28

Marlie Matthews vivía en la planta baja de un edificio de madera situado junto a la autopista 89 y formado por dos pisos de apartamentos amueblados. Habían intentado darle un poco de estilo con paredes de imitación de estuco que formaban un pequeño patio de cemento y una puerta de hierro forjado. En el interior había unas cuantas sillas de rejilla deslucidas y un par de mesas metálicas que conservaban el destello blanco de la pintura fresca. Se veía limpio y, a pesar de los baches del invierno del pequeño aparcamiento, bastante cuidado.

En el patio, un niño pelirrojo de unos cuatro años dibujaba círculos amplios y decididos a bordo de un triciclo rojo. De una ventana abierta del segundo piso salía el furioso llanto de un bebé.

Tan pronto como entraron en el patio, salió una mujer por las puertas correderas de vidrio de uno de los pisos inferiores.

—¿Puedo ayudarles?

Era bajita y delgada. Tenía una corta y lustrosa mata de pelo moreno con abundantes mechas de color bronce. Sostenía una fregona en la mano y les miraba como si estuviese dispuesta a pegarles con ella si no le gustaba su respuesta.

—Eso espero —contestó Reece exhibiendo una sonrisa franca y afable; sabía lo que era desconfiar de los extraños—. Estamos buscando a Marlie Matthews.

La mujer señaló al niño. Solo tuvo que doblar el dedo para que este se acercase con su triciclo.

—¿Para qué?

—Puede que conozca a una persona que buscamos. Me ha llamado Serge, de la peluquería Hair Corral. Soy Reece Gilmore. Este es Brody.

Al parecer, la mención de su nuevo jefe fue contraseña suficiente.

—Oh, bueno, yo soy Marlie.

En el piso de arriba el bebé dejó de llorar y alguien empezó a canturrear en español.

—Mi vecina acaba de tener un bebé —añadió Marlie cuando Reece levantó la vista de forma automática—. Supongo que pueden entrar un momento. Rory, quédate donde yo pueda verte.

—Mamá, ¿puedo beber un zumo? ¿Puedo?

—Claro, ve a buscarlo. Pero si vuelves a salir, quédate donde pueda verte.

El niño entró corriendo y los adultos le siguieron. Fue directamente al frigorífico de la cocina, separado de la sala de estar por una barra.

—¿Quieren algo? —preguntó Marlie—. ¿Tal vez un refresco?

—No, gracias, nada.

La casa estaba muy limpia y olía al producto de limpieza con aroma a limón del cubo de fregar de Marlie. Aunque solo había un sofá de dos plazas y un sillón, había tratado de hacer la estancia acogedora con un jarrón rojo de cristal lleno de margaritas amarillas de tela sobre la barra y una planta sobre una mesa situada de forma que recibiese algo de luz a través de las puertas correderas.

En un rincón de la sala de estar, habilitado como zona de juegos, había una mesita blanca y una silla roja. De la pared colgaba un tablero de corcho cubierto de dibujos infantiles; en el suelo, un cubo de plástico transparente contenía juguetes.

Más interesado en los extraños que en su triciclo, Rory se acercó a Brody con el zumo en la mano.

—Tengo un coche de carreras y un camión de bomberos —anunció.

—¿De verdad? ¿Cuál corre más?

Con una sonrisa, Rory fue a buscarlos.

—Pasen y siéntense —les dijo Marlie.

—¿Le importa si me siento aquí?

Brody se aproximó a la caja de juguetes y se sentó en el suelo con el niño. Juntos, en masculina armonía, examinaron el contenido.

—Hace unas semanas dejé un dibujo en la peluquería —empezó Reece, mientras Marlie vigilaba a su hijo—. Serge me ha dicho que a usted le pareció reconocerla.

—Es posible. No estoy completamente segura. Pero cuando vi el dibujo encima del mostrador, pensé, y creo que dije: «¿Qué hace aquí un dibujo de Deena?».

—¿Deena?

—Deena Black.

—¿Una amiga suya? —Brody lo dijo sin darle importancia mientras arrastraba el camión de bomberos por el suelo con el coche de carreras de Rory.

