6
Caminaron en silencio, por la pradera, rodeando la poza pantanosa. Reece recordó haber visto patos y una garza. Y el pobre pez condenado. Se sentía entumecida y confusa.
—¿Brody?
—Sigo aquí.
—¿Me acompañarás a la policía?
Él se detuvo para beber y luego le ofreció la botella de agua. La miró con ojos serenos. Ojos verdes. Oscuros, como las hojas al final del verano.
—Llamaremos desde mi casa. Está más cerca, para llegar hasta el pueblo hay que rodear todo el lago.
—Gracias.
Aliviada y agradecida, Reece siguió colocando un pie delante del otro en dirección a Angel’s Fist.
Para mantener la concentración, se puso a repasar recetas en su mente y se imaginó a sí misma midiendo los ingredientes y preparándolas.
—Suena bien —comentó Brody, sacándola bruscamente de su ensoñación.
—¿Qué?
—Lo que estás cocinando ahí —respondió mientras se llevaba un dedo a la sien—, sea lo que sea. ¿Gambas asadas?
Reece decidió que no tenía sentido avergonzarse. Estaba muy por encima de eso.
—Gambas asadas en salmuera. No me he dado cuenta de que hablaba en voz alta —contestó mirando hacia delante—. Es un problema que tengo.
—Yo no veo ningún problema, salvo que ahora tengo hambre y no muchas gambas por aquí.
—Necesito pensar en otra cosa, en lo que sea. Necesito… Vaya, qué mierda.
Sentía una opresión en el pecho y empezó a sofocarse. El ataque de ansiedad alargó una mano para apretarle la garganta. Se mareó y se inclinó desde la cintura, jadeando.
—No puedo respirar. No puedo.
—Sí que puedes. Lo estás haciendo. Pero si sigues respirando así te desmayarás. No pienso llevarte a cuestas, así que basta ya —dijo Brody en tono uniforme y práctico mientras la ayudaba a enderezarse. Se miraron a los ojos—. Basta ya.
—Está bien.
Había cercos dorados alrededor de sus pupilas, alrededor del margen exterior del iris. Tal vez fuese aquello lo que daba tanta intensidad a sus ojos.
—Termina de guisar las gambas.
—¿Cómo dices?
—Termina de guisar las gambas.
—Ah, sí. Añado la mitad del aceite de freír los ajos al cuenco de gambas asadas, remuevo. Las coloco en una fuente, las decoro con limón y hojas de laurel, y sirvo con chapata tostada y el resto del aceite.
—Si consigo unas gambas, podrías compensarme por esto y prepararme un buen plato.
—Desde luego.
—¿Qué demonios es la chapata?
Sin saber por qué, aquella pregunta le hizo reír y su cabeza se despejó mientras caminaban.
—Es un pan italiano muy bueno. Te gustará.
—Seguramente. ¿Piensas darle más categoría a Joanie’s?
—No es mi restaurante.
—¿Tenías tu propio restaurante? Tal como te manejas en la cocina, es evidente que ya has tenido una antes.
—Trabajé en un restaurante. Nunca tuve el mío propio. Nunca lo quise.
—¿Por qué? ¿No es el sueño americano? Me refiero a tener tu propia empresa.
—Cocinar es un arte. Si el local es tuyo, además tienes que ocuparte del negocio. Yo solo quería… —Estuvo a punto de decir «crear», pero le pareció que sonaba demasiado pretencioso— cocinar.
—¿Querías?
—Quiero. Tal vez. No sé lo que quiero. —Pero sí lo sabía, y mientras atravesaban el frío bosque decidió decirlo—. Quiero volver a ser normal, dejar de tener miedo. Quiero ser quien era hace dos años, pero nunca lo seré, así que intento averiguar quién voy a ser durante el resto de mi vida.
—El resto es mucho tiempo. Tal vez deberías tratar de comprender quién vas a ser durante las próximas dos semanas.
Reece le miró y luego desvió la vista.
—Quizá debería empezar con las próximas dos horas.
Él se limitó a encogerse de hombros mientras sacaba el teléfono móvil. Aquella mujer era un manojo de misterios envuelto en nervios. Quizá fuese interesante retirar algunas capas y llegar al centro. No le parecía tan frágil como ella creía ser. Poca gente habría sido capaz de recorrer todo aquel camino sin derrumbarse después de ver lo que ella había visto.
