16
En lugar de ser un mes luminoso, mayo azotó Angel’s Fist con una serie de violentas tormentas que atronaron las montañas y alborotaron el lago. Pero los días se alargaban y la luz ganaba terreno a la oscuridad. Reece casi veía fundirse la nieve en las crestas más bajas, mientras en su pequeño valle los álamos y los sauces empezaban a velarse de verde.
Los narcisos estallaban en un alegre amarillo a pesar de que el viento y la lluvia los acribillaran. Ella se sentía casi igual. La habían vapuleado y la habían empapado. Pero estaba empezando a florecer de nuevo.
Y aquel día monumental, iba a aventurarse fuera del pueblo.
Para la mayoría de las mujeres, ir a cortarse el pelo y peinarse era algo completamente normal. Para Reece, entrañaba toda la emoción y el terror de un salto en paracaídas. Y como un paracaidista principiante, se aferró a la puerta.
—No me cuesta nada cambiar el día —le dijo a Joanie—. Si hoy estás agobiada…
—No he dicho que esté agobiada. —Joanie echó la masa de las tortitas en la plancha.
—Ya, pero con el cambio de tiempo seguramente habrá mucho trabajo a mediodía. No me importa ayudar.
—Me las arreglaba en esta cocina antes de que llegaras tú.
—Claro, claro, es verdad. Pero si hoy necesita una mano extra…
—Tengo dos propias. Además, ¿no está aquí Beck?
Beck, robusto como un roble, llano como una olla de arroz pasado, sonrió y siguió picando col para la ensalada.
—Me explotará a fondo, Reece, si tú no estás aquí para impedirlo.
—Si no tienes esa ensalada lista a las once en punto, tampoco me impedirá darte una patada en el culo.
—Venga ya, Joanie —dijo él, como siempre.
—¿Quieres ayudar? —le dijo a Reece su jefa—. Échale más café a Mac cuando te vayas.
—De acuerdo. Llevo el teléfono móvil por si cambias de opinión. No me iré hasta dentro de una hora.
Arrastró un poco los pies pero cogió la cafetera y se acercó a la barra, donde Mac esperaba sus tortitas.
—¿Se está peleando con Joanie?
—¿Cómo? Oh, no, nada de eso —respondió ella mientras echaba el café—. Solo he pasado un momento. Tengo el día libre.
—¿Ah, sí? ¿Ha hecho planes?
—Sí. Más o menos. Linda-Gail y yo nos vamos a Jackson.
—De compras, ¿eh?
—Supongo que algo de eso habrá. —Linda-Gail la había amenazado con ello—. Voy a cortarme el pelo.
—¿Se va a Jackson para cortarse el pelo? —dijo Mac frunciendo el ceño—. En el pueblo tenemos el Curry Comb.
El Curry Comb era un establecimiento con dos sillas que hacía cortes con maquinilla y permanentes de caniche. Pero Reece esbozó una sonrisa mientras le pasaba el azucarero.
—Parece una tontería, ¿verdad? Linda-Gail dice que vamos a derrochar. La verdad es que no sé si es buena idea.
—Lárgate. —Joanie sirvió ella misma las tortitas con su guarnición de salchichas de alce.
—Ya me voy —Reece cogió el bolso y una carpeta—, he pensado que ya que estoy allí enseñaré el dibujo que hizo el doctor. ¿Aún no ha tropezado con nadie que la reconozca?
Como solía hacer, Reece sacó una de las copias y volvió a enseñársela a Mac.
—Pues no. Lo tengo colgado en el mostrador de la tienda, por si acaso.
—Se lo agradezco. En fin, Jackson es grande. —Reece volvió a deslizar el dibujo en la carpeta—. Puede que allí tenga más suerte.
—No vuelvas lloriqueando si te arrancan el cuero cabelludo —gritó Joanie desde la cocina, y se echó a reír al ver que Reece palidecía—. Te lo tendrías bien merecido, por no gastarte la paga en el pueblo. Mañana te quiero aquí a las seis en punto, tengas la pinta que tengas.
—Siempre podrá ponerse un sombrero —sugirió Mac.
