21
Como no entraba a trabajar hasta las dos, Reece decidió pasar la mañana en la cabaña de Brody haciendo algunas tareas domésticas y quizá la colada. No le molestaría mientras escribía, y ella podría organizar la sopa del día siguiente para Joanie’s.
Ya estaba vestida y haciendo la cama cuando él salió de la ducha.
—¿Quieres algo especial para desayunar? No entro hasta esta tarde, así que tus deseos serán órdenes para mí. Desde el punto de vista gastronómico.
—No, tomaré cereales.
—Ah, de acuerdo —respondió ella mientras alisaba la colcha y pensaba distraída que unos cuantos cojines de colores básicos le darían un poco de viveza—. Voy a hacer un poco de sopa italiana de boda para Joanie’s. Puedes probarla a la hora de comer, a ver si pasa la prueba. Para cenar prepararé un estofado o algo fácil de calentar, porque a esa hora estaré trabajando. Ah, y he pensado que, ya que estoy, podría poner la lavadora. ¿Tienes algo para lavar?
¿Sopa de boda? ¿Era un mensaje subliminal? ¿Y ahora qué? ¿Iba a lavarle los calzoncillos? ¡Por Dios!
—Oye, vamos a calmarnos.
Reece le sonrió desconcertada.
—Vale.
—No necesito que planees el desayuno, el almuerzo, la cena o un puñetero resopón de medianoche cada puñetera mañana.
La sonrisa desapareció en un parpadeo de sorpresa.
—Bueno…
—Y no estás aquí para lavar la ropa, hacer la cama o preparar estofados.
—No —respondió ella despacio—, pero, ya que estoy aquí, me gustaría ser útil.
—No quiero que arregles la casa —siguió él, dándose cuenta de que volvía a ponerse a la defensiva, como el día anterior en la casa del doctor. Eso le irritó—. Puedo ocuparme de mis propias tareas. Llevo años haciéndolo.
—Ya se nota. Es evidente que he interpretado algo mal. Creía que querías que cocinase.
—Eso es distinto.
—Distinto de, digamos, poner a lavar nuestra ropa junta. De algún modo eso simboliza un nivel de relación que no quieres. Eso es completamente estúpido.
Tal vez.
—No necesito que hagas la colada ni me dejes un puñetero estofado ni nada de eso. No eres mi madre.
—Desde luego que no.
Reece retrocedió hasta la cama, tiró de la colcha y arrancó las sábanas.
—Ya está, mejor así.
—¿Ahora quién es estúpida?
—Oh, confía en mí, sigues ganando el premio. ¿De verdad crees que porque estoy enamorada de ti estoy tratando de atraparte lavándote los calcetines sucios y preparando pollo y budines? Eres un idiota, Brody, y te lo tienes demasiado creído. Dejaré que disfrutes de tus delirios de grandeza. —Se dirigió a grandes zancadas hacia la puerta y añadió—. ¡Claro que no soy tu madre! ¡Ni siquiera sabe cocinar! Brody miró la cama con el ceño fruncido mientras se frotaba la base del cuello, tratando de eliminar la tensión.
—Fantástico —refunfuñó.
E hizo una mueca de disgusto cuando la puerta de abajo dio un portazo lo bastante fuerte como para hacer sonar sus dientes.
Reece cogió solo lo que tenía más a mano y luego lo metió en su coche. Más tarde se ocuparía del resto de sus cosas, que no eran muchas.
Cogería los ingredientes que necesitase para la sopa de Joanie’s. Pediría cambio en el hotel y llevaría su ropa sucia —solo la suya— a las lavadoras cutres del sótano. No era la primera vez que lo hacía.
O tal vez lo mandaría todo a la porra y daría una vuelta en coche para ver si florecían los campos.
Mientras se dirigía al pueblo, frunció el ceño.
—Bueno, ¿y ahora qué? —dijo entre dientes, al notar que la dirección rechinaba.
Dio un manotazo malhumorado al volante. Luego, resignada, se desvió hacia el taller de Lynt.
