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Los Señores del Dominio se hallaban debajo de la cúpula del cielo y contemplaban las estrellas y la infinita y eterna oscuridad que las unía; eran conscientes de su pequeñez y, al mismo tiempo, de su grandeza, porque estaban hechos de estrellas y de oscuridad.

Un hombre anciano salió de la oscuridad de las estrellas. Su semblante era benigno, y sus ojos, sabios. Las severas arrugas de arrogancia y obstinado orgullo que antaño le fruncían la boca se habían suavizado. Era regio, como lo reflejaban sus retratos, pero más frágil, más vulnerable. Se había despojado de todo el boato de su realeza: la corona, la toga, el cetro. Se había despojado de su cuerpo mortal. Era, como lo eran todos al final y al principio, una criatura de los dioses.

Los Señores del Dominio reconocieron a Tamaros, supieron quién era en lo más hondo de su corazón, y le rindieron homenaje, cada cual a su manera. Él habló y ellos respondieron, pero eran palabras tan silenciosas como el vacío que existía entre las estrellas.

—Capitana de capitanes —dijo Tamaros— Niño de Dunner, lady Damra y Señor de la Búsqueda. Diría que habéis cumplido el juramento que antaño pedí a cada uno de los portadores de la Gema Soberana, pero ahora sé que el juramento que pedí y el que prestaron los que os precedieron como portadores (algunos juraron en falso, otros lo hicieron obligados, y otros sin entender realmente lo que hacían) no me correspondía a mí exigirlo. Como tampoco me correspondía entregar la Gema Soberana, porque no me pertenecía.

—Entonces ¿por qué los dioses os la dieron? —preguntó Shadamehr.

—Lo ignoro, Señor de la Búsqueda —repuso Tamaros—. A veces creo que lo que se quería de mí era que la guardara en secreto, a salvo, utilizarla para lograr pequeños avances del bien donde y cuando pudiera. A veces creo que se esperaba que me conociera a mí mismo lo bastante bien para rechazarla.

—No obstante, majestad, deberíais saberlo. La iglesia dice que al morir se nos dan todas las respuestas.

Tamaros sonrió.

—La iglesia se equivoca, Señor de la Búsqueda. Al morir se nos plantean más preguntas, tantas como estrellas hay en el cielo. Tenemos el privilegio de deambular por el universo en busca de respuestas y es entonces cuando llegamos a saber lo que los dioses saben: que hay tantas respuestas como estrellas y que cada respuesta sólo conduce a más preguntas. Lo bueno es que, en la muerte, ni las unas ni las otras nos asustan.

»Cuando se creó el mundo los dioses hicieron criaturas a su imagen y semejanza para que poblaran el mundo, lo cuidaran y prosperaran y se desarrollaran. Orcos, elfos, humanos y enanos vivían juntos en el mundo, coexistían en armonía del mismo modo que coexisten los elementos, Aire y Agua, Tierra y Fuego. Satisfechas, las gentes vivían día a día, pero no crecían, el mundo no prosperaba.

»En ese mundo había dos hombres y dos mujeres, uno de cada raza, más o menos como vosotros. Los dioses les dieron a los cuatro una joya de belleza tan radiante y deslumbrante como jamás había visto ninguno de ellos. Al punto todos desearon para sí la brillante gema. Los cuatro, que se habían querido como hermanos, empezaron a pelearse por ella. El amor se trocó en odio, de manera que no soportaban verse. Decidieron para sus adentros tomar la joya y dejar a sus hermanos, utilizar la joya para fundar su propio reino. Por la noche, cada uno de ellos llegó y se apoderó de la Gema Soberana; o eso creyeron. En realidad, cada cual tomó sólo un fragmento de la gema. Cada hermano se trasladó a una zona distinta del reino. Al dividirse la joya se reveló su interior y, en consecuencia, la discordia, la desavenencia, la enemistad, el odio, el dolor y la muerte surgieron en el mundo.