—No exactamente. Vivía arriba, donde vive ahora Lupe, la del bebé.

—¿Vivía? —repitió Brody.

—Sí, se marchó; debe de hacer un mes.

—¿Se mudó? —preguntó Reece.

—Más o menos —contestó Marlie. Convencida por fin de que Brody no iba a echar a correr con Rory bajo el brazo, se sentó en el borde del sofá—. Dejó algunas cosas. Se llevó la ropa y demás, pero dejó algunos cacharros de cocina, revistas y cosas así. Dijo que no los quería, y de todos modos eran trastos.

—¿Le dijo eso?

—¿A mí? No. —Marlie apretó los labios—. Para entonces podría decirse que no nos hablábamos. Pero dejó una nota para el casero. Vive en la puerta de al lado. Dijo que se iba a un sitio mejor. Siempre decía que lo haría. Así que cogió su ropa, se subió a su moto y se largó.

—¿Moto? —repitió Brody.

—Tenía una Harley. Supongo que le funcionaba, porque se traía a casa a un montón de motoristas cuando vivía aquí —dijo, y echó un vistazo a Rory para asegurarse de que no estaba atento—. Trabajaba en un topless —añadió en voz baja—, un sitio llamado Rendezvous. Deena me decía, cuando aún nos hablábamos, que ganaría más dinero allí que en Smiling Jack’s Grill, que es donde trabajo de camarera. Pero yo no quería trabajar en ese tipo de sitio; teniendo a Rory, no puedo estar fuera hasta sabe Dios qué horas sirviendo cerveza medio desnuda.

—¿Vivía sola? —preguntó Reece.

—Sí, pero se traía compañía a casa muy a menudo. Lo siento si es amiga suya, pero así eran las cosas. Tenía compañía, ya saben a qué me refiero, casi todas las noches… hasta hace unos seis u ocho meses.

—¿Qué cambió?

—Creo que hubo un hombre, uno en concreto. Les oía arriba una vez por semana más o menos. Luego ella desaparecía durante un día, a veces dos. Me dijo que había pescado un buen pez; Deena habla así. Me dijo que le compraba cosas. Una cazadora de cuero, un collar, ropa interior… Luego, no sé, creo que tuvieron una pelea.

—¿Por qué piensa eso?

—Bueno, una mañana temprano llegó vociferando. Yo estaba metiendo a Rory en el coche para llevarlo al parvulario. Deena echaba humo. No paraba de decir palabrotas. Le dije que se callara, que mi hijo estaba en el coche. Ella dijo que de mayor sería un cabrón como todos los demás. ¿No le parece el colmo? —preguntó Marlie, aún ofendida—. ¡Decir eso sobre mi hijo y en mi propia cara!

—Desde luego. Debía de estar furiosa por algo.

—Me da igual lo que le pasara; no tenía motivos para hablar así de mi Rory. Me sacó de quicio. Nos peleamos ahí fuera, en el aparcamiento, pero yo me eché atrás. Por mi hijo y porque me habían dicho que una vez, en el bar, le pegó a un tipo en la cara con una botella de cerveza. No quiero líos con gente como esa.

—La entiendo.

Reece recordó cómo Deena abofeteaba a su asesino, cómo se arrojaba sobre él.

—Ella siguió —continuó Marlie—. Se puso chula. Dijo que nadie se reía de ella, que nadie le tomaba el pelo. Y que él, supongo que se refería al tipo con el que se veía, iba a pagarlo muy caro. Cuando acabase con él, se iría a un sitio mejor. —Se encogió de hombros y concluyó—: Más o menos, así fueron las cosas. Se marchó y yo subí al coche, muy alterada.

—¿Fue la última vez que la vio? —preguntó Brody.

—No. Me parece que la vi por aquí un par de veces más. Si he de ser sincera, la evitaba. Oí su moto unas cuantas veces.

—¿Recuerda la última vez que la oyó? —le preguntó Reece.