—Gracias. Muchas gracias. Ya me voy.
Reece salió y cuando estuvo fuera de la vista de la gran ventana de la fachada se pasó una mano por el cabello. Le diría a Linda-Gail que empezase ella, se haría la remolona y tantearía el terreno. No tenía por qué cortarse el pelo. Era una decisión, una opción.
Una posibilidad.
Pero ir a Jackson era buena idea y le ofrecía la oportunidad de repartir copias del dibujo. En el pueblo no habían dado ningún resultado. Salvo la afirmación por parte de Jeff, el de la licorería, de que se parecía a Penélope Cruz.
Si la mujer había viajado por la zona, era probable que se hubiese alojado en un lugar más grande y ostentoso, como Jackson Hole, que en la pequeña y humilde población de Angel’s Fist.
Por el momento, como le sobraba algo de tiempo y no quería pasarlo obsesionada con su cabello, se acercó a la oficina del sheriff.
Había pasado casi una semana desde que le preguntó al sheriff sobre alguna novedad. Por supuesto se había pasado gran parte de esa semana trabajando o en la cama de Brody. gracias a esas distracciones Mardson no podría acusarla de ser demasiado insistente.
Cuando entró, Hank O’Brian estaba sentado ante la mesa para trámites. Tenía una poblada barba negra, gran afición por la pechuga de pollo frita y una abuela shoshone que era toda una leyenda local por sus cerámicas. En ese momento, Hank bebía café con una mano y tecleaba ante el ordenador con la otra. Levantó la vista.
—¿Cómo está, Reece?
—Bien, gracias. ¿Cómo se encuentra su abuela?
—Se ha buscado un novio. El anciano de la tribu perdió a su mujer hace un año más o menos. El tipo tiene noventa y tres años y se pasa el día aspirando por la nariz, llevándole flores y dulces. No sé cómo tomármelo.
—Qué bonito —comentó Reece, pero al ver que él parecía apesadumbrado añadió—. Además, ella le tiene a usted para cuidarla. ¿Está ocupado el sheriff? Solo quería…
Se interrumpió al oír una carcajada. Mardson salió de la mano de su mujer.
«Eso también es bonito», pensó Reece. El aspecto que tenían dos personas juntas cuando de verdad estaban juntas. Mardson sonreía y Debbie seguía riendo. Sus manos unidas se balanceaban un poco mientras caminaban.
Ella era una rubia guapa y de aspecto atlético con el cabello corto y despeinado y unos ojos verde esmeralda. Iba vestida con unos tejanos ceñidos, botas de vaquero de color avellana y una camisa roja debajo de una cazadora tejana desteñida. Llevaba al cuello una reluciente cadena de oro con un colgante. Reece observó que era un sol brillante. Bonito.
Debbie regentaba la tienda de ropa On the trail, contigua al hotel, colaboraba con este en la organización de excursiones y vendía licencias de caza y pesca. Era muy amiga de Brenda. Los domingos por la tarde llevaba a sus dos hijas a tomar un helado a Jeanie’s.
Le dedicó a Reece una simpática sonrisa.
—¡Hola! Creía que hoy ibas a Jackson Hole.
—Pues… sí. Más tarde.
—Ayer me encontré con Linda-Gail. Tenéis planes, ¿eh? ¿Vas a cortarte el pelo? Lo tienes muy bonito, pero cuando estás ante la plancha debe de estorbarte. De todos modos, a los hombres les gustan las mujeres con el pelo largo, ¿verdad? ¡Pobre Rick! —dijo con otra carcajada—. Yo siempre lo llevo corto.
—A mí me encanta —opinó él, inclinándose para besarla en la mejilla y pasarle un dedo por las puntas del cabello—. Eres mi sol.
—Mira cómo me hace la pelota —dijo Debbie con una sonrisa al tiempo que le daba a Rick un codazo—. He venido para intentar convencerle de que se tomase una hora libre y viniese a pasear a caballo conmigo, pero me ha dado calabazas.
