17

Brody vio las manchas en los puntos de las paredes y el suelo que Reece había tratado de limpiar con la toalla mojada, ahora tirada en la bañera. Imaginó que la toalla sería irrecuperable, algo que la disgustaría cuando estuviese lo bastante tranquila para pensar en ello.

La muchacha había arrancado el dibujo del espejo, en el que habían quedado triángulos rotos de papel y cinta adhesiva, había hecho una bola con él y lo había arrojado a la papelera situada junto al lavabo.

Podía imaginar cómo debía de haber sido aquello para ella. La veía frenética, agarrando la toalla y echándola en el lavabo para empaparla de agua. Frotando, frotando y frotando mientras el agua goteaba y salpicaba, mientras el aliento le brotaba del pecho en forma de jadeos y sollozos.

Y aun así, el mensaje podía leerse claramente, más de una docena de veces.

¿SOY YO?

—No recuerdo haberlo hecho.

Brody continuó observando las paredes sin volverse a mirarla.

—¿Dónde está el rotulador rojo?

—No… no lo sé. Debo de haberlo guardado.

Ofuscada por el dolor de cabeza y las lágrimas, fue a la cocina y abrió un cajón.

—No está.

Llevada por otro arrebato de desesperación, revolvió el interior del cajón y luego abrió de un tirón otro, y otro más.

—Para.

—No está. Me lo habré llevado y lo habré tirado por ahí. No me acuerdo. Igual que las otras veces.

Los ojos de Brody la miraron con más atención, pero habló con la misma voz de antes, tranquila y firme.

—¿Qué otras veces?

—Creo que voy a vomitar.

—No vas a vomitar.

Reece cerró de golpe el cajón, y sus ojos, enrojecidos de tanto llorar, despidieron chispas.

—No me digas lo que voy a hacer y lo que no.

—No vas a vomitar —repitió él mientras se le acercaba y la tomaba por el brazo—, porque no me has hablado de las otras veces. Vamos a sentarnos.

—No puedo.

—Vale, pues nos quedaremos de pie. ¿Tienes coñac?

—No quiero coñac.

—No te he preguntado lo que quieres.

Brody se puso a abrir armarios hasta que encontró una botella pequeña.

En otras circunstancias, Reece habría considerado que servir el coñac en un vaso de agua era una ordinariez.

—Bébetelo, Flaca.

Aunque enojada y dominada por la desesperación, Reece sabía cuándo resultaba inútil discutir. Cogió el vaso, se bebió los dos dedos de coñac de un trago y se estremeció.

—El dibujo. Podría ser yo.

—¿Cómo se te ocurre?

—Si me lo imaginé… Yo he sufrido la violencia.

—¿Te han estrangulado alguna vez?

—Bueno, adoptó otra forma —dijo; apoyó el vaso con un ruido seco—. Alguien trató de matarme una vez, y me he pasado los dos últimos años temiendo que vuelvan a intentarlo. Hay una semejanza entre el dibujo y yo.

—Sí, os parecéis en que las dos sois mujeres y tenéis el pelo largo y oscuro. Al menos, tú lo tenías.

Frunciendo un poco el ceño, alargó el brazo para tocarle las puntas del cabello, que ahora quedaban unos centímetros por encima de sus hombros.

—No es tu cara —añadió.

—Pero no la vi muy bien.

—Pero la viste.

—No estoy segura.

—Yo sí.

Como sabía que Reece no tendría café, abrió la nevera y tuvo una agradable sorpresa al ver que había comprado varias cervezas de su marca preferida. Sacó una y la abrió.

—Viste a esas dos personas junto al río —dijo.

—¿Cómo puedes estar seguro? Tú no los viste.

—Te vi a ti. Pero volvamos a lo otro. ¿Cuáles son esas cosas que no recuerdas?

—No recuerdo haber marcado mi mapa de montaña, abrir mi puerta en mitad de la noche, poner los puñeteros cuencos en el ropero y mis botas de excursión en el armario de la cocina. Ni meter mí ropa en el petate. Y otras cosas, pequeñas cosas. Tengo que volver.