—Desde luego, porque la última vez fue en plena noche. Me despertó. Debió de ser al día siguiente cuando el casero me dijo que Deena se había marchado. Por lo visto dejó las llaves en un sobre y se largó. El casero dijo que guardaría el resto de sus cosas durante un tiempo —explicó, encogiéndose de hombros otra vez—. No sé si lo hizo. No es asunto mío. Me alegro de que se fuera. Lupe y su marido son mejores vecinos, con diferencia. Serge me ha dicho que puedo trabajar en la peluquería cuando Rory esté en el parvulario, pero Lupe vigila a Rory por las noches, cuando trabajo en el restaurante. Nunca habría dejado a mi hijo al cuidado de Deena.

De pronto Marlie frunció el ceño.

—¿Son policías o algo así? ¿Tiene problemas?

—No somos policías —respondió Reece echándole un vistazo a Brody—, pero creo que puede haber tenido problemas. ¿Sabe si el casero está aquí?

—Suele estar en su casa.

Estaba. Jacob Mecklanburg era un hombre de unos setenta años, alto, delgado y con un atildado bigote blanco. Su apartamento, idéntico al de Marlie, estaba atestado de libros.

—Deena Black. Daba mucho trabajo —comentó sacudiendo la cabeza—. Siempre se estaba quejando. Pagaba el alquiler a tiempo, o casi. No era una mujer feliz, sino de esas que echan la culpa a todo el mundo de que su vida no sea como ellas se la imaginaban.

Reece sacó de su bolso una copia del dibujo.

—¿Es Deena?

Mecklanburg se cambió las gafas por las que llevaba en el bolsillo y observó el dibujo.

—Se parece mucho. Diría que es ella, o una pariente cercana. ¿Por qué la buscan?

—Ha desaparecido —aclaró Brody antes de que Reece pudiese hablar—. ¿Aún tiene la nota que le dejó?

Mecklanburg reflexionó un momento observando la cara de Brody y luego la de Reece.

—Me gusta guardarlo todo en una carpeta. No quisiera que volviese diciendo que he alquilado el piso sin avisarle. No veo nada malo en que la vean.

Fue hasta el final de una de las estanterías, tiró de un taburete con ruedas y se sentó a examinar un fichero lateral.

—Bonita colección —dijo Brody con tranquilidad—. Me refiero a los libros.

—Puedo imaginarme viviendo sin comida, pero no sin libros. Di clases de Lengua en un instituto durante treinta y cinco años. Cuando me jubilé, me busqué un empleo que me dejase mucho tiempo para leer, pero no tanto para convertirme en un ermitaño. Esto me ofrece ese equilibrio. Tengo buena mano para las pequeñas reparaciones y, cuando has tratado con adolescentes durante varias décadas, manejar a los inquilinos no supone ningún esfuerzo. Deena fue una de las más difíciles. No le gustaba estar aquí.

—¿Aquí?

—En un apartamento pequeño y barato, lejos de la acción. Y aunque pagaba el alquiler, no quería hacerlo. En varias ocasiones me ofreció un menú bastante amplio de favores sexuales en lugar del alquiler —dijo sonriendo mientras sacaba una carpeta—. Digamos que no era mi tipo.

Cogió la primera hoja que había en la carpeta y se la entregó a Brody.

Os podéis ir a hacer puñetas todos vosotros y este tugurio. Me voy a un sitio mejor. Guarda los trastos de arriba o quémalos. No me importa una mierda.

DB

—Conciso —comentó Brody—. Esto está escrito con ordenador. ¿Tenía uno?

Mecklanburg frunció el ceño.

—Ahora que lo menciona, no lo creo. Pero en la ciudad hay unos cuantos cibercafés.

—Me parece extraño —intervino Reece— que se tomase la molestia de escribir una nota para mandarles a hacer puñetas. ¿Por qué no se fue sin más?

—Bueno, le gustaba protestar y alardear.

—En los últimos meses se veía con alguien.

—Eso creo. Pero dejó de… recibir aquí antes de fin de año.

—¿Alguna vez vio al hombre con el que salía?

—Sí. Una vez. La mayoría de sus amigos no se molestaban en ser discretos. Abajo tenemos una pequeña lavandería. Uno de los inquilinos me había dicho que la lavadora funcionaba mal. Bajé a echar un vistazo, a ver si podía hacer alguna chapuza o tenía que llamar un mecánico. Subí justo cuando él, su amigo, se marchaba. Era un lunes por la tarde. Lo sé porque en esa época todos los inquilinos trabajaban los lunes.