—No todos podemos hacer novillos. Cuando esta mujer se monta en un caballo, una hora se convierte en medio día. ¿Puedo hacer algo por usted, Reece? —le preguntó Rick.
—Quería saber si había alguna novedad… sobre ella —dijo sacando uno de los dibujos.
—Ya me gustaría. En esta zona no hay denuncias de ninguna persona desaparecida que coincida con su descripción. Tampoco la reconoce nadie. No puedo hacer gran cosa.
—No. Bueno, sé que ha hecho lo posible. Puede que tenga más suerte en Jackson. Mientras esté en la ciudad, enseñaré el dibujo por ahí.
—No voy a decirle que no lo haga —dijo Rick despacio—, pero debe entender, y no tengo nada contra el doctor, que ese dibujo es demasiado tosco. Sin más detalles, es muy probable que tropiece con un montón de gente que crea haber visto a alguien que se le parezca. Acabará mareada.
—Supongo que tiene razón. —Reece guardó el dibujo; la expresión de Debbie no le pasó desapercibida. Si había algo que Reece reconocía, era la compasión silenciosa—. Pero me parece que al menos tengo que intentarlo. Más vale que me vaya. Gracias, sheriff. Me alegro de verte, Debbie. Adiós, Hank.
Mientras salía, notaba que el calor le ascendía por la nuca. Y es que sabía que, además de compadecerla, especulaban.
¿Hasta qué punto estaba loca Reece Gilmore?
«A la mierda. Que se vayan a la mierda», se dijo mientras volvía a Joanie’s para recoger el coche. No iba a fingir que no vio lo que vio, no iba a meter los dibujos en un cajón y olvidarlo todo.
Y no iba a permitir que aquello la desanimase, aquel día no.
Aquel día iba a la ciudad a arreglarse el pelo.
Que Dios la ayudase.
Los campos de salvia estaban a punto de florecer. Reece pensó que casi podía oírles efectuar aquella inspiración larga y profunda que estallaría en color al volverse espiración.
Un trío de pelícanos voló en formación sobre el pantano, pero fue la visión de un coyote que trotaba con paso sigiloso, el primero que veía, lo que la llevó a decirle a Linda-Gail que parase el coche.
Aunque Linda-Gail lo llamó «rata gigante», complació a Reece.
—Se le ve tan pillo…
—Menudos cabrones rastreros —opinó Linda-Gail.
—Es posible, pero me gustaría oír aullar a uno, como en las películas.
—Olvidaba que eres una chica de ciudad. A veces, por la noche, cuando hace calor y has dejado las ventanas abiertas, se les oye.
—Lo pondré en mi lista. Gracias por parar para esta chica de ciudad.
—No hay problema.
Luego se dirigieron a toda velocidad hacia Jackson Hole; les acompañaba la enérgica voz de Martina McBride.
Si Angel’s Fist le parecía un pequeño e interesante diamante en bruto, Jackson se le antojó grande, pulida y labrada, con su estilo elegante y sus luces de neón de vivos colores. Tiendas, restaurantes y galerías alternaban con paseos con el suelo de tablas de madera y calles bulliciosas. Reece pensó que la gente parecía atareada, como si se dirigiese a alguna parte. Tal vez habían hecho un alto en la ciudad antes de visitar uno de los grandes parques, ahora que el verano estaba a las puertas.
Algunos estarían en la ciudad para comprar, almorzar con alguien, asistir a una reunión de negocios.
«Esta ciudad es próspera y activa —pensó—, viva». Sin embargo, más allá de las estructuras y de la civilización instaladas allí, las montañas escarchadas de blanco se alzaban con deslumbrante magnificencia. Achicaban las obras del ser humano y brillaban más que las joyas al resplandor del sol.
Reece no tardó en comprender que, aunque las vistas quitaban el hipo, había acertado al elegir Angel’s Fist.
En Jackson había demasiada gente. Ocurrían demasiadas cosas a la vez. Hoteles, moteles, centros recreativos, deportes de invierno, deportes de verano, inmobiliarias…
Acababa de entrar en la ciudad y ya estaba deseando irse.