Las puertas del garaje estaban abiertas, y en el elevador había un viejo utilitario. De debajo del vehículo salió Lynt, alto y delgado a sus cuarenta años. La camisa de cuadros remangada dejaba ver unos fuertes tendones. Del bolsillo trasero asomaba un trapo manchado de aceite, llevaba una gorra también sucia de grasa y masticaba tabaco.
Cuando Reece bajó del coche, apretó los labios y se echó hacia atrás la visera de la gorra.
—¿Tiene problemas?
—Eso parece. La dirección hace cosas raras, rechina —respondió. Se dio cuenta de que tenía los dientes apretados y relajó las mandíbulas.
—No me extraña, lleva las dos ruedas traseras prácticamente desinfladas.
—¿Desinfladas? —repitió ella, volviéndose a mirar—. Maldita sea. Ayer estaban bien.
—Tal vez haya pisado algo.
Se agachó para echarle un vistazo al neumático trasero derecho.
—Debe de tener una fuga. Veré lo que puedo hacer.
—Llevo una de repuesto en el maletero.
Dios, ¿iba a tener que cambiar dos ruedas?
—Me pondré con ello en cuanto acabe con estas pastillas de freno. ¿Necesita que la lleve a algún sitio?
—No, no. Iré andando.
Sacó el ordenador portátil del asiento trasero. Luego retiró del llavero las llaves de su casa y se las metió en el bolsillo.
—Si tengo que cambiar las ruedas, ¿cuánto cree que me costará?
—Ya nos preocuparemos de eso cuando llegue el momento —dijo él cogiendo la llave del coche—. La llamaré.
—Gracias —contestó Reece mientras se colgaba el bolso de un hombro y el ordenador portátil del otro.
En un intento por alejar el desánimo, se recordó que hacía un buen día para dar un paseo. Tenía un empleo y un techo sobre su cabeza. Y si estaba enamorada de un imbécil, solo tenía que empezar a esforzarse por superarlo.
Si su coche necesitaba neumáticos nuevos, iría caminando hasta que pudiese permitirse comprarlos.
No tenía por qué tener un coche de inmediato. No tenía por qué tener un amante. No tenía por qué tener nada, salvo a sí misma. Por eso se había ido de Boston, por eso lo había dejado todo. Había demostrado que podía salir adelante, podía curarse, podía construir una vida nueva.
Y si Brody creía que ella intentaba arrastrarle a esa vida, no solo era un imbécil, sino un imbécil engreído.
De todos modos, necesitaba disponer de tiempo para sí misma para ponerse al día con su diario y plantearse en serio lo de escribir el libro de cocina. Claro que ahora no iba a aprovechar las relaciones de Brody, ese ofensivo hijo de puta, pero quería organizar las recetas centrarse un poco más en la introducción.
Algo como… «No tiene por qué ser un gran cocinero para preparar deliciosas comidas si cuenta con el asesoramiento de un experto».
—Eso suena pomposo y condescendiente.
«¿Harto de intentar hallar una respuesta nueva a la pregunta: “¿Qué hay para cenar?”? ¿Desesperado por encontrar algo interesante e innovador para ese brunch del domingo? ¿Asustado porque el presidente de esa asociación le ha asignado la preparación de los canapés?».
—Un poco flojo —dijo Reece en voz alta—, pero por algo hay que empezar.
—¡Hola!
Reece se paró de golpe y vio a Linda-Gail arrodillada en su diminuto patio delantero. Tenía a su lado una bolsa negra de plástico llena de clavelones y pensamientos.
—¿Estás demasiado ocupada hablando sola para hablar conmigo?
—¿Hablaba sola? Estaba repasando una cosa mentalmente, pero muchas veces digo en voz alta lo que pienso. Esas flores son preciosas.
—Debería haber plantado antes los pensamientos —explicó echándose hacia atrás el sombrero de paja—. No les perjudica el frío, pero entre una cosa y otra… ¿Qué haces por aquí?
—He tenido que llevarle el coche a Lynt porque tenía dos ruedas desinfladas.
—Ese holgazán… Has salido temprano. Pensaba que hoy te quedarías en casa de Brody.
—Pues está claro que él no. Se me ha ocurrido hacer la cama y ofrecerme a meter su ropa en la lavadora con la mía. Cualquiera diría que me he sacado una pistola de un bolsillo y un cura del otro.