—Un lunes —apuntó Reece—. Alrededor de fin de año.

—Sí, justo después de año nuevo, me parece. Recuerdo que habían caído varios centímetros de nieve por la noche, y tuve que salir temprano a quitarla con la pala. Por lo general hago todo el mantenimiento necesario por la mañana o entre las cuatro y las seis, salvo emergencias. Me gusta leer durante el almuerzo y luego echar una siesta. Pero esa mañana me había olvidado de la lavadora y tenía que solucionar el problema. —Pasándose un dedo por el bigote, Mecklanburg hizo una pausa para reflexionar, luego añadió—: Tengo que decir que se sorprendió al verme, o de que yo lo viese. Se volvió y aceleró el paso. No había aparcado en el aparcamiento. Como sentí curiosidad, volví deprisa a mi apartamento y miré por la ventana. Lo vi alejarse del aparcamiento.

—Puede que viviese en la ciudad —propuso Reece.

—O que hubiese aparcado en otra parte. Lo que sé es que desde ese momento Deena salió a reunirse con él, si es que era él con quien se encontraba. Por lo que yo sé, nunca volvió por aquí.

—Yo diría que no quería ser visto.

—Eso parece —convino Brody—. Lo que significa que estaba casado o en una situación delicada.

—¿Cómo un político o un sacerdote?

—Por ejemplo.

Al llegar al coche de Brody, Reece se volvió a observar otra vez el edificio.

—No es un tugurio. Es sencillo, pero está limpio y cuidado. Sin embargo, no era lo bastante bueno para Deena Black. Ella quería más. Más grande, más brillante, mejor.

—Y creía haber pescado a uno que se lo daría. Un buen pez —repitió Brody cuando Reece lo miró con el ceño fruncido.

—Entonces, o él no le daba lo que quería, o rompió con ella. Yo diría que ese posible casado o figura pública rompió con ella. Pero, Brody, si le daba miedo que lo reconocieran aquí, ¿qué pasa con la teoría de que es de Angel’s Fist y me ha estado acosando en su propio terreno?

—No cambia —replicó él antes de abrirle la puerta y dar la vuelta hasta el lado del conductor—. Podría ser alguien que hace negocios en Jackson Hole, por ejemplo. O que podría ser reconocido por alguien de aquí que hace negocios en el pueblo. O podría ser solo una reacción de culpabilidad. —Como Reece, se quedó un momento apoyado en la puerta—. Pero no la mató porque ella no quisiera que la abandonara. Cuando eso pasa es molesto y puede ser inconveniente, pero termina en un: «Lo siento, chica. Hemos terminado. Punto».

—Los hombres son unos verdaderos cabrones.

—Las mujeres también cortan.

—Sí, pero solemos decir: «Lo siento. No es por ti, es por mí».

Brody hizo un sonido de desprecio mientras subían.

—Prefiero que me claven un tenedor en el ojo que oír eso. Pero la cuestión es que ella tenía algo. Le amenazó con algo. Lo pagaría muy caro, eso es lo que le dijo a Marlie. Yo diría que él no quiso pagarlo.

—Por eso la mató, hizo desaparecer el cadáver y cubrió sus huellas. Volvió aquí en plena noche, en la moto de ella. Ya tenía escrita la nota.

—Es él quien tiene ordenador o quien tiene acceso a uno —convino Brody—. Dato que no reduce las posibilidades en absoluto.

De todas formas, el rompecabezas empezaba a encajar. Tenían un nombre, un estilo de vida y, si no estaban juntando a la fuerza las piezas equivocadas, un móvil.

—Se llevó su ropa —añadió Reece—. Una mujer no deja atrás su ropa y sus objeto personales. Así que se los llevó. Le fue bastante fácil librarse de ellos. Dejó los platos y demás; demasiado voluminoso. Escribió la nota para cubrirse las espaldas, para no dejar cabos sueltos. Nadie la buscaría porque todos creerían que se había ido.