—¡Lo que nos vamos a divertir! —Linda-Gail sorteaba el tráfico como si pasease por una feria—. Si te entra un poco de ansiedad o algo así, solo tienes que cerrar los ojos.
—¿Y perderme el choque?
—Soy una conductora bárbara. —Lo demostró colándose entre un todoterreno y una motocicleta, saludando alegremente a los conductores y doblando la esquina a toda velocidad con el semáforo en ámbar—. Creo que voy a ponerme colorada.
—Creo que yo ya me he puesto verde. Linda…
—Ya casi estamos. Un día deberíamos derrochar de verdad y reservar un tratamiento completo en un spa de la ciudad. Aquí hay algunos alucinantes. Quiero que alguien me embadurne de barro y me frote con hierbas y… ¡joder, un aparcamiento!
Se lanzó como una bala hacia él, como un misil buscador de calor en un Ford Bronco. La ansiedad de Reece por la multitud, el tráfico y su cabello desapareció por completo, engullida por el terror ante una muerte segura.
Antes de que pudiese farfullar una oración, habían aparcado junto al bordillo.
—Estamos a un par de manzanas, pero nunca se sabe. Además, si vamos andando verás un poco la ciudad.
—Creo que las piernas ya no me responden.
Con una risita, Linda-Gail le dio un codazo.
—Ánimo. Vamos a cambiar de look.
Aunque a Reece le temblaban las piernas, consiguió que la llevaran hasta la acera.
—¿Cuántas multas te ponen al año? No, ¿cuántos vehículos te cargas al año?
Chasqueando la lengua, Linda-Gail la tomó del brazo.
—No seas así; pareces una ancianita. ¡Oh, Dios mío, mira! ¡Mira esa cazadora! —dijo mientras arrastraba a Reece hasta un escaparate para mirar con deseo una cazadora de piel de color chocolate—. Parece tan suave… Debe de costar un riñón. Vamos a probárnosla. No, llegaremos tarde. Nos la probaremos con el nuevo peinado.
—A mí no me sobra ningún riñón.
—Ni a mí, pero probársela no cuesta nada. Con ese corte tan ajustado, te quedará mejor a ti que a mí. ¡Qué mierda! De todos modos, si tuviese pasta sería mía.
—Creo que necesito tumbarme.
—Enseguida te sentirás mejor. Si te tiemblan las piernas, llevo una petaca en el bolso.
—Eres… —Reece tartamudeó un poco mientras Linda-Gail tiraba de ella—. ¿Una petaca de qué?
—Martini de manzana, por si necesitas algo para atontarte. O porque sí. Mmmm, qué marco. Fíjate en eso.
A Reece la cabeza le daba vueltas. Se volvió en la dirección que indicaba Linda-Gail y vio a un vaquero alto y delgado con botas, Levi’s y sombrero.
—Ñam-ñam —opinó Linda-Gail.
—Creía que estabas enamorada de Cas.
—Lo estaba, lo estoy y lo estaré. Pero es como la cazadora, cariño. Mirar no cuesta un céntimo. Supongo que con Brody habéis hecho algo más que mirar. ¿Cómo os va en la cama?
—Si esto sigue así voy a necesitar ese martini.
—Dime solo una cosa. ¿Tiene su culo tan buen aspecto desnudo como con los vaqueros?
—Sí, sí. Puedo decirte que sí.
—Lo sabía. Ya hemos llegado.
Apretó el brazo de Reece y tiró de ella hacia el interior.
Reece no echó mano a la petaca, aunque resultaba tentador, y mientras esperaban a los estilistas estuvo a punto de marcharse media docena de veces.
Pero había aprendido algo.
No se sentía tan mal como la última vez que lo intentó. El corazón no le palpitaba tan alocadamente; las paredes no parecían tan juntas, ni los sonidos tan discordantes. Y cuando su estilista se presentó como Serge, no se deshizo en lágrimas ni salió corriendo hacia la puerta.
Tenía un ligero acento eslavo y una atractiva sonrisa que se convirtió en preocupación cuando la tomó de la mano.
—Cariño, tienes las manos heladas. Te daremos una infusión. ¡Nan! Necesitamos una manzanilla. Ven conmigo.
