13
El doctor Wallace sacó una tetera y una cafetera, ambas de preciosa loza, y puso unas galletas en una antigua fuente de cristal de color verde pálido. Lo sirvió todo entre las fotografías de familia y los delicados cojines de ganchillo de su bonito salón, desplegando la cortesía de una anciana tía que recibiese a su club de lectura todas las semanas.
Si se había tomado la molestia de dar aquellos toques de delicadeza para relajar a Reece, lo había conseguido. En lugar de ansiosa se sintió encantada cuando se sentaron frente al suave resplandor del fuego con un aroma a gardenia perfumando el ambiente.
La primera impresión fue de comodidad y seguridad. Luego pensó que aquel hombre había recibido una buena educación.
«Aquí no hay paredes con cabezas de animales —pensó—, no hay lámparas típicas del Oeste ni gruesas mantas indias». Aunque sabía que pescaba, no había truchas disecadas sobre la chimenea, sino un precioso espejo ovalado con marco de cerezo.
Su abuela lo habría aprobado.
En realidad, pensó que la habitación podía haberse encontrado fácilmente en una casa de Beacon Hill, en Boston, y así lo dijo.
—Era la habitación preferida de mi Susan —explicó el doctor mientras le pasaba el té que había servido él mismo—. Le encantaba sentarse aquí a leer, era una gran lectora. He mantenido esto tal como a ella le gustaba. —Sonrió un poco y le tendió a Brody una taza de té—. Supongo que si no lo hubiese hecho se me aparecería. Y la verdad es que… —se interrumpió y los miró con ojos amables y perspicaces tras los cristales de sus gafas— puedo sentarme aquí después de una larga jornada y comentar las cosas con ella. A algunas personas les parecería un disparate, un hombre hablando con su esposa muerta. Yo simplemente lo considero humano. Muchas cosas que a algunos les parecen un disparate son simplemente humanas.
—Cometer disparates es simplemente humano —comentó Brody mientras cogía una galleta.
—En ese caso yo soy muy humana —empezó Reece—. Le agradezco que intente hacer que me sienta a gusto. Lo ha conseguido, pero sé muy bien que soy un puchero de neurosis con pedacitos de fobias y bien condimentado con paranoia.
—Que lo admitas es bueno. —Brody mordió la galleta—. La mayoría de la gente que está como una cabra no lo sabe, y eso es un fastidio para los demás.
Reece lo miró de refilón y luego se centró en el doctor Wallace.
—Pero también sé que lo que vi junto al río era real. No tuve un sueño, ni una alucinación. No fue un producto de mi mente quebrantada y mi exceso de imaginación. Piense lo que piense el sheriff, piense lo que piense cualquiera, sé lo que vi.
—No te enfades con Rick —dijo el doctor en tono suave—. Hace su trabajo lo mejor que puede. Y es un buen sheriff para este pueblo.
—Eso dice todo el mundo —murmuró Reece.
—De todos modos, tal vez podamos ayudarte.
—¿Usted me cree?
—No importa que yo te crea o no, pero no tengo ningún motivo para no aceptar tu palabra. A mí me parece que has hecho todo lo posible para no llamar la atención aquí.
El doctor se echó en el café una generosa cantidad de crema de leche. Tras estirar las piernas, cruzó los tobillos; calzaba unas bonitas zapatillas deportivas.
—He de reconocer que mis intentos en ese sentido han sido un miserable fracaso.
—Bueno, denunciar un asesinato tiende a convertir al mensajero en objeto de curiosidad. No tiene sentido que te inventes una historia así y despiertes el interés de todo el mundo hacia ti misma. —El doctor se subió las gafas y la miró a través de los cristales limpios—. Además —continuó—, al parecer Brody te cree, y sé que es un hueso duro de roer. Así que… —Dejó su café a un lado y cogió su bloc de dibujo y un lápiz—. Tengo que reconocer que esto resulta emocionante para mí. Es como salir en Ley y orden.
—¿Qué versión?
El doctor sonrió.
—Yo prefiero la primera… Brody te ha contado que soy aficionado al dibujo. Hasta tengo un par de carboncillos en el museo del pueblo.
—Había pensado ir a visitarlo.
