8

Reece puso a hervir la sopa y, con un humor de perros, empezó a elaborar mentalmente una lista de lo que consideraba productos esenciales para cualquier cocina.

Restaurante de cinco tenedores, local modesto de pueblo, cocina doméstica… ¿Qué más daba? La comida era comida y ¿por qué demonios no debía estar perfectamente preparada?

Apuntó varios pedidos para clientes que, por razones que se le escapaban, querían comer una hamburguesa de búfalo antes del mediodía. Entre un pedido y otro se dedicó a limpiar la cocina, empezando por el interior de los armarios.

Estaba de rodillas repasando la zona de debajo del fregadero cuando Linda-Gail se agachó junto a ella.

—¿Intentas que los demás quedemos mal?

—No. Me mantengo ocupada.

—Cuando hayas terminado aquí, puedes ir a mi casa y mantenerte ocupada allí. ¿Estás cabreada con Joanie?

—No, estoy cabreada con el mundo. Con todo el puto y asqueroso mundo.

Linda-Gail echó un vistazo por encima del hombro y bajó la voz.

—¿Tienes la regla?

—No.

—Es que durante uno o dos días al mes suelo cabrearme con todo el puto y asqueroso mundo. ¿Puedo hacer algo?

—¿Puedes eliminar las últimas veinticuatro horas con el poder de tu mente?

—No creo —dijo al tiempo que apoyaba una mano en la espalda de Reece en un gesto cariñoso—, pero llevo chocolate en el bolso.

Reece soltó un suspiro y dejó caer el trapo en el cubo de agua jabonosa.

—¿Qué clase de chocolate?

—Los cuadraditos envueltos en papel dorado que el hotel pone sobre las almohadas por la noche. María, la encargada de la limpieza, es mi camello.

La sonrisa parecía tan ajena en el rostro de Reece que casi dolía.

—No son malos. Gracias, quizá…

—Reece, ven un momento a mi despacho.

La voz de Joanie’s, cortante y fría, la obligó a sacar la cabeza de debajo del fregadero.

Reece y Linda-Gail intercambiaron una mirada —y la de Linda-Gail estaba llena de compasión— antes de que Reece se levantase y siguiese a Joanie al pequeño despacho.

—Cierra esa puerta. Mi hijo acaba de llamarme. Resulta que el sheriff ha ido al rancho a hacer preguntas. Al parecer, busca a unas personas, sobre todo a una mujer que podría haber desaparecido. Cas no le ha sacado gran cosa, pero no he criado a ningún bobo, así que ha atado cabos.

Se volvió a la pequeña ventana y la abrió de par en par antes de vaciarse el bolsillo de cigarrillos.

—Rick dice que puede que alguien viese que algo le pasaba a esa mujer, que puede que esa persona estuviese en Little Angel y creyese que algo pasaba al otro lado del río. Como yo tampoco soy boba, supongo que ese alguien que pudo ver algo eres tú.

—El sheriff me pidió que no dijese nada hasta que él investigase, pero como no encuentra nada… Vi cómo un hombre mataba a una mujer. Le vi estrangularla y yo estaba demasiado lejos para hacer nada. Y ahora no encuentran nada, como si nunca hubiese ocurrido.

Joanie soltó un torrente de humo.

—¿Qué mujer?

—No sé. No la reconocí. No la vi bien. Ni su cara, ni la de él. Pero vi… Vi…

—No vayas a ponerte histérica —dijo Joanie con voz fría y firme—. Si lo necesitas, siéntate, pero no te pongas histérica.

—De acuerdo. —Reece no se sentó, pero se enjugó las lágrimas con las manos—. Los vi. Vi lo que él le hizo. Fui la única que vio algo.

Las botas de ella golpeando el suelo.

Unas Nike negras de caña alta con tiras plateadas en la puerta del almacén.

Su cazadora negra y su gorra anaranjada de cazador.

Sudadera de color gris oscuro, pistola grande y negra.

—Fui la única que vio algo —repitió—, pero no vi lo suficiente.

—Dijiste que Brody y tú estabais en el sendero.

—Él estaba más abajo y no lo vio. Subió conmigo luego, pero ya no había nada que ver. —En aquella habitación diminuta le faltaba aire; Reece se acercó a la ventana—. No me lo imaginé —añadió.

—¿Por qué iba a pensar que lo imaginaste? Si estabas trastornada por esto, podías haberte tomado el día libre.

—Ya me lo tomé ayer y mira lo que pasó. ¿Te ha dicho Cas… si había alguna mujer alojada en el rancho?

—Todos los que se alojan o trabajan allí están controlados.