—Aquí debería haber cobertura —dijo mientras marcaba varios números—. Soy Brody. Ponme con el sheriff… No, ahora.
Reece pensó que no le gustaría discutir con él. Su tono tenía una autoridad inflexible sencillamente porque no contenía urgencia, desesperación. Se preguntó si alguna vez recuperaría una mínima porción de ese tipo de control y confianza.
—Rick, estoy con Reece Gilmore a medio kilómetro más o menos de mi casa, en el sendero de Little Angel. Reúnete con nosotros en mi cabaña. Sí, hay problemas. Ha presenciado un asesinato. Eso he dicho. Ya te lo contará. Nos falta poco para llegar.
Cerró el teléfono y volvió a metérselo en el bolsillo.
—Voy a darte un consejo. Me revientan los consejos, tanto dados como recibidos.
—¿Pero?
—Pero vas a tener que mantener la calma. Si quieres volver a ponerte histérica, llorar, gritar o desmayarte, espera a que él acabe de tomarte declaración. Mejor aún, espera a salir de mi cabaña porque no quiero verme en la obligación de aguantarlo. Sé minuciosa, sé clara y termina.
—Si empiezo a perder los nervios, ¿me harás el favor de pararme? —Percibió con claridad su ceño antes de levantar la mirada y verlo—. Quiero decir que me interrumpas o que tires una lámpara. No te preocupes, te la pagaré. Lo que sea para darme un minuto y recuperarme.
—Tal vez.
—Huelo el lago. Se ve a través de los árboles. Me siento mejor cuando veo agua. Tal vez debería vivir en una isla, aunque me parece que eso quizá sería demasiada agua. Tengo que parlotear durante un minuto. No tienes por qué escucharme.
—Tengo oídos —le recordó él antes de cambiar de dirección para tomar el camino más fácil hasta su cabaña.
Se acercó por la parte de atrás, donde estaba arropada por los árboles y las matas de salvia. Reece supuso que el círculo de montañas se vería desde cualquier ventana.
—Es un sitio bonito. Tienes un sitio bonito.
Pero se le secó la boca cuando él abrió la puerta trasera. No había cerrado con llave. Cualquiera hubiera podido entrar.
Al ver que ella no le seguía hasta el interior, Brody se volvió.
—¿Quieres quedarte ahí fuera para hablar con Rick, el sheriff?
—No.
Se armó de valor y cruzó el umbral.
Llegaron a la cocina. Observó que a pesar de su reducido tamaño estaba bastante bien distribuida. Brody limpiaba como un hombre. «Una generalización terrible», pensó, pero la mayoría de los hombres que conocía y no eran del negocio se limitaban a fregar los platos, pasar un trapo por las encimeras y listo.
Sobre la encimera de piedra gris, había un par de manzanas y un plátano demasiado maduro en un cuenco blanco, una cafetera, una tostadora que parecía más vieja que ella y un bloc de notas.
Brody se dirigió de inmediato a la cafetera, la llenó de agua y midió el café antes de quitarse la chaqueta. Reece se quedó junto a la puerta mientras él la ponía en el fuego y sacaba de un armario un trío de tazas blancas de loza.
—Mmm, ¿tienes té?
Él le lanzó por encima del hombro una mirada seca y divertida al tiempo.
—Oh, claro. Espera, tengo que buscar mi tetera.
—Lo tomaré como un no. No bebo café; me provoca temblores. Más temblores —rectificó cuando él la miró levantando una ceja—. Agua. Un poco de agua me vendrá muy bien. ¿Tampoco cierras con llave la puerta principal?
—Aquí no tiene sentido cerrar con llave. Si alguien quisiera entrar, derribaría la puerta de una patada o rompería una ventana.
Al observar que Reece palidecía, Brody ladeó la cabeza.
—¿Qué? ¿Quieres que vaya a mirar dentro del armario y debajo de la cama?
Ella se limitó a volverse para desprenderse de la mochila.
—Está claro que nunca en tu vida has pasado miedo.
«La he provocado», pensó él, y prefirió el matiz de insulto e irritación de su tono a los estremecimientos y escalofríos.
—Michael Myers.