—Te lo aconsejo. Hay algunas obras interesantes de artistas locales. De todas formas, nunca he hecho nada parecido a esto, así que me he informado un poco sobre el procedimiento. Primero voy a pedirte que pienses en formas, si puedes. Para empezar, piensa en la forma de la cara de ella. Cuadrada, redonda, triangular… ¿Puedes hacerlo?
—Creo que sí.
—Cierra los ojos un momento y trata de recordar.
Reece obedeció y vio a la mujer.
—Ovalada, me parece. Pero larga y estrecha. ¿Elíptica?
—Muy bien. ¿Delgada, entonces?
—Sí. Llevaba el pelo largo y una gorra roja que le tapaba la frente. Pero me dio la impresión de que tenía la cara larga y estrecha. Al principio no pude verle los ojos —continuó Reece—. Llevaba galas de sol. De esas que cubren las sienes, creo.
—¿Y la nariz?
—¿La nariz? —repitió la muchacha, decepcionada—. Dios, me parece que no voy a ser de gran ayuda.
—Haz lo que puedas.
—Creo… creo que era larga y estrecha, como la cara. No prominente. Me fijé más en la boca porque se movía. Se pasó mucho tiempo hablando o más bien gritando. La boca me pareció dura. Ella me pareció dura. No sé cómo explicarlo.
—¿Boca fina?
—No lo sé, tal vez. Era… móvil. Me refiero a que parecía tener mucho que decir. Y cuando no hablaba fruncía el ceño, se reía sarcásticamente. Su boca no paraba de moverse. Llevaba pendientes; estoy casi segura de que eran aros. Vi cómo relucían. El pelo le llegaba por debajo de los hombros y era ondulado, muy oscuro. Se le cayeron las gafas de sol cuando él la tiró al suelo, pero todo sucedió muy deprisa. Ella estaba muy enfadada. Diría que tenía los ojos grandes, pero estaba muy irritada, y luego muy asombrada, y luego…
—¿Tenía rasgos distintivos? —continuó el doctor en el mismo tono sereno—. Cicatrices, lunares, pecas…
—No recuerdo ninguno. Maquillaje —añadió ella de pronto—. Creo que iba muy maquillada. Pintalabios rojo. ¡Sí! Muy rojo, y…, tal vez era simplemente por el enfado, pero creo que llevaba demasiado colorete. Ahora que lo pienso, su viveza parecía exagerada. Quizá por la furia, o porque se le había ido la mano con el colorete. Estaba muy lejos, incluso con los prismáticos.
—Está bien. ¿Qué edad le pondrías?
—Uf. Ah… treinta y tantos, quizá. Diez años más o menos —añadió Reece mientras se apretaba los ojos con los dedos—. Mierda.
—La primera impresión es lo que cuenta. ¿Se le parece?
Reece se inclinó hacia delante en la silla cuando el doctor le dio la vuelta al bloc.
Era más hábil de lo que esperaba. Quien la miraba desde el bloc no era la mujer que había visto, pero allí estaba su potencial.
—Vale, vale —murmuró mientras se deshacía uno de los nudos de su estómago—. Creo que tenía la barbilla un poco más aguda. Solo un poco. Y… los ojos no eran tan redondos, tal vez un poco más alargados. Tal vez. —Reece volvió a coger su té y aprovechó para calmarse mientras el doctor hacía modificaciones. No podría decir de qué color tenía los ojos, pero creo que eran oscuros. Me parece que no tenía la boca tan ancha. Y las cejas… Dios, espero no inventármelo… Las cejas eran más finas, muy arqueadas, como si se las hubiese depilado de forma exagerada. Cuando él le levantó la cabeza del suelo por el cabello, se le cayó la gorra. ¿Lo había olvidado? Se le cayó la gorra. Tenía, la frente amplia.
—Respira —sugirió Brody.
—¿Cómo?
—Que respires.
—De acuerdo. —Cuando se detuvo a hacerlo, se dio cuenta de que el corazón le latía muy fuerte y las manos empezaban a temblarle lo suficiente para agitar el té en la taza—. Llevaba las uñas pintadas. Tal vez de rojo. También olvidé eso. Recuerdo como las clavaba en la tierra mientras él la estrangulaba.