—Los hombres son un asco. La otra noche puse a Cas de patitas en la calle. Se enfadó porque no le dejé que me quitara las bragas.
—Los hombres son un asco.
—Pues que se vayan a la mierda. ¿Quieres plantar unos pensamientos y maldecir los cromosomas Y?
—Me gustaría, de verdad, pero esta mañana tengo cosas que hacer.
—Entonces esta noche iremos a Clancy’s después del trabajo, nos tomaremos unas cervezas y cantaremos en el karaoke todas las canciones que tengan en contra de los hombres.
Teniendo una amiga, ¿a quién le hacía falta un imbécil?
—Me parece bien. Nos veremos en el trabajo.
«Mira —pensó Reece de camino a casa—, puedo añadir algo más a mi lista de cosas positivas. Tengo a Linda-Gail Case».
«También tengo el lago», pensó cuando el camino giró hacia él. Azul y precioso, con los verdes sauces que se inclinaban como bailarinas y los tiernos brotes de las hojas de los álamos que empezaban a desplegarse.
Siguiendo un impulso, se dirigió hacia el agua en lugar de continuar en dirección a casa. Dejó las bolsas en el suelo y se quitó los zapatos y los calcetines. Se remangó los pantalones. Sentada en la orilla, balanceó los pies dentro del agua.
¡Estaba helada! Pero le importaba un rábano. Estaba sentada con los pies dentro de las azules aguas del lago Angel y los ojos clavados en la gran elevación de los Tetons. Poco después estaría preparando sopa, escribiendo un libro de cocina y clasificando la ropa para lavarla. ¿Podía haber algo más normal? Tendría que apresurarse para hacerlo todo y no llegar tarde al trabajo. Y eso también era normal.
Así que, de momento, se limitaría a absorberlo todo.
Se tumbó y clavó los ojos en el cielo, azul como el lago y surcado por inofensivas nubes blancas. El sol brillaba con fuerza, pero en lugar de sacar las gafas de sol del bolso se cubrió los ojos con el brazo. Y escuchó.
El chapoteo del agua, el alegre sonido que producía cuando agitaba los pies. El trino de los pájaros sonaba jubiloso, despreocupado. Oyó ladrar a un perro, el rodar de un coche que pasaba. Se sentía completamente relajada.
La explosión repentina la llevó a ahogar un grito. Se incorporó tan rápido que estuvo a punto de caer al agua. Logró contenerse, pero ya se había mojado una de las perneras del pantalón hasta la rodilla.
—La furgoneta de Carl. Es la furgoneta de Carl —se recordó mientras se acurrucaba sobre la hierba.
La vio circular con gran estrépito y traqueteo hacia la tienda. Se puso a cuatro patas y se quedó donde estaba, tratando de recuperar el aliento.
Y se ruborizó al ver que Debbie Mardson la observaba desde la puerta de On the Trail.
—Sí, es la loca —masculló Reece entre dientes mientras se obligaba a sonreír y saludar con la mano—. Solo está bañándose en un lago helado con toda la ropa puesta. Nada del otro mundo.
Ya que el momento se había estropeado, agarró sus bolsas y sus zapatos, y echó a andar descalza hasta su casa.
No importaba lo que pensara aquella maldita y casi perfecta Debbie Mardson. Ni ella ni nadie. Tenía derecho a sentarse y balancear los pies dentro del lago. Tenía derecho a saltar como un conejo al oír el maldito estallido de la furgoneta de Carl.
Se quitó los pantalones mojados y se puso unos secos. Y tenía derecho a hacer la colada. Reunió la ropa y cogió el detergente y algunos de los pocos billetes de dólar que le quedaban.
«Pongo la lavadora —pensó—, regreso a casa y empiezo la sopa. Vuelvo al hotel y paso la ropa a la secadora. Regreso y trabajo en el libro de cocina». Sacó la cestita de la colada y se dirigió al hotel.
Como tenía que pasar por delante de On the Trail, fijó la vista al frente y rogó, solo por esa vez, que Debbie no la viese. No cruzó corriendo por delante del escaparate, pero apretó el paso y no aminoró la marcha hasta que llegó al hotel.