Los cuatro Señores del Dominio no podían mirar a Tamaros ni eran capaces de mirarse unos a otros. Todos sabían, avergonzados, que él o ella formaba parte de la historia.

—Cierto, la joya tenía un centro amargo —siguió Tamaros—, pero cada fragmento de la gema resplandecía y relumbraba y creaba arcos iris danzantes. Sólo entonces les fue dado a los hermanos verlos, mientras que antes habían estado ciegos a esa belleza. La muerte les abrió los ojos. Al comprender que su tiempo era breve aprendieron a disfrutar del que disponían y a valorarlo. Con el pesar llegó la esperanza. Con la muerte, la vida.

»Los dioses recobraron la Gema Soberana. De nuevo la volvieron a mandar al mundo después de aquello, pero ésa es otra historia. Entonces se la pedí y me la dieron, y si hice bien o mal, sólo los dioses lo saben. Y ahora os pregunto: ¿qué haréis con vuestra fracción de la gema?

—Yo sé la respuesta —dijo Shadamehr—. Se la entrego a mi hermano.

Tendió la mano en la que sostenía su parte de la Gema Soberana.

—Y yo —abundó Damra, que mostró la suya.

—Y yo —manifestaron asimismo la capitana y Wolframio.

Dentro del Portal de los Dioses, bajo la cúpula del cielo, los cuatro juntaron las cuatro partes de la gema Soberana. Éstas formaron una pirámide de luz radiante, bellísima, resplandeciente, deslumbrante, que irradiaba miríadas de arcos iris. La gema brilló, luminosa como el sol, y los Señores del Dominio apartaron la mano.

La Gema Soberana cayó al suelo del Portal de los Dioses, un suelo duro, frío y manchado de sangre. La gema se partió y volvió a hacerse cuatro trozos.

—¿Por qué ha pasado esto? —demandó Shadamehr.

—Porque olvidasteis el amargo centro —dijo Dagnarus.

Ataviado con la armadura negra que se había forjado en su alma para encajar en su cuerpo, el Señor del Vacío entró en el Portal de los Dioses con pasos rápidos y firmes y la mano en la empuñadura de la espada. No llevaba yelmo. Su aspecto era muy semejante al que había tenido doscientos años atrás, cuando había entrado en aquella estancia por última vez. El cabello rojizo, espeso y peinado despreocupadamente alrededor del rostro, le llegaba a los hombros. Su apuesto semblante sonreía, seguro de su victoria.

—Gracias a todos por venir —dijo—. Y por traer la Gema Soberana. Mi amigo, Gareth, que es ese esqueleto que veis ahí tirado en el suelo, hizo bien su trabajo. Valura, querida, no me gustas con ese disfraz. El traidor Silwyth ha muerto, por fin. Se acabó aguantarle.

La apariencia de Silwyth titiló como una imagen en las ondas del agua. Las ondas se desvanecieron. La forma de una vrykyl vestida con armadura negra salió de las sombras y se acercó al lado de Dagnarus.

Yentonces fue cuando Dagnarus reparó en su padre.

Mantuvo la sonrisa, pero de repente la expresión de sus ojos se tornó vigilante, cautelosa.

—Si habéis venido a detenerme, padre…

—Lo haría si estuviera en mi mano hacerlo —dijo Tamaros—. Pero no por las razones que crees. No puedo levantar la mano contra ti. No puedo tocarte. Mi cuerpo mortal descansa en la tierra. No puedo influir en ti, hijo mío, salvo con mis plegarias.

—Y para eso ya es tarde, padre —afirmó Dagnarus—. El único ruego que debisteis dirigir al cielo, el de que no naciera, no lo pedisteis.

Dagnarus se agachó para recoger los fragmentos brillantes de la Gema Soberana. La hoja de una espada golpeó en el suelo, tan cerca de su mano que casi le cortó los dedos. Dagnarus los retiró con presteza y alzó la vista.

—¿Y quién sois vos, señor?

—Me llamo Shadamehr. Y yo sí puedo levantar la mano contra vos.