—¿Le arañó? —le preguntó Brody.
—No, no pudo. No creo… Él se le echó encima y le sujetó los brazos con las rodillas. No pudo levantarlos para arañarle. No tuvo ninguna oportunidad. Una vez que estuvo en el suelo, no tuvo ninguna oportunidad.
—¿Qué tal?
Reece estudio el dibujo. «Faltan cosas», pensó. Cosas que no estaba segura de saber transmitir, cosas que tal vez el artista no supiese plasmar. La furia, la pasión, el miedo. Pero estaba más cerca.
—Sí. Sí, está muy bien. La veo ahí. Eso es lo que cuenta, ¿verdad?
—Yo diría que sí. Veamos si podemos mejorarlo un poco. Come una de esas galletas, Reece, antes de que Brody se las acabe. Las ha hecho Dick. Ese hombre hace unas galletas riquísimas.
La muchacha mordisqueó una galleta mientras el doctor le preguntaba más cosas. Tomó otra taza de té mientras observaba cómo cambiaba o perfeccionaba la forma de la boca y los ojos de la mujer, cómo afinaba las cejas un poco más.
—Eso es. —Reece apoyó la taza con un ligero temblor—. Es ella. Está muy bien, se acerca mucho. Así la recuerdo. Así me pareció. Yo…
—Deja de dudar de ti misma —ordenó Brody—. Si esa es la imagen de ella que recuerdas, es suficiente.
—No es del pueblo —comentó el doctor a Brody—. No se parece a nadie que yo conozca, no a primera vista.
—No. Pero si pasó por aquí, alguien la vio. Poniendo gasolina, comprando comida… Lo enseñaremos por ahí.
—Rick podría enviarlo por fax a otros pueblos —dijo el doctor observando su propio dibujo—. Quizá también al servició forestal. A mí no me resulta familiar. A lo largo de los años he tratado a casi todos los habitantes del pueblo y de las proximidades, incluso a muchos turistas y gente de paso. Caramba, es probable que a todos los que han nacido por aquí en los últimos veinte años les haya dado yo la primera palmadita en el trasero. No es de los nuestros.
—Pero si nunca pasaron por aquí —dijo Reece en voy baja—, puede que nunca sepamos quién era.
—Eso es lo que me gusta de ti, Flaca, siempre tan optimista, —Brody engulló otra galleta—. ¿Quieres intentar describir al hombre?
—A él no lo vi bien. Un poco de perfil. La espalda y las manos, pero llevaba guantes. Parecía tener las manos grandes, pero eso podrían ser imaginaciones mías. Gorra, gafas de sol, abrigo…
—¿Le asomaba el pelo bajo la gorra? —preguntó el doctor.
—No, no creo. No me fijé. Ella estaba… bajo los focos, por así decirlo. Estaba en el centro de la escena, y luego, cuando él la tiró al suelo, me quedé pasmada. De todos modos, me parece que la miré más a ella. No podía dejar de mirarla, de mirar lo que le estaba pasando.
—¿Y la mandíbula?
—Solo se me ocurre que era dura. Él parecía duro. Pero ya he dicho eso de ella, ¿no? —dijo Reece frotándose los ojos y tratando de pensar—. Se pasó casi todo el tiempo quieto, diría que transmitía un buen autocontrol. Ella estaba lívida, vociferaba, y él apenas se movía. ¿Austero? Ella ocupaba todo el espacio, hacía gestos, iba y venía, señalaba… Él la empujó, pero fue casi como aplastar una mosca. Me lo estoy imaginando.
—Puede que sí, puede que no —dijo el doctor mientras dibujaba distraído—. ¿Y su estructura?
—Ahora todo en él me parece grande, pero no estoy segura de que sea cierto. Sin duda, era más alto y corpulento que ella. Al final, cuando se le echó encima, creo que sabía muy bien lo que estaba haciendo. La forma en que le impedía mover los brazos… Podía haberla sujetado así, cansarla hasta que pudiera razonar con ella y luego marcharse. Tal vez fue por la distancia, pero todo me pareció deliberado y frío.
