20
No fue difícil entrar en Joanie’s. ¿Qué podía perder? En cualquier caso, la terapia le había enseñado lo importante que era afrontar y resolver los problemas, así como aceptar las responsabilidades.
«La vergüenza es un pequeño precio a cambio de la salud mental», se dijo Reece. Y aceptar la vergüenza tal vez le devolviese el empleo.
No descartaba rebajarse.
Además, su horóscopo diario le aconsejaba hacer frente a las obligaciones. Si lo hacía, comprobaría que no eran tan pesadas como creía.
Eso era buena señal.
Sin embargo, entró por la puerta trasera y diez minutos antes de que abriesen. No tenía sentido exhibir su vergüenza ante los clientes que comían solomillo y huevos si no era imprescindible.
Joanie, calzada con sus prácticos zapatos, mezclaba la masa en un enorme cuenco. El aire olía a café y galletas recién hechas.
—Llegas tarde —le espetó Joanie—. Si no traes un justificante del médico, no creas que no voy a descontártelo.
—Pero…
—No quiero excusas, quiero fiabilidad… y que prepares cebollas, guindillas y tomate para los huevos. Guarda tus cosas y ponte a trabajar.
—De acuerdo.
Más escarmentada que si la hubiese echado con cajas destempladas, Reece se dirigió a toda prisa al despacho para dejar el bolso y la chaqueta. De regreso en la cocina, cogió un delantal.
—Quiero disculparme por lo de ayer —dijo.
—Discúlpate mientras trabajas. No te pago por hablar.
Reece se situó ante la encimera.
—Lamento haberme puesto tan plasta. No tenía derecho a insultarte, aunque añadir hierbas frescas y otros ingredientes básicos mejoraría el menú.
De reojo, Reece vio que Joanie enarcaba las cejas con una sonrisa.
—Vale ya.
—Está bien.
—No te pusiste así por el puñetero eneldo.
—No. Quería lanzarte algo y el eneldo estaba a mano, metafóricamente hablando.
—Una vez tuve que ocuparme de un cadáver.
—¿Cómo has dicho?
—Le alquilé una de mis cabañas a un tío de Atlanta, Georgia. Ya llevaba dos años alquilándosela. Venía dos semanas en verano con su familia. Debe de hacer…, no sé, unos diez años Pero esa vez vino solo. Al parecer, su mujer le había pedido el divorcio. Vamos, empieza con las salchichas. Lynt vendrá a primera hora y le gusta tomar los huevos con salchichas.
Obediente, Reece sacó del frigorífico el bote de salchichas y se puso a freirías.
—Bueno, pues al ver que aquel chico de Georgia no volvía al pueblo a dejar las llaves de la cabaña, tuve que ir yo. De todos modos, en aquella época me encargaba yo misma de limpiar las cabañas. Me llevé los productos de limpieza. El coche seguía allí, así que llamé a la puerta, irritada, porque se suponía que tenía que marcharse a las diez en punto. Ese mismo día a las tres llegaba otro inquilino. No contestó, así que… —Joanie se detuvo para coger su taza de café y tomar un sorbo—. Entre. Esperaba encontrarle en la cama, durmiendo una mona. El tipo que trabajaba entonces en la licorería, Frank, me dijo que el de Georgia compró dos botellas de Wild Turkey la única vez que vino al pueblo. En lugar de eso encontré lo que quedaba de él en el suelo, delante de la chimenea. Supongo que por algo vino desde Georgia hasta Wyoming con una escopeta en el maletero. Quería volarse la cabeza.
—¡Oh, Dios mío!
—Lo hizo bien. Sangre y sesos por todas partes. Salió despedido de la silla donde estaba sentado.
—Es horrible. Verlo debió de ser horrible para ti.
—No fue un paseo por una playa paradisíaca. Cuando los policías hicieron lo que hacen en estos casos, volví. Tenía que limpiar la cabaña, ¿no?
—¿Tú misma?
—Servidora. Froté y froté, y protesté y solté tacos. «Mira lo que ese hijo de puta ha hecho con mi casa. El cabrón ha recorrido miles de kilómetros para volarse su estúpida cabeza en mi casa». Saqué cubos con sangre y Dios sabe qué, y tiré a la basura una alfombra estupenda que me había costado cincuenta dólares. Y la tomé con toda la gente que se ofreció a ayudarme. Cuando mi William vino a intentarlo, recibió una bofetada.