—Hola, Brenda. Día de colada. ¿Tienes cambio?
—Claro, no hay problema. —Brenda exhibió una amplia sonrisa y enarcó las cejas—. Por cierto, ¿necesitas unos zapatos?
—¿Cómo?
—No llevas zapatos, Reece.
—¡Oh, Dios mío! —Reece se miró los pies descalzos y se ruborizó, pero cuando miró de nuevo a Brenda la vergüenza se convirtió en mal genio al ver su expresión de ironía—. Supongo que se me han ido de la cabeza. Ya sabes que mi cabeza no es muy de fiar. Monedas de veinticinco centavos, por favor —añadió dejando los billetes con fuerza sobre el mostrador.
Brenda los contó.
—Ahora mira por dónde pisas.
—Eso haré.
Como el ascensor no era una opción para ella, Reece bajó por la escalera. Detestaba el puñetero sótano del hotel. Lo detestaba. Si Brody no se hubiese puesto tan idiota, habría utilizado su lavadora y su secadora, y se habría ahorrado todas aquellas molestias estúpidas.
—Siete por uno es siete —empezó mientras dejaba atrás la zona de mantenimiento—. Siete por dos, catorce.
Repasó la tabla del siete y empezó con la del ocho; cuando la lavadora se puso a zumbar, Reece salió precipitadamente de la zona de lavandería.
Redujo la velocidad hasta adoptar un paso normal cuando se acercaba al vestíbulo. Saludó a Brenda con la mano. No tuvo tanta suerte al pasar de nuevo por delante de la tienda de ropa.
—Reece —Debbie salió por la puerta—, ¿estás bien?
—Claro, muy bien. ¿Cómo estás tú?
—Aún hace un poco de frío para ir descalza.
—¿Tú crees? Estoy endureciendo mis pies. Espero ser la primera mujer que recorre descalza las Montañas Rocosas. Es mi sueño de toda la vida. Nos vemos.
«Vamos, cuenta eso por ahí», pensó Reece mientras volvía a casa.
En casa se lo quitó todo de la cabeza poniendo en marcha el caldo y haciendo albóndigas para la sopa. Llegó a considerar la posibilidad de seguir descalza para dar más que hablar, pero decidió que sería demasiado tonto y contraproducente. Se escapó un momento al hotel y se enfrentó de nuevo con Brenda y el sótano para trasladar su ropa de la lavadora a la secadora.
De nuevo en casa, se recordó que solo le quedaba un viaje. Y mucho tiempo para escribir el borrador de la introducción del libro de cocina mientras su ropa se centrifugaba.
Después de encender el ordenador portátil, calentó los músculos de escribir actualizando su diario.
Cabreada con Brody. He hecho la cama y cree que voy a comprar los anillos de boda. ¿Es así como funciona de verdad la mente masculina? En tal caso, necesitan una terapia seria como especie.
En realidad, supongo que ya no soy bien recibida allí. Ha hecho más de lo que nadie podía esperar en lo que a mí respecta. Así que trataré de estar agradecida además de cabreada y me mantendré alejada de él.
El muy idiota.
Mientras tanto, he fortalecido mi estatus de tonta del pueblo teniendo un momento de distracción perfectamente justificado y yendo sin zapatos al hotel para hacer la colada. Intento no preocuparme por ello. Estoy preparando sopa, y solo he comprobado una vez que la puerta estaba cerrada.
Puñeta, dos veces.
Puede que tenga que comprar dos neumáticos nuevos. Dios, qué deprimente. Lo que antes habría sido un motivo de irritación sin importancia es un gran problema en mis actuales circunstancias. No tengo suficiente dinero. Así de sencillo. Creo que durante las próximas semanas iré a pie a todas partes.
Tal vez se produzca un milagro y llegue de verdad a escribir y vender el libro de cocina. Me vendría muy bien una inyección monetaria para tenerla de reserva por si pasa algo.
Linda-Gail está plantando pensamientos. Esta noche después de trabajar iremos a Clancy’s a poner verdes a los hombres. Creo que es justo lo que necesito.