—Claro —dijo Reece cerrando los ojos, sin saber si debía sentirse aliviada o aterrada—. Claro que sí.

Después de llamar a la puerta, Linda-Gail asomó la cabeza.

—Lo siento, pero aquí fuera empezamos a estar apurados.

—Diles que se esperen —ordenó Joanie, y luego aguardó a que la puerta volviese a cerrarse—, ¿puedes acabar tu turno?

—Sí. Prefiero tener algo que hacer.

—Entonces ocúpate de la cocina. Mientras tanto, si te comes el coco, pasa de lo que Rick Mardson te diga. Puedes hablar conmigo.

—Gracias. Me siento como si me hubiesen retorcido las tripas.

—No me extraña. Seguro que después de soltarlo te sientes mejor.

—Sí, es cierto. Si te preguntase… Ya se lo he preguntado a Brody, pero el sheriff Mardson y él son amigos… Bueno, si te preguntase a ti, ¿me dirías qué opinión tienes de él como sheriff?

—Lo bastante buena para haber votado por él las dos veces que se ha presentado. Hace una docena de años que los conozco, a Debbie y a él, desde que se trasladaron aquí desde Cheyenne.

—Sí, pero… —Reece se humedeció los labios—. Me refiero a su trabajo como policía.

—En cuanto a eso, hace lo que hay que hacer, sin llamar mucho la atención. Tal vez creas que no hay mucho que hacer en un pueblo de este tamaño, pero te garantizo que todo hijo de vecino tiene un arma en Angel’s Fist. La mayoría más de una. Rick se asegura de que la gente las utilice para cazar y practicar el tiro al blanco. Mantiene el ambiente todo lo pacífico que puedas imaginarte cuando este pueblo rebosa de turistas. Hace su trabajo.

No hacía falta ser un lince para ver que Reece no estaba convencida.

—Deja que te pregunte una cosa —continuó Joanie—. ¿Hay algo más que puedas hacer sobre este asunto aparte de lo que hiciste?

—No lo sé.

—Entonces déjalo en manos de Rick, vuelve a la cocina y haz tu trabajo.

—De acuerdo, supongo que tienes razón. Ah, Joanie, estoy haciendo esa lista, y solo quería mencionar que comprar ajos frescos resultaría a la larga mucho más barato y práctico que comprar el ajo molido.

—Lo tendré en cuenta.

La sopa fue un éxito, así que no tenía sentido pensar que habría quedado más rica si hubiese tenido a mano todos los ingredientes que echaba en falta.

Aquella constante lucha por conseguir la perfección era cosa del pasado. ¿Aún no había aprendido que bastaba con salir adelante? Allí a nadie le importaba si el orégano era fresco o si llevaba seis meses en frascos de plástico.

¿Por qué debía importarle a ella?

Solo tenía que cocinar, servir y cobrar su cheque.

No pertenecía a aquel lugar. En realidad, seguramente había cometido un error al quedarse con el apartamento de arriba. Estaba demasiado cerca. Debería trasladarse de nuevo al hotel.

Mejor aún, debería meter sus cosas en el coche y marcharse.

Nada la retenía allí. Nada la retenía en ninguna parte.

—¡Brody está aquí! —le gritó Linda-Gail—. Ahí tienes la nota. El doctor y él han pedido la sopa.

—Brody y el doctor —masculló Reece—. ¿No es perfecto?

Les serviría sopa, muy bien. Sin problemas.

Mientras la rabia empezaba a burbujear, llenó dos cuencos y los puso en un plato con pan y mantequilla. Y cuando el burbujeo se convirtió en vapor, los llevó a la mesa donde estaban sentados los hombres.

—Aquí tienen su sopa. Y como acompañamiento voy a dejar clara una cosa. No necesito ni quiero ningún examen médico. No estoy enferma. No le ocurre nada a mi vista. No me dormí en el sendero y no soñé que veía estrangular a una mujer.

La violencia de sus palabras flotando en el aire interrumpió las conversaciones en las mesas cercanas. Por un momento, solo se oyó a Garth Brooks en la máquina de discos.

—Que disfruten de su comida —concluyó Reece antes de volver a la cocina.

Se quitó de un tirón el delantal y cogió su chaqueta.

—Mi turno ha terminado. Me voy arriba.

—Muy bien. —Joanie colocó una hamburguesa sobre la plancha—. Mañana trabajas de once a ocho.

—Conozco mis turnos.

Salió por la puerta de atrás, dio la vuelta hasta el lateral del edificio y subió por la escalera con pasos bruscos.

Una vez en el apartamento, buscó los mapas y las guías de la zona. Ella sola encontraría la forma de llegar. No necesitaba un acompañante; no necesitaba a un hombre que la siguiera para aplacarla y tratarla con aire protector.