—¿Volver adónde?

Se frotó el rostro con las manos.

—No estoy mejorando. Necesito volver al hospital.

—Eso es una gilipollez. ¿Qué es eso de que metiste tu ropa en el petate?

—Volví a casa una noche, cuando fui a Claisy’s con Linda-Gail, y todas mis cosas estaban en el petate. Debí de hacerlo por la mañana o en alguno de mis descansos. No lo recuerdo. Y una vez la linterna que guardo junto a la cama estaba en la nevera.

—Yo una vez encontré en la mía mi cartera.

Reece suspiró.

—No es lo mismo. Yo no dejo las cosas fuera de su sitio. Nunca. Al menos… no cuando soy consciente, no cuando estoy sana. Desde luego, no es normal para mí sacar los cuencos de la cocina y trasladarlos al estante del ropero. No coloco las cosas fuera de su lugar porque no puedo funcionar si no sé con exactitud dónde está todo. Y la cuestión es que no funciono.

—Más gilipolleces —contestó Brody mientras hurgaba distraído en la bolsa de la compra—. ¿Qué son todas estas hojas y hierbas?

—Verduras —dijo ella frotándose la sien en un intento de borrar el dolor de cabeza—. Tengo que irme. Eso es lo que me estaba diciendo a mí misma cuando llené el petate. Eso es lo que debí de pensar en el sendero, cuando fingía que todo volvía a la normalidad.

—Viste cómo asesinaban a una mujer mientras estabas en el sendero. Eso no es tan normal. En aquel momento tuve dudas, pero ahora…

—¿Las tuviste?

—No dudé de que los hubieses visto, sino de que estuviese muerta. Era posible que se hubiese levantado y se hubiese marchado por su propio pie. Remotamente posible. Pero está tan muerta como Elvis.

—¿Me estás escuchando? ¿Has visto lo que he hecho ahí? —preguntó, señalando el baño.

—¿Y si no lo has hecho tú?

—¿Quién demonios iba a hacerlo? —estalló ella—. No estoy bien, Brody, por el amor de Dios. Imagino crímenes y escribo en las paredes.

—¿Y, si no es así? —volvió a decir Brody en el mismo tono implacable—. Escucha, me gano la vida bastante bien con los «y si». ¿Y si viste exactamente lo que dijiste?

—¿Y que si es así? Eso no cambia lo demás.

—Lo cambia todo. ¿Has visto alguna vez Luz que agoniza?

Ella se quedó mirándole.

—Estás tan loco como yo. Puede que sea eso lo que me atrae de ti. ¿Qué puñetas tiene que ver Luz que agoniza con que yo vuelva a sufrir amnesia y llene el baño de garabatos?

—¿Y si no fuiste tú quien llenó el baño de garabatos?

Le dolía la cabeza; tenía el estómago irritado. Estaba demasiado cansada para caminar hasta una silla, así que se sentó en el suelo y apoyó la espalda contra el frigorífico.

—Si crees que alguien está haciendo de Charles Boyer conmigo, sí que estás tan loco como yo.

—¿Qué te asusta más, Reece? —preguntó él, agachándose para situarse a su altura—. ¿Creer que tienes otra crisis o que alguien quiere que lo creas?

El interior de la muchacha era un puro temblor.

—No lo sé.

—Entonces, vamos a hacer suposiciones. Pudiera ser que vieses cómo asesinaban a una mujer, un acto que nadie más presenció. Lo denunciaste y corrió el rumor. Pudiera ser que el asesino oyese ese rumor… o, como pensamos el otro día, te viese. Cubrió sus huellas, claro, pero el riesgo de que lo descubrieran seguía existiendo.

—Porque hubo un testigo —susurró Reece.