Reece se volvió, confusa.
—¿Quién? ¿Shrek?
—Diablos, Flaca, ese es Mike Myers. Michael Myers. El tipo horripilante de la máscara. ¿Conoces La noche de Halloween? La vi en vídeo cuando tenía unos diez años. Me cagué de miedo. Después de eso, Michael Myers se pasó años viviendo en mi dormitorio.
Los hombros de ella se relajaron un poco cuando se quitó la chaqueta.
—¿Cómo te libraste de él? ¿No siguió volviendo en las películas?
—Cuando tenía dieciséis años metí a una chica a escondidas en mi habitación. Jennifer Ridgeway. Una pelirroja muy mona con un montón de… energía. Después de pasar un par de horas con ella en la oscuridad, nunca volví a acordarme de Michael Myers.
—¿El sexo como exorcismo?
—A mí me funcionó —respondió él mientras sacaba una botella de agua del frigorífico—. Si quieres probar, ya me lo dirás.
—Lo haré.
Solo los reflejos le permitieron coger la botella de agua que él le lanzó alegremente. Pero estuvo a punto de dejarla caer, y los hombros se le volvieron a petrificar al oír el enérgico toque en la puerta principal.
—Debe de ser el sheriff. Michael Myers no llama a la puerta. ¿Quieres hacerlo aquí?
Reece miró la pequeña mesa de la cocina.
—Aquí está bien.
—Espera un momento.
Cuando él fue a abrir, Reece destapó la botella y bebió un poco de agua muy fría. Oyó los suaves murmullos, los andares pesados de unas botas masculinas. «Tranquila —se recordó—. Tranquila, breve y clara».
Rick entró y la saludó con un gesto de la cabeza. Sus ojos eran serenos e inexpresivos.
—Hola, Reece. Parece que has tenido problemas.
—Sí.
—Vamos a sentarnos aquí para que puedas contármelo todo.
Reece se sentó y empezó; se esforzó en relatar los detalles sin atascarse ni pasar por alto nada relevante. En silencio, Brody sirvió el café y puso una taza delante de Rick.
Mientras hablaba, Reece acariciaba la botella de arriba abajo, una y otra vez, mientras el sheriff tomaba notas y la observaba. Brody se apoyó en la encimera gris; bebía su café en silencio.
—De acuerdo. Dime, ¿crees que podrías identificar a alguna de esas dos personas?
—Tal vez a ella. Tal vez. Pero a él no llegué a verlo. Me refiero a su cara. Estaba de espaldas a mí y llevaba una gorra. Me parece que los dos llevaban gafas de sol. Ella seguro, al principio. Tenía el pelo castaño o negro. Castaño, creo. Pelo largo y castaño. Ondulado. Y llevaba una chaqueta roja y una gorra.
Rick se volvió hacia atrás para mirar a Brody.
—¿Tú qué viste?
—A Reece. —Se acercó a la cafetera para volver a llenar su taza—. Estaba más o menos a medio kilómetro de mí, camino arriba, cuando se detuvo. Desde donde estaba sentado no podría haber visto lo que sucedió aunque hubiese estado mirando hacia allí.
Mardson se estiró el labio inferior.
—Entonces no estabais juntos.
—No. Como ha dicho Reece, pasó por donde yo estaba trabajando, hablamos un poco y siguió adelante. Al cabo de una hora más o menos, me dirigí hacia arriba y tropecé con ella, bajaba corriendo. Me contó lo que había pasado y subí hasta donde ella había estado.
—¿Viste algo entonces?
—No. Si quieres saber dónde era, traeré un mapa y te lo mostraré.
—Te lo agradezco. Reece —continuó Rick cuando Brody salió de la cocina—, ¿has visto algún barco, coche o camioneta? ¿Algo así?
—No. Creo que busqué una barca o algo parecido, pero no vi ninguna. Pensé que debían de estar acampados, pero tampoco vi ningún equipo ni tienda. Solo los vi a ellos. Solo le vi a él estrangulándola.
—Cuéntame todo lo que puedas del hombre. Lo que te venga a la mente —insistió—. Nunca se sabe lo que vas a sacar, lo que vas a recordar.