Abrió el mapa y contempló cómo caía al suelo desde sus dedos sin fuerza.

Estaba cubierto de rayas dentadas, curvas y manchas rojas. La zona del otro lado del sendero donde se detuvo el día anterior estaba rodeada por docenas de círculos.

Ella no había hecho aquellas marcas. Sin embargo, se miró los dedos como si esperase ver manchas rojas en las yemas. El día anterior el mapa estaba impoluto, y ahora parecía que lo hubieran plegado una y otra vez, pintarrajeado y garabateado en algún código disparatado.

Ella no lo había hecho. No podía haberlo hecho.

Respirando con dificultad, se precipitó al cajón de la cocina y lo abrió de un tirón. Allí, justo donde lo había puesto, estaba su rotulador rojo. Con dedos temblorosos, le quitó la tapa y vio que la punta estaba embotada y aplanada.

Pero antes no lo estaba. Se lo había comprado al señor Drubber hacía pocos días.

Con mucho cuidado volvió a colocar la tapa y dejó el rotulador en el cajón. Cerró el cajón. Luego se volvió con la espalda contra la pared y observó el apartamento.

No había nada fuera de su sitio. Se daría cuenta. Si hubiesen movido un libro un solo centímetro lo sabría. Pero todo estaba exactamente tal como lo había dejado por la mañana. Cuando salió y cerró la puerta con llave.

Había comprobado la cerradura dos veces. Tal vez tres.

Volvió a mirar el mapa que estaba en el suelo. ¿Ella había hecho aquello? En algún momento de la noche, entre las pesadillas y los estremecimientos, ¿se había levantado y había sacado el rotulador del cajón?

En ese caso, ¿por qué no se acordaba?

Se dijo que no importaba y fue a recoger el mapa. Estaba trastornada, era natural. Estaba muy trastornada y había cogido el rotulador para estar segura de que no olvidaría el punto exacto donde había visto el asesinato.

Eso no la convertía en una loca.

Plegó el mapa. Decidió comprar uno nuevo. Tiraría aquel, lo enterraría entre la basura del restaurante y compraría uno nuevo. Solo era un mapa. No valía la pena preocuparse.

Pero cuando oyó pisadas en la escalera se lo metió a toda prisa, sintiéndose culpable, en el bolsillo del pantalón.

La llamada fue enérgica y, sí era capaz de interpretar el sonido del golpear de unos nudillos contra la madera, irritada. Supo que era Brody quien estaba al otro lado de la puerta.

Se tomó un momento para asegurarse de que estaba lo bastante tranquila y luego fue a abrir.

—¿Estás lista?

—He cambiado de opinión. Voy a ir sola.

—Muy bien. Hazlo. —Pero la empujó con suavidad hasta obligarla a retroceder un paso y a continuación cerró la puerta tras de sí de un portazo—. No sé por qué me molesto —continuó—. No he llevado al doctor a rastras al restaurante para que te echase un vistazo. ¿Por qué demonios habría de hacerlo? Resulta que va a comer allí varias veces por semana, cosa que, si no eres ciega y estúpida, habrás visto con tus propios ojos. También resulta que, si coincidimos allí, a veces nos sentamos juntos. A eso se le llama ser sociable. ¿Estás contenta?

—No. No demasiado.

—Mejor, porque seguramente lo que viene a continuación te pondrá como una moto. Rick ha hecho algunas investigaciones. En eso consiste su trabajo, que yo sepa. Así que el rumor se está difundiendo. El doctor me ha preguntado si sabía algo. Intentaba decidir si se lo contaba o no hasta que has servido la sopa. Una sopa riquísima, por cierto, aunque estés como una cabra.

—Me pasé tres meses en un hospital psiquiátrico. Oír que estoy como una cabra no hiere mis sentimientos.

—Tal vez deberías haberte pasado allí unas cuantas semanas más.

Reece abrió la boca y la cerró. Luego fue hasta el diván y se sentó. Y se echó a reír. Siguió riendo mientras se deshacía la cola de caballo y el pelo le caía suelto sobre la espalda.

—¿Por qué es un consuelo? ¿Por qué demonios esa clase de respuesta grosera e inadecuada es más fácil de oír que todos los «pobrecita» y los «bueno, bueno, ya pasó todo?». Puede que esté como una cabra. Puede que haya perdido el juicio.

—Tal vez deberías dejar de tenerte lástima.

—Creía haberlo hecho, pero me parece que no. Gente con buenas intenciones, gente que se preocupaba por mí, una fila de médicos o psiquiatras cada vez que parpadeaba.