—Entiendo —respondió Reece.
Y lo entendía.
—Estaba loca, ¿no? Tuve que echar pestes, rabiar y abofetear a mi hijo por querer echarme una mano. Porque si no lo hubiese hecho, nunca habría podido soportarlo. —Joanie fue hasta el fregadero, tiró el café, que se había enfriado, y añadió—. Ya no alquilo a forasteros esa cabaña. Solo a gente del pueblo que quiere utilizarla para cazar, pescar o algo así. —Se sirvió más café—. Así que entiendo un poco lo que tenías en las tripas ayer. Es cierto que no sabías eso, pero desde luego que a estas alturas deberías conocerme mejor.
—Joanie…
—Si necesitabas desconectar después de ir a la oficina de Rick, si necesitabas largarte, fue estúpido e insultante por tu parte creer que te pondría pegas.
—Tienes toda la razón. Debería haberme dado cuenta —dijo mirando a Joanie, que sacaba del horno las galletas del desayuno—. La tomé contigo y con Brody porque sois las personas más cercanas a mí. Las dos personas en las que más confío.
—Lo tomaré como un cumplido.
—¿Vino Cas después de que nos encontrásemos en la tienda?
—Sí. ¡Linda-Gail, abre! Pero como no pienso aceptar tus órdenes, recibirás tu cheque el día de cobro, como los demás.
—También la tomé con él y con el señor Drubber.
—Los hombres adultos deberían ser capaces de aguantar el mal genio de una mujer de vez en cuando.
Un bufido de Linda-Gail llevó a Joanie a mirar por encima de su hombro.
—Algunos hombres nunca se convierten en adultos, son niños mimados toda la vida. La única forma de herir los sentimientos de Cas, Reece, es darle una buena patada en las pelotas. Son lo único que le importa.
—Puede que sea un gilipollas, Linda-Gail —dijo Joanie en tono ligero—, pero sigue siendo mi hijo.
Aunque se ruborizó un poco, Linda-Gail se encogió de hombros.
—No puedo evitar verlo de ese modo. Por si estás preocupada, Reece, Cas me dijo que se dio cuenta de que estabas muy trastornada. No te guarda rencor por nada de lo que dijiste.
Se abrió la puerta con un tintineo.
—Hola, doctor Wallace; hola, señor Drubber —saludó Linda-Gail, agarrando la cafetera—. Esta mañana han madrugado mucho.
Reece encorvó los hombros, pero saco los huevos y el beicon, que esperaba preparar enseguida.
—Seguro que Mac tampoco te guarda rencor —dijo Joanie, dándole un par de palmaditas en la espalda que la tomaron por sorpresa—. Si más tarde quieres aprovechar tu descanso, puedes ir a mi despacho y llamar al proveedor. Te daré un presupuesto de cincuenta dólares, ni un centavo más, para encargar esas puñeteras hierbas y otras cosas por las que siempre gimoteas.
—Con cincuenta puedo hacer mucho.
«Para empezar», pensó Reece, y en su fuero interno cantó victoria.
—Eso espero —dijo Joanie entre dientes.
En la mesa, el doctor empezó a trocear la pila de tortitas. No era su día de tortitas, pero le fue difícil negárselas cuando Mac le pidió que se reunieran a la hora del desayuno. Y tomar una segunda taza de café auténtico en lugar de pasarse al descafeinado no era, en conjunto, tan grave.
—Vamos, Mac, sabe que no puedo hablar del historial médico de Reece. Es confidencial.
—No le pido que lo haga. Solo le pregunto qué opina. Le digo que esa chica tiene problemas. Usted no la vio ayer —dijo Mac, haciendo un gesto con el tenedor antes de atacar sus huevos rancheros—. Yo sí.
—Ya he oído bastante sobre eso.
—No sabía si seguiría aquí. —Mac ladeó la cabeza para ver la cocina—. En realidad, supuse que se habría marchado hace mucho.
—Supongo que tiene más motivos para quedarse que para irse.