—Sí, pero el único testigo tiene un historial de problemas psicológicos originados por un caso de violencia. El asesino puede aprovechar eso. De todos modos, no todo el mundo cree a la testigo. Es nueva en el pueblo, un poco inestable… Pero, como se muestra persistente, ¿por qué no empujarla un poco más hacia la inestabilidad?

—Sí, pero ¿por qué no pegarme un tiro en la cabeza y acabar con el problema?

—Si hay otro crimen, la gente empezará a tomarte en serio.

—A título póstumo.

—Desde luego.

«Aún conserva algo de su temple de acero —pensó—. Puede que tenga un par de abolladuras, pero aguantará».

—Pero si le da un sutil empujoncito, lo más probable es que o tenga una crisis y eche a correr desnuda por la calle, o salga huyendo y pase su crisis en otro sitio. En cualquier caso, es probable que nadie le dé crédito como testigo de un asesinato.

—Pero eso es…

—¿Una locura? No, no lo es. Es propio de alguien muy inteligente y sereno.

—Entonces, en lugar de creer que soy un completo desastre emocional y mental, quieres que crea que un asesino me sigue los pasos, entra en mi apartamento y trata de hacerme luz de gas.

Él tomó otro trago de cerveza.

—Es una teoría.

Al asimilar las palabras de Brody, a Reece se le secó la garganta.

—La primera opción es más fácil. Al fin y al cabo, se trata de haber estado ahí y haber hecho eso.

—Claro que sí, pero tú no eres de las que toman el camino más fácil.

—Es raro que le digas eso a alguien que lleva casi un año huyendo de todo, incluso de sí misma.

—Si es así como lo ves, tal vez estés un poco tocada.

Brody se incorporó y luego alargó una mano para ayudarla a levantarse. Tras vacilar un momento, ella la tomó y se enfrentó a él.

—¿Cómo lo ves tú?

—Veo a una mujer que sobrevivió. Todos sus amigos, a los que consideraba su familia, fueron asesinados, uno de ellos delante de sus propios ojos. Le dispararon y la dejaron por muerta. Quedó atrapada en la oscuridad, sangrando. Todo lo que ella conocía y quería le fue arrebatado sin ton ni son, así que perdió la seguridad y estuvo a punto de perder lo que algunos llamarían la «cordura». Está aquí dos años después porque, paso a paso, a su propio ritmo, ha luchado por volver. Creo que es una de las personas más fuertes que conozco.

La respiración de Reece se oía entrecortada.

—Me parece que no sales mucho.

—Ahí lo tienes. ¿Lo ves? —contestó él, esbozando una sonrisa y dándole un golpecito en la frente con un dedo—. Coge lo que necesites; más vale que pases esta noche en mi casa.

—No puedo asimilar esto.

—Lo harás —dijo mientras hurgaba dentro de la bolsa de la compra—. ¿Esto es la cena?

—¡Oh, mierda! ¡Las vieiras!

Brody comprendió que se había recuperado cuando se precipitó hacia la bolsa y metió la mano.

—Gracias a Dios pedí que las metieran en la bolsa con un paquete de hielo. Aún están frías. Una de las ventajas de tener el termostato bajo.

—Me gustan las vieiras.

—A ti te gusta todo lo que se pueda comer. —Se aferró a la encimera y cerró los ojos—. No permitas que me derrumbe. No lo permitas.

—Te dije que las mujeres histéricas me fastidian.

—Me dijiste que las neuróticas te resultaban excitantes.

—Es verdad. Hay una diferencia entre la histeria y la neurosis, pero la verdad es que no eres lo bastante neurótica para mí, así que voy a aprovecharte hasta que aparezca algo mejor.

Reece se frotó los enrojecidos ojos.

—Me parece justo.

—Cuando aparezca, podrás seguir cocinando para mí.

—Gracias —dijo Reece; dejó caer las manos y lo miró—. Cuando me he echado a llorar, me has abrazado. Menudo fastidio debe de haber sido para ti.

—No estabas histérica, estabas dolida. Pero no te acostumbres.

—Te quiero. Estoy enamorada de ti.