—No le presté demasiada atención. Era blanco… Estoy bastante segura. Le vi las manos, pero llevaba guantes. Negros o marrones. Pero su perfil… Estoy segura de que era blanco. Supongo que podía ser hispano o indio. Estaba muy lejos, incluso con los prismáticos, y al principio yo simplemente mataba el rato. Entonces ella le abofeteó. Dos veces. La segunda vez. Él la empujó o le pegó. Ella se cayó al suelo. Todo ocurrió muy deprisa. Él llevaba una chaqueta negra. Una chaqueta oscura y una de esas gorras de caza de color naranja o rojizo.
—Vale, es un buen comienzo. ¿Y el pelo?
—Me parece que no me fijé —respondió ella conteniendo un estremecimiento. Ya había pasado por aquello. Las preguntas que no podía contestar—. Se lo debían tapar la gorra y la chaqueta. No creo que lo llevase largo. Grité, tal vez chillé. Pero no podían oírme. Llevaba la cámara en la mochila, pero no se me ocurrió hacer fotos. Solo me quedé paralizada y luego eché a correr.
—Podías haber saltado al río, intentar atravesarlo a nado y después llevarle a rastras ante las autoridades con el poder de tu voluntad —comento Brody en tono despreocupado cuando regresó con un mapa de la zona; lo colocó sobre la mesa—. Es aquí —añadió señalando un punto.
—¿Estás seguro?
—Desde luego.
—Muy bien. —Rick asintió y se puso en pie—. Voy para allá ahora mismo, a ver lo que haya que ver. No te preocupes, Reece, vamos a ocuparnos de esto. Volveremos a hablar. Mientras tanto, quiero que lo repases todo. Si recuerdas algo, lo que sea, aunque no te parezca importante, quiero saberlo. ¿De acuerdo?
—Sí. Sí, de acuerdo. Gracias.
Rick se despidió de Brody con un gesto, cogió su gorra y salió.
—Bueno. —Reece dejó escapar un largo suspiro—. ¿Crees que puede…? ¿Es competente?
—No he visto nada que me haga pensar otra cosa. Por aquí los problemas suelen ser borracheras y alteraciones del orden público, peleas domésticas, críos que roban en las tiendas, riñas… Pero sabe tratarlos. Cuando vienen los turistas también hay excursionistas, remeros y escaladores perdidos o heridos, líos de tráfico y demás. Al parecer, hace su trabajo. Tiene… dedicación sería la palabra.
—Pero un asesinato… Un asesinato es diferente.
—Puede, pero él es quien está al cargo aquí. Como ha sucedido fuera de los límites del pueblo, tendrá que llamar a la policía del condado o del estado. Has visto lo que has visto, lo has denunciado y has hecho tu declaración. No puedes hacer nada más.
—No, nada más. —«Cómo antes, no puedo hacer nada más», pensó—. Me parece que voy a marcharme. Gracias por… todo —dijo mientras se levantaba.
—Yo tampoco tengo nada más que hacer. Te acompañaré a casa con el coche.
—No hace falta que te molestes. Puedo ir caminando.
—No seas tonta.
Brody cogió la mochila de ella y salió de la cocina en dirección a la puerta principal.
Como se sentía tonta, Reece se llevó a rastras su chaqueta y le siguió. Él salió de la casa a grandes zancadas, sin darle el tiempo que tal vez le habría gustado tener para estudiar y calibrar su hogar. Tuvo una rápida impresión de sencillez, desorden informal y lo que le pareció el hábitat propio del hombre soltero.
Nada de flores, adornos, cojines ni toques que suavizasen la sala de estar. Un sofá, una silla, un par de mesas y una acogedora chimenea de piedra que dominaba la pared más lejana.
Tuvo una impresión de tonos tierra, líneas rectas y funcionalidad antes de salir al exterior.
—Hoy te he causado muchos problemas —empezó.
—Desde luego que sí. Sube.
Reece se detuvo, y la gratitud luchó contra el insulto, el agravio y el agotamiento. La gratitud perdió.
—Eres un hijo de puta grosero, insensible e insultante.
Brody se apoyó en el coche.
—¿A qué viene eso?