—No contaba contigo. No solo con que vieses lo que viste, sino con que te importase lo suficiente para insistir hasta encontrarla.

—Deena Black. —Reece cerró los ojos un momento—. Supongo que ya tenemos un nombre. ¿Y ahora qué?

—Ahora nos vamos a un topless.

Reece no sabía qué esperaba. Mucho cuero y cadenas, miradas duras, música dura.

En realidad, había tanta tela vaquera como cuero, y las miradas eran de indiferencia. Un rock discordante y desafinado que retumbaba sobre el escenario, donde había una mujer con una explosión de pelo violeta, un tanga rojo y zapatos con plataforma.

El humo ascendía en volutas azules a través de la luz de una mesa situada junto al escenario, donde un par de tipos robustos con los brazos llenos de tatuajes contemplaban el espectáculo y bebían cerveza directamente de la botella.

Había muchas mesas, todas ellas pequeñas, con una o dos sillas, la mayoría de cara al escenario. Solo algunas estaban ocupadas.

Reece decidió que lo más adecuado era sentarse ante la barra y no dijo nada mientras Brody pedía unas jarras de Coors.

El camarero llevaba un bigote de color pardo que le colgaba a ambos lados de la barbilla. Tenía la cabeza tan calva como un melón.

Brody se inclinó hacia la barra para coger su cerveza.

—¿Has visto a Deena últimamente? —le preguntó al camarero. El hombre limpió la espuma derramada con un trapo.

—No.

—¿Se marchó?

—Supongo. Dejó de aparecer por aquí.

—¿Cuándo?

—Hace un tiempo. ¿Por qué te importa?

—Es mi hermana. —Reece exhibió una amplia sonrisa—. Bueno, hermanastra. Somos hijas de la misma madre, pero de distintos padres. Vamos de camino a Las Vegas y pensé que podíamos pasar uno o dos días con Deena.

Miró un momento a Brody y observó que se había limitado a levantar la ceja en una expresión de sorprendida diversión.

—Hemos ido a su casa —continuó Reece—, y nos han dicho que se mudó el mes pasado, pero trabajaba aquí. Hace un tiempo que no sabemos nada de ella. Solo queríamos saludarla.

—No puedo ayudaros.

—Vaya… —Reece cogió la cerveza frunciendo el ceño—. No es que nos llevemos muy bien. Solo he pensado que, ya que estábamos tan cerca, podíamos verla. Tal vez alguien sepa adónde se fue.

—No me lo dijo. Me quedé sin una bailarina.

—Típico. —Reece se encogió de hombros y dejó su cerveza en la barra sin haberla probado. No era la clase de sitio donde se preocuparan por las inspecciones de sanidad—. Me parece que hemos perdido el tiempo —le dijo a Brody—. Puede que se largase con aquel tipo con el que dijo que salía.

Resoplando, la camarera dejó sobre la barra una bandeja de vasos, botellas y ceniceros.

—No lo creo.

—¿Cómo?

—Tuvieron una bronca muy gorda. Ella se cabreó mucho. ¿Te acuerdas, Coon?

El camarero se limitó a encogerse de hombros.

—La verdad, se pasaba cabreada la mitad del tiempo.

—Creo que eso también es típico de ella. —Reece puso los ojos en blanco—. Pero Deena dio a entender que con este iba en serio. ¿Cómo demonios se llamaba?

—Nunca me lo dijo —contestó la camarera—. Le llamaba Trucha. Era el pez que había pescado, ¿lo captas?

—Sí, lo capto.

—Dos cervezas Bud y dos whiskies de la casa.

Reece esperó el momento oportuno mientras la camarera reunía el pedido y lo llevaba hasta la mesa más cercana al escenario. Cuando volvió con otra bandeja de vasos vacíos, Reece sonrió.

—Entonces no podía ir tan en serio.

—¿Eh?

—Lo de Deena y ese tipo, el tal Trucha. Supongo que no era nada importante.

—Tenía que serlo, la verdad, al menos por parte de ella.

—¿Ah, sí? —Reece se encogió de hombros y dio un traguito de cerveza—. Eso no es típico de Deena. Le gustaba pescarlos, pero lo de ponerles nombre no le iba.