Durante diez segundos completos Reece no oyó absolutamente nada. Y cuando él habló, captó en su tono una pizca de miedo mezclada con el fastidio.

—Maldita sea, ninguna buena acción queda impune.

Reece soltó una carcajada. Y su calidez le calmó la garganta irritada, los nervios irritados.

—Ya lo ves. Debo de haber perdido el juicio. No te preocupes por lo que he dicho, Brody. —Se volvió y observó que él la miraba con el mismo respeto cauto que un hombre muestra por una bomba de relojería—. Debajo de todas las neurosis, soy una mujer inteligente y moderna. No eres responsable de mis sentimientos ni estás obligado a corresponder. Pero cuando has vivido lo que he vivido yo, aprendes a no dar nada por sentado. Ni el tiempo, ni a las personas, ni los sentimientos. Mi psiquiatra me animó a llevar un diario —continuó mientras metía lo necesario en una bolsa—. A reflejar mis sentimientos y mis emociones en un papel. Eso me ha ayudado a expresarlos. Como ahora, por ejemplo.

—Estás confundiendo la confianza, un sentimiento de inmerecida gratitud, y la química que hay entre nosotros.

—Puede que tenga la cabeza hecha un lío, pero tengo el corazón en su sitio. Si te asusta, puedo llamar a Linda-Gail y quedarme con ella hasta que decida qué hacer.

—Coge tus cosas —dijo él en tono brusco—, y lo que necesites para cocinar todo esto.

Reece no estaba enamorada de él. Y a Brody le preocupaba que creyese lo contrario. Allí estaba él, tratando de ayudarla —probablemente su primer error— y ahora ella lo complicaba todo. «Como todas las mujeres —pensó—, poniendo ataduras por todas partes».

Aquellas ataduras le ahogaban.

Al menos ahora no hablaba de eso, ni se ponía enferma por lo que había sucedido en su apartamento.

Como Brody esperaba, preparar la cena la calmó. El hecho de ponerse a escribir tenía en él el efecto de un bálsamo, así que conocía el proceso. Te dejabas absorber por el trabajo y te liberabas de lo que te inquietaba.

Pero Reece debería volver al terreno pantanoso de los hechos. Si su teoría resultaba acertada, la muchacha tenía problemas.

—¿Quieres vino? —le preguntó Brody.

—No, gracias. Tomaré agua —respondió ella mientras disponía las verduras aliñadas en unos platitos, acompañadas de unos rizos de zanahoria cruda—. El resto todavía tardará unos minutos, así que podemos empezar por esto.

Brody se dijo que había comido más ensalada en las dos últimas semanas con ella que en los seis meses anteriores.

—A Joanie le va a dar un ataque cuando vea ese cuarto de baño.

—Pues píntalo.

Reece pinchó la ensalada.

—¿Cómo voy a pintar las baldosas y el suelo?

—Ya. Mac debe de tener algún disolvente o algo parecido para limpiarlo. Esa casa no es ninguna maravilla, Flaca. De todas formas, necesitaba arreglos.

—Me queda una brizna de esperanza. Tuve amnesia y lapsus de memoria. No he vuelto a tenerlos desde hace más de un año, bueno, al menos que yo recuerde, pero he sufrido las dos cosas.

—Eso no significa que las sufras ahora. En las últimas dos semanas he pasado mucho tiempo contigo. No te he visto tener amnesia ni sonambulismo, ni te has liado a redecorar las paredes de la cabaña con mensajes de tu subconsciente. No te he visto hacer nada raro, aparte de reorganizar los cajones de mi cocina.

—Organizar —corrigió ella—. Para reorganizarlos, antes debería haber habido en ellos algo parecido a la organización.

—Tarde o temprano yo siempre encontraba las cosas —dijo Brody mientras comía más ensalada; para algo estaba allí, y además estaba muy buena—. ¿Alguien en Joanie’s ha mencionado que hayas hecho algo extraño?

—A Joanie le pareció muy raro mi empeño en conseguir otra para la minestrone.