Satisfecha, abrió un documento nuevo y empezó a jugar con diferentes estilos y enfoques para una introducción.
Cuando sonó el temporizador de cocina indicando que su ropa estaba lista, grabó, desconectó y salió una vez más.
Decidió que echaría todo en la cesta y abandonaría lo antes posible aquel tétrico sótano. Doblaría la ropa en casa. Podía dejar la sopa hirviendo despacio mientras trabajaba en Joanie’s y subir en los descansos para echar un vistazo.
Esperaba que esa noche hubiese mucho trabajo. Trabajo era justo lo que necesitaba.
Cruzó deprisa el vestíbulo y se ahorró la conversación con Brenda, pues no estaba en recepción. Reece oyó el murmullo de su voz procedente de la parte de atrás.
«Pequeños favores —pensó—. Algo más que agradecer».
Esta vez Reece probó con la tabla del doce —una difícil— mientras se apresuraba escalera abajo hasta llegar a la zona de lavandería.
Abrió la puerta de la secadora y no encontró nada.
—Vaya, esto es…
Abrió la otra secadora, creyendo que se había confundido. Pero estaba vacía.
—Esto es ridículo. Nadie bajaría aquí a robar mi ropa.
¿Y por qué estaba su cesta encima de la lavadora y no en la mesita plegable donde estaba segura de haberla dejado? La cogió con movimientos cautos y luego abrió despacio la lavadora.
Allí estaba su ropa, mojada y retorcida.
—La he puesto en la secadora —dijo mientras se metía una mano temblorosa en el bolsillo para encontrar solo la moneda que le había quedado después de introducir el cambio en las máquinas—. La he puesto en la secadora. Es el tercer viaje que hago. El tercero. No la he dejado en la lavadora.
Sacó la ropa mojada con furia y la arrojó en la cesta. Un rotulador cayó al suelo.
Un rotulador rojo. Su rotulador rojo. Temblando, Reece lo echó en la cesta, con la ropa que ahora vio manchada de rojo.
Alguien había hecho eso, alguien que quería hacerle creer que estaba perdiendo la chaveta.
Alguien que podía estar allí abajo, observándola.
Su respiración se convirtió en un resuello mientras volvía la cabeza a derecha e izquierda. Reprimió un gemido, agarró la cesta y echó a correr. El repentino sonido metálico de una tubería hizo que diese un salto y emitiese un grito ahogado. El ruido y el eco de sus propios zapatos contra el suelo de cemento le empujó el corazón hasta la base de la garganta.
Esta vez llegó al vestíbulo corriendo y se lanzó hacia el mostrador. De nuevo en su puesto, una sorprendida Brenda la miró boquiabierta.
—Hay alguien ahí abajo. Alguien ha bajado.
—¿Cómo? ¿Quién? ¿Estás bien?
—Mi ropa. Han metido mi ropa en la lavadora.
—Pero… Reece, la has metido tú en la lavadora —Brenda habló despacio, como si tratase con un niño retrasado—. ¿Te acuerdas? Has bajado a lavar la ropa.
—¡Después! La he metido en la secadora, pero la he encontrado en la lavadora. Me has visto volver para meterla en la secadora.
—Bueno… claro, te he visto volver y bajar. Puede que te hayas olvidado de meterla. Ya sabes, como te has olvidado de los zapatos. Yo siempre estoy haciendo cosas así —añadió Brenda, esta vez sin ironía—. Ya sabes, me distraigo y me olvido…
—No se me ha olvidado. La he metido. Mira —la interrumpió Reece mientras sacaba la moneda de veinticinco centavos—. Esto es todo lo que me queda porque he gastado lo demás en lavar y secar mi puñetera ropa. ¿Quién ha bajado?
—Oye, cálmate. No he visto bajar a nadie aparte de a ti.
—A lo mejor has bajado tú.
—¡Dios mío, Reece! —replicó Brenda, con una expresión de sincero sobresalto pintada en el rostro—. ¿Por qué iba a hacer algo así? Tienes que pensar lo que dices. Si necesitas más monedas, puedo…
—No necesito nada.
Dominada por la rabia y el pánico, Reece salió jadeando a la calle y echó a correr con su cesta de ropa mojada.