Con una sonrisa, la camarera se inclinó sobre la barra y sacó de detrás un paquete de tabaco.

—Muy bueno. Coon, me tomo un descanso.

—Soy Reece —dijo, sonriendo de nuevo—. Puede que Deena me mencionase alguna vez.

—No que yo recuerde. Ni siquiera sabía que tenía una hermana. Yo soy Jade.

—Me alegro de conocerte. Así que Deena estaba colgada de algún tío, ¿eh?

—Bueno, dejó de llevarse pardillos a casa —contestó la camarera; sacó una caja de cerillas del bolsillo de sus diminutos shorts y encendió una—. Lo siento porque es tu hermana, pero eso es lo que hacía.

—No es nada nuevo. Creo que por eso me sorprendió que hablase de forma diferente sobre ese tipo.

—Decía que tenía clase. —Jade inclinó la cabeza hacia atrás y expulsó el humo—. No sé en qué, porque lo conoció aquí.

—¡Vaya! —exclamó Reece, haciendo un esfuerzo por no delatar su emoción—. Entonces lo viste.

—Podría ser. No lo sé. No era un cliente habitual; si hubiese vuelto, ella me habría dicho quién era. Le compraba cosas. Me enseñó un collar que él le había regalado. Dijo que era de oro de dieciocho quilates. Debía de ser mentira, pero era bonito. Tenía una luna. Como una chapita blanca, me parece. Dijo que era como nácar, y que las piedras de la cadena eran diamantes de verdad.

—¿Diamantes? ¡Joder!

—Supongo que eran falsos, pero ella afirmaba que eran auténticos. Le dio por llevarlo continuamente, incluso durante su actuación. Decía que aún podía sacar más. Por lo visto decía de ella que era su cara oculta de la luna. Signifique lo que signifique.

—Puede que ese Trucha sepa dónde está.

Reece miró a Brody como en busca de conformidad.

Él decidió seguir tomándose su cerveza y actuar como un hombre al que todo aquello le daba igual.

—¿Crees que alguien más que trabaje aquí pudo conocerlo? ¿Quizá alguna de las bailarinas?

—Deena no era de las que compartían, no sé si me entiendes. Alardear, desde luego, pero a este se lo guardaba para ella. No era un motero.

—¿Ah, no?

—Dijo que había llegado el momento de pescar a uno que tuviese un buen trabajo y supiese más de la vida que lo que se veía desde el asiento de una Harley. De todos modos, tuvieron una bronca, como te he dicho. Luego ella se largó. Hacia pastos más verdes supongo.

—Creo que tienes razón.

Brody no dijo nada hasta que estuvieron de nuevo en el coche.

—He descubierto un nuevo aspecto de tu carácter, Flaca. Puedes sentarte en un topless y mentir con absoluta verosimilitud.

—Parecía el camino más directo. Decir algo como «Vi que asesinaban a Deena Black hace unas semanas, pero casi nadie me cree», no me convencía. Aunque no sé si ha servido de algo.

—Desde luego que sí. Toda la información que tenemos apunta a su desaparición, que coincide con lo que viste junto al río. Mantenía una relación con un hombre que no quería que ella soltase su nombre por ahí ni que lo viesen con ella. A pesar de todo, estaba lo bastante enganchado para gastarse dinero en ella. Las joyas significan mucho para las mujeres, ¿no es así?

—Desde luego.

—Así que le compró una baratija, por lo que deduzco que no solo iba con ella para echar un polvo de vez en cuando, al menos al principio. Rompieron, y ella no quiso dejarlo así. Ella empujó; él empujó también, y lo hizo demasiado fuerte.

—Puede que fuese en serio con él, pero no le quería.

—¿Pensabas que sí?

—No sé lo que pensaba —dijo Reece—, pero ahora lo sé. Una mujer no habla como ella lo hacía de un hombre al que quiere; no le llama Trucha. Deena solo buscaba lo que buscaba.

Él esperó un momento.

—¿Cambia eso tu intención de seguir con esto?

—No. Fuera o no una zorra, no merecía morir de esa forma. Creo… —Se interrumpió bruscamente y le agarró del brazo—. ¿Es ese Cas? ¿Es esa la furgoneta de Cas, Brody?