—Yo no tengo buenas intenciones. Yo no te quiero.

—Lo recordaré la próxima vez —respondió Reece mientras dejaba el coletero sobre la mesita junto al diván—. ¿Aún estás dispuesto a llevarme allí?

—De todos modos, ya he perdido el día.

—Muy bien.

La muchacha se levantó para ir a buscar su mochila.

Brody se quedó junto a la puerta y observó cómo comprobaba el contenido. Cerró la cremallera. La abrió. Volvió a comprobar el interior. Le pareció adivinar que, después de cerrar la cremallera por segunda vez, por un momento Reece estuvo a punto de volver a abrirla.

Cuando él abrió la puerta, la muchacha salió y cerró con llave. Luego se quedó un momento mirando la puerta.

—Adelante, comprueba que has cerrado con llave. No tiene sentido que empieces a preocuparte y a obsesionarte cuando nos hayamos marchado.

—Gracias.

Reece lo comprobó, le dedicó una breve mirada de disculpa y a continuación volvió a comprobarlo antes de obligarse a bajar por la escalera.

—He mejorado —le dijo—. Antes tardaba veinte minutos en salir de una habitación. Y eso tomando ansiolíticos.

—Gracias a la química se vive mejor.

—No tanto. Las píldoras me dejan… ausente. Más de lo que pueda parecerte.

Antes de subir al coche, comprobó el asiento trasero.

—Durante un tiempo no me importó sentirme ausente, pero prefiero tomarme la molestia de asegurarme de las cosas a tomar una píldora.

Se abrochó el cinturón de seguridad y lo verificó.

—¿No te interesa por qué estuve en un hospital psiquiátrico?

—¿Vas a contarme tu vida?

—No, pero supongo que, ya que te he metido en esto, deberías conocer una parte.

Brody se desvió de la curva para tomar el camino que bordeaba el lago y salía del pueblo.

—Ya conozco una parte. El sheriff comprobó tus antecedentes.

—Él… —Reece se interrumpió para reflexionar—. Supongo que es lógico. Nadie me conoce, y de pronto digo que he visto un crimen.

—¿Cogieron al tipo que te disparó?

—No —respondió ella con mirada ausente mientras levantaba la mano de forma automática para frotarse el pecho—. Creen que identificaron a uno de ellos, pero murió de sobredosis antes de que pudiesen interrogarle. Había más de uno no sé cuántos, pero más de uno. Por fuerza.

—Ya.

—Doce personas. Personas con las que trabajé o para las que cociné y que me importaban. Todas muertas. Yo también debería haber muerto. Esa es una de las cosas en las que pienso. Por qué yo sobreviví y ellos no. ¿Qué sentido tiene eso?

—Te tocó la lotería.

—Es posible. Puede que sea así de frío. —Reece se preguntó si el frío resultaba un consuelo—. No consiguieron más que dos mil dólares. La gente suele pagar con tarjeta de crédito cuando sale a cenar. Dos mil dólares y lo que había en las carteras y los bolsos. Algunas joyas… Nada especial. Vino y cerveza. Teníamos una buena bodega de vinos. Pero no murieron por eso. Nadie les habría detenido, nadie se habría metido con ellos. No por dinero, vino y unos cuantos relojes.

—¿Por qué murieron?

Reece fijó la vista en las montañas, tan poderosas, tan salvajes contra el azul lechoso del cielo.

—Porque los que entraron así lo decidieron. Para pasarlo bien. Una matanza por diversión. Se lo oí decir a los policías. Trabajaba allí desde los dieciséis años. Crecí en Maneo’s.

—Empezaste a trabajar a los dieciséis… Debías de ser de esas chicas que hacen lo que les da la gana.

—Tuve mis momentos, pero quería trabajar. Quería trabajar en un restaurante. Ponía las mesas y cocinaba los fines de semana, durante el verano y en las vacaciones. Me encantaba. —Podía verlo como si no hubiese pasado el tiempo. El ajetreo en la cocina, el ruido de los platos al otro lado de la puerta de batiente, las voces, los olores—. Era mi última noche. Iban a darme una pequeña fiesta de despedida. Se suponía que era una sorpresa, así que estaba perdiendo el tiempo en la cocina para que pudiesen prepararlo todo. Hubo gritos, disparos y ruido de cristales rotos. Creo que por un momento me quedé desconcertada. No se oían gritos y disparos en Maneo’s, era un agradable restaurante familiar. Sheryl Crow.

—¿Cómo?