—Es que esa es una verdura muy rara. Cuándo te pasaban esas cosas en Boston, ¿estabas siempre sola?

Reece se levantó para dar los últimos toques al resto de la comida.

—No. Lo que me hacía sentir peor era que podía ocurrir en cualquier parte y en cualquier momento. Cuando salí del hospital, la primera vez, me fui a casa de mi abuela. Ella me llevó de compras. Al cabo de unos días, encontré un horrible jersey marrón en el cajón y le pregunté de dónde había salido. Por su forma de mirarme me di cuenta de que pasaba algo, y cuando insistí me dijo que lo había comprado yo. Que habíamos hablado de ello porque ella sabía que no era mi estilo. Por lo visto les dije a ella y al dependiente que tenía que comprármelo porque era a prueba de balas. —Dio la vuelta a las vieiras con un hábil movimiento de la muñeca—. Otra vez, mi abuela entró en mi habitación a media noche porque oyó mucho ruido. Estaba cerrando las ventanas con clavos. No recuerdo haber ido a buscar el martillo ni los clavos. Me di cuenta de lo que estaba haciendo cuando me abrazó y se echó a llorar.

—Ambos incidentes me parecen medidas de defensa. Estabas asustada.

—Asustada es poco. Hubo otros terrores nocturnos en los que oía el ruido de los cristales, los disparos y los gritos. Intenté derribar puertas. Una noche, durante uno de ellos, salí por la ventana, la misma que intenté cerrar con clavos. Un vecino me encontró de pie en la acera, en camisón. No sabía dónde estaba ni cómo había llegado hasta allí. —Colocó un plato delante de Brody—. Fue entonces cuando ingresé en el hospital. Esto podría ser una recaída.

—Ya, y solo ocurre cuando estás sola. ¡Qué práctico! No me lo trago. Trabajas en Joanie’s ocho horas, cinco o seis días por semana. Pasas tiempo conmigo y con Linda-Gail. Pero no has tenido… ¿Cómo lo llamaríamos?… una crisis salvo en tu propio apartamento, cuando estás sola. Luz que agoniza.

—¿Tú eres Joseph Cotten?

—Me gustan las mujeres que conocen a los clásicos —le dijo él rozándole la mano con los dedos—. Se me ocurre otro. La ventana indiscreta.

—James Stewart está inmovilizado, con una pierna rota, y presencia un crimen en otro piso a través del patio de luces —dijo Reece, pensativa, mientras se sentaba con su plato—. Nadie más lo ve, nadie le cree. Ni siquiera Grace Kelly. Ni su amigo el policía… lo tengo en la punta de la lengua…

—Wendell Corey.

—Ese mismo. Ni la siempre encantadora Thelma Ritter. Nadie cree que Raymond Burr haya matado a su mujer.

—No hay ninguna prueba de lo que dice nuestro héroe. No hay cadáver, no hay señales de lucha, no hay sangre. Además, últimamente James Stewart se comporta de forma un poco extraña.

—Así pues, en tu mundo, estoy atrapada en una mezcla de Luz que agoniza y La ventana indiscreta.

—Ten cuidado con los tipos que se parezcan a Perry Mason o tengan acento francés.

—Consigues que me sienta mejor. Hace un par de horas… —se interrumpió, apretándose los ojos con los dedos— lloraba acurrucada en el suelo. Solo me faltaba chuparme el pulgar. Volví a estar abajo del todo.

—No, solo has resbalado unos pocos peldaños y has vuelto a subir. Eso es ser valiente. —Reece dejó caer las manos.

—No sé qué hacer.

—Ahora mismo deberías comerte las vieiras. Están de puta madre.

—Vale.

Tomó un bocado y, por supuesto, él tenía razón. Estaban de puta madre.

—He ganado un kilo y medio.

—Nada menos que un kilo y medio. ¿Dónde diablos guardé el confeti?

—Eso es porque estoy cocinando más. No solo en Joanie’s, sino aquí. Como ahora.