Shadamehr no llevaba armadura. Vestía sus ropas normales y la capa de viaje, que ahora estaba muy sucia, llena de barro y húmeda. Los ojos de Dagnarus fueron de él a los tres Señores del Dominio con sus brillantes armaduras a la luz de la linterna y de las estrellas titilantes, y se echó a reír.

—¿Qué ocurre, barón Shadamehr? ¿Es que los dioses no han podido encontrar Señores del Dominio humanos que vinieran a desafiarme? ¿O es que todos han muerto en el camino por el moho y el óxido?

—Por raro que parezca, soy un Señor del Dominio —repuso el barón—. Lo sé. A mí también me sorprende. Ojo, que yo no quería. No lo pedí. El honor me lo endosaron, por así decirlo. Pero —añadió en un tono más serio—, puesto que los dioses me han elegido como su paladín, actuaré en su nombre. La Gema Soberana no puede ser vuestra. No era ni para vos ni para ningún hombre.

—¿Y vais a impedirme que la tome? —inquirió Dagnarus mientras desenvainaba la espada—. Debo advertiros, barón, que tengo más vidas que el proverbial gato. Tendréis que matarme cuarenta veces para detenerme.

—En tal caso, más vale que nos pongamos a ello —respondió Shadamehr mientras se situaba en posición.

Dagnarus le hizo frente, pero no podía tomarse en serio tal combate. La Gema Soberana, que brillaba a los pies de su padre, le atrajo la mirada.

Shadamehr observaba los ojos de su adversario y, aprovechando su distracción, arremetió contra Dagnarus.

El Señor del Vacío, embutido en la negra armadura, no apartó la mirada embelesada. No hacía falta. Cuando la espada de Shadamehr tocó la negra armadura, la hoja se partió y se quebró. El barón tiró la empuñadura, que era lo único que quedaba del arma, y se apretó la mano. Tenía la palma llena de sangre.

Sonriente, Dagnarus se agachó para recoger una de las cuatro partes de la Gema Soberana.

—No podrá tocarla —bramó con voz ronca Wolframio—. Los dioses se lo impedirán.

—No lo harán —dijo Dagnarus—. No pueden.

Aferró el fragmento de la brillante gema que Shadamehr había llevado y lo contempló con admiración mientras lo giraba a uno y otro lado para verlo centellear con la luz de las estrellas. Después se lo guardó en el cinturón y alargó la mano hacia otro trozo.

Wolframio se plantó delante, espada en mano. Su gemela, Gilda, estaba delante de él con el escudo levantado para defenderlo.

Dagnarus golpeó el escudo con la espada; la arremetida lo partió en dos y la atravesó a ella.

Gilda cayó y la brillante luz de su espíritu empezó a apagarse. Con un grito de dolor y rabia, Wolframio atacó a Dagnarus.

El Señor del Vacío le quitó la espada de la mano al enano y la desmenuzó entre sus dedos. Dejó caer el polvo sobre la moribunda Gilda.

Dagnarus se agachó y recogió la segunda parte de la Gema Soberana.

Damra se apoderó del fragmento elfo de la gema y lo asió con fuerza.

—El Divino me dio mi espada, que había sido bendecida por el Padre y la Madre —dijo la elfa, que se enfrentaba al Señor del Vacío sin miedo—. Puede que me sea imposible acabar con vos, pero sí puedo desenmarañar la vil magia que os mantiene en una pieza el tiempo suficiente para recuperar lo que habéis robado.

—No he robado nada —manifestó Dagnarus—. He recobrado lo que es mío. Y vos podéis hacer todo lo que esté en vuestra mano, pero tendré la Gema Soberana.

—¡Milord, lo que dice es cierto! —gritó Valura—. ¡Su arma es sagrada y puede haceros daño! No os acerquéis a ella.

—Márchate, Valura —ordenó Dagnarus, impaciente—. Tú y yo hemos acabado. No me molestes más.

Amagó una arremetida y después cambió el ataque y golpeó la espada de Damra con el propósito de desarmarla.