—En la radio de la cocina sonaba Sheryl Crow. Cogí mi teléfono móvil, al menos así lo recuerdo. Y se abrió la puerta. Empecé a volverme, o quizá eché a correr. En mi mente, cuando lo pienso, o en los sueños, veo la pistola y la sudadera con capucha de color gris oscuro. Eso es todo. Veo eso, me caigo al suelo, y entonces surge el dolor. Dos veces, dijeron. Una en el pecho; la otra bala me rozó la cabeza. Pero sobreviví.

Cuando hizo una pausa, Brody la miró un instante.

—Continúa.

—Me caí hacia atrás, contra el armario. Productos de limpieza. Había estado guardando productos de limpieza en el armario, y me caí dentro. Los policías me lo dijeron después. No sabía dónde estaba. Me despabilé un poco. Me sentía atontada y confusa. Tenía frío. —Volvió a frotarse los pechos con la mano—. No podía respirar con aquel peso en el pecho, aquel dolor horrible. Me faltaba el aire. La puerta seguía abierta, no del todo, solo unos centímetros. Oí voces, y al principio traté de pedir ayuda. Pero no pude. Por suerte, no pude. Oí llanto y gritos, y también carcajadas. —Bajó la mano hasta el regazo, muy despacio—. Entonces no pensé en pedir ayuda. Solo pensé en no hacer ruido, ningún ruido, para que no viniesen a mirar, no viniesen a matarme. Algo se derrumbó. Mi amiga, mi ayudante, cayó al otro lado de la puerta. Ginny. Ginny Shanks. Tenía veinticuatro años. Tenía novio desde el mes anterior, desde el día de San Valentín. Iban a casarse en octubre. Yo iba a ser su dama de honor. —Al ver que Brody no decía nada, Reece cerró los ojos y siguió—. Ginny cayó; pude verle la cara a través de la rendija de la puerta. La tenía magullada y ensangrentada; debían de haberle pegado. Lloraba y suplicaba. Y nuestras miradas se encontraron durante un segundo. Creo que así fue. Entonces oí el disparo, y ella sufrió una sacudida. Solo una, como una marioneta que cuelga de unos hilos. Sus ojos cambiaron. En un instante, la vida había desaparecido. Uno de ellos debió de darle una patada a la puerta, porque se cerró. Todo estaba negro. Ginny estaba allí mismo, al otro lado de la puerta, y no pude hacer nada por ella. Por ninguno de ellos. No podía salir. Estaba en mi ataúd, enterrada viva, y todos estaban muertos. Eso es lo que pensé. La policía me encontró. Y sobreviví.

—¿Cuánto tiempo pasaste en el hospital?

—Seis semanas, pero no recuerdo para nada las dos primeras, y solo imágenes sueltas de las siguientes. Pero no lo llevé demasiado bien.

—¿Qué es lo que no llevaste demasiado bien?

—El incidente, sobrevivir a él, ser una víctima.

—¿Cuál sería la definición de llevar bien que te disparen, que te dejen por muerta y ver cómo matan a una amiga?

—Responder a la terapia, aceptar que no pude hacer nada para evitar o impedir nada de eso, incluso sentirme agradecida por haberme salvado. Encontrar a Cristo o lanzarme a los placeres de la vida hasta agotarlos —dijo la muchacha en tono impaciente—. No lo sé. Pero no fui capaz de afrontarlo. Sufrí pánico y terrores nocturnos. Sonambulismo, ataques de histeria y luego momentos de letargo. Creo que les oía venir por mí, veía aquella sudadera gris por la calle, en gente desconocida. Sufrí una crisis; de ahí el hospital psiquiátrico.

—¿Te metieron en un psiquiátrico?

—Ingresé por propia voluntad cuando me di cuenta de que no mejoraba. No podía trabajar. No podía comer. No podía hacer nada —explicó frotándose la sien—. Pero decidí marcharme porque comprendí lo fácil que sería quedarme en aquel ambiente controlado. Dejé de tomar las píldoras porque con ellas me sentía casi todo el tiempo atontada, y ya me había pasado largos períodos así.

—O sea que ahora solo eres neurótica y maniática.

—Más o menos. Claustrofóbica, obsesivo compulsiva, con paranoia ocasional y ataques de pánico frecuentes. Tengo pesadillas y a veces me despierto creyendo que todo ocurre de nuevo o puede volver a ocurrir. Pero vi a aquellas dos personas. No me las imaginé. Las vi.

—Muy bien —respondió él mientras aparcaba en el arcén—. Desde aquí iremos caminando.

Reece bajó la primera y, armándose de valor, se sacó el mapa del bolsillo.

—He ido a coger esto cuando estaba cabreada porque creía que le habías hablado de mí al doctor. He subido y he sacado esto porque iba a venir yo sola. —Abrió el mapa y se lo dio—. No recuerdo haberlo llenado de marcas. No lo recuerdo, pero eso no significa que me imaginase lo que pasó ayer. Supongo que tuve un ataque de pánico durante la noche y lo he borrado de mi mente.