—Hoy han asesinado a una mujer. La han estrangulado. ¿Lo entiendes? Estaba viva y ahora está muerta, y nadie ha podido ayudarla. Yo no he podido ayudarla. He tenido que quedarme allí mirando. Sin hacer nada, como la otra vez. He visto cómo él la mataba, y tú has sido el único a quien he podido decírselo. En lugar de mostrarte implicado, preocupado y compasivo, has sido seco, insolente y distante. Pues vete al infierno. Prefiero volver a subir diez kilómetros por ese sendero que recorrer tres kilómetros contigo en tu estúpida furgoneta. Dame mi maldita mochila.
Él se quedó donde estaba, pero ya no parecía aburrido.
—Ya era hora. Empezaba a pensar que no sabías lo que era el mal genio. ¿Te sientes mejor?
Detestaba reconocer que así era. Le ponía furiosa que la indiferencia de él la hubiese alterado hasta vomitar gran parte de su ansiedad y terror.
—Vete al infierno —repitió.
—Espero que me guste. Pero mientras tanto, sube. Has tenido un día horrible. —Abrió la puerta—. Y, para tu información —continuó—, los tíos no pueden ser insolentes. Somos fisiológicamente incapaces de mostrar insolencia. La próxima vez utiliza la palabra «arrogante». Eso queda bien.
—Eres un hombre exasperante, desconcertante.
Pero subió al coche.
—Eso también queda bien.
Brody dio un portazo y luego rodeó el coche a grandes zancadas hasta el asiento del conductor. Después de lanzar la mochila al asiento trasero, se puso al volante.
—¿Tenías amigos en Chicago —le preguntó Reece—, o solo gente que te encontraba exasperante, desconcertante y arrogante?
—Supongo que las dos cosas.
—¿No se supone que los reporteros tienen que ser más o menos agradables para conseguir que la gente les cuente cosas?
—No lo sé, pero además ya no soy reportero.
—Y los escritores de ficción tienen derecho a ser ariscos, solitarios y excéntricos.
—Tal vez. De todos modos, a mí me gusta.
—Desde luego que sí —respondió ella, y él se echó a reír.
El sonido de su risa la sorprendió lo suficiente para levantar la vista. Brody aún sonreía mientras rodeaban el lago.
—¡Vaya, Flaca, ahora que ya sé que tienes temple, me alegra saber que también tienes dientes!
Pero cuando Brody aparcó delante de Angel Food y ella miró por la ventanilla, sintió que su temple menguaba y sus dientes estaban a punto de castañetear. De todos modos bajó del coche, y habría cogido su mochila si él no la hubiese sacado antes desde su asiento.
Se quedo en la acera, dudando entre el orgullo y el pánico.
—¿Algún problema?
—No. Sí. Maldita sea. Oye, ya que has venido hasta aquí, ¿podrías subir conmigo un momento?
—¿Para asegurarnos de que no te está esperando Michael Myers?
—Algo parecido. Eres libre de retirar el cumplido, si lo era, sobre mi temple.
Él se echó la mochila al hombro y se encaminó hacia el otro lado del edificio. Una vez que Reece introdujo la llave en la cerradura, Brody empujó la puerta para entrar delante de ella.
Reece se corrigió. Aquel hombre no era tan insensible. No había sonreído con desprecio ni había hablado de más; solo había entrado el primero.
—¿Qué demonios haces aquí?
—¿Disculpa?
—No hay tele —señaló—, ni cadena de música.
—La verdad, acabo de mudarme. No paso mucho tiempo aquí.
Brody se puso a curiosear y ella no le detuvo. No había gran cosa que ver.
El diván bien arreglado, el sofá, los taburetes de la barra. Olía a mujer. Sin embargo, no vio ninguno de los signos hogareños que uno espera ver en la casa de una mujer. Nada de cosas bonitas e inútiles, nada de recuerdos del hogar o de sus viajes.
—Bonito portátil —dijo dándole un golpecito con el dedo.
—Has dicho que tenías hambre.
Brody levantó la vista del ordenador y le sorprendió que la habitación casi vacía la hiciese parecer tan sola.
—¿Sí?
—Antes. Si tienes hambre, puedo preparar algo para comer. Podemos considerarlo un pago por lo de hoy, y quedamos en paz.
Lo dijo con tono alegre, pero Brody tenía habilidad para interpretar a las personas, y aquella no estaba preparada para quedarse sola. De todos modos, tenía hambre, y sabía de primera mano lo bien que cocinaba Reece.