«Vete a casa —pensó—. Entra. Cierra la puerta».
Al oír un claxon, dio un traspié y se volvió de golpe levantando la cesta como un escudo. Observó que su coche se detenía en su lugar habitual, junto a los peldaños. Lynt bajó del vehículo.
—No pretendía asustarla.
Reece consiguió saludarle con un gesto de la cabeza. ¿Por qué la observaba así, como si fuese una extraterrestre? ¿Por qué la miraba la gente así?
—Mmm, los neumáticos están bien. Solo estaban bajos. Muy bajos. Los he inflado.
—Oh, gracias, muchas gracias.
—Y, mmm, ya que estaba en ello, iba a comprobar la rueda de recambio. Pero…
Reece se humedeció los rígidos labios.
—¿Le pasa algo a la rueda de recambio?
—Él caso es… —empezó Lynt, tirando de la visera de su gorra y removiéndose, inquieto—. Está como enterrada ahí.
—No sé a qué se refiere —respondió ella; apoyó la cesta en los peldaños y se acercó al coche—. Ahí dentro solo llevo el equipo de emergencias.
Al ver que el hombre vacilaba, Reece le quitó la llave y abrió el maletero.
El olor llegó primero. Basura por todas partes. El maletero estaba lleno de ella. Cascaras de huevo, café molido, papeles húmedos y sucios, latas vacías… Como si alguien hubiese volcado un cubo de basura en su interior.
—No sabía qué hacer.
—Yo no he hecho esto —dijo Reece antes de retroceder uno, dos pasos—. Yo no he hecho esto. ¿Lo ha hecho usted?
El mismo sobresalto repentino que había aparecido en la cara de Brenda apareció en la de Lynt.
—Claro que no, Reece. Lo he encontrado así.
—Alguien ha hecho esto. Yo no he hecho esto. Alguien me está haciendo esto. Alguien…
—No me gusta que la gente grite junto a mi local. —Joanie salió por la puerta de atrás y se acercó por el lateral del edificio—. ¿Qué pasa aquí? Santo cielo, por el amor de Dios, ¿qué es todo esto?
Atisbo dentro del maletero arrugando la nariz.
—Yo no he hecho esto —empezó Reece.
—Pues, desde luego, yo tampoco. He ido a coger la rueda de recambio —dijo Lynt— y me lo he encontrado. Se le ha metido en la cabeza que yo he echado toda esta basura aquí dentro.
—Está trastornada. Mierda, Lynt, ¿no lo estarías tú en su lugar? Estos críos… —dijo Joanie en tono ligero—. Habrán sido unos cuantos críos estúpidos. Lynt, tengo unos cubos ahí atrás y unos guantes de goma en el almacén. Échame una mano para limpiar esto.
—Yo lo haré —dijo Reece, arrancando las palabras de su garganta irritada—. Lo siento, Lynt. Es que no entiendo…
—Sube —le ordenó Joanie—. Vamos. Lynt y Pete pueden ocuparse de esto. Yo subiré dentro de un momento. No discutas conmigo —añadió cuando Reece empezó a protestar.
—Lo siento —repitió Reece con voz cansada al tiempo que cogía la cesta—. Lo siento. ¿Cuánto le debo?
—No le cobraré nada —respondió Lynt—. No he hecho más que inflar los neumáticos.
Joanie le dio a Lynt una palmadita en el brazo mientras Reece subía por la escalera.
—Ve atrás, ¿vale? Dile a Pete que te eche una mano con esto. La próxima vez que vengas a comer, invita la casa.
—¿Cómo iban a abrir unos críos el maletero, Joanie? Te aseguro que no lo han forzado.
—Sabe Dios cómo hacen los críos las cosas. O por qué motivo —dijo antes de que Lynt pudiese formular la pregunta—. Pero el caso es que ese maletero está lleno de basura. Pete y tú podéis encargaros de eso.
Cuando Joanie entró en el apartamento, Reece estaba sentada en un lado del diván, con la cesta de ropa mojada a sus pies.
—La sopa huele bien. —Joanie se acercó y miró la cesta frunciendo el ceño—. Esa ropa se llenará de hongos si no la tiendes. ¿Por qué no la has metido en la secadora?