Reece lo siguió como un perrito.
Serge la acomodó en una butaca y la envolvió en una capa de color verde menta. Le puso las manos en el cabello antes de que el cerebro de Reece volviese a funcionar.
—No estoy segura de…
—¡Tiene una textura magnífica, muy densa! Está muy sano. Te lo cuidas.
—Supongo.
—Pero ¿y el estilo? ¿Y la gracia? Mira tu cara y todo el cabello que la tapa como una cortina. ¿Qué te gustaría hacerte?
—Pues… la verdad, no lo sé. No pensé llegar hasta aquí.
—Háblame de ti. ¿Sin anillos? ¿Soltera?
—Sí, sí.
—Libre, y del Este.
—Boston.
—Ajá —dijo mientras seguía levantándole el pelo, dejándolo caer y observándolo—. ¿Y a qué te dedicas, cariño?
—Cocino. Soy cocinera.
Algo en su interior empezó a ronronear cuando las manos de él le dieron un masaje en el cuero cabelludo y jugaron con su pelo.
—Trabajo con Linda-Gail —añadió—. ¿Estará por aquí cerca?
—No te preocupes por ella. No la vemos por aquí tanto como nos gustaría —dijo con aquella atractiva sonrisa, mirando a Reece en el espejo—. ¿Confías en mí?
—Pues… Oh, Dios, de acuerdo, pero ¿tenéis un Valium para acompañar esa infusión?
Había olvidado aquella satisfacción. Las manos en su cabello, la infusión relajante, las revistas, el rumor de voces femeninas.
Se estaba haciendo reflejos porque Serge así lo quería. Seguramente no podía permitírselos, pero allí estaba. En algún momento del proceso apareció Linda-Gail con el pelo embadurnado en tinte y cubierto de plástico.
—Rojo Zorro —dijo—. Me he decidido. También me haré la manicura. ¿Tú quieres?
—No, no, no puedo más.
Pero en realidad estuvo a punto de dormirse con su ejemplar de Vogue hasta que llegó el momento del lavado. Y del corte.
—Bueno, y ahora háblame del hombre que hay en tu vida. —Serge empezó a cortar—. Debes de tener alguno.
—Creo que sí.
Dios mío, había un hombre en su vida.
—Es escritor —explicó—. La verdad es que estamos empezando.
—Deseo. Emoción. Descubrimiento.
Una sonrisa pasó por su rostro.
—Exacto. Es listo y seguro de sí mismo. Además, le gusta cómo cocino. Él… bueno, disimula una paciencia increíble con comentarios breves y acertados. No me trata como si fuese una mujer frágil, y me han tratado así durante demasiado tiempo. Y como él no lo hace, yo misma he dejado de verme de esa forma, tan frágil. Ah, lo había olvidado. —Serge levantó las tijeras cuando ella se inclinó a coger la carpeta—. ¿Reconoces a esta mujer?
El estilista se metió las tijeras en el bolsillo, cogió el dibujo y lo observó.
—No puedo asegurarlo, pero diría que yo no la he peinado. La habría convencido para que se cortase el pelo; hace que se le vea la cara demasiado alargada. ¿Es amiga tuya?
—En cierto modo. ¿Podría enseñarlo por aquí o dejaros una copia? Alguien podría reconocerla.
—Desde luego. ¡Nan!
La eficiente Nan se acercó enseguida y cogió el dibujo. Reece volvió a centrarse en sí misma el tiempo suficiente para quedarse pasmada.
—Dios mío. Está… está cayendo al suelo un montón de pelo.
—No te preocupes. ¡Mírate! ¡Preciosa!
Serge volvió para admirar a Linda-Gail, ahora pelirroja.
—¡Me encanta! —exclamó dando una vuelta para mostrar el atrevido rojo con su nuevo e insolente corte—. Soy una chica nueva. ¿Qué te parece, Reece? ¿Qué te parece?
—Maravilloso, fabuloso, de verdad. Estás imponente.
El atrevido rojo había convertido a la guapa rubita en una mujer excitante y a la moda.