—¿Qué clase de comida?
Ella se pasó una mano por el cabello y miró hacia la cocina. Era evidente que estaba haciendo un inventario mental de sus existencias.
—Podría preparar rápidamente un poco de pollo con arroz. ¿Veinte minutos?
—Perfecto. ¿Tienes cerveza?
Reece se volvió hacia la cocina.
—No, lo siento. En la nevera tengo un vino blanco muy bueno.
—Perfecto. ¿Tienes frío?
—¿Frío?
—Si no, quítate el abrigo.
Reece fue por el vino y un sacacorchos. Luego sacó del diminuto congelador un paquete de dos pechugas de pollo sin piel. Tendría que descongelarlas, al menos parcialmente, en el también diminuto microondas, pero no había más remedio.
Mientras se quitaba el abrigo y recogía el que él había tirado sobre un taburete para dejarlos sobre el diván, Brody descorchó el vino.
—Solamente tengo vasos normales —dijo Reece mientras abría un armario—. En realidad, el vino era más que nada para guisar.
—Así que me sirves vino para guisar. Bien, sláinte.
—Es un buen vino —dijo ella, un tanto irritada—. Nunca cocinaría con un vino que no fuese capaz de beberme. Es un Pinot Grigio delicioso, así que salute resulta más apropiado.
Brody sirvió un poco en el vaso que Reece le dio; luego alargó el brazo por encima de la cabeza de ella para coger otro y le añadió vino. Lo probó y asintió.
—Vale, añadiremos a tu currículum que entiendes de vinos. ¿Dónde estudiaste cocina?
Ella se alejó para ponerse manos a la obra.
—En un par de sitios.
—Y uno de ellos es París.
Reece sacó ajos y cebollas tiernas.
—¿Por qué lo preguntas si el doctor Wallace te lo ha dicho ya?
—En realidad fue Mac, y él lo supo por el doctor. Aún no has captado el ritmo provinciano.
—Me parece que no.
Sacó un cazo para hervir agua para el arroz.
Brody cogió su vino, se instaló en un taburete y se puso a observarla.
«Profesionalidad —pensó—. Control con cierto toque de poesía». Los nervios que parecían zumbar a su alrededor en otros momentos no se percibían cuando estaba en su elemento.
Necesitaba comer más de lo que ella misma preparaba, hasta ganar como mínimo cinco kilos. Los que debió de perder después del acontecimiento que la llevó a huir de Boston.
De nuevo se preguntó a quién habría visto matar. Y por qué. Y cómo.
Reece preparó algo rápido y sencillo con unas galletas saladas, queso cremoso, aceitunas y una pizca de algo que le pareció pimentón. A continuación lo puso en un platito delante de él.
—Primer plato.
Le brindó un amago de sonrisa antes de empezar a cortar el pollo en filetes y picar los ajos.
Brody había devorado la mitad de los deliciosos crackers cuando Reece tuvo el arroz en marcha. Un intenso aroma a ajo perfumaba el aire.
Mientras él permanecía sentado en silencio, ella manejaba tres ollas, una con el pollo, otra con el arroz y la tercera con el salteado de pimientos, champiñones y brécol.
—¿Cómo sabes guisarlo todo y tenerlo listo al mismo tiempo?
Ella le miró por encima del hombro. Tenía el rostro relajado y rosado por el calor.
—¿Cómo sabes cuándo terminar un capítulo y empezar el siguiente?
—Eso ha tenido gracia. Tienes buen aspecto cuando cocinas.
—Mi cocina es mejor que mi aspecto. —Removió las verdura y agitó la sartén con el pollo.
Apagó el fuego y empezó a servir la comida en los platos. Colocó el de él en su sitio. Brody levantó una ceja.
—Veinte minutos. Y huele muchísimo mejor que la lata de sopa que pensaba abrir esta noche.
—Te lo has ganado.
Reece se sirvió su plato, con porciones mucho más pequeñas que las de Brody, antes de dar la vuelta a la barra para sentarse junto a él. Y, por fin, cogió su vaso de vino.
Hizo amago de brindar y lo probó.
—Bueno, ¿cómo está?
Brody probó el primer bocado y se echó hacia atrás como para reflexionar.