—Cuenta conmigo para lo que quieras.

—Hago el amor con regularidad.

—Te repito que cuentes conmigo para lo que quieras.

—Me he cortado y arreglado el pelo.

—Ya me he fijado.

Reece ladeó la cabeza. Si tenía que arrancar muelas, sacaría los alicates.

—Bueno, ¿te gusta o no?

—No está mal.

—Oh, por favor, para —dijo ella, agitando una mano—. ¿Tienes que ser tan efusivo con los piropos?

—Soy un tipo efusivo.

Reece se pasó los dedos por el pelo.

—A mí me gusta. Si no te gusta deberías decirlo y ya está.

—Si no me gustase, lo diría. O diría que si quieres ir por el mundo con un peinado horroroso es tu problema.

—Eso es justo lo que dirías —contestó ella—. Estar contigo me ha hecho mucho bien. Me gusta estar contigo y hablar contigo. Me gusta cocinar para ti y dormir contigo. Me siento más como… No diré que como era antes, porque no se puede volver atrás.

—Tal vez no hay por qué hacerlo.

—Sí, tienes razón. Desde que estoy contigo me siento más bien como la persona que esperaba llegar a ser. Pero ambos sabemos que sería más inteligente y sensato para ti y para mí mantener las distancias.

Al otro lado de la mesa, Brody frunció el ceño mientras cortaba una vieira.

—Oye, si tiene algo que ver con eso de que crees estar enamorada de mí, y te parece que eso lo dificulta todo…

—No —le interrumpió ella mientras tomaba muy despacio otro bocado de vieira—. Deberías considerarte afortunado de que esté enamorada de ti, aunque mi salud mental sea cuestionable. Estoy segura de que muchas mujeres te encuentran sexualmente atractivo, pero se hartarían de tu carácter caprichoso.

—Caprichosos son los niños de tres años.

—Exacto. Esto no tiene que ver con mis sentimientos hacia ti, sino con la situación. Si estoy sufriendo una recaída, no soy una buena apuesta ni en la más intrascendente de las relaciones. Si tienes razón y hay, bueno, fuerzas exteriores, soy una apuesta aún peor.

Brody cogió su cerveza y le dio un trago sin dejar de mirar a Reece.

—Si estás chiflada y yo me echo atrás, quiere decir que no soy capaz de enfrentarme a las dificultades. Si alguien trata de hacerte creer que estás chiflada, lo mismo. Y me pierdo la posibilidad de resolverlo. Además, no pienso renunciar a la comida ni al sexo.

—Me parece bien. Pero si más tarde cambias de opinión, no te lo reprocharé.

Reece alargó el brazo para coger la jarra en la que había puesto agua mineral con finas rodajas de limón.

Brody le cogió la mano a través de la mesa y esperó a que le mirase.

—No se trata solo de comida y sexo. Tengo… —«¿Qué? ¿Sentimientos?», se preguntó. En la palabra «sentimientos» cabía cualquier cosa—. Me importa lo que te pase —acabó.

—Ya lo sé.

—Me alegro. Así no hará falta que nos pasemos la próxima hora y media analizándolo y diseccionándolo todo.

La mano de ella era suave y delicada. Brody la apoyó en la mesa pero no apartó la suya.

—Lo resolveremos, Reece.

Y justo en ese momento, con la cálida mano de él sobre la de ella, Reece le creyó.

Cuando hubieron cenado y arreglado la cocina, cuando ella estaba sentada con el té que le gustaba, Brody intentó el siguiente paso.

—¿Estarás bien aquí sola durante una hora?

—¿Por qué?

—He pensado ir a buscar a Rick y echar un vistazo en tu casa.

—No lo hagas. —Sacudió la cabeza y fijó la vista en las llamas del fuego encendido en la sala de estar—. Rick no me cree. Ha hecho lo que estaba obligado a hacer, y lo ha hecho lo mejor posible. Pero no me cree. Esta mañana he pasado por su oficina y he visto a Debbie y a Hank. Y cuando he sacado el dibujo y he comentado que lo enseñaría en Jackson Hole, en sus caras solo he visto compasión.