El doctor le dio la vuelta de nuevo al bloc de dibujo y lo sostuvo en alto. Reece se estremeció.
Era una imagen de cuerpo entero, de espaldas, con el rostro de perfil. Podía corresponder a muchos hombres, y a Reece el miedo le formó una bola de hielo en el vientre.
—Anónimo —comentó.
—De todos modos, podemos eliminar a algunos del pueblo —dijo el doctor—. Digamos que a Pete. Bajito, flacucho. O a Joe Pierce, hipertenso con cincuenta kilos de más.
—O a Carl, que está como un tonel. —Reece sintió que se le deshacía otro nudo—. Tiene razón. Y no creo que fuese joven. Me refiero a un adolescente o a un veinteañero. Su manera de moverse, su… lenguaje corporal era más maduro. Gracias. Eso me despeja un poco la cabeza.
—No fui yo. —Brody levantó un hombro—. Salvo que me convirtiese en Superman, cruzase el Snake volando y volviese.
—No —contestó Reece; era la primera vez que sonreía desde que habían empezado—. No fuiste tú.
—Haré fotocopias y colgaré una en mi consulta. Casi todo el mundo pasa por aquí —dijo el doctor mientras volvía a coger el dibujo de la mujer—. Llevaré las copias a la oficina del sheriff.
—Gracias. De verdad.
—Como he dicho, se parece un poco a jugar a detectives. Es un cambio de ritmo interesante para mí. Brody, ¿por qué no me llevas esta bandeja a la cocina?
En la mirada que el doctor le dirigió a Brody, Reece vio que el médico había vuelto y que ella era la paciente. Se esforzó por no sentir resentimiento después del favor que él acababa de hacerle. Aun así, la espalda se le puso rígida cuando Brody salió de la habitación.
—No he venido aquí para una consulta médica —empezó.
—Tal vez deberías haberlo hecho. Pero la cuestión es que soy un viejo médico rural y tú estás sentada en mi salón. Tienes ojos cansados. ¿Cómo duermes?
—De forma irregular. Hay noches mejores que otras.
—¿Y el apetito?
—Va y viene. Viene más que antes. Sé que mi salud física está relacionada con mi salud mental. No paso por alto ninguna de las dos.
—¿Dolores de cabeza?
—Sí —dijo ella con un suspiro—. No tan a menudo como antes, y desde luego no un intensos. Y sí, aún tengo ataques de ansiedad, pero tampoco los tengo tan a menudo ni son tan intensos. Sufría terrores nocturnos, pero ahora solo son pesadillas. Aún experimento regresiones al pasado, y a veces dolor fantasma. Pero estoy mejor. Me tomé una cerveza en Clancy’s con Linda-Gail. Hacía dos años que no era capaz de sentarme en un bar y tomar algo con una amiga. Estoy pensando en acostarme con Brody. Hace dos años que no he estado con un hombre. Cada vez que pienso en marcharme del pueblo, no lo hago. Anoche incluso saqué las cosas del petate y volví a guardarlas.
Detrás de las gafas, los ojos del doctor la miraron con mayor interés.
—¿Metiste tus cosas en el petate?
—Pues… Sí. No recuerdo haberlo hecho, y sé que eso no dice mucho a favor de mi salud mental, pero creo que haber sacado las cosas y venir aquí lo compensa. Me las arreglo. Afronto las situaciones.
—Y estás a la defensiva —observó el doctor—. ¿No recuerdas haber metido tus cosas en el petate?
—No, y es verdad que eso me asusta. Además, una vez puse algunas cosas fuera de su sitio y tampoco recuerdo haberlo hecho. Pero lo llevo bien. Hace un año no habría podido soportarlo.
—¿Qué medicación tomas?
—Ninguna.
—¿Te dijo tu médico que la dejases?
—Lo cierto es que no. Reduje una cosa, reduje la otra y luego dejé de tomarlo todo hace más de seis meses. Me aliviaron cuando más lo necesitaba. Sé que los medicamentos me ayudan a recuperar cierta sensación de equilibrio, pero me resulta imposible vivir la vida a base de medicinas que suprimen esto o amortiguan lo otro. Me ayudaron a pasar lo peor, y ahora quiero ser capaz de pasar el resto por mí misma. Quiero ser yo misma.