Pero Damra no se dejó engañar por la maniobra. Estaba preparada para el verdadero ataque y lo esquivó ágilmente. La brillante hoja que había descansado durante siete años sobre el altar del Padre y la Madre se deslizó a través de la negra armadura del Vacío y hendió el polvo que antaño había sido un corazón palpitante. Pero la armadura no era la de Dagnarus. Ni el corazón era el suyo.

Valura se había interpuesto entre el arma y su señor y recibió el golpe dirigido a él. La bendita arma llenó el Vacío que era su alma. Valura soltó un grito estrangulado, su cuerpo se retorció de dolor.

Damra se debatió para liberar la espada, pero Valura cerró la mano sobre la hoja y la sujetó firmemente aunque hacerlo significaba mantener la terrible cuchilla dentro de ella. Con la otra mano agarró el fragmento de la Gema Soberana y se la quitó de un tirón a Damra.

La negra armadura se desvaneció y dejó a la vista los restos macabros de lo que había sido una mujer hermosa y vital. No derramó sangre, pues la había vertido toda mucho tiempo atrás. La piel correosa se tensaba sobre los huesos. El cabello, desgreñado y largo, le caía sobre los restos momificados. Moviéndose con un doloroso esfuerzo, Valura alargó la cadavérica mano hacia Dagnarus.

Éste retrocedió para eludir el horrible roce y contempló con repulsión el cuerpo putrefacto.

—Dagnarus —dijo Valura—, me muero…

—Ya estás muerta —gritó él—. Y ojalá nunca te hubiera traído de vuelta a la vida. Hace mucho que odio tu mera presencia.

—La mía no —musitó la vrykyl, un susurro que era casi todo cuanto quedaba de ella—. La tuya.

Se desmoronó, menguó y se deshizo en polvo, un montón de cenizas que cayó al suelo. Dagnarus hurgó en la ceniza y sacó el fragmento elfo de la Gema Soberana. La última que le hizo frente fue la capitana de capitanes.

—Vuestro abuelo intentó convencer a mi padre para que me matara —dijo Dagnarus—. Vio lo que ninguno de los otros fue capaz de ver. Vio en lo que me convertiría.

—Cuánto mejor habría sido que os hubiesen matado entonces —dijo la capitana, cruzada de brazos, con la Gema Soberana en una mano y el sable en la otra.

—Hay ciertos momentos, capitana, en los que llego a la misma conclusión —contestó Dagnarus—. Dadme la gema. En memoria de vuestro sabio abuelo, no deseo haceros daño.

—En memoria de su sabiduría, os entrego la Gema Soberana —manifestó la capitana. Agachó la cabeza, bajó el sable y alargó la mano con la gema.

Las cuatro partes de la Gema Soberana eran suyas en el Portal de los Dioses, bajo la cúpula del cielo. Dagnarus las contempló, contempló el galardón que había perseguido toda su vida, dos de los fragmentos en la mano izquierda y los otros dos en la derecha.

Exultante ante tal belleza y su triunfo, unió las cuatro partes. Mientras lo hacía recordó el momento en que su padre había dividido la sagrada gema. Tamaros sólo había visto belleza, arcos iris radiantes. Él había mirado en el corazón de la gema y había visto oscuridad. Ahora no la veía. Sólo veía arcos iris. Unió las cuatro partes.

Una a una, escaparon de sus manos y cayeron al suelo polvoriento y ensangrentado.

Enfurecido, se agachó para recogerlas.

—Disculpad —dijo cortésmente Shadamehr—, esas gemas nos pertenecen a nosotros.

Y atizó una patada en los dientes a Dagnarus.

El yelmo del Vacío evitaba que Dagnarus sufriera daño alguno, pero la fuerza del inesperado golpe lo hizo recular trastabillando.

—¡Que el Vacío te lleve! —gritó. Unos zarcillos de aceitosa negrura salieron en espiral de sus dedos y se extendieron hacia Shadamehr…

Hacia veinte réplicas del barón creadas por la magia de Damra y que llenaban el corredor. La mirada furiosa de Dagnarus pasó de una a otra mientras su propia magia letal se enroscaba. Apuntó a la elfa.