—Me he lanzado sobre las muestras de maquillaje —explicó mientras se admiraba en el espejo—. Pues sí que estoy imponente. Cuando volvamos, buscaré a Cas y le haré sufrir. Reece, me encantan los reflejos —añadió volviéndose hacia ella—. Son sutiles, pero efectivos. Y me parece que ya veo lo que Serge pretende. Se te ven los ojos más grandes, y te destaca más la cara. Has acertado, Serge. Está muy sexy.
—Desde luego, ahora el pelo enmarca esos preciosos ojos. Te he quitado un montón de peso de los hombros y del cuello. De todos modos, te he dejado unas capas lo bastante largas. Creo que te será fácil arreglártelo en casa.
Reece se quedó mirando la imagen que emergía en el espejo. «Casi reconozco a esa mujer —pensó—. Casi vuelvo a verme».
Cuando los ojos se le llenaron de lágrimas, Serge bajó las tijeras y le lanzó a Linda-Gail una mirada de alarma.
—No le gusta. Estás disgustada. No te gusta.
—No, no, me gusta. De verdad. Es que llevaba mucho tiempo sin ver algo que me gustase al mirarme al espejo.
Linda-Gail también se sorbió las lágrimas.
—Necesitas muestras de maquillaje.
Serge le dio unas palmaditas a Reece en el hombro.
—Conseguirás que me eche a llorar. Al menos deja que te lo seque antes.
Tenía ganas de exhibirse. Había sido un día fantástico, y eso se reflejaba en ella. Es verdad que no debería haber dejado que Linda-Gail la convenciese para que se comprase aquella camisa, aunque fuese del más exquisito tono amarillo. De todos modos, aprovechó la ocasión para darle al dependiente una copia del dibujo, como había hecho en cada una de las tiendas a las que Linda-Gail la arrastró.
Y su amiga tenía razón, la cazadora de piel le quedaba mejor a Reece. Aunque no costaba un riñón, daba lo mismo. Estaba fuera de su alcance.
Un bonito corte de pelo y una bonita camisa nueva eran recompensa suficiente.
Pensaba irse directamente a casa, admirarse, ponerse la camisa nueva y acicalarse. Luego llamaría a Brody por si le apetecía cenar con ella.
Había comprado unas verduras estupendas y unas hermosas vieiras en un mercado de Jackson y azafrán, para acompañar las vieiras con un puré de azafrán y albahaca, aunque tampoco podía permitírselo. Y el brie y las setas para el arroz salvaje.
Mientras Linda-Gail miraba embobada los escaparates de las boutiques, Reece se estremecía de placer en los mercados.
Aún cargada con las bolsas de las compras subió por la escalera del apartamento casi bailando. Abrió la puerta canturreando. Se sentía tan relajada que dejó las bolsas sobre la encimera y luego volvió a la puerta para cerrarla.
—Caramba, Reece, vas a ser de nuevo una chica normal antes de que te des cuenta.
Cuando hubo cerrado la puerta decidió que lo primero que haría era mirarse en el espejo, lo demás podía esperar.
Se dirigió al baño haciendo piruetas por el simple gusto de notar el vaivén del cabello, más corto y ligero.
Pero cuando llegó frente al espejo se puso mortalmente pálida y la conmoción distendió todos los músculos de su cuerpo.
El dibujo estaba pegado con cinta adhesiva, y lo que Reece vio no fue su cara sino el rostro de una mujer muerta. En las paredes, en el suelo y en el pequeño neceser, escrita una y otra vez con rotulador rojo como la sangre, se leía una pregunta:
¿SOY YO?
Temblando, se dejó caer en el umbral y se hizo un ovillo.
«Ya tiene que estar en casa», pensó Brody mientras rodeaba el lago en su coche. ¿Cuánto tiempo necesitaba para cortarse el pelo? No contestaba al teléfono, y al llamarla cuatro veces en la última hora se había sentido ridículo.
Puñeta, la echaba de menos. Y eso resultaba aún más ridículo, porque él nunca echaba de menos a nadie. Además, solo hacía unas horas que se había marchado. Ocho horas y media. Muchos días se pasaba más tiempo sin verla.