—Entonces, ¿por qué me lo enseñas?

—Deberías saber con qué te enfrentas.

Brody miró el mapa un momento y luego lo plegó.

—Vi tu cara ayer cuando bajaste corriendo por el sendero. Si te imaginaste que viste cómo mataban a aquella mujer, estás perdiendo el tiempo en la cocina. Cualquiera que tenga una imaginación tan desbordante debería ser escritor, como yo. Venderías más libros que J. K. Rowling.

—Me crees de verdad.

—Por el amor de Dios, escúchame bien —respondió, poniéndole el mapa en las manos con un gesto brusco—. Si no te creyese, no estaría aquí. Tengo mi propia vida, mi propio trabajo, mi propio tiempo. Viste lo que viste, y es una putada. Ha muerto una mujer, y no puede ser que a nadie le importe una mierda.

Reece cerró los ojos un instante.

—No te tomes esto en el mal sentido, ¿vale?

Se acercó a él, le abrazó y posó ligeramente sus labios en los de él.

—¿En qué mal sentido podría tomármelo?

—En el de cualquier cosa que no sea sincero agradecimiento —dijo mientras se echaba la mochila al hombro—. ¿Conoces el camino?

—Sí, conozco el camino.

Mientras se alejaban de la carretera, ella le echó una mirada rápida.

—Es la primera vez que beso a un hombre desde hace dos años.

—No me extraña que estés loca. ¿Qué te ha parecido?

—Reconfortante.

Brody soltó un bufido.

—Alguna vez, Flaca, tal vez busquemos algo un poco más interesante que reconfortante.

—Tal vez sí.

Reece se obligó a pensar en otra cosa.

—Esta mañana, en uno de mis descansos, me he escapado a la tienda y he comprado tu libro, Jamison P. Brody.

—¿Cuál?

Por los suelos. Mac me ha dicho que era tu primera novela, así que he querido empezar por ella. Ha dicho que le gustó mucho.

—A mí también.

Reece se echó a reír.

—Si me gusta, te lo diré. ¿Te llama alguien por tu nombre de pila?

—No.

—¿Qué significa la «p»?

—Perverso.

—Te pega —comentó Reece humedeciéndose los labios—. Pudieron venir de cualquier parte.

—Dijiste que no vistes mochilas ni equipo.

—No, a lo mejor lo dejaron todo atrás, fuera de mi campo visual.

—Reece, no había huellas en ninguna dirección, salvo las de Rick. Mira —dijo, agachándose—. ¿Ves esto? No soy ningún experto pero me las arreglo. Mis huellas de esta mañana y las de Rick. El terreno está bastante blando.

—Pues no llegaron volando.

—No, pero si él sabía algo de huellas y de excursionismo pudo borrar las suyas.

—¿Por qué? ¿Quién iba a buscar aquí a una mujer muerta si nadie le vio matarla?

—Tú le viste. Y puede que él te viese a ti.

—No miró a su alrededor ni hacia el otro lado en ningún momento.

—No mientras tú estabas mirando. Echaste a correr, ¿no? Y dejaste tus cosas apoyadas en la roca. Puede que te viese cuando te ibas, o que viese tu mochila en la roca. Solo tuvo que sumar dos y dos y cubrió sus huellas. Tardamos dos horas en llegar a mi cabaña, y Rick tardó al menos media hora más en llegar aquí. Más bien una hora más, porque antes habló contigo. ¿Tres horas? Puñeta, cualquiera capaz de distinguir su culo de su codo podría borrar las huellas del paso de un elefante por aquí.

—Me vio —dijo ella, y la garganta se le cerró de golpe ante la idea.

—Puede que te viese y puede que no. En cualquier caso, fue cuidadoso. Lo bastante listo y meticuloso para tomarse su tiempo y eliminar todos los indicios de su presencia y de la de ella.

—Me vio. ¿Por qué no se me ha ocurrido antes? —se preguntó Reece pasándose una mano por la cara—. Cuando llegué donde tú estabas, ya la había arrastrado o se la había llevado a cuestas, o había lastrado el cadáver y lo había arrojado al agua.

—Yo me inclinaría por la primera opción. Se tarda mucho en lastrar un cadáver.

—Entonces se lo llevó.

Reece se detuvo. Allí estaba el río, delante de los árboles y las rocas. Su cuchilla cortaba el cañón de forma que las paredes parecían volar hacía arriba en línea recta. «Como si estuviésemos en una caja —pensó—, con la tapa abierta a la extensión de cielo».