—Creía haberlo hecho. Estoy segura de haberlo hecho. Pero estaba en la lavadora.
—¿Qué demonios es eso?
—Tinta. Tinta roja. Alguien ha metido mi rotulador rojo en la lavadora con la ropa.
Joanie infló los carrillos. Fue a sacar un plato pequeño del armario de Reece. Al volver, encendió un cigarrillo y se sentó en la cama junto a Reece.
—Voy a fumarme un cigarrillo y tú vas a contarme qué está pasando.
—No sé qué está pasando. Lo que sí sé es que he metido esa ropa en la secadora, he echado el dinero y he pulsado el botón. Pero cuando he vuelto a buscarla estaba en la lavadora, mojada. Sé que no he metido esa basura en el maletero del coche, pero ahí está. No escribí por todo el cuarto de baño.
—¿Mi cuarto de baño? —Joanie se levantó de golpe y fue a echar un vistazo—. No veo que hayan escrito nada.
—Brody lo tapó con pintura. No metí mis botas de excursión en el armario de la cocina ni mi linterna en la nevera. No hice todas esas cosas, pero ocurrieron de todos modos.
—Mírame. Mírame a la cara, vamos.
Cuando Reece obedeció, Joanie observó su cara, sus ojos.
—¿Has tomado medicamentos o drogas?
—No, solo la infusión que el doctor me preparó. Y Tylenol. Pero todas las pastillas que guardaba por si acaso acabaron en el almirez.
—¿Por qué iba hacer alguien eso, o lo demás?
—Para hacerme creer que estoy loca. Para volverme loca, cosa nada difícil. Porque vi lo que vi, pero es fácil quitarse de encima a una loca.
—Encontraron un cadáver…
—No era ella —interrumpió Reece, y su voz empezó a alzarse y a volverse más aguda—. No era la misma. No era ella, y…
—Para —le ordenó Joanie, con voz tajante—. No pienso hablar contigo si no te tranquilizas.
—Inténtalo tú, intenta estar tranquila cuando alguien te está haciendo esas cosas. Muéstrate racional cuando no sabes qué será lo próximo, ni cuándo ocurrirá. Mi ropa está echada a perder. Apenas me quedaba el dinero suficiente hasta el día de cobro para lavarla; ahora está echada a perder.
—Puedes abrir una cuenta en la tienda de Mac; si necesitas sustituir algunas cosas, te daré un adelanto.
—Esa no es la cuestión.
—No, claro, pero es mejor que nada. ¿Cuánto hace que ocurre esto?
—Pequeñas cosas desde… casi desde que vi cómo asesinaban a aquella mujer. No sé qué hacer.
—Deberías hablar con el sheriff.
—¿Por qué? —Reece se pasó las manos por el cabello y cerró los puños sin bajarlas—. ¿Crees que en ese montón de basura hay huellas?
—Aun así, Reece.
—Sí —cedió la joven con un suspiro y bajó las manos para pasárselas por la cara—. Sí, se lo diré al sheriff.
—Muy bien. De momento, más te vale repasar esa ropa, ver qué prendas puedes salvar y tenderlas. Si necesitas una camisa o ropa interior, puedes ir a Mac en tu rato de descanso. Faltan unos cinco minutos para que empiece tu turno.
Joanie apagó el cigarrillo. Se levantó y se sacó del bolsillo un billete de veinte dólares.
—Por pintar el cuarto de baño.
—Yo no lo hice. Lo pintó Brody.
—Entonces, si quieres hacer el tonto dáselo a Brody.
El orgullo luchó con el sentido práctico, y resultó que el sentido práctico tenía más músculos.
—Gracias.
—¿Sabe Brody todo esto?
—Sí, excepto lo que ha pasado hoy.
—¿Quieres llamarle antes de bajar a trabajar?
—No. Al parecer, le estorbo.
Joanie resopló.
—Los hombres tienen su utilidad, pero a menos que estés debajo de uno teniendo un orgasmo, es difícil ver qué más pueden ofrecer. Tranquilízate y baja. Esta noche tenemos costillas asadas de menú.