Pero entonces sabía que estaba al otro lado del lago, que si él quería podía acercarse a verla.
Aún no se había rebajado a probar su teléfono móvil, no era el típico idiota encoñado que no podía pasar un día separado de una mujer sin marcar su número. Sin oír su voz.
Pasaría por Joanie’s y tal vez se tomase una cerveza. Estaría ojo avizor por si aparecía su coche. Pero como quien no quiere la cosa.
Nadie tenía por qué saberlo.
Vio el coche en su lugar habitual y supuso que estaba de suerte. Subiría y le diría que había tenido que escaparse al pueblo para comprar… ¿qué? Para comprar pan.
¿Tenía pan en casa? No se acordaba. El pan sería su coartada, y se atendría a ella.
Quería verla, olería. Quería ponerle las manos encima. Pero ella no tenía por qué saber que llevaba una hora dando vueltas en su cabaña como un caniche.
Mientras aparcaba se dio cuenta de que aquello era una estupidez. Inventar excusas para verla.
Y precisamente eso hizo que se sintiese como un idiota encoñado.
En su opinión, la mejor forma ele compensarlo sería mostrarse molesto con ella. Así se sentía mejor. Frunció el ceño, subió por la escalera y llamó a la puerta con cierta impaciencia.
—Soy Brody —dijo—. Abre.
Ella tardó tanto en responder que la expresión ceñuda se convirtió en un gesto preocupado.
—Brody, lo siento, estaba acostada. Me duele la cabeza.
Él accionó el picaporte, pero la puerta estaba cerrada con llave.
—Abre —repitió.
—De verdad, se está convirtiendo en migraña. Voy a dormir a ver si se me pasa. Mañana te llamo.
A él no le gustó cómo sonaba su voz.
—Abre la puerta, Reece.
—Vale, vale, vale.
La llave giró y Reece abrió la puerta de golpe.
—¿Es que hablo en chino? —añadió la muchacha—. Me duele la cabeza; no quiero compañía y, desde luego, no me apetece calentar las sábanas.
Estaba pálida como la cera.
—¿No serás una de esas mujeres que se ponen enfermas cuando no les gusta cómo les han cortado el pelo?
—Claro que sí. De todas formas, me han hecho un corte precioso. Ha sido un día muy largo y de mucho estrés. Ahora estoy cansada y quiero que te vayas para poder echarme.
La mirada de él recorrió la habitación y captó las bolsas apoyadas sobre la encimera.
—¿Cuánto hace que has vuelto?
—Vaya, no lo sé. Puede que una hora.
«Dolor de cabeza, y una mierda», pensó él. La conocía lo suficiente para estar seguro de que aunque le hubiesen amputado una pierna habría guardado los comestibles nada más cerrar la puerta de la calle.
—¿Qué ha pasado?
—Dios, ¿quieres largarte? He follado contigo, vale, y ha sido fantástico. Los ángeles cantaron hasta desgañitarse. Muy pronto volveremos a hacerlo. Pero eso no significa que no tenga derecho a un poco de puñetera intimidad.
—Eso es verdad —dijo él en un tono suave que contrastaba con la rabia de ella—. Y te daré toda la intimidad que quieras en cuanto me cuentes qué demonios pasa. ¿Qué demonios te has hecho en las manos? —Le agarró una y por un momento se sintió aterrorizado ante la posibilidad de que las manchas de los dedos y las palmas fueran de sangre—. ¿Qué demonios…? ¿Es tinta?
Ella se echó a llorar en silencio. Brody nunca había visto nada más desgarrador que las lágrimas que le resbalaban por las mejillas sin que de Reece brotara sonido alguno.
—Por el amor de Dios, Reece, ¿qué es?
—No puedo borrarlo. No puedo, y no recuerdo haberlo hecho. No lo recuerdo, y no hay manera de borrarlo.
Se cubrió el rostro con las manos manchadas. No opuso resistencia cuando él la levantó y la llevó hasta la cama para mecerla en sus brazos.