—Desde aquí… —murmuró— se respira tanta soledad… La presencia del río te aísla de todo. Es tan bonito que… ¿de qué podría uno preocuparse?

—Un buen lugar para morir.

—Ningún lugar lo es. Cuando has estado lo bastante cerca, sabes que ningún lugar es bueno para morir. Pero esto es tan imponente… Los árboles, las rocas, las paredes, el agua… Podría haber sido lo último que ella viese, pero no lo vio. Estaba tan furiosa… Creo que no vio nada aparte de a él y su propia rabia. Luego debieron de llegar el miedo y el dolor.

—¿Ves dónde estabas desde aquí?

Reece se acercó al río. «Hoy hace más fresco —pensó—, y no hace tan buen día». El sol no era tan intenso y las nubes eran más densas, torrentes y volutas de blanco sobre azul.

—Allí —dijo Reece, señalando hacia arriba, al otro lado del río—. Me detuve allí, me senté, me comí un bocadillo y bebí agua. El sol era muy agradable, y me gustaba oír el agua. Vi el halcón. Luego los vi a ellos, aquí. —Se volvió hacia Brody—. Como estamos nosotros. Ella estaba de cara a él, así, y él se hallaba de espaldas al agua. Antes he dicho que me parecía que ella solo le veía a él. Supongo que también él la veía solo a ella. Me fijé más en ella porque estaba más agitada. Mucho movimiento. —Reece agitó los brazos para mostrarlo—. Un drama. Se percibía el calor de ella desde el otro lado del río. Echaba humo. Pero él parecía muy controlado, al menos su lenguaje corporal. ¿Me lo estoy inventando? —dijo mientras se presionaba los ojos con los dedos—. ¿Estoy recordando lo que ocurrió o proyectando?

—Sabes lo que viste.

La calma absoluta de su tono la llevó a dejar caer las manos y le calmó los nervios del estómago.

—Sí. Sí que lo sé. Ella movía los brazos y le señalaba con el dedo. Parecía que le dijese: «Te lo advierto». Y le dio un empujón. —Reece plantó las manos en el pecho de Brody y le empujó—. Creo que él dio un paso atrás —dijo en tono seco—. Si no te importa meterte en el personaje…

—De acuerdo —accedió él.

—Él hizo así. —Reece cruzó las manos y las separó—. Pensé: ¡Seguro! Como la señal del árbitro.

—¿Pensaste en el béisbol? —preguntó Brody, divertido.

—Por un segundo. Pero significaba «Ya está bien. Me he hartado». Entonces ella le dio una bofetada.

Cuando Reece echó la mano hacia atrás, Brody la cogió de la muñeca.

—Ya me hago a la idea.

—No iba a pegarte. Él le agarró la mano la primera vez, y luego ella se liberó y volvió a pegarle. Fue entonces cuando él la tiró al suelo de un empujón. Adelante.

—Claro.

Brody la empujó y, aunque ella tuvo que retroceder un poco, no cayó al suelo.

—Debió ser mucho más fuerte. No —dijo Reece levantando las manos cuando él sonrió e hizo el gesto de darle otro empujón—. Ya sigo yo. —Miró hacia atrás para calibrar la distancia hasta las rocas. Reconstruir el crimen no significaba que tuviese que darse un golpe tontamente—. Espera —añadió—. No llevaba mochila. —Reece se quitó la suya, la echó a un lado y se dejó caer en el suelo—. Debió de caer con más fuerza, y creo que se golpeó la cabeza contra el suelo, o tal vez contra estas rocas. Se quedó un momento así. Se le cayó la gorra. Se me olvidó eso. Se le cayó la gorra y, cuando sacudió la cabeza, como si estuviese un poco mareada, hubo un destello. Pendientes. Debía de llevar pendientes. Yo no prestaba suficiente atención.

—Diría que en eso te equivocas. ¿Qué hizo él? ¿Avanzar hacia ella?

—No, no. Ella se levantó enseguida y arremetió contra él. No tenía miedo, estaba cabreada. Muy cabreada. Le chillaba… Yo no la oía, pero la veía. Él la tiró al suelo. Esa vez no hubo empujón. Y cuando cayó, él se puso a horcajadas sobre ella.

Reece se echó y miró a Brody.

—¿Te importaría?

—Desde luego que no. No hay problema.

Colocó un pie a cada lado de Reece.

—Él le ofreció una mano, creo, pero ella no quiso levantarse. Se apoyó en los codos y siguió increpándole. Movía la boca y pude imaginar que le gritaba y le insultaba. Entonces él se agachó.

Brody se puso en cuclillas.