—No lo sé, doctor —respondió Mac; la inquietud hacía más profundas las arrugas de su frente y tensaba su voz—. Tal como se movía por mi tienda… Furiosa, desde luego, pero no tenía buena cara. Como le dije, me quedé tan preocupado que al cerrar la tienda fui a ver cómo estaba. Y su casa estaba cerrada a cal y canto; su coche había desaparecido. Supuse que se había largado. —Mac siguió comiendo y enseguida añadió—. Quería hablar con usted de eso. Cuando la he visto en la cocina no sabía qué pensar. Creo que me he sentido un tanto aliviado. No me gustaba pensar que iba conduciendo por ahí, con lo nerviosa que estaba…
—Las personas se ponen nerviosas, Mac —dijo el doctor, tratando de disipar con un gesto de la mano el obstinado ceño de Mac—. Unas más que otras. Es evidente que ayer pasó un mal rato.
—Eso es otro asunto.
Mac echó un vistazo para asegurarse de que Linda-Gail no volvía para servirles más café. Aunque la máquina de discos estaba en silencio —nada de música hasta las diez era una norma inflexible de Joanie—, el rumor de las conversaciones y el ruido de los platos bastaban para cubrir su voz.
—Para empezar, me parece que Rick no debería haberle pedido que fuese sola a mirar esas fotos. Puñeta, doctor, pocas mujeres hubiesen podido aguantar una cosa así, y mucho menos Reece, con lo que ha vivido. Debería haberle avisado.
—Bueno, Mac, no sé por qué Rick iba a pensar en llamarme. Soy médico de familia, no psiquiatra.
—Debería haberle avisado —insistió Mac, apretando los dientes—. Y en segundo lugar, por lo que dijo en mi tienda, la mujer de la foto no era la que ella vio. Ahora bien, doctor, por fuerza tiene que serlo, ¿no? Esto no es Nueva York o algo así. Por aquí no asesinan a gente todos los días.
—No sé dónde quiere ir a parar.
—Me pregunto si, dadas las circunstancias, ella no quiere que sea la misma mujer. Puede que se esté aferrando demasiado a eso.
El doctor sonrió apenas.
—¿Quién está jugando ahora a los psiquiatras?
—Trabajar detrás de un mostrador durante un par de décadas es como ser psiquiatra. No todo el mundo creyó a esa chica cuando dijo haber visto que atacaban a una mujer —añadió Mac con otro movimiento del tenedor—. Yo sí, la creí. Igual que creo que esa pobre mujer es la que apareció muerta en el pantano. Reece no puede aceptarlo, eso es lo que pienso.
—Podría ser.
—Bueno, usted es el doctor. Ayúdela.
—No se me pongan tan serios y reservados. —Linda-Gail vertió un poco más de café en las tazas—. Aquí sentados, con las cabezas juntas…
—Cosas de hombres —dijo el doctor con un guiño.
—¿Mujeres, deportes o caballos?
El doctor se limitó a sonreír y pinchó una tortita.
—¿Cómo se encuentra Reece esta mañana? —le preguntó Mac a Linda-Gail.
—Yo diría que mejor que ayer —contestó ella, mirando por encima del hombro—. ¿Saben si el sheriff conoce ya la identidad de esa mujer?
—Hoy todavía no he oído nada, pero es pronto —dijo el doctor—. Es terrible —añadió.
—Da miedo pensar que un asesino de mujeres puede estar por aquí. Moose Ponds queda bastante lejos, pero de todos modos…
—¿Mujeres? —repitió Mac, frunciendo el ceño.
—Si la de la foto no es la que vio Reece, entonces son dos mujeres distintas. Y vale, es verdad que Moose Ponds está más allá del lago Jenny, pero cabe la posibilidad de que la misma persona cometiese los dos crímenes. Como un asesino en serie o algo así.
—¡Oh, vamos, Linda-Gail! —Mac sacudió la cabeza—. Ves demasiada tele.
—No habría tantos programas sobre asesinatos si la gente no fuese por ahí matando, ¿verdad? Además —dijo en un tono de voz más bajo—, si Reece no hubiese estado en el sendero justo en el momento en que pasó, nadie sabría nada de esa mujer. Podría ser que ese asesino hubiese matado ya antes. Les aseguro que no me alejaré mucho de casa hasta que le echen el guante.
—Puñeta, ese es otro problema. —Mac se rascó la cabeza mientras Linda-Gail se alejaba—. Antes de que nos demos cuenta, la gente del pueblo se mirarán unos a otros bizqueando y preguntándose si hay un asesino en serie entre nosotros. O algún maldito reportero escribirá algo en ese sentido, los turistas evitarán venir aquí y perderemos la temporada de verano. Algún broncas tomará unas cuantas copas de más en Clancy’s, sacará el tema y liará una buena.