—¿Acudirás a mí si decides que quieres ayuda médica?
—De acuerdo.
—¿Me dejarás examinarte?
—No sé…
—Un chequeo, Reece. ¿Cuándo te hiciste la última revisión?
La muchacha suspiró.
—Hace un año más o menos.
—¿Por qué no vienes a mi consulta mañana por la mañana?
—Me toca el turno del desayuno.
—Mañana por la tarde. A las tres. Me harías un favor.
—Así es imposible negarse —respondió ella—. De acuerdo. Me gusta su casa. Me gusta que haya mantenido esta habitación tal como le gustaba a su esposa. Me gustaría pensar que algún día tendré una habitación y a alguien a quien le importe lo suficiente para conservarla por mí. Estoy intentando llegar a eso. Tengo que irme a trabajar —concluyó mientras se ponía en pie.
Él también se levantó.
—Mañana, a las tres.
Y le dio la mano como si sellara un trato.
—Allí estaré.
La acompañó a la puerta mientras Brody salía de la cocina. Cuando estuvieron fuera, Brody se dirigió hacia su coche.
—Yo volveré a pie —dijo Reece—. Quiero tomar el aire, y me queda algo de tiempo antes de mi turno.
—Muy bien. Iré caminando contigo, y puedes invitarme a comer.
—Acabas de comerte dos galletas.
—¿Y?
Reece sacudió la cabeza.
—Luego tendrás que volver a pie para recoger el coche.
—Así me bajará el almuerzo. ¿Sabes hacer pollo negro?
—Sí, pero no está en el menú.
—Pues cóbramelo aparte. Me apetece un sándwich de pollo negro con aros de cebolla. ¿Te sientes mejor?
—Creo sí. El doctor Wallace sabe cómo calmar a la gente —dijo mientras se metía las manos en el bolsillo de la sudadera con capucha que llevaba contra el pertinaz frío primaveral—. Me ha presionado, de buen rollo, para que mañana me haga una revisión. Pero supongo que tú ya sabías que lo haría.
—Lo mencionó. Es de los que meten las narices en los asuntos de los demás. De buen rollo. Me preguntó si me acostaba contigo.
—¿Por qué hizo eso?
—Es su forma de ser. Si estás en el pueblo, tus asuntos son también suyos. Por eso te aseguro que si esa mujer hubiese pasado algún tiempo aquí, él lo sabría. Mira, el perro del sheriff está otra vez en el lago. Prefiere nadar a caminar.
Ambos se detuvieron a contemplar el entusiasmo con que el perro se agitaba en el agua, dejando atrás una pequeña estela que se rizaba a través del reflejo de las montañas.
—Si me quedo, me compraré un perro y le enseñaré a que se zambulla en el lago para recoger la pelota, como hizo… ¿cómo se llama?… Abby con ese Moses. Alquilaré una cabaña para que el pueda estar fuera mientras trabajo. Mi abuela tiene un caniche miniatura llamado Marceau. Viaja a todas partes con ella.
—Un no sé qué miniatura llamado Marceau no es un perro.
—Desde luego que sí, y es dulce y adorable.
—Es un juguete de cuerda con nombre de gato.
Reece se echó a reír.
—Marceau es muy listo y muy fiel.
—¿Lleva jerseicitos monos?
—No. Son jerseicitos elegantes. Y aunque quiero mucho a Marceau, a mí lo que me gustaría tener es un perro grande y desaliñado como Moses, uno que prefiera nadar a caminar.
—Si te quedas.
—Sí, si me quedo. —Y, como imaginaba que hacía Moses, Reece tomó impulso y se tiró de cabeza—. Me gustaría ir a tu casa mañana por la noche, prepararte la cena y quedarme a dormir.
Brody siguió caminando en silencio. Pasaron junto a una casa en la que una mujer había plantado pensamientos en un pequeño parterre circular, en el centro del césped, custodiado por unos gnomos con sombreros acabados en punta. Sintió curiosidad por la gente que salpicaba su césped de personas y animales de yeso.
—¿Lo de dormir es un eufemismo? —preguntó por fin.