—Si alguien ha entrado en tu casa…

—Si lo han hecho, nunca podremos demostrarlo. ¿Cómo iban a entrar? He instalado un cerrojo.

—Los cerrojos se fuerzan. Las llaves se copian. ¿Dónde guardas las llaves?

—En el bolsillo interior del bolso.

—¿Y cuando trabajas?

—En el bolsillo interior del bolso y, si no lo llevo, en el bolsillo de la chaqueta. El bolsillo derecho porque soy diestra, para más detalles.

—¿Dónde dejas el bolso y la chaqueta cuando estás trabajando?

—En el despacho de Joanie. Tiene una copia de las llaves en un armario de la pared. A este paso llegaremos a la conclusión de que confundí a Joanie con un hombre, mató a su amante lesbiana y se cuela en mi apartamento para atormentarme.

—Cualquiera podría colarse en el despacho, hacer un molde de la llave y encargar una copia.

La taza tembló en la mano de Reece antes de que la apoyase.

—¿Crees que es alguien del pueblo?

—Es posible, pero también podría ser alguien que se alojaba en la zona cuando eso ocurrió y que decidió quedarse cuando se supo que viste algo.

—Pero nadie ha reconocido a la mujer.

—No he dicho que ella fuese de aquí, ni de los alrededores.

Reece se recostó en su asiento.

—No, no lo has dicho. Supongo que he dado por supuesto que si ella no era de por aquí, él tampoco.

—Puede que sí y puede que no. Podría ser alguien del pueblo o que venga con cierta frecuencia. O alguien que estuviera acampado en la zona para cazar o hacer piragüismo. Alguien que sabe cubrir sus huellas, lo que en mi opinión elimina a los urbanitas. ¿Quién sabía que hoy pasarías fuera casi todo el día?

—¿Quién no lo sabía?

—Sí, claro, así son las cosas. Deberíamos analizar la secuencia de los acontecimientos —consideró él—. Has dicho que llevas un diario.

—Así es.

—Le echaré un vistazo.

—Por encima de mi cadáver.

Él empezó a fruncir el ceño pero acabo sonriendo.

—¿Salgo yo?

—Claro que no. ¿A quién se le ocurre que una mujer escriba en su diario sobre un hombre que la atrae y sobre las proezas sexuales de los dos? Eso es ridículo.

—Tal vez podría leer solo lo de las proezas sexuales, para asegurarme de que no has olvidado ningún detalle.

—No me olvido. Le daré un repaso y apuntaré las fechas y las horas, si las anoté, en que ocurrieron las cosas.

—Bien, pero esta noche no; estás hecha polvo. Vete a la cama.

—Podría tumbarme aquí durante unos minutos.

—Entonces tendría que subirte cuando te durmieras. Me voy al estudio a trabajar un poco.

—¡Oh! —exclamó ella mirando la puerta principal—. Muy bien, quizá…

—Antes comprobaré que todo está cerrado. Sube a la cama, Flaca.

Era una tontería fingir que no estaba agotada, así que se puso en pie.

—Mañana me toca el turno del desayuno. Intentaré no despertarte cuando me levante.

—Es un detalle.

—Gracias por el hombro, Brody.

—No has utilizado mi hombro.

Ella se inclinó y le dio un beso.

—Sí que lo he utilizado. Un par de docenas de veces, solo esta noche.

Reece sabía que él cumpliría su palabra y comprobaría que todo estuviera cerrado. Mientras se preparaba para acostarse, oyó sus pisadas en la escalera. Al asomar la cabeza vio que la luz del estudio estaba encendida y oyó el ligero repiqueteo del teclado.

Saber que él estaba allí le permitía acostarse con la puerta del dormitorio abierta.

Saber que él estaba allí le permitía cerrar los ojos y dormir.