Doc frunció el ceño, pensativo.
—En eso al menos puede que des en el clavo.
Como aún faltaba una hora para abrir la consulta, el doctor fue hasta la oficina del sheriff antes de volver a casa. Denny le dedicó una sonrisa alegre.
—¿Cómo está, doctor?
—No puedo quejarme. ¿Y tu madre? ¿Le ha dado más problemas el tobillo?
—No. Ya camina bien.
—Dile de mi parte que no se ponga a bailar todavía. Fue una mala torcedura. ¿Está por ahí el jefe?
—Aún no ha llegado. Si no ocurre nada, vendrá a las diez. Últimamente ha hecho muchas horas extra. Supongo que se ha enterado de lo del cadáver que encontraron.
—Pues sí. ¿Se sabe quién es?
—Esta mañana aún no ha llegado nada. Desde luego, es horrible. El hijo de puta debió de mantenerla viva durante un par de semanas. Sabe Dios qué le hizo durante ese tiempo.
—Eso suponiendo que sea la misma que vio Reece.
—Bueno, claro —dijo Donny, perplejo—. ¿Qué otra mujer podría ser? El sheriff cree que lo es.
—¿Te importa que eche un vistazo a las fotos?
—No sé, doctor. El sheriff…
—En mis tiempos vi muchos cadáveres, Denny. Podría ser que la reconociese. Tal vez la atendí en alguna ocasión. Además, fui yo quien hizo el dibujo que Rick está utilizando para determinar si es la misma.
—Sí, supongo —dijo—. Hola, Hank —añadió al verlo entrar.
—¿Se cuece por aquí algo que no sea café malo? Hola, doctor.
—Hola, Hank. ¿Cómo van las rodillas?
—Bueno, tirando.
—Irían mejor si perdieses doce kilos. Algo que no vas a conseguir si te comes las rosquillas que llevas en esa bolsa.
—En un trabajo como este, un hombre no puede perder energías.
—Un subidón de azúcar no es energía.
El doctor se ajustó las gafas al ver que Denny salía del despacho de Rick con el expediente.
Al abrirlo, el doctor apretó los labios en una combinación de interés y compasión.
—Al parecer, el hombre y la naturaleza fueron poco amables con esta muchacha.
—Le dieron una buena paliza y la violaron —dijo con gesto serio—. El sheriff no le mostró a Reece todas las fotos. No quería perturbarla más de lo necesario. ¿Ve esto? ¿Ve las muñecas y los tobillos magullados y en carne viva? La ataron.
—Sí, ya lo veo.
—Se la llevaron lejos del río, en una furgoneta, autocaravana o algo así. Quien lo hizo la mantuvo atada e hizo con ella lo que quiso hasta que se hartó. Luego la dejó en el pantano. ¿La reconoce, doctor?
—Pues no, Lo siento, Denny, quisiera ser de mayor utilidad. Más vale que me vaya a atender a mis pacientes. Hank, no te pases con las rosquillas.
—¡Ay… doctor!
De camino a su casa, reflexionó sobre su conversación con Mac, sobre las fotografías que había observado. Pensó en el pueblo y en el tiempo que llevaba siendo suyo. En que le gustaba pensar que mantenía el dedo sobre su pulso y el oído sintonizado con su latido.
Entró por la puerta de la calle, que no había cerrado con llave en dos décadas. En lugar de dirigirse a su consulta, fue hasta el teléfono de la sala de estar. «Willow se ocupará de los pacientes madrugadores o de los que pasen sin cita previa», pensó.
Hizo su llamada y luego se metió en la boca un caramelo para eliminar de su aliento el olor a café antes de atender al primer paciente del día.
Un poco después de las doce, Brody iba y venía por la sala de estar de la casa del doctor. El doctor le había dicho que fuera allí a mediodía y se instalara como si estuviese en su casa. «Interrumpiéndome en plena jornada —pensó Brody—, cuando el libro no solo avanzaba sino que se embalaba».
Si hubiese querido descansar en mitad de la jornada —algo que desde luego no quería—, habría preferido disfrutar de ese tiempo en Joanie’s. Almorzar, ver a Reece…
Al menos supuso que habría visto a Reece. No le había llamado para decirle que seguía sin trabajo, y su coche estaba aparcado en el lugar habitual. De todos modos, le habría gustado comprobarlo por sí mismo.