Chasqueando como un látigo, uno de los zarcillos se disparó, se ciñó a un tobillo de Damra y la derribó de un tirón. Otro se le enroscó en el cuello y se apretó; con la asfixia, las ilusiones desaparecieron. Damra se retorcía en el suelo y se debatía con el zarcillo en un esfuerzo por soltarse, pero estaba hecho de Vacío y la elfa no agarró nada. Sin embargo, esa nada la estaba matando.

Shadamehr se acercó de un salto hacia ella.

—¡Apártate! —gritó la capitana.

Blandió el sable, que se había forjado en el fuego sagrado del monte Sa’Gra. El arma bendecida cortó el Vacío, liberó a Damra. Con el mismo golpe, la capitana seccionó la mano extendida de Dagnarus.

Dagnarus se había echado a reír porque suponía que el Vacío lo protegería, pero la advertencia de Valura resultó ser verdad. La bendita arma tenía el poder de causarle daño. Vio su mano caída en el suelo, con los dedos hacia arriba y cerrándose sobre sí mismos mientras se formaba un charco de roja sangre alrededor del miembro amputado.

Entonces surgió el dolor; y la rabia. Se puso derecho y la capitana le hundió el sable bendito en el tórax.

El arma atravesó el peto negro, penetró en el Vacío, pero no acertó a dar en el corazón. Una de las muchas vidas que había robado, tal vez la de Valura o la de Shakur, tal vez la del despreciable Jedash o alguna otra de las incontables, murió por él.

Valiéndose de la mano izquierda, Dagnarus se extrajo el sable del cuerpo y, asiéndolo con fuerza, lo estrujó entre los dedos. El metal empezó a calentarse al rojo vivo, como si lo estuviesen forjando de nuevo, hasta que se fundió y cayó en un charco plateado a los pies del Señor del Vacío.

Los fragmentos de la Gema Soberana yacían juntos en un charco de sangre. La mano cortada se arrastraba hacia ellos dejando un rastro horripilante tras de sí.

Los dedos de la mano amputada tocaron los fragmentos de la gema, pero sólo eso. Las cuatro partes no se unían.

—Aún falta una parte —dijo Gareth.

—¿Y qué parte es ésa? —demandó Dagnarus, enfurecido por el dolor. Se aferraba el brazo herido contra el cuerpo mientras dirigía una mirada iracunda a los fragmentos ensangrentados—. Hay cuatro. Mi padre la dividió en cuatro.

—La dividió en cinco. Ese quinto fragmento os lo di a vos. Lo di por amor aunque pagué con mi alma por ello.

—Habla claramente, Parche —espetó Dagnarus—. Déjate de adivinanzas. Ya tuve de sobra durante aquellas malditas pruebas para convertirme en Señor del Dominio. —Hizo una pausa e inhaló con un sonido siseante—. ¡Ésa es la respuesta! No querías que me sometiera a las pruebas. Intentaste convencerme para que no las hiciera al traerme una daga.

»¡K’let! —ordenó con voz perentoria—. Dame la daga del vrykyl.

No hubo respuesta.

Dagnarus se volvió para mirar hacia atrás, a la oscuridad que se agolpaba a los bordes de la cúpula del cielo. K’let se encontraba en las sombras, con la daga en forma de dragón aferrada fuertemente en la mano.

—K’let, te perdono tu traición —dijo Dagnarus—. Te haré rey. Tráeme la daga.

El taan se adelantó despacio. No llevaba la armadura vrykyl, sino que seguía con el disfraz del taan que había sido en vida: el pálido pellejo cosido de cicatrices; las garras de los pies, que arañaban el suelo; el semblante que resultaba inescrutable para quienes sólo veían el hocico bestial, los colmillos y los ojos pequeños de un ser de otro mundo.

Pero aquellos ojos no estaban vacíos como tendrían que haberlo estado los de un vrykyl. La vida no había desaparecido completamente de ellos.