—Tienes una cara interesante —empezó—. Fascinante a su estilo, sobre todo por esos ojazos oscuros. Absorben a un hombre y lo ahogan si no se anda con cuidado. Sin embargo —continuó mientras ella parecía apartarse de él, solo un poco—, puede que tu cocina sea mejor que tu aspecto.
La sonrisa agradecida de Reece le hizo cambiar de opinión, pero siguió comiendo y disfrutando de la comida, y también de su compañía, más de lo que había esperado.
—Bueno, ¿sabes qué rumor corre ahí abajo en este momento? —preguntó él.
—¿En Joanie’s?
—Eso es. La gente ve mi coche enfrente y no me ve a mí dentro. Uno comenta algo al respecto, otro dice: «Le he visto subir con Reece o con la nueva cocinera de Joanie, ya llevan un rato arriba».
—¡Oh, bueno, no importa! —exclamó Reece, resoplando y enderezándose en el asiento—. ¿O sí? ¿Te importa lo que digan?
—Me da lo mismo. ¿A ti te preocupa lo que piensen o digan de ti?
—Algunas veces sí, demasiado. Otras, no me preocupa en absoluto. Desde luego, no me preocupa para nada que perdieses una apuesta con Mac Drubber porque no me fui a la cama con Cas.
La mirada de Brody se iluminó, divertida, mientras seguía comiendo.
—Sobrestimé a Cas y te subestimé a ti.
—Eso parece. Si la gente piensa que estamos liados durante un tiempo, tal vez Cas deje de tratar de convencerme para que salga con él.
—¿Te está molestando?
—No, tanto como molestar no. Todo va mejor desde que le dejé las cosas claras. Pero esto no me vendrá mal, así que me parece que te debo otra.
—Creo que sí. ¿Me merezco otra cena?
—Pues… claro, supongo —dijo frunciendo el ceño, confusa—. Si tú quieres.
—¿Cuándo tienes otra noche libre?
—Ah… —Dios, ¿cómo había conseguido meterse ella sola en aquella encerrona?—. El martes. Me toca el primer turno, salgo a las tres.
—Estupendo. Vendré a las siete. ¿Te va bien?
—A las siete. Claro, claro. En fin, ¿hay algo que no comas, que no te guste, que te cause alergia?
—Si preparas vísceras no esperes que me las coma.
—Nada de mollejas; entendido.
«¿Y ahora qué?», se preguntó. No se le ocurría ningún tema de conversación intrascendente. «Antes tenía habilidad para este cosas», pensó. Le gustaba quedar, le gustaba sentarse con un hombre ante un plato de comida y hablar, reír. Pero su cerebro no quería bajar por aquel camino.
—Llegará cuando llegue.
Miró a Brody a los ojos.
—Si soy tan transparente, voy a tener que instalar unas persianas.
—Es natural que lo tengas metido en la cabeza. Te has relajado un poco mientras cocinabas.
—Ya debe de haberla encontrado. Cualquiera que sea el que lo ha hecho, no puede habérsela llevado lejos, y si la ha enterrado…
—Es más fácil lastrarla con rocas y tirarla al río.
—¡Oh, Dios! Muchas gracias por esa imagen; seguro que vuelve a mi cabeza más tarde.
—Es probable que, el cuerpo, con la corriente, no permanezca hundido. Acabará aflorando en algún punto río abajo. Algún tipo que haya salido a pescar tropezará con ella, o algún excursionista, remero o turista de Omaha, lo que más te guste. Alguien se llevará una gran sorpresa cuando la encuentre.
—¿Puedes parar? —pidió Reece frunciendo el ceño—. Aunque hubiese hecho algo así, habrá algún indicio, alguna prueba de lo que ha pasado. Sangre. Le ha golpeado en la cabeza bastante fuerte, la maleza debe de haber quedado aplastada, o… pisadas. ¿No las habría?
—Seguramente. No sabía que alguien le estaba viendo, así que ¿por qué molestarse en borrar las huellas? Supongo que se preocupó sobre todo por librarse del cadáver y alejarse.
—Sí. Así que el sheriff encontrará algo.
Reece se sobresaltó al oír pasos en el exterior.
—Debe de ser él —dijo Brody en tono sereno, y se levantó del taburete para abrir la puerta él mismo.