No es que cuidase de ella, se aseguró. Solo era una comprobación, nada más.
Si el doctor no se hubiese mostrado tan misterioso por teléfono, Brody no habría sentido tanta curiosidad y seguiría ante el teclado.
Su protagonista femenina estaba empujándole a través de la historia. Casi arrastrándole, obligándole a seguir… por el amor de Dios. Y pensar que la había concebido como una víctima. Un par de escenas, una muerte terrible y adiós.
Pero ella no se había quedado de brazos cruzados.
Tenía ganas de volver con Maddy. Sin embargo, ya que estaba al otro lado del lago, regresaría con ella después de pararse a comer un bocado y ver a Reece. Seguramente debía sugerirle que se quedase también esa noche en su casa.
Se corrigió. Probablemente no debía hacerlo. Mejor que volviese a su apartamento antes de que las cosas se complicasen y estuviese viviendo con él de manera no oficial.
Había tenido cuidado en evitar ese trampolín hacia el compromiso de por vida con otras mujeres. No iba a tropezar con él ahora.
Se acercó a la ventana y se alejó de ella. Se acercó a una librería y leyó los títulos. Como siempre, sintió una pequeña sacudida al ver uno de sus libros, su nombre grabado en el lomo.
Después de pasar un dedo por el lomo, paseó un poco más.
Las fotografías diseminadas por la sala llamaron su atención. Distraído, cogió una en la que aparecían el doctor y la mujer que, desde el punto de vista de Brody, fue su esposa durante siglos. Una instantánea en el campo, equipo de acampada, el doctor sujetando en alto un hilo de pescar mientras la esposa sonreía.
Brody pensó que hacían buena pareja. Parecían felices. Aunque, si sus cálculos no fallaban, llevaban casados un par de décadas cuando se tomó la foto.
Cogió otra, una foto familiar. Toda la prole. Luego el doctor y su esposa, jóvenes, con un bebé en los brazos. Varias fotos de graduación, fotos de bodas, fotos con nietos.
«La vida y las etapas de un hombre y su familia», pensó Brody.
¿Cómo sería eso?
Sin dejar de moverse, Brody reflexionó que no tenía nada en contra el matrimonio. A algunas personas les iba bien. Era evidente que al doctor Wallace le había ido bien. A los padres de Brody les seguía yendo bien.
Pero era tan… absoluto. Durante el resto de tu vida, esto es lo que hay. Esta persona y nadie más, salvo que quieras pasar por el infernal combate del divorcio.
¿Y si cambiabas de opinión o las cosas salían mal? Cosa que sucedía en la mitad de los casos.
Aunque no cambiases de opinión ni las cosas saliesen mal, estaba toda aquella necesidad de adaptarse, de dejarle espacio al otro, de transigir. Se acabó lo de hacer lo que quieras y cuando quieres.
¿Y si quería regresar a Chicago, por ejemplo? ¿O, puñetas, irse a Madagascar? No es que quisiera hacerlo, pero ¿y si fuese así? Uno no podía marcharse por capricho cuando estaba casado.
Dejabas de ser solo un hombre y pasabas a formar parte de una pareja. Luego tal vez eras padre, y de pronto, ¡zas!, tenías familia. Y no había vuelta atrás. No se podía suprimir parte de la historia y seguir en una dirección distinta.
De todos modos, probablemente no estaba enamorado de ella, ni ella de él. Solo era… implicación. La implicación era diferente, y sus niveles e intensidad subían y bajaban.
Se volvió cuando entró el doctor.
—Lo siento, todavía tenía que atender a un par de pacientes. Te agradezco que hayas venido, Brody.
—¿Por qué querías verme?
—Ven a la cocina. Prepararé algo para comer mientras hablamos. Nada que ver con lo que comes últimamente —añadió mientras echaban a andar—, pero bastará para matar el gusanillo.
—No soy exigente.
—Me he enterado de lo que pasó ayer con Reece.
—¿Has hablado con ella?
—Hoy no.
El doctor sacó un poco de pavo, uno de los tomates de invernadero que Reece menospreció, media lechuga iceberg y un frasco de pepinillos en vinagre.
—He hablado con Mac. Está preocupado por ella —añadió mientras sacaba de la panera un trozo de pan integral—. Me preguntaba si tú también lo estás.
—¿Por qué?