—Él se sentó sobre ella, le echó el peso encima para sujetarla —siguió Reece; Brody hizo lo propio—. ¡Uf! Sí, así fue. No jugaban, no había nada sexual, al menos no me lo pareció. Ella le abofeteaba, y él le sujetó los brazos contra el suelo. ¡No, no lo hagas! —exclamó llevada por el pánico cuando Brody le agarró las muñecas—. ¡No puedo! ¡No!

—Tranquila —dijo él mirándola a los ojos, mientras reducía la fuerza con que la sujetaba—. No voy a hacerte daño. Dime qué pasó a continuación.

—Ella forcejeaba, se retorcía debajo de él. Pero él era más fuerte. La agarró del pelo y le golpeó la cabeza contra el suelo. Luego… luego le puso las manos alrededor del cuello. Ella se resistió, trató de quitárselo de encima, le aferró las muñecas, pero no creo que le quedasen muchas fuerzas. Espera… Con las rodillas, él le sujetó los brazos contra el suelo para impedir que le golpease. ¡También olvidé eso, maldita sea!

—Ahora te has acordado.

—Ella pateó, supongo que tratando de hacer palanca. Golpeó el suelo con los pies y hundió los dedos en la tierra. Luego dejó de moverse. Todo dejó de moverse, pero él mantuvo las manos alrededor de su garganta. Las mantuvo allí, y yo eché a correr. Levántate, ¿vale? Levántate.

Brody se sentó en el suelo, junto a ella.

—¿Alguna posibilidad de que aún estuviese viva?

—Él mantuvo las manos alrededor de su garganta.

Reece se incorporó, dobló las rodillas y apretó la cara contra ellas.

Brody no dijo nada durante unos instantes. El río fluía junto a ellos mientras las nubes proyectaban sombras sobre las rocas y el agua.

—Supongo que eres de esas personas que ven la botella medio vacía.

—¿Cómo?

—Seguramente la botella está más que medio vacía porque el cristal tiene grietas y el agua que hay dentro se está saliendo. Así que presencias esto y piensas: «Oh, Dios mío, me siento culpable, culpable y desesperada. Vi cómo mataban a una mujer y no pude hacer nada para evitarlo. Pobre de ella, pobre de mí» —siguió—. En lugar de pensar: «Vi cómo mataban a una mujer y, si yo no hubiese estado allí en ese momento, nadie habría sabido lo que le pasó».

Reece se había apoyado la barbilla en las rodillas para observarle mientras hablaba, y ahora ladeó la cabeza.

—Tienes razón. Sé que tienes razón, y estoy tratando de verlo de ese modo. Sin embargo, tú no me pareces de los que ven la botella medio llena.

—Medio llena, medio vacía… ¿Cuál es la diferencia? Si hay algo en la puñetera botella, bébetelo.

La muchacha se echó a reír. Sentada en el lugar donde había muerto una mujer el día anterior, Reece sintió que la risa surgía en su pecho y se liberaba.

—Buena filosofía. Ahora mismo, me encantaría que estuviese llena de un buen Pinot Grigio.

Después de apretarse los ojos con las manos, se puso de pie.

—Al reconstruir la escena hemos dejado señales, pisadas —dijo—. Las marcas de los talones de mis botas, tierra aplanada, huellas. No hace falta ser un experto para ver que dos personas han estado aquí y se han peleado.

Brody se alejó varios pasos para romper la rama de un sauce que se agitaba al viento y empezó a pasarla por la tierra removida.

—Es listo —dijo mientras borraba las huellas—. Se la lleva a rastras o a cuestas, lejos del río y del cañón; luego coge de otra zona una rama como esta, vuelve y se asegura de que a ninguno de los dos se le haya caído nada. Hay que tener nervios de acero. —Se enderezó y observó el suelo—. Ha quedado bastante limpio. Un experto tal vez pudiese ver algo, pero yo soy un aficionado. Quizá, si viniese la policía científica encontraría un cabello, pero ¿qué demostraría eso? —Tiró la rama a un lado—. Nada —continuó—. Todo lo que tiene que hacer es borrar las huellas que se alejan de la zona. Por aquí hay muchos sitios donde enterrar un cadáver. Si fuese yo y tuviese coche, lo echaría en el maletero y me iría a otro sitio. A algún lugar donde pudiese tomarme el tiempo necesario para cavar un agujero lo bastante hondo para que los animales no lo desenterrasen.

—Eso no es tener nervios de acero; es ser un témpano de hielo.

—Matar a alguien requiere frío o calor, depende. Pero evitar que te descubran requiere sangre fría. ¿Has visto lo suficiente?

Ella asintió.

—Más que eso.