Él se volvió justo a tiempo de ver la parte trasera de una furgoneta negra que doblaba una esquina.

—No lo sé. No la he visto bien.

—Creo que era Cas —dijo Reece.

Se preguntó si los habría visto. En ese caso, ¿por qué no había hecho sonar el claxon? ¿Por qué no había saludado con el brazo? ¿Por qué no había parado?

—¿Qué puede estar haciendo en Jackson? —añadió.

—La gente viene a Jackson por un montón de razones. No significa que nos haya seguido, Flaca. Sería muy difícil que viniera pisándonos los talones desde el pueblo.

—Tal vez.

—¿Estás segura de que era él?

—No, no del todo —contestó; en cualquier caso, no podía hacer nada—. Bueno, ¿y ahora qué?

—Cuando volvamos al pueblo usaré mi innata habilidad de reportero para averiguar más sobre Deena Black. Antes, iremos de tiendas, por algunas de las joyerías de la ciudad. Quizá averigüemos dónde compró el collar.

—Oh, esa es buena. Una pequeña luna de nácar en una cadena de oro, posiblemente con diamantes. ¿Cuántas joyerías hay en Jackson?

—Me temo que vamos a averiguarlo.

«Demasiadas», se dijo Brody después de la primera hora, sobre todo al añadir las tiendas de artesanía que vendían joyas. Nunca había entendido esa necesidad de colgarse en el cuerpo metales y piedras, pero, como era algo que se remontaba a los albores de la humanidad, no esperaba que pasase de moda.

Sin embargo, se sintió aliviado al ver que su temor oculto de que Reece se rindiese al anhelo de ir de tiendas no se hacía realidad. No sucumbió a la tentación de «Solo me pruebo esto» que, según Brody, compartían todas las mujeres. Una mujer capaz de concentrarse en una tarea mientras sus sentidos eran bombardeados por brillos y relumbres era, en su opinión, una mujer fantástica.

De vez en cuando veía que sus ojos se posaban en el género, pero no se despistaba. Él admiraba eso. Sobre todo cuando vio que otros hombres sufrían mientras sus mujeres parloteaban, babeaban y se agitaban por bisutería y baratijas.

Era tanta su admiración y su satisfacción, que de repente se detuvo, la atrajo hacia sí y la besó con entusiasmo.

—¡Qué bien! ¿Por qué?

—Porque eres una mujer sensata y sencilla.

—Vale. ¿Por qué?

—Este asunto nos tomaría el doble de tiempo, como mínimo, si fueras de las que tienen que pararse y hacer ruidos infantiles delante de cada escaparate o expositor. Nos está tomando mucho tiempo, pero por lo menos avanzamos.

—Es verdad —contestó ella, dándole la mano mientras se dirigían a la siguiente tienda—. También intento ser una mujer sincera, así que debo decirte que la única razón por la que no me paro y hago lo que tú calificas en tono condescendiente de «ruidos infantiles» es que no puedo permitirme comprar nada. Además, he perdido la costumbre. Pero eso no significa que no lo haría si pudiera, o que no me he fijado en algunos artículos especialmente atractivos. Como los botines negros, creo que de cocodrilo, de dos tiendas más atrás, y los pendientes de turmalina sobre aros de oro blanco de la última tienda. O…

—¡Eras de las que van de tiendas!

—A mi estilo limitado.

—Mi gozo en un pozo.

—Más vale que sepas la verdad ahora —dijo ella; le apretó la mano en un gesto cariñoso—. De todos modos, ahora mismo preferiría tener un juego de Sitram que unos pendientes de turmalina.

—¿Sitram?

—Cazuelas.

—Ya tienes ollas.

—Sí, ollas sí. Pero no tengo acero inoxidable pesado con una base de cobre térmico. Si llego a vender el libro de cocina, lo primero de mi lista será un juego de Sitrum. ¿Compraste algo maravilloso cuando vendiste tu primer libro?

—Un ordenador portátil nuevo, con un montón de programas.

