor Wallace para describir lo mejor que pueda al hombre y a la mujer que vi junto al río. Porque los vi. Vi lo que él le hizo a ella.

Hoy no he echado a correr. Y mañana tampoco lo haré.