—Dios, eso espero. No puedo prometer nada, pero eso espero.
—Vale —dijo él mientras se adelantaba para abrir la puerta de Joanie’s—. Lavaré las sábanas.
Reece acudió a su cita con el doctor y lo consideró otro gran avance. Odiaba con toda su alma la sensación de indefensión que la embargaba cuando no llevaba puesto nada más que la pequeña bata de algodón.
Y si le costaba desnudarse delante de un médico, ¿cómo esperaba arreglárselas más tarde con Brody?
«A oscuras», pensó mientras se sentaba en la camilla para que la enfermera le tomase la tensión. Con todas las luces apagadas y los ojos cerrados. Con algo de suerte, los de él también.
Emborracharse también le iría bien. Mucho vino y mucha oscuridad.
—La tienes un poco alta, cariño.
Willow, la enfermera, era una india shoshone. Su sangre se revelaba en la espesa melena negra que llevaba recogida en una gruesa trenza y en sus profundos y líquidos ojos castaños.
—Estoy nerviosa. Los médicos me ponen nerviosa.
Willow le dio una palmadita en la mano.
—No te preocupes. El doctor es un bombón. Tengo que sacarte sangre. Cierra el puño y piensa en algo agradable.
Reece apenas notó la aguja; le dio a Willow un sobresaliente. No era capaz de contar las veces que le habían pinchado desde la matanza. Algunas enfermeras tenían manos de ángel; otras, de leñador.
—El doctor estará contigo dentro de un minuto.
Reece asintió, y se quedó asombrada cuando la afirmación de Willow demostró ser la verdad literal.
Con la bata blanca sobre la camisa de cuadros, el estetoscopio al cuello y aquellas zapatillas deportivas de un blanco deslumbrante en los pies, el doctor parecía otro. Aun así, le guiño un ojo antes de coger su tabla.
—De entrada, te diré que te faltan cinco kilos.
—Lo sé, pero hace unas semanas me faltaban siete.
—¿No te han operado por ningún otro motivo que no sean las heridas que sufriste en el tiroteo?
Reece se humedeció los labios.
—No. Siempre había estado sana.
—Ninguna alergia. La tensión podría estar más baja, podrías dormir mejor. Tu ciclo es regular —leyó el doctor.
—Sí. Después de aquello no lo era. Unos anticonceptivos ayudaron a regularlo de nuevo. Por lo demás, no los he necesitado.
«Eso puede cambiar esta noche», pensó, y se preguntó si la tensión se le habría disparado.
—No hay antecedentes de enfermedades coronarias, cáncer de mama ni diabetes en tu familia. No fumas. Consumo de alcohol de ligero a moderado. —Siguió leyendo y luego dejó la tabla a un lado con un gesto de aprobación—. Partimos de una buena base.
Examinó sus pulmones, sus reflejos, le pidió que se levantara para comprobar la coordinación y el equilibrio. Le proyectó unas luces en los ojos y en los oídos, palpó las glándulas linfáticas, las amígdalas.
Mientras tanto mantenía una conversación informal cargada de cotilleos del pueblo.
—¿Te has enterado de que al hijo mayor de Bebe y a dos amigos suyos los pillaron robando chucherías en la tienda?
—Está bajo arresto domiciliario —dijo Reece—. Sesenta días, sin posibilidad de libertad condicional. Colegio, casa, Joanie’s y dos horas todas las tardes haciendo las tareas que el señor Drubber les encargue.
—Bien por Bebe. Me han dicho que Maisy Nabb ha vuelto a tirar toda la ropa de Bill por la ventana, además de su trofeo al mejor jugador de cuando estaba en el equipo de fútbol americano del instituto.
Reece se dio cuenta de que pasar por todo aquello con conversación lo hacía menos malo. Conversación real sobre personas a las que ambos conocían.
—Se dice que perdió al póquer el dinero que había ahorrado para comprarle un anillo de compromiso —le contó él—. Bill alega que solo trataba de ganar lo bastante para comprarle un anillo digno de ella, pero Maisy no se lo traga. Tira sus cosas por la ventana tres o cuatro veces al año. Él lleva unos cinco años ahorrando para comprarle un anillo, así que su ropa debe de haber aterrizado en la acera quince o veinte veces. El nieto de Carl en Laramie ha ganado una beca para la Universidad de Wisconsin.