Sólo una persona de las que estaban presentes en la estancia reparó en la sombra de los ojos del taan: Cuervo. El trevinici estaba acurrucado contra la pared, con el alma encogida al ver caminar espíritus de los muertos, hablar a fantasmas de asesinados, morir cuerpos putrefactos de muertos. La oscuridad era demasiado densa para que Cuervo viera a Dagnarus, y la luz demasiado intensa para que viera a los Señores del Dominio. Pero sí veía a K’let. Había llegado a conocerlo en el largo viaje que habían hecho juntos. Cuervo advirtió la sombra como humo deslizándose sobre agua oscura y estancada.

K’let se paró delante de Dagnarus y ofreció la daga del vrykyl con las manos vueltas hacia arriba, la empuñadura sobre una de las palmas y la hoja, en la otra.

—Fuiste diferente de los demás, K’let —manifestó Dagnarus—. Sólo tú me entregaste voluntariamente la vida. Sólo tú tuviste voluntad para rebelarte contra mí. Siempre he dicho que éramos hermanos.

—Lo dijiste, sí —convino K’let—. Y mataste a tu hermano.

Cerrando los dedos sobre la empuñadura de la daga, el taan la hincó con todas sus fuerzas en el pecho de Dagnarus.

El taan soltó un espantoso grito cuando el Vacío empezó a hacerlo trizas, a destrozarlo, a triturar carne y hueso hasta reducirlos a nada. Lo único que quedó de él fue la calavera, bestial, ajena a este mundo. Sonriente.

Dagnarus la miró intensamente y, al principio, pareció que se iba a reír, pero entonces sintió el dolor. La comprensión, rápida y terrible, le llegó. K’let había clavado la daga en forma de dragón muy hondo. La hoja maldita, afilada como el odio y punzante como la envidia, perforó la negra armadura, traspasó todas las vidas en un único tajo y llegó a la última, la propia de Dagnarus, sepultada bajo las demás.

Dagnarus se desplomó en el suelo, agachado sobre manos y rodillas encima de los cuatro fragmentos de la Gema Soberana.

Un espasmo de dolor lo obligó a apretar los dientes, pero no gritó. Crispado el gesto, aferró el puño de la daga y, con un jadeo, la extrajo de un tirón.

De la herida manó sangre, que goteó sobre las cuatro partes de la Gema Soberana. Dagnarus, temblorosa la mano, colocó la daga en el centro. Empezó a unir las partes de la Gema Soberana, una a una.

—Hijo mío. —Tamaros se acercó junto al cuerpo estremecido de su hijo moribundo—. Los dioses son misericordiosos. Aman a sus criaturas y comprenden sus debilidades.

—¿Igual que vos, padre? —Arremetió contra el espíritu en un intento de hacerlo desaparecer—. ¡Gareth! —llamó, jadeante; la sangre le resbalaba por la boca—. ¡Parche, acércate!

Gareth obedeció, se quedó de pie a su lado, mirándolo desde arriba.

—Me prometiste el mayor regalo de los dioses —dijo Dagnarus en tono acusador.

—Los dioses os lo están ofreciendo. Sólo tenéis que pedirlo, como hice yo.

Gareth se arrodilló junto a él y miró a su príncipe a los ojos.

—El mayor regalo de los dioses es el perdón.

Dagnarus alzó la vista hacia la cúpula del cielo.

—No —dijo, desafiante—. Vosotros me pediréis perdón a mí, porque tengo… la Gema Soberana.

Uniendo las cuatro partes de la gema, hincó la daga del vrykyl, tinta de su propia sangre, en el corazón de la joya.

La Gema Soberana empezó a refulgir. Al principio era una luz pálida y fría, pero se fue haciendo más intensa, más brillante, más esplendente, y rutiló con el fulgor lacerante que era la mente de los dioses. El fuego puro iluminó a Dagnarus de manera que, por un instante, relució con una luz argéntea. Y después la oscuridad lo consumió.