—Ahí lo tienes. Las herramientas son las herramientas. Esta tienda parece una buena posibilidad, tiene más categoría —continuó Reece, observando el escaparate—. Si Deena no mentía sobre los dieciocho quilates y los diamantes, este podría ser el sitio.

Al entrar, Brody observó que la tienda era un poco más refinada que la mayoría de las que habían visitado. Sentada ante una mesa, una mujer de abundante melena rojiza y con una elegante chaqueta de piel contemplaba unos diamantes sobre terciopelo negro mientras bebía de una pequeña taza. El hombre sentado frente a ella hablaba en susurros reverentes.

De detrás de un mostrador salió otra mujer vestida de un distinguido rojo y con una amplia sonrisa.

—Buenas tardes y bienvenidos a Delvechio’s. ¿En qué puedo servirles?

—La verdad es que estamos buscando una pieza específica —empezó Reece—. Un collar. Un colgante de nácar en forma de luna y con diamantes a lo largo de la cadena.

—Tuvimos algo así hace unos meses. Una pieza preciosa. No nos queda ninguno, pero tal vez fuese posible diseñar algo similar para ustedes.

—¿Lo vendieron?

—No recuerdo haberlo vendido personalmente, pero se vendió.

—¿Tienen un registro de la compra?

El ángulo de la sonrisa perdió varios grados.

—Tal vez deseen hablar con el señor Delvechio en persona. Ahora está con una clienta. Si desean esperar para hablar con él sobre un diseño, estamos a su disposición. ¿Les apetece café o té?

Antes de que pudieran responder, la pelirroja se levantó. Con una suave risa, se inclinó y beso a Delvechio. Un tipo distinguido, con el pelo gris y gafas de concha en ambas mejillas.

—Son perfectos, como siempre, Marco. Ya sabía usted que no podría resistirme.

—Pensé en usted en cuanto los vi. ¿Desea que se los envíen?

—Desde luego que no. Tengo que llevármelos.

—Melony se ocupará. Que los disfrute.

—No le quepa duda de que lo haré.

La dependienta de rojo se apresuró a recoger los diamantes sobre terciopelo negro. Delvechio se volvió hacia Reece y Brody.

—¿Un colgante de nácar en forma de luna, en una cadena de oro con diamantes?

—Sí —dijo Reece, impresionada al ver que había seguido su conversación mientras atendía a la clienta—. Exacto.

—Muy específico.

—Una mujer llamada Deena Black tenía uno. Esa mujer ha desaparecido. Como dijo que era un regalo, nos gustaría encontrar a la persona que se lo compró. Podría tener información.

—Entiendo —dijo él en el mismo tono cortés—. ¿Son de la policía?

—No, somos parte interesada. Solo queremos saber quién compró ese collar.

—El año pasado tuvimos varias piezas diseñadas con lunas, estrellas, soles y planetas. Nuestra colección Universo de Gemas. Se vendieron muy bien para las fiestas. Lamento no poder darles información sobre mis clientes si no son de la policía y no poseen una orden judicial. Aunque así fuese, requeriría tiempo, porque todas esas piezas se vendieron en el ejercicio anterior. Y algunas sin duda se pagaron en metálico, y en ese caso no contamos con ninguna información sobre el cliente.

—¿Y en cuanto a cuándo se vendió y por cuánto?

Delvechio enarcó las cejas al oír la pregunta de Brody.

—No podría decir cuándo con absoluta certeza.

—Más o menos. No necesita una orden judicial para decirnos más o menos cuándo se vendió y cuánto costó.

—No. Vendimos esa colección desde octubre del año pasado hasta finales de enero. Una pieza como la que describen debió de costar unos tres mil dólares.

—Quien se la regaló a Denna Black sabe lo que le ocurrió —insistió Reece.

—Si es así, deberían ponerse en contacto con la policía. Dadas las circunstancias, no puedo decirles nada más. Les ruego que me disculpen.

Les dejó para ir a la trastienda y cerró la puerta con firmeza. Tras detenerse un momento, fue hasta su ordenador y abrió un archivo. Asintió al ver el nombre y la transacción.

Su memoria era excelente, y no menos afilada que su lealtad al cliente.

Cogió el teléfono e hizo una llamada.