Reece hizo un esfuerzo y hurgó con el pie en la cesta.
—¿Costillas de qué?
—De búfalo —dijo Joanie esbozando una sonrisa—. A lo mejor sabes convertirlas en un plato elegante.
—Pues en realidad…
—Entonces baja pitando y hazlo. Yo solo tengo dos manos.
Brody consideró la posibilidad de meter una pizza congelada en el horno y pensó en pollo y budines.
Decidió que ella lo había hecho a propósito. Decirle aquello para que no pudiese pensar en nada más que en ella… En eso, corrigió.
Solo quería que se calmase. ¿No era exactamente eso lo que había dicho? Pero ella había reaccionado de forma exagerada, como siempre hacían las mujeres.
Un hombre tenía derecho a respirar un poco en su propia casa, ¿no? A disfrutar de un poco de soledad sin una mujer dándole la lata.
Tenía derecho a cenar pizza congelada si quería. Lo único que ocurría es que no era así. Quería una buena cena caliente. Y sabía dónde conseguirla.
«Yo ya comía en Angel Food antes de que ella llegase», pensó Brody mientras salía a coger el coche. No iba a Joanie’s porque ella estuviese allí. Eso era solo un detalle. Y si ella decidía ignorarle, era su problema. El solo quería una cena decente a un precio razonable.
Pero cuando aparcó delante del restaurante, la propia Joanie salió a hablar con él.
—Ahora me iba a verte —dijo.
—¿Para qué? ¿Reece está…?
—Sí, Reece está. —En esa inquietud instantánea, la mujer vio lo que esperaba. Brody estaba loco por ella—. Ven a dar un paseo. Tengo diez minutos —añadió.
Se lo explicó enseguida, haciendo caso omiso de sus interrupciones e ignorando su mal humor.
—Ha dicho que llamaría al sheriff, pero no lo ha hecho. Aún no. Se controla una vez que recupera el equilibrio. Esa basura en el maletero ha sido una jugada muy fea. No me gustan esas cosas.
—Todo ha sido así de feo. Necesito hablar con ella ahora mismo.
—Si quiere, puede tomarse diez minutos. Entra por la puerta de atrás. No quiero que os escupáis el uno al otro por encima del mostrador.
Hizo lo que Joanie sugería, rozó a Pete al pasar y tomó a Reece del brazo.
—Vamos fuera.
—Estoy ocupada.
—Eso puede esperar.
La arrastró a la calle.
—Solo un puñetero minuto. Estoy trabajando. Nadie viene y tira de ti cuando estás trabajando. Si tienes algo que decirme, puedes hacerlo cuando termine.
—¿Por qué demonios no me has llamado cuando ha pasado toda esa mierda?
—Como siempre, acabarías enterándote —dijo ella en tono agrio—. Y no me apetecía llamarte. Si has venido para acudir al rescate, no te detengas. No necesito un héroe. Necesito hacer mi trabajo.
—Esperaré a que acabes y te llevaré a mi casa. Por la mañana iremos a ver a Rick.
—No quiero que nadie me espere, y cuando termine tengo planes.
—¿Qué planes?
—Eso no es cosa tuya. No necesito que me acompañes a ver al sheriff. No necesito canguro, caballero andante ni compasión, igual que tú no necesitas que haga tu cama o ponga tu ropa en la lavadora. Y no es mi turno de descanso.
Cuando se giró hacia la puerta, Brody la tomó del brazo y la obligó a volverse otra vez.
—¡Maldita sea, Reece! —exclamó, y cedió con un suspiro—. Maldita sea —dijo en voz baja—. Ven a casa.
Ella le miró y luego cerró los ojos.
—Tu reacción de esta mañana ha sido un golpe bajo. Creo que es mejor que los dos nos tomemos un tiempo para pensar. Creo que sería mejor que los dos estuviésemos seguros de lo que significa eso y de si es lo que los dos queremos. Quizá hablemos mañana.
—Dormiré en mi despacho, o abajo, en el sofá.
—No iré a tu casa para que me protejas. Si resulta que quieres más que eso, ya veremos qué pasa. Más vale que lo averigües antes de que volvamos a hablar.