—¿De verdad? No lo sabía.
—Carl se ha enterado esta misma tarde —dijo el doctor, sus ojos chispeantes por la noticia—. No cabe en sí de orgullo. Voy a llamar a Willow; haremos una citología y una exploración mamaria.
Resignada, Reece apoyó los pies en los estribos. Miró el techo y el móvil de mariposas que colgaba de él, mientras el doctor situaba el taburete entre sus piernas y Willow le ayudaba.
—Parece sano —comentó el doctor.
—Me alegro, porque lleva bastante sin hacer ejercicio.
Cuando oyó que Willow contenía la risa, Reece cerró los ojos. Tuvo que recordar un antiguo refrán sobre la necesidad de controlar los pensamientos. Podían convertirse en palabras.
Cuando terminó, el doctor le dio una palmadita en el tobillo y se levantó para situarse a un lado de la camilla y hacerle la exploración mamaria.
—¿Te haces las autoexploraciones mensuales?
—Sí. No. Solo cuando me acuerdo.
—En la ducha, el primer día del período. Conviértelo en un hábito y no se te olvidará —le aconsejó el doctor, pasando el pulgar con suavidad por la cicatriz—. Debió de dolerte mucho.
—Sí —respondió ella sin dejar de mirar las mariposas, el alegre móvil de vivos colores—. Mucho.
—Mencionaste el dolor fantasma.
—Lo noto a veces, durante una pesadilla o justo después. Durante un ataque de pánico. Sé que no es real.
—Pero parece real.
—Muy real.
—¿Con qué frecuencia lo experimentas?
—Es difícil decirlo. Un par de veces por semana, supongo. Antes me ocurría un par de veces al día.
—Ya puedes sentarte —dijo al doctor volviendo a su taburete mientras Willow salía en silencio—. ¿No te interesa continuar con la terapia?
—No.
—¿Y con la medicación?
—No. He utilizado ambas y, como le dije, me aliviaron. Necesito terminar esto a mi modo.
—De acuerdo. Tengo que decirte que te encuentro bastante delgada, aunque supongo que no te sorprende. También sospecho que el análisis de sangre revelará un principio de anemia. Quiero que comas más carne de vacuno, alimentos ricos en hierro. Si no sabes qué alimentos son ricos en hierro, le diré a Willow que te imprima una lista.
—Soy cocinera. Conozco los alimentos.
—Entonces cómelos —le ordenó al tiempo que levantaba el índice para enfatizar su consejo—. Para favorecer el sueño, tengo algunas hierbas que puedes tomar en infusión antes de acostarte.
Reece arqueó las cejas.
—¿Medicina holística?
—Las hierbas se han utilizado para favorecer la curación durante siglos. Yo jugaba mucho al ajedrez con el abuelo de Willow. Era un curandero shoshone y un jugador de ajedrez buenísimo. Me enseñó bastantes cosas sobre medicina natural. Murió el otoño pasado, a la edad de noventa y ocho años, mientras dormía.
—Una buena recomendación.
—Mezclaré las hierbas y te las dejaré mañana, con el modo de empleo, en Joanie’s.
—No quisiera parecerle… quisquillosa, pero también me gustaría tener una lista de las hierbas.
—Es lógico. Quiero que vuelvas dentro de un mes o mes y medio para hacerte una visita de seguimiento.
—Pero…
—Para comprobar el peso, la tensión y el estado general. Si hay mejoría, la siguiente será tres meses más tarde. Si no la hay —añadió levantándose del taburete, apoyándole las manos en los hombros y mirándola a los ojos—, tendré que ponerme en plan serio.
—Sí, señor.
—Buena chica. Me han dicho que preparas una carne asada buenísima, con su guarnición y todo. Esos son mis honorarios por la visita de hoy. Sé que te obligué a hacerte esta revisión.
—Eso no es justo.
—Si no me gusta la carne asada, te cobraré. Ya puedes vestirte.
Pero cuando él salió y cerró la puerta tras de sí, Reece permaneció allí sentada varios minutos.