—Trato de tener una visión global. No puedo decirte nada de lo que ella me contó como paciente. Tal vez pienses que tú tampoco puedes decirme nada que te haya comentado como… amiga. Pero, por si piensas de otro modo, quería preguntarte si te ha contado algo que te parezca preocupante.
—¿Te contó que al volver a su apartamento una noche encontró toda su ropa metida en el petate? —Brody asintió cuando el doctor dejó de cortar el tomate en rodajas para mirarle—. No recuerda haberlo hecho, y no creo que lo hiciera.
—¿Quién más pudo hacerlo?
—La misma persona que escribió por todo su cuarto de baño con un rotulador rojo, vació los frascos de sus píldoras y cambió de sitio sus cosas. Y otras trastadas parecidas.
Doc dejó el cuchillo.
—Brody, si Reece tiene lapsus de memoria y otros trastornos, necesita tratamiento.
—Yo no lo creo. Creo que alguien está jugando con ella.
—Y si no pone fin a sus alucinaciones solo conseguirá agravarlas.
—No son alucinaciones, todo eso ha ocurrido. ¿Por qué solo tiene estos lapsus de memoria y otros trastornos cuando está sola?
—No estoy cualificado para…
—¿Por qué empezaron después de que viese cómo acecinaban a una mujer y no antes?
El doctor expulsó aire por la nariz y luego siguió preparando los bocadillos.
—No podemos estar seguros de que no sufrió otros trastornos antes de eso. Pero si empezaron en ese momento, podría haber un par de razones. Una, que lo que vio desencadenase los síntomas.
Doc puso los bocadillos en los platos y añadió dos pepinillos y un puñadito de patatas fritas en cada uno. Luego sirvió dos vasos de leche.
—He pasado mucho tiempo con ella. No he visto ningún síntoma. No como los que tú dices.
—Pero has visto algo.
—No me gusta que me pongas en esta situación.
—A mí no me gusta la situación en la que puede estar ella —contraatacó el doctor.
—Vale, esto es lo que he visto. He visto a una mujer luchando por regresar del abismo. Que tiembla mientras duerme casi todas las noches, pero que todas las mañanas se levanta y hace lo que haya que hacer. Veo a una superviviente que se abre paso a base de temple, ánimo y sentido del humor, que está tratando de reconstruir una vida que otros destrozaron.
—Siéntate a comer —sugirió el doctor—. ¿Sabe Reece que estás enamorado de ella?
A Brody le dio un vuelco el corazón, pero se sentó. Cogió el bocadillo y lo mordió.
—No he dicho que estuviese enamorado de ella.
—Subtexto, Brody. Siendo escritor, ya sabes lo que es el subtexto.
—Me preocupo por ella y por lo que le pase —dijo poniéndose a la defensiva, con una voz en la que se percibía algo de miedo—. Vamos a dejarlo ahí.
—De acuerdo. Si te he interpretado bien, piensas, o al menos consideras, que esas cosas que le ocurren a Reece las está haciendo alguien que quiere perjudicarla —dijo el doctor frunciendo el ceño, mientras cogía su vaso de leche—. El único individuo que, por lo que sabemos, podría tener motivos para perjudicarla sería el hombre que ella afirma haber visto estrangular a una mujer.
—Lo vio.
—Estoy de acuerdo, pero aún no se ha demostrado —respondió el doctor antes de beber, sin dejar de fruncir el ceño—. Pero si lo vio, y tienes razón… ¿Le has contado todo esto al sheriff?
—Rick solo llegaría a la conclusión de que está chiflada. Cualquier credibilidad que pueda tener sobre lo que presenció se esfumaría.
—Si no cuenta con todos los hechos, no puede hacer su trabajo.
—Por el momento, yo me ocuparé de ella. Mientras, él puede concentrarse en averiguar quién es la mujer que encontraron en Moose Ponds y a quién mataron a orillas del río Snake. Lo que acabo de contarte es confidencial.
—Está bien, está bien —dijo Wallace levantando una mano para tranquilizarlo—. No vayas a tener un corte la digestión. He ido a la oficina del sheriff y le he pedido a Denny que me mostrase las fotos.
—¿Y?
—Solo puedo basarme en la descripción que me dio Reece y en el dibujo que aprobó. No estoy seguro de nada. ¿Podría ser la mujer que ella vio? Sí.
—¿Y el tiempo transcurrido? Hace semanas que Reece presenció aquello.
—Ese me parece un punto inquietante, e imagino que también lo es para la policía. Tenía marcas de ataduras en las muñecas y los tobillos. Podría haber estado retenida todo este tiempo. Pero eso no explica, y eso es muy extraño, por qué no se ha encontrado ningún indicio de que aquellas personas hubieran estado allí, donde Reece las vio. ¿Por qué ese hombre aferró el cuello de la mujer con tanta violencia que Reece creyó que estaba muerta, luego se la llevó y borró su rastro de forma que Rick, un hombre experto en huellas, no encontrase nada?
—Porque él la vio.
—¿La vio?
—Puede que no lo suficiente para reconocerla, pero vio a alguien en la cresta. O vio las cosas que ella dejó allí arriba cuando bajó corriendo y se encontró conmigo. Supo que alguien había visto lo que había hecho.
—¿Eso es posible? —preguntó el doctor—. ¿Desde esa distancia?
—Reece llevaba prismáticos. ¿Quién puede asegurar que él no? Después de matar a la mujer, pudo recorrer la zona con los prismáticos. Solo es otra forma de borrar las huellas, ¿no?
—Eso es mucho suponer, Brody.
—Supón esto. Tanto si la mujer de la foto y la que Reece vio eran la misma persona como si no, el hombre que Reece vio supo que alguien había presenciado la escena. De lo contrario, ¿qué razón tenía para borrar las huellas? Debía llevarse el cadáver, claro. No podía dejarlo ahí, donde lo viera cualquier excursionista o alguien que fuera en barca. Debía llevárselo, esperar a que anocheciera, enterrarlo o deshacerse de él por otros medios. Pero ¿cubrir todas las huellas? No, salvo que supiese que le habían visto.
—Sí, por supuesto —reconoció el doctor—. Y si supiese que le habían visto, solo tendría que esperar unos días y estar alerta para averiguar quién.
—Y desde entonces alguien está jugando con ella, tratando de hacerle creer que ha vuelto a perder la cabeza. No voy a permitir que se salga con la suya.
—Me gustaría hablar con ella un poco más. Esta mañana le he dicho a Mac que no soy psiquiatra, pero tengo cierta formación, cierta experiencia.
—Eso depende de ella.
El doctor Asintió.
—Gran parte de esto depende de ella. Es mucho peso para alguien con sus antecedentes. ¿Confía en usted?
—Sí.
—Es mucho peso también para ti. Dile que hemos hablado —decidió el doctor al cabo de un momento—. No defraudes su confianza. Pero me gustaría que me mantuvieses al tanto. ¿Cómo está el bocadillo?
—Bastante bueno. Pero está claro que no eres un genio en la cocina.
Volvió al río. No había ninguna señal de lo que había pasado allí, de eso estaba seguro. Había sido meticuloso. Era un hombre meticuloso.
Jamás debería haber ocurrido, desde luego. Jamás habría ocurrido si hubiese tenido una alternativa. Todo lo que había hecho desde entonces fue porque ella no le había dejado alternativa.
Aún podía oír su voz si se lo permitía. Gritándole, amenazándole.
Amenazándole, como si tuviese ese derecho.
Fue ella quien se cavó su propia tumba. Él lo sabía y no se sentía culpable. Otros no lo entenderían, así que hizo lo imprescindible para protegerse.
Nada de eso habría sido necesario de no haber sido por el capricho del tiempo y el lugar.
¿Cómo iba a imaginar que podía haber alguien en el sendero y que miraría en esa dirección en ese momento, con prismáticos? Ni siquiera un hombre meticuloso podía prever todos los antojos del destino.
Reece Gilmore.
También ella parecía fácil de manejar; muy fácil de desacreditar, incluso ante sí misma. Pero no se daba por vencida, no se venía abajo.
De todos modos, había una forma de arreglarlo todo. Siempre había una forma de solucionar las cosas. Había demasiado en juego para permitir que una usuaria de habitaciones acolchadas le estropease las cosas. Si tenía que aumentar la presión, la alimentaría.
«Mira este lugar», pensó contemplando el río, las colinas y los árboles. Todo tan perfecto, puro y privado. Era su lugar, todo lo que él quería. Cuanto poseía estaba ligado a aquel paisaje, arraigado en su alma, alimentado por sus aguas, protegido por sus montañas.
Haría lo necesario para proteger y preservar lo que tenía.
Era Reece Gilmore quien tendría que irse.
